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Ecoaldeas, oportunidad de calidad para reactivar el campo

El pasado agosto, mientras todavía estábamos en San Francisco, Kirsten y yo decidimos aceptar la invitación de unos amigos para acudir a su boda. Pese a residir en Brooklyn, Nueva York, se casaban en un pueblo costero de la Vandea (en francés, Vendée).

La Vandea es un departamento del Atlántico francés al norte de Burdeos, en los Países del Loira, región que coincide casi al pie de la letra con la provincia previa a la Revolución Francesa de la Casa de Anjou.

Casas cueva en los Países del Loira

La boda se celebraba a principios de septiembre, antes de que nuestras hijas empezaran la escuela. Íbamos a estar en Barcelona tras nuestro tradicional periplo veraniego por Estados Unidos y, sabiendo que la falta de escuela cuartaba nuestro horario laboral, pensamos que el viaje a los Países del Loira era una oportunidad: acudiríamos a una boda y, tanto de camino al lugar como tras el acontecimiento, habría ocasión de trabajar.

Así que Kirsten y yo mismo nos pusimos a analizar historias reales que pudieran derivar en un vídeo, una fotogalería, un reportaje, o las tres cosas a la vez. Alquilamos un vehículo para una semana (no poseemos coche ni creemos que tenga sentido hacerlo, si vives en el centro de una ciudad como Barcelona) y, con un plan más o menos abierto, nos dirigimos a la costa atlántica francesa.

Evocando a Célestin Freinet

Visitamos a personas tan interesantes como el maestro de escuela retirado Henri Grevellec, amigo de unos amigos y residente en una encantadora casa cueva (ver fotogalería de nuestra visita) de las muchas que todavía perviven entre viñedos, bosques y fotogénicos pueblos en el valle del Loira.

Grevellec sólo hablaba francés, mientras Kirsten debe recuperar el suyo y el mío es inexistente. Pese a ello, y gracias al sustrato latino de las lenguas romances, nos las arreglamos para hablar, entre otras cosas, del pedagogo francés Célestin Freinet, cuya apasionante historia recordé. Grevellec, maestro en un país que respeta la enseñanza primaria, evocó con satisfacción a su compatriota.

Ecoaldeas del Pirineo navarro y aragonés

En lugar de dirigirnos hacia el este, hasta Suiza y quizá el norte de Italia o el sur de Alemania, preferimos volver tranquilamente a España, esta vez descendiendo por las carreteras del Atlántico, cruzando Burdeos y las Landas, hasta llegar al Iparralde, País Vasco Francés.

Mientras paseábamos por el Iparralde, ya habíamos decidido visitar dos de las ecoaldeas que tratan de recuperar el ritmo de vida, las actividades ancestrales y la vida sencilla de los pueblos del Pirineo: Lacabe, Lakabe en Euskera (fotogalería de nuestra visita), en la merindad de Sangüesa, Navarra; e Ibort (fotogalería de nuestra visita), junto a Sabiñánigo, al norte de la Sierra de Guara, en Huesca.

En ambos pueblos nos recibieron con amabilidad y respeto, pese a que el mayor interés por la vida sencilla, el ecologismo, la permacultura o la artesanía les causa algún que otro quebradero de cabeza.

No es flor de un día: pueblos revividos desde los 80

Lakabe, como Ibort y otros tantos pueblos recuperados del Pirineo, recuperaron su vida en los años 80, tras haber desaparecido en las décadas anteriores, debido a la emigración del campo a la ciudad.

Así que ahora, con el auge del ecologismo y la crisis económica que afecta, sobre todo, a los jóvenes, ecoaldeas como Lakabe, Ibort y muchas otras (por mencionar sólo las cercanas a Lakabe: Aritzkuren y Rala; y las cercanas a Ibort: Aineto y Artosilla), reciben llamadas y visitas periódicas de personas que sugieren su intención de instalarse allí a vivir.

Decidimos descansar en un cómodo hotel junto a Navarra antes de visitar Lakabe, mientras dejábamos Ibort para el día siguiente, el penúltimo de nuestro periplo, pues tras nuestro paso por Ibort, volvíamos a Barcelona. Vivimos en el centro de Barcelona, de modo que experimentaríamos el contraste entre campo y urbe que, según los últimos estudios, afecta al somatismo de los habitantes de ambos entornos.

Evitar las modas

Mauje e Iñaki, nuestros anfitriones en Lakabe, nos explicaban el interés renovado de los urbanitas por el terruño que a menudo han abandonado sólo una generación atrás: “últimamente, hay quien nos llama anunciando algo así como ‘oye, que me voy a vivir allí con vosotros hoy mismo’. Y no es así. Esto es una opción consecuente para la que hay que estar preparado y hay que asumir con respeto”.

Ricardo, de origen navarro, nuestro anfitrión en la ecoaldea de Ibort, en Huesca, nos explicaba algo parecido. “Durante su esplendor, calculo que esta aldea acogía más o menos los que somos ahora, 60 habitantes, incluyendo a niños”.

