¿Puede la vida en la ciudad afectar nuestro humor negativamente? Un estudio publicado en Nature ha probado la relación entre vida y educación urbanas y nuestro modo de afrontar las situaciones de tensión.
Nos enfadamos por igual tanto en la ciudad como en el campo. Lo sorprendente, muestra el estudio, es nuestro modo de reaccionar a la situación de estrés, menos negativo cuando se reside en el medio rural. El estudio recaba evidencias a partir de la actividad cerebral registrada por los participantes.
Un mundo cada vez más urbano, algo -casi siempre- bueno
Desde 2008, hay más personas viviendo en entornos urbanos que en el campo. El mundo se hace cada vez más urbano, con sus ventajas y desventajas sobre la salud y el bienestar humanos.
Por un lado, la densidad urbanística reduce el impacto medioambiental, facilita la transacción de bienes y servicios, así como la planificación (transporte, sanidad, educación) y el ahorro de recursos. Por otro, vivir de espaldas a la naturaleza tiene sus efectos sobre el