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El arte de envejecer: tránsito, propósito y autorrealización

Una película de 2014 afronta la transitoriedad de la existencia con sinceridad, sin pretensiones y manteniendo la tensión narrativa, pese a su duración.

Observamos cómo los personajes van creciendo a lo largo de 12 años; y, a diferencia de otros filmes en los que los mismos personajes transitan entre los distintos estadios de la vida (aquí, desde la infancia a la juventud, en cuanto al protagonista y su hermana; y de la juventud a la madurez, en el caso de sus padres, jóvenes y separados), Boyhood (Momentos de una vida) usa los mismos actores.

Una apuesta arriesgada que funciona, la de Richard Linklater (Before SunriseAntes del amanecer– y sus dos secuelas, las tres con Ethan Hawke, también presente en Boyhood), además de una muestra de coherencia, perseverancia y paciencia, términos nada presentes en una industria, la cinematográfica, que se acelera para adaptarse a gustos y “apetito por impulsos” de las nuevas audiencias, acostumbradas al triple salto mortal audiovisual.

Una reflexión sobre el sentido y transitoriedad de la existencia

El premio le ha llegado al equipo de Boyhood con la respuesta de la crítica y el público. Además de una taquilla que ha multiplicado el bajo presupuesto de producción (apenas superó los 2 millones de dólares), el actual 8,8 sobre 10 como puntuación media en IMDb y -de momento- un 99% (sobre 100%) en Rotten Tomatoes muestran el apetito de un determinado público por películas que vuelvan a la esencia de la edad dorada del cine.

A diferencia de Before Sunrise (1995) y sus secuelas, Before Sunset (Antes del atardecer, 2004) y Before Midnight (Antes del anochecer, 2013), Boyhood se centra menos en las relaciones de pareja en las distintas edades y más en la propia existencia de los personajes.

No debería ser tan difícil, pero cuesta hallar películas que no empachen conciencia y sentidos como los tentempiés más nocivos. Boyhood demuestra que apenas se necesita una historia con cierta consistencia, un guión potable, buena interpretación y capacidad para inspirar al espectador, que se siente satisfecho al finalizar la película y tiene la sensación de haber aprendido.

Encontré un comentario del vicepresidente de Google, Vic Gundotra, en el vídeo del tráiler de la película en YouTube, que sintetiza la sensación que cualquier espectador medio despistado tiene al ver la película: “Me sentí como si estuviera leyendo un buen libro, que es el mayor cumplido que puedo conceder a una película. ¿Mi puntuación? Unas muy raras cinco estrellas”.

(Vídeo, tráiler -en inglés- de Boyhood -Richard Linklater, 2 horas y 45 minutos, 2014-)

Determinismo vs. libre albedrío: sobre el arte de decidir por uno mismo

Personalmente, sería un poco más crítico con algunas cuestiones del filme, pero reconozco la habilidad del director Richard Linklater y los protagonistas (por ejemplo, el niño-convertido-en-joven Eliar Coltrane, a quien vemos crecer ante nosotros), para crear la vinculación emocional entre la obra y el espectador que se persigue desde el teatro griego.

Catarsis y aplausos (otro invento griego), en este caso sosegados, a los actores que transitan por la “existencia” ante nosotros, a los que vemos envejecer, madurar con los vaivenes de la vida. Algo así como experimentar la vida de una familia tan compleja como cualquier otra a cámara rápida, sin trampa ni cartón. En esencia, funciona.

Cualquier adolescente transitando hacia las grandes decisiones de la primera juventud -primeras grandes amistades y relaciones, primera revisión de las grandes cuestiones existenciales, elegir estudios y qué se quiere ser, etc.-, así como cualquier padre joven transitando hacia la madurez, experimenta a su manera los momentos expuestos en la película.

La “brevedad de la vida” (Séneca) debería animarnos a disfrutar de ella

Como las “cartas” de Séneca, Boyhood nos recuerda nuestra mortalidad sin tremendismo, sin edulcorar su significado: químicamente, nuestras células se oxidan, mientras nuestra conciencia lucha por captar la esquiva realidad presente, idealizando el pasado y preguntándose sobre el porvenir.

De manera simultánea, tanto el adolescente que se hace adulto sin darse cuenta, como el joven que se ha convertido en padre y apenas empieza a sentirse “mayor” cuando sus hijos entran en la Universidad, experimentan una sensación cognitiva similar.

