Una de las consecuencias del aumento de CO2 en la atmósfera, concluye un estudio publicado en Nature es su efecto fertilizador sobre la actividad de las plantas, que han reverdecido el planeta en los últimos 35 años, al aumentar densidad y superficie ocupada.
El uso político de la información no se ha hecho esperar, sobre todo entre quienes niegan o minimizan el cambio climático, contradiciéndose luego al destacar los supuestos beneficios del fenómeno -que implica reconocer su existencia-. Por ejemplo, celebrando que las rutas marítimas del Ártico son ahora transitables, que las plantas crecen más y mejor, etc.
Mayor crecimiento en cultivos y plantas no implica sólo efectos positivos: un grupo de investigadores trabaja para probar científicamente la aparente paradoja según la que, a mayor actividad biológica de las plantas (la fotosíntesis es estimulada por más CO2 en la atmósfera), menor concentración de nutrientes en las cosechas, tal y como alerta un estudio de la Universidad de Florida publicado por la FAO (Organización de la ONU para la Alimentación y la Agricultura).
El impacto de los monocultivos de la “revolución verde”
Los modelos preliminares que sostienen esta hipótesis dan todavía lugar al equívoco y la interpretación, pues el aumento de la productividad agraria desde 1960 -la llamada revolución verde– priorizó variedades más productivas y con menor concentración de nutrientes, cosechadas en latifundios de monocultivos mecanizados y dependientes de fertilizantes químicos. No obstante, el fenómeno empieza a debatirse en publicaciones para el gran público, como el reportaje de Eli Kintisch para National Geographic (mayo de 2014, serie El futuro de la comida).
La incidencia de variedades muy productivas de monocultivos no explicaría la integridad del fenómeno, observado en todo el mundo y no sólo en cosechas, sino también en plantas: se acelera el crecimiento, pero disminuyen los nutrientes, que son sustituidos por un aumento proporcional de azúcares.
Algo así como si las plantas siguieran nuestro propio patrón de dieta: la epidemia de dolencias metabólicas en las últimas décadas no se entiende sin la conquista emprendida por carbohidratos simples (sobre todo, azúcares) sobre nuestra dieta (con la connivencia o indiferencia de industria alimentaria, reguladores e investigación médica, ausente en el debate).
¿Por qué nadie invierte en plantas más nutritivas?
Lo logrado por la opinión pública en la lucha contra los intereses de la industria del tabaco no se ha reproducido en la industria agroalimentaria, y los estudios sobre el efecto de la transformación de los patrones climáticos sobre las plantas que comemos directa o indirectamente (a través de herbívoros en la dieta), apenas empiezan a tenerse en cuenta.
Con décadas de retraso, empezamos a atar cabos. De momento, los investigadores tratan de recabar información sobre, por ejemplo, el nivel de CO2 en la atmósfera, la actividad de las plantas y su cantidad y calidad de nutrientes.
De confirmarse esta hipótesis, llegará el turno de estudiar el impacto del cambio atmosférico sobre lo que comemos, y cómo revertir la tendencia generalizada de alimentos más azucarados y menos nutritivos (sin hablar siquiera de la industria de alimentos procesados, pues el fenómeno ocurre en pastos y cosechas).
Antes de la Revolución Industrial, la atmósfera terrestre contenía 280 partes por millón de CO2, una cifra que se sitúa hoy por encima del límite de 400 partes por millón, y las previsiones hablan de 550 partes por millón en el próximo medio siglo. Las ciencias agrarias deberán comprobar qué parte de la pérdida de nutrientes en cosechas se debe a la apuesta por variedades productivas en detrimento de las nutritivas, y qué parte se puede achacar al efecto fertilizante de mayor CO2 en la atmósfera.
Impacto del “efecto fertilizador” de más CO2 en la atmósfera
En los últimos 35 años, el incremento de actividad en plantas y árboles -que repercute sobre su densidad-, equivale a dos veces la superficie de Estados Unidos. Otro símil: el crecimiento adicional equivale al impacto de plantar 4.000 millones de secuoyas gigantes.
El estudio indica que el efecto fertilizante del dióxido de carbono no sería la única causa de este aumento: más nitrógeno, precipitaciones y calor retenido han acelerado el fenómeno.
Rising atmospheric Carbon Dioxide levels are turning all food into junk food, pushing a nutrient crisis https://t.co/tjWZb9VMmY
— Borzou Daragahi 🖊🗒 (@borzou) September 14, 2017
Antes de arrojar conclusiones equivocadas sobre el supuesto efecto positivo del efecto invernadero, el aumento de la tasa de fotosíntesis o la acidificación de los océanos (que repercutiría también sobre el aumento de fitoplancton), el matemático Irakli Loladze estudia desde hace dos décadas un fenómeno que nos preocupará en las próximas décadas, cuando hayamos asumido sus repercusiones.