Ricardo, su mujer, una ecologista de origen holandés, y otros habitantes veteranos del pueblo, nos explicaron las tensiones existentes en la comunidad debido a la masificación. “Vivir en una ecoaldea no es una oportunidad para tener una casa de fin de semana en la que plantarse con el todoterreno y la mentalidad de la gran ciudad. Una cosa es que te guste la idea de vivir en una aldea perdida, y otra es vivir en una aldea perdida”, explicaba otro vecino de Ibort, también de origen navarro, en el pueblo desde que fue revivido en los 80.

Espacio y tiempo en Lakabe e Ibort

Lakabe e Ibort, con modelos de gestión distintos, son dos ecoaldeas que servirían como ejemplo de sostenibilidad, recuperación arquitectónica con gusto, respeto y sentido común, y grandes dosis de futurismo y carácter pionero. Porque el futuro tiene que ser, para teóricos influyentes como Richard Heinberg, más parecido al pasado, si queremos tener una vida plena y, a la vez, conservar la localidad para, de paso, reducir la huella ecológica de la globalidad.

El viejo cuento de pensar global y actuar local. Esta vez, eso sí, de verdad. Mauje, Iñaki, Ricardo y otros pueden ser vistos como radicales de la vida sencilla o ecologistas trasnochados, sobre todo por los amantes de colocar etiquetas antes incluso de tomarse la molestia de conocer una realidad.

Yo creo que son más bien los abanderados de un descontento no ya por la pérdida de un 5%, un 10% o un 20% del suelo debido a la crisis, sino por la desaparición silenciosa, con la humildad y elegancia ancestral de la gente de pueblo, de riquezas etnográficas por las que suspiran otros lugares del mundo.

El ritmo y la sustancia de las cosas: campo y ciudad

A mediados del siglo XIX, abrumado por el ritmo de la ciudad y el estilo de vida de sus conciudadanos, que trabajaban incansablemente para pagar unas comodidades que no podían disfrutar, un vecino de mediana edad de la plácida ciudad de Concord, en Massachusetts, se retiró a un lago cercano a vivir una temporada en una pequeña cabaña construida por él mismo, lejos del ritmo de la urbanidad.

La decisión del escritor y filósofo Henry David Thoreau, aparentemente anodica, Walden, la vida en los bosques, un ensayo que ha inspirado a generaciones de ecologistas y propugnadores de una vida más sencilla, sincronizada con los ritmos y tiempos de la naturaleza.

¡Qué verde era mi valle!

La vida en las ciudades ha evolucionado en las últimas décadas, e incluso las condiciones de los más pobres no son comparables a las padecidas por los primeros habitantes de las ciudades de inicios de la Revolución Industrial. La película alegórica ¡Qué verde era mi valle!, de John Ford, explica la explotación sistemática a la que eran sometida buena parte de la población urbana.

La insalubridad e injusticias de las primeras ciudades industriales inspiraron a románticos y trascendentalistas, como el propio Thoreau y su amigo Ralph Waldo Emerson, a retornar a la inocencia pre-industrial.

Los últimos estudios han dado la razón a los románticos. Un estudio publicado en Nature, por ejemplo, recopila evidencias de que una vida en la ciudad, al margen de las tareas del campo y la contemplación de espacios naturales, causa mayor pesar.

Cuidado con los trastornos de ansiedad

Otro estudio holandés citado por The Economist exponía en 2010 que los urbanitas, por el mero hecho de serlo, tienen mayor riesgo de padecer trastornos de ansiedad y trastornos del estado de ánimo que sus conciudadanos en el campo.

Si el cerebro reacciona de manera distinta en campo y ciudad, la ciencia corrobora, al menos en parte, la impresión de quienes buscan una vida más lenta, apartada de gastos superfluos y comodidades que no pueden disfrutarse -ya que hay que trabajar para pagarlas-. En entornos rurales, dicen, su vida es más plena.

Eso sí, hay ciudades y ciudades. La calidad de vida y la huella ecológica en Barcelona, una ciudad densa, pero con clima apacible, abundantes espacios comunes y extensas áreas peatonales, no es comparable a la experimentada por los ciudadanos de los suburbios de una fría ciudad anglosajona, donde el uso del vehículo privado dicta la planificación urbanística, y no a la inversa.

Pero la recuperación del interés por la vida rural y las tradiciones, con influencias sobre el modelo de desarrollo (productos locales y con denominación de origen, turismo cultural y etnográfico), no ha dado la vuelta a una realidad no sólo española o europea, sino mundial: prosigue la migración imparable del campo a la ciudad, sobre todo en los países emergentes, y desde 2008 hay en el mundo más personas viviendo en entornos urbanos que en el campo.

La desaparición del paisaje evocado por los románticos

En el sur de Europa, lugares como la Andalucía que el escritor estadounidense Washington Irving redescubrió para la literatura han dejado de ser entornos oníricos tan atrasados como exóticos.