A medida que nos hacemos mayores y acumulamos experiencias, nuestro cerebro crea el equivalente a una “memoria de trabajo” -al haber vivido situaciones similares a las que afrontamos a diario-, lo que acelera nuestra percepción del tiempo.

La neurociencia cree, según los últimos estudios, que existe un modo de relativizar esta sensación, alargando la percepción del tiempo con nuevas experiencias que nos obligan a “abandonar el piloto automático”.

Sócrates: cuando la filosofía pasó de observar el universo a la introspección

Sócrates tomó el “contexto” de los principales filósofos que le precedieron, como los atomistas, que se interesaron por el funcionamiento del universo, y se centró en estudiarse a sí mismo para saber, así, más sobre el ser humano.

Esta introspección derivó, después de la aportación de uno de sus discípulos (Platón) y del discípulo de éste (Aristóteles), en el desarrollo del “arte de vivir”, o el estudio de la conciencia humana para lograr la autorrealización.

Estoicos, cínicos, epicúreos y peripatéticos interpretaron el socratismo a su manera y el eudemonismo de Aristóteles, y fueron los estoicos quienes relacionaron la autorrealización con el propósito vital racional, el aprovechamiento del presente y la relativización de lo que no podemos cambiar (el pasado traumático y el futuro incierto, por ejemplo).

La vigencia del estoicismo, la filosofía de vida helenística más coherente

Abogaron por el término medio, o el control racional de los impulsos, como mecanismo para lograr a largo plazo la autosuficiencia: depender lo mínimo de lo ajeno a uno mismo para alcanzar la “tranquilidad” (su ideal de felicidad).

Los estoicos eran panteístas y tenían una concepción fatalista de la existencia, pero sí creían que cada persona tenía en sus manos el mejor atributo del individuo librepensador: la capacidad para interpretar cada momento con la mejor o peor energía y actitud.

“El secreto de la felicidad, ya ves, no se encuentra en buscar más, sino en desarrollar la capacidad de disfrutar con menos”. Esta frase, atribuida a Sócrates, sintetiza la simplicidad voluntaria en la que se basaron las filosofías de vida del período helenístico.

Por su coherencia, racionalidad, respeto por el libre albedrío y resultados, el estoicismo fue la filosofía de vida hegemónica en la Roma cultivada hasta que los populismos alentaron el crecimiento del cristianismo, primero entre los menos formados y después entre quienes lo vieron como herramienta de popularidad y poder.

Descendiendo a las profundidades de nosotros mismos

El estoicismo tomaba la esencia del respeto al hombre de la Atenas de Pericles, representado en la filosofía antropocéntrica de Sócrates y su propio ideal de existencia, tan simple como rotundo e imparable:

“Desciende a las profundidades de ti mismo, y logra ver tu alma buena. La felicidad la hace solamente uno mismo con la buena conducta”.

En cada individuo, joven o viejo, prudente o temerario, rico o pobre, existe el potencial de la mezquindad y de lo magnánimo, de lo racional y lo impulsivo. Sócrates reconocía la complejidad del ser humano, adelantándose 23 siglos a las complejas tramas humanas de Dostoyevski y Tolstói, dos escritores que supieron reflejar estas contradicciones.

En definitiva, Sócrates sugería, como lo harían filósofos y escritores más recientemente, que la complejidad de la conciencia humana deja en nuestras manos el comportarnos en cada momento según nuestros ideales o no.

Percepción y actitud

Es difícil encontrar a buenos buenísimos y malos malísimos. De ahí que Sócrates animara a sus discípulos con conocer su conciencia como una herramienta con capacidad racional y en constante evolución, capaz de aprender y aspirante a la sabiduría: “Alcanzarás buena reputación esforzándote en ser lo que quieres parecer”.

La transitoriedad de la existencia se convirtió en tema recurrente desde Sócrates. La existencia es corta, pero ello no debería acongojarnos, sino servir de acicate para aprovechar cada momento y apreciar todas las experiencias, en las que podemos influir -con nuestra actitud, entrega, esfuerzo, ética- a medida que se suceden.

En Roma, 5 siglos después, el filósofo estoico cordobés Séneca lo exponía de la siguiente manera: “La vida ni es un bien ni un mal, es sólo ocasión de bien y de mal”. No podemos actuar como personas que no somos -debido a nuestra formación, cualidades intrínsecas, biografía, etc.-, pero sí podemos acercarnos a nuestro mejor o peor “yo” en cada instante.