Loladze recaba evidencia para confirmar lo que considera un gigantesco “colapso de los nutrientes” en plantas, de las que dependemos no sólo para respirar, sino también como base alimentaria directa o indirecta (en tanto que dieta imprescindible de otros organismos en nuestra dieta).
Por qué mayor crecimiento implica menos nutrientes
El matemático sintetiza el problema de la siguiente manera: una atmósfera con cada vez más dióxido de carbono está convirtiendo todos nuestros alimentos en equivalente por defecto a la comida basura, pues las plantas crecen con menos nutrientes debido a una paradoja evolutiva que el equipo de Loladze descubrió de manera fortuita en 1998, observando la actividad de un cultivo de plancton en un laboratorio.
El matemático estudiaba entonces un doctorado en la Universidad de Arizona State cuando un biólogo se acercó a él preguntándose qué ocurría en su cultivo de fitoplancton y zooplancton. Este último tipo de plancton se compone de animales microscópicos en océanos y lagos cuya supervivencia depende del consumo los primeros (el fitoplancton está integrado por organismos microscópicos con capacidad fotosintética).
La investigación en la Universidad de Arizona con simulaciones de entornos ricos en CO2 había empezado en los años 80, auspiciada por el físico del suelo Bruce Kimball, colaborador del Departamento de Agricultura de Estados Unidos. Loladze había recaído en el lugar adecuado, responsable del sistema de experimentación “enriquecimiento con dióxido de carbono adicional” (Mariposa, Arizona), FACE en sus siglas en inglés.
Los biólogos, contrariados por la consistencia de los resultados, explicaron lo observado: según su hipótesis preliminar, podían acelerar el crecimiento del cultivo de algas aumentando la cantidad de luz sobre ellas. Esperaban, asimismo, que el aumento de la fuente alimentaria de zooplancton los hiciera a su vez florecer.
No fue así: a más luz sobre las algas, éstas crecieron más rápido y, al principio, el mayor alimento activó el apetito de los animales microscópicas hasta que, llegado un punto, empezaron a mostrar síntomas de agotamiento. Lo que debía haber acelerado su florecimiento se había convertido, sin explicación lógica aparente, en una lucha por la supervivencia.
La marginalidad de las investigaciones interdisciplinares
Helena Bottemiller Evich explica en un reportaje para Politico la reacción de Loladze, que intuyó que había dado con el objeto de estudio del resto de su carrera, pese a que su especialidad se reducía entonces a las matemáticas.
¿Cómo podían más algas ser un problema para animales que se alimentan de… algas? Loladze averiguó la hipótesis que barajaban los biólogos, según la cual el aumento de luz estimulaba el crecimiento de las algas, que permanecían en el mismo medio anterior, aunque con mayor acceso a radiación. Las algas resultantes, más numerosas, quizá contuvieran una menor cantidad de los nutrientes imprescindibles para el zooplancton:
“Al acelerar su crecimiento, los investigadores habían esencialmente convertido las algas en comida basura. El zooplanton nadaba en abundancia para comer, pero su comida era menos nutritiva, hasta morir de hambre.”
Los conocimientos matemáticos de Irakli Loladze sirvieron para elaborar modelos preliminares que ilustraran la dinámica de algas y zooplancton: a mayor crecimiento estimulado, menor densidad de nutrientes, y poblaciones de animales microscópicos en declive como consecuencia.
Fue entonces cuando el entonces estudiante de doctorado vislumbró el impacto potencial de semejante fenómeno en los ecosistemas: la relación de equilibrio entre una fuente alimentaria y los animales que dependen de la concentración de nutrientes en los alimentos.
La otra cara de un planeta más verde
El artículo científico publicado en 2002 por Loladze y el equipo de biólogos no iba más allá, pero el matemático se cuestionó sobre la amplitud del problema: ¿qué posibilidades había de que el fenómeno de pérdida de nutrientes de algas y su incidencia sobre el zooplancton tuviera lugar entre pastos (y sus sustitutos) y ganado? Y, si el fenómeno se producía entre pasto y vacas, ¿encontraría su equivalente entre arroz y gente?
Quizá, la paradoja observada en el laboratorio explicara parte de la crisis y evolución de la industria agropecuaria y la incidencia de sus productos sobre la nutrición humana: mayor cantidad de alimentos con menos nutrientes saludables, con el potencial de incidir a gran escala sobre la salud de la población.
El modelo a gran escala del experimento no era totalmente análogo al fenómeno de las algas, pues las plantas no reciben mayor radiación solar, sino una cantidad muy superior de dióxido de carbono, si bien el fenómeno era suficientemente similar como para sospechar una correlación: se ha comprobado que el planeta se reverdece, y quizá las plantas (incluyendo los cultivos destinados a consumo humano y a ganado) hayan reducido también su cantidad y calidad de nutrientes.
La base de las enfermedades metabólicas: más azúcar, menos nutrientes
La decepción para Irakli Loladze llegó al constatar la escasa investigación sobre las plantas que alimentan al mundo. Mientras seguía con su carrera matemática, Loladze repasó la literatura científica en busca de todos los estudios y datos que pudiera encontrar. Los resultados, a medida que los compilaba, parecían apuntar en la misma dirección: el efecto de “comida basura” con que se había topado en Arizona se daban en campos y bosques en todo el mundo.
Según Loladze,
“Cada hoja y cada brizna de hierba en la tierra produce cada vez más azúcares a medida que los niveles de CO2 aumentan. Asistimos a la mayor inyección de hidratos de carbono en la biosfera en toda la historia humana; inyección que diluye otros nutrientes en nuestra cadena alimentaria.”
Un fenómeno que explica al menos parte del imparable ascenso de las enfermedades metabólicas.
El matemático publicó estas conclusiones hace unos años, suscitando atención en una disciplina de la biología que ganará importancia en los próximos años, al tratar de confirmar si el aumento de dióxido de carbono ya experimentado es responsable de la mayor concentración de azúcares y descenso de otros nutrientes en plantas y cultivos.
Monocultivos, fertilizantes, grandes explotaciones… ¿crisis de nutrientes?
Helena Bottemiller Evich indica en su reportaje para Politico que los estudios en ciencias agrarias han constatado cómo los alimentos pierden valor nutritivo:
“Mediciones de frutas y vegetales muestran cómo su contenido de minerales, vitaminas y proteína ha descendido durante los últimos 50 a 70 años”,
si bien la explicación consensuada del fenómeno lo relaciona con la decisión estratégica de abogar por monocultivos más productivos y abundantes, desestimando otros objetivos, y los cultivos más productivos concentran menos nutrientes. Un estudio de 2004 confirma el declive de calcio, hierro y vitamina C ha disminuido en los cultivos desde 1950, coincidiendo con la apuesta por variedades más productivas y menos nutritivas.
Para quienes defienden la tesis de Irakli Loladze, esta no es toda la historia. Para ellos, los cambios en la atmósfera estarían acelerando esta transformación, ya de por sí argumentable con el cambio de tipo de cosechas y explotación.
El fenómeno de la llamada Revolución Verde, según el cual el mundo multiplicó su producción agraria gracias a explotaciones centralizadas, mecanizadas, con variedades modificadas y uso de fertilizantes químicos, es la base de una transformación mucho mayor de la agroindustria, que concierne a explotaciones ganaderas y alimentos preparados con una lista de ingredientes que se repite: maíz y soja.
Dilemas alimentarios
Michael Pollan (El dilema del omnívoro) y Eric Schlosser (Fast Food Nation) exploran en qué consiste esta transformación a ojos del consumidor, mientras los grupos de presión del azúcar habrían financiado estudios para desviar la atención con respecto a los efectos nocivos de una dieta cada vez más dependiente de hidratos de carbono de absorción rápida (más azúcar y menos alimentos integrales, de lenta absorción y con más nutrientes). Lo explica Gary Taubes en The Case Against Sugar.
Así que los conservadores estadounidenses que pretenden capitalizar los supuestos beneficios de la mayor actividad clorofílica en el planeta, no podrán sustentar su argumentación en una ciencia que no funciona con la lógica que mejor se ajusta a sus intereses políticos.
El republicano Lamar Smith, miembro del polémico comité científico de la Casa Blanca (definido como anti-científico por su politización), lo intentaba con la siguiente fórmula: a mayor CO2, más actividad de fotosíntesis y crecimiento de plantas, “en correlación”, decía con “un mayor volumen y calidad de alimentos”. Precisamente el argumento que el trabajo Irakli Loladze refutaría.
Después de la cantidad, llega la hora de la calidad
De momento, mayor CO2 atmosférico ha aumentado el volumen de fotosíntesis, pero el “efecto fertilizador” (tal y como lo explica Daniel R. Taub en Nature) hace que las plantas crezcan y, a la vez, estimula una mayor concentración de hidratos de carbono como la glucosa en detrimento de nutrientes que dependen de la riqueza del suelo y otros condicionantes, y que influyen sobre niveles de proteína vegetal, hierro, zinc, etc.
De momento, la evidencia acumulada es poco concluyente ya que requiere amplios estudios de campo sobre fisiología de plantas, agricultura, nutrición, y complejos modelos climáticos. De ahí el interés de un matemático por asistir en una investigación que podría influir sobre el futuro de la alimentación, pues unas conclusiones sólidas entre el efecto fertilizador del CO2 atmosférico y el empobrecimiento de nutrientes en plantas (más azúcar, menos vitaminas) inspirarían políticas capaces de contrarrestar el fenómeno a la escala necesaria.
De momento, hay que conformarse con estudios parciales, como el artículo del propio Loladze en Trends in Ecology and Evolution (2002), relacionando por primera vez nivel de CO2 y calidad de las cosechas.
Poco a poco, llegan los datos de experimentos a escala industrial sobre el efecto del CO2 en plantas, con procesos que emiten CO2 sobre cultivos controlados con sensores, comparando la evolución de plantas similares cultivadas sin CO2 adicional en una zona cercana. Este tipo de estudios ha demostrado que las plantas cultivadas con más CO2 experimentan descensos de minerales como calcio, potasio, hierro y zinc.
Riesgos de politizar la ciencia
Basándose en estimaciones todavía vagas, otras investigaciones calculan cómo podría incidir el fenómeno sobre la población: la proteína vegetal es crucial en la nutrición de muchos países en desarrollo, y en 2050 podría haber 150 millones de personas con deficiencia proteínica (aunque no necesariamente desnutridos: la misma cantidad de alimentos ofrecería más azúcares y menos nutrientes). Paradójicamente, el nuevo escenario podría aumentar el peso de la población expuesta, pero afectar su salud con dolencias relacionadas con el exceso de hidratos de carbono de absorción rápida como la glucosa: sobrepeso, diabetes, etc.
El intento de Irakli Loladze por financiar nuevos estudios sobre el descenso de nutrientes en cosechas y pastos ha suscitado poco interés hasta el momento, al exponer un campo de estudio en la intersección entre la biología y las matemáticas: demasiadas matemáticas para los expertos en la primera materia, demasiada biología para el campo platónico por excelencia.
De momento, la relación entre CO2 y nutrición se abre paso a trompicones y en los márgenes científicos, como cualquier estudio interdisciplinar donde aparezcan objetos de estudio demasiado politizados; en este caso, la nutrición, la salud humana y los efectos de la acción humana sobre el clima. La actual Administración estadounidense se sitúa al margen de la evidencia científica en los tres campos, lo que dificultará cualquier avance relacionado con fondos públicos o atención de expertos en el sector público.
El nivel de politización de sanidad, nutrición y cambio climático dificultará el impacto sobre la opinión pública de futuros estudios interdisciplinares con datos más concluyentes entre el efecto fertilizador del CO2 atmosférico y la transformación de las plantas, que crecerían más y, a la vez, sustituirían nutrientes complejos como minerales por azúcares simples.
Lo que ponemos sobre la mesa
Mientras el estudio CO2-nutrición se mantiene alejado de grandes titulares en la prensa generalista, el trabajo de Loladze (su estudio en Nature, 21 de julio de 2015) recibe el apoyo de otras líneas de investigación, como el análisis de datos históricos. El fisiólogo vegetal Lewis Ziska, del Departamento de Agricultura de Estados Unidos, ha analizado la evolución de una planta polinizadora de Norteamérica, el solidago, en la Smithsonian Institution, con muestras que se remontan a 1842.
Ziska ha comprobado un declive del 30% de proteína en el polen de la planta desde inicios de la Revolución Industrial, fecha que también marca el inicio del ascenso de niveles de CO2. La pérdida de calidad del polen se confirma cuando el fenómeno del colapso de colonias de abejas en todo el mundo carece de una explicación concluyente.
Solventar fenómenos que traspasan disciplinas, involucran fenómenos científicos politizados y repercuten sobre las perspectivas de negocio de sectores enteros requerirá el trabajo quijotesco de investigadores que, a menudo, son difíciles de encasillar. Por alguna razón, las grandes cuestiones y problemas de la ciencia atraen a investigadores ajenos al trabajo académico canónico y en compartimentos estancos.
Con el tiempo se comprobará si uno de los grandes errores de estos años será no haber prestado la atención merecida a estudios como los de Irakli Loladze, que explican una historia demasiado grande y compleja para suscitar atención y, a la vez, demasiado importante como para no hacerlo.