Esperando a su Mr Marshall particular, muchos pueblos y aldeas españolas han desaparecido desde las primeras oleadas migratorias del XIX. En el siglo XX Joan Amades, Joan Corominas, Josep Pla, Álvaro Cunqueiro, Julio Caro Baroja, Miguel Delibles o José Antonio Labordeta, entre otros, intentaron recopilar y dar cuenta de las realidades etnográficas ancestrales que se perdían para siempre en los pueblos de Iberia. Alquerías e incluso villas que echaban el cerrojo para siempre, platos que dejaban de cocinarse, hórreos vacíos, tejados que cedían.

El paso del paisaje onírico que emocionó a Washington Irving pasó, en el imaginario colectivo español, a convertirse en un paisaje seco con salidas de autopista, tráfico de camiones pesados y bares de carretera sirviendo comida urbana a granel. Algo así como el paisaje que Bigas Luna recoge en Jamón Jamón.

Los visitantes románticos del XIX, pasando por los tecnócratas de Alfonso XIII en el XX, los intelectuales reformistas españoles de la II República, el desarrollismo rural franquista de los pinos y pantanos, y las ayudas europeas al campo de la España democrática, han visto una realidad rural distinta.

Pueblos que siguen siendo brasa, a la espera de prender

En las últimas décadas, el auge del turismo, la artesanía o incluso las energías renovables han salvado a algunos pueblos de desaparecer. Otros tantos, ya no existen desde hace décadas. Muchos conocemos a personas, o hemos leído a autores, que han vivido la desaparición de pueblos.

El escritor leonés Julio Llamazares, por ejemplo, no necesitó documentarse para escribir su novela La lluvia amarilla, que describe los últimos instantes de vida de un pueblo del Pirineo aragonés, hasta desaparecer para siempre. Él mismo nació en un pueblo leonés que ya no existe. Sus últimos descendientes se marcharon a Madrid, a Barcelona o al extranjero a ganarse la vida y no volvieron, ni siquiera a veranear.

El fenómeno se ha repetido desde mediados del siglo XX en el interior de la Península Ibérica, sobre todo en los pueblos y alquerías de zonas más aisladas e inclementes incluso para el cultivo o la cría de ganado. Algunos de ellos, tan aislados que la carretera asfaltada nunca llegó a ellos, sobrevivieron al convertirse en ejemplo de lo que era visto como una anomalía. 

Pueblos que mueren

Pudiendo vivir en un pequeño piso de un barrio periférico de Madrid o Barcelona, ¿quién quiere vivir en un pueblo perdido? Una argumentación aparentemente absurda. La dura vida en el campo, la falta de oportunidades, los problemas endémicos, o la búsqueda de aventura. Varios motivos acabaron despoblando el campo.

En sólo una generación, las ciudades medias, pero sobre todo las grandes y las dos urbes, Madrid y Barcelona, absorbieron a los descendientes de los pueblos del Pirineo, el interior de las Castillas y la Andalucía más apartada de las zonas turísticas.

Pocos lugares muestran unas cicatrices más profundas de este movimiento masivo del campo a la ciudad, que transformó España (a menudo, para bien; en ocasiones, para mal) hasta el punto que hoy, millones de ciudadanos han nacido en el extrarradio de una gran ciudad, pero sus padres nacieron en un pueblo, a menudo convertido en lugar de veraneo y, en ocasiones, desaparecido.

La lluvia amarilla

Ibort y Lakabe, así como centenares de pueblos fantasma en la Península Ibérica, desaparecieron hace unas décadas con la tristeza otoñal que Julio Llamazares expone en La lluvia amarilla.

Hace unos meses, el paseo por la aldea soriana de Vea, una de las muchas despobladas en la provincia, acabó con un hallazgo con el valor de las grandes instantáneas paradas en el tiempo, capaces de representar simbólicamente un momento, una situación, un fenómeno de cualquier tipo.

No se trata de una fotografía. Es un texto de 3 líneas escrito a la desesperada en 1962 por uno de sus últimos vecinos, que gritaba impotente al vacío, pues se moría su pueblo.

A falta de un altavoz como Internet, Marcos León, vecino de Vea, sacó del bolsillo su lápiz de grafito y escribió

“Día 21 de Octubre de 1962. se va terminando el pueblo. Ya se ha terminado la fiesta que no sé si habrá más año porque desaparecen un 90% de los vecinos.”

Celebrar el nacimiento y la supervivencia

Se acabaron la fiesta y el pueblo. Pero Lakabe e Ibort reescriben una historia triste. Muchos de sus habitantes son conscientes de vivir en otro tiempo y desconocer parte del pasado que ha desaparecido, pero tienen intención de rememorarlo, celebrar su existencia.

Y llenar de vida las calles de aldeas que, quizá, aporten ideas, conocimiento, productos, que nos enriquezcan a todos.

Uno de los habitantes de Lakabe, que ha criado a tres hijos en el pueblo, ya mocetones, me explicó: “tenemos que ser suficientemente humildes para reconocer que estamos aquí de paso y hay que tener respeto por lo que hubo antes y por lo que vendrá después. El presente es una quimera y el problema que tiene este mundo es que todo quisque está obsesionado con el presente”.