Sócrates creía que afrontando de cara nuestra mortalidad abandonaríamos la desgana: “Que cada uno de tus actos, palabras y pensamientos sean los de un hombre que acaso en ese instante, haya de abandonar la vida”.

Filosofar: apreciar lo cotidiano

Séneca recomendaba la misma actitud ante la existencia, consciente de su fugaz transcurrir: “Cuenta los días de tu vida, y verás cuán pocos y desechados han sido los que has tenido para ti”.

Apatía e irracionalidad podían habitar, según los estoicos, en cualquiera, pero la mejor manera de actuar con racionalidad consistía en reconocer la capacidad de uno mismo para cambiar de actitud, sin depender de hoy.

Por ejemplo, poniéndose a trabajar en dirección a lograr el propio potencial, siguiendo el ideal clásico de mejora continua. “La mayor rémora de la vida es la espera del mañana y la pérdida del día de hoy”.

La realidad se escurre y, como muestra Boyhood, el niño alcanza la juventud y el joven padre llega a la mediana edad, intuyendo la vejez. El individuo consciente, según este ideal de existencia, “filosofa”, o usa como herramienta su “apreciación del conocimiento” (el sentido literal de “filosofía”).

Libertad y responsabilidad: ventajas de la conciencia racional

Así, en lugar de encomendar su existencia a los “dioses”, a la superstición, a cualquier culto irracional o a la responsabilidad de terceros, el individuo consciente de sí mismo tiene la libertad (y la responsabilidad) de trabajar su camino en cada momento.

En ocasiones, tanto consciente pero, sobre todo, inconscientemente, el ser humano ha preferido “delegar” esta capacidad de raciocinio para buscar su propio camino y aprender a apreciar la existencia por lo que tiene que ofrecer a diario, y no en base a promesas o quimeras futuras.

El profesor de filosofía y autor de A Guide to the Good Life, William B. Irvine, interpreta la existencia de la mayoría en la sociedad actual como un tránsito por la vida sin obtener lo mejor que ella nos puede ofrecer, debido a la predominante actitud de “hedonismo inconsciente”, o búsqueda de gratificaciones instantáneas (corto plazo) sacrificando los resultados a largo plazo (gratificación aplazada).

Esta “espiral hedónica” explicaría, según la psicología y neurociencia modernas, por qué muchas gratificaciones a corto plazo actúan en el cerebro como una droga (nos hacen sentir bien hasta que las poseemos, para volver de nuevo al estado previo de “búsqueda” inconsciente).

Sigmund Freud describía así la incapacidad de muchas personas para afrontar de cara su propia existencia, dejando que pasen los años sin trabajar para convertirse en su ideal de ellos mismos: “La mayoría de la gente no quiere libertad, porque la libertad implica responsabilidad, y la mayoría de la gente siente pavor de la responsabilidad”.

La existencia, según los hermanos Karamazov

Fiódor Dostoyevski exponía los temores y miserias de las tres edades humanas en Los hermanos Karamázov. En la novela, un padre vividor y granuja pelea con su hijo mayor por el favor de una despechada; mientras tanto, este hijo mayor, ex militar, reconoce su bajeza al decantarse por esta mujer, poco virtuosa, en detrimento de otra que le venera.

La personalidad de este hermano mayor, Dmitri, arquetipo de joven impulsivo de buen corazón -que Dostoyevski ve en su país-, choca con el realismo materialista del hermano mediano, Iván; ambos, a su vez, chocan con el misticismo del hermano menor, el tranquilo Aliosha, formado en un convento ortodoxo junto a un maestro místico (en la Rusia de la época, un “stárets“, el equivalente a un ferviente jesuíta en el catolicismo).

Hedonista inconsciente, materialista y místico bregan con el padre, vividor egoísta, y muestran de paso las tres tendencias que se abrían paso en el siglo XIX, dejando entrever movimientos sociales posteriores como el militarismo reaccionario del primer hermano, el marxismo del segundo, y el nacionalismo redentor de raíces cristianas del tercero.

El padre, Fiódor Pávlovich Karamázov, hombre oportunista, embustero y con palabra voluble, no duda en desprestigiar y pelearse con su hijo mayor para lograr el favor de una mujer que se divierte viéndoles competir. Su existencia, ya en el tercer estadio de la vida, está embargada por sus apetitos, como él mismo reconoce.

En cada uno de nosotros hay un Dmitri, un Iván y un Aliosha

La primera etapa de la vida está representada en Los hermanos Karamázov por los personajes más nobles de la historia; en ellos hay inocencia, pero también capacidad de aprendizaje y voluntad de racionalidad. Son paradójicamente, los menos sujetos a la irracionalidad de la existencia, los más próximos al ideal filosófico clásico.

Uno de ellos muere, no sin antes demostrar su devoción ética y espiritual por su padre, un borrachín que mata el tiempo de bar en bar.

Lev Tolstói también representó en su obra las miserias, esperanzas y cualidades de las tres edades, y sus recomendaciones para ser como nos gustaría ser coinciden con las de Sócrates, Séneca y otros. No debería sorprendernos.

(Imagen: las tres edades de Lev Tolstói a partir de tres fotografías del autor durante su juventud, madurez y vejez)

La primera juventud del escritor ruso fue disoluta, muy propia de la nobleza rusa del siglo XIX, con altas dosis de despilfarro, bravuconería, escarceos amorosos e incluso la muerte de un hombre. Tolstói evolucionó hacia el sosiego espiritual en la madurez, iniciando un oficio consistente que culminaría durante la vejez, el de escritor.

Los grandes temas de la existencia también están en nosotros

La actitud que le permitió alcanzar su propio ideal y potencial como persona consistió en seguir el consejo de los clásicos, siendo consecuente consigo mismo. En consonancia con esta actitud del autor de Guerra y Paz, Séneca recomendaba “Sea ésta la regla de nuestra vida: decir lo que sentimos, sentir lo que decimos. En suma, que la palabra vaya de acuerdo con los hechos”.

No todos somos Dostoyevski, Tolstói ni Séneca, pero todos afrontamos la transitoriedad de la existencia, tenemos ideales y muchos queremos ser consecuentes con este potencial, incluso cuando hemos sido, somos o convivimos con púberes tirando a jóvenes, jóvenes tirando a mayores, mayores tirando a anciamos que pasan por la vida sin heroísmos, pero planteándose las grandes cuestiones, como ocurre en la mencionada película estrenada en 2014, Boyhood.

El contexto también instiga la realidad tal y como la percibimos, demandan Dostoyevski y Tolstói (también Boyhood), pero los filósofos clásicos recuerdan que nuestra actitud en el presente es nuestra y nosotros tenemos la última palabra para extraer el máximo de cada situación. Inspirados en la idea clásica de autorrealización, queremos saber más cada día y apreciar el término medio.

Relativizando el pasado y el futuro

Según este concepto de la existencia, envejecer no es una dolencia incurable que nos debiera animar a falsas indulgencias que derivan en empacho y sudor frío, como ocurriría al padre descerebrado de los Karamazov… y como sugiere la cultura popular contemporánea, con modelos y arquetipos que idealizan la juventud y restan valor a la tercera -y cada vez más longeva- etapa de la existencia.

A medida que bregamos en la cotidianidad para encontrar el trabajo que queremos o la pareja soñada, tener hijos o darles la mejor educación y las experiencias más enriquecedoras a nuestro alcance… la vida transcurre. Los retos de cada edad son más bien nominales, sin apreciar lo único que está en realidad en nuestras manos: nuestra actitud, comportamiento y entrega en el presente.

Séneca: “En tres tiempos se divide la vida: en presente, pasado y futuro. De éstos, el presente es brevísimo; el futuro, dudoso; el pasado, cierto”.

A diferencia de los valores actuales, que cuantifican la existencia en una carrera en busca de “premios” (similares a los que va hayando el personaje del videojuego de turno a medida que avanza) durante cada vez más años. Los estoicos lo veían de otra manera.

Celebrando la oxidación de nuestras células

La existencia no afrontada, en la que no aparecen las grandes preguntas ni se afrontan grandes retos ni esfuerzos, es malgastada. Para Séneca, “la vida es una obra teatral que no importa cuánto haya durado, sino cuánto bien haya sido representada”.

Entre el cada vez más suculento mercado de baby-boomers, o la actual generación que conforma la tercera edad, triunfan titulares sobre dietética, salud y cosmética que “combaten” el envejecimiento, animando a su público objetivo que no se rinda y permanezca algo que ha dejado de ser: joven.

Las filosofías de vida clásicas, tanto las derivadas del socratismo en Occidente como, por ejemplo, el taoísmo, budismo o el sintoísmo en Oriente, celebran la transitoriedad de la existencia y de todas las cosas que nos rodean, apreciando la belleza de lo que sabe envejecer, como recuerda el ideal estético tradicional japonés wabi-sabi: contemplar lo bello y finito sin dramatismos ni imposturas, apreciar la sencillez áspera e imperfecta de lo que se oxida.

La actitud de los estoicos contrasta con el tremendismo de la actual actitud predominante en las sociedades avanzadas, donde el individuo que entra en la vejez siente poco menos que una afrenta de la vida y demanda productos que consumen una redención que no se producirá: no se puede volver atrás en el tiempo.

Antes de la brusca pendiente

Séneca, llegando a la vejez, experimentó una deliciosa pequeña victoria cotidiana, tan inesperada como universal. Escribió que el momento más delicioso de la existencia se alcanza cuando todavía no estamos ante la brusca pendiente de los últimos años pero, por el contrario, desciende la presión impulsiva de nuestra naturaleza, con lo que se multiplican las posibilidades de observar la realidad con sosiego reflexivo.

Según los estoicos, la cercanía de la muerte no debería obsesionarnos, sino animarnos a disfrutar de los momentos cotidianos, y no darnos cuenta al final de la vida de lo erróneo de percibir la existencia como la concatenación de soporíferos puntos muertos entre festines puntuales e impulsivos de los apetitos de nuestra amígdala cerebral.

Vivir cada momento no implica convertir cada instante en una sonora fiesta con banda sonora, sino en preguntarse por su sentido, afrontarlo, mejorarlo, proyectar lo que hemos decidido, y no lo que algo o alguien decida por nosotros, dada nuestra imposibilidad para gestionar nuestra conciencia autónoma. La diferencia entre empatía (capacidad de ponerse en la piel del otro cuando es necesario) de la dependencia.

La vejez no es una enfermedad

Poco a poco, cada vez más personas mayores (viejos, ancianos, pues la corrección política obligará pronto a llamar a la tercera edad “personas menos jóvenes”) reivindican su estatus de vejez y actúan para hacer lo que se proponen en sus últimos años, renunciando a convertirse en desecho social o en compradores enfermos y pasivos de productos de farmacia, dietética y teletienda.

The New York Times ha recogido dos artículos al respecto en cuestión de días: Elizabeth Olson escribía el 22 de agosto sobre los mayores que deciden acomodarse en casas más pequeñas -al pasar de varios miembros a uno o dos-, “editar” las pertenencias acumuladas que estorban y generan dependencia, más que contribuir a su bienestar cotidiano, logrando una mejora económica en el proceso.

Una semana después, David Wallis profundizaba en el fenómeno de los jubilados que se desprenden de sus posesiones y emplean el dinero obtenido en pagar por lo usado (vivir de alquiler, etc.) en lugares interesantes, explorando por el camino nuevas experiencias y oportunidades. La vejez no es enfermedad. Tampoco es juventud.

Tic tac tic tac

Volviendo a las reflexiones suscitadas por el visionado de Boyhood, acabo:

Yo me siento afortunado por haber encontrado el tiempo, paciencia y perseverancia para leer Guerra y Paz y Los hermanos Karamazov -esta última, acabada hace apenas unos días, de manera que gestiono todavía el vacío dejado por esta saga-. Y para ver Boyhood.

No dudo que se puede celebrar la transitoriedad podando un árbol, cocinando, conversando, eligiendo lo que consideremos es mejor y está a nuestro alcance en cada momento. Que la felicidad dependa de nosotros, y no de terceros ni de supuestos momentos redentores.

Seamos quienes seamos, tengamos la edad que tengamos, no olvidemos los buenos consejos clásicos ni nos obsesionemos con la falta de racionalidad con que actuamos en ocasiones.

Justo ahora, en este momento, en el presente, tic tac tic tac, puedes elegir qué hacer y con qué actitud. Y decidir con tu libre albedrío si prefieres no despegar las legañas del párpado o, por el contrario, vas a ser tu mejor “yo”.

Desempolvemos, de nuevo, la reflexión compartida por Thoreau al acercarse al lago Walden para vivir allí una temporada.

“Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar sólo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida…para no darme cuenta, en el momento de morir, que no había vivido”.

Acabo con otro estoico, Marco Aurelio: “La vida de un hombre es lo que sus pensamientos hacen de ella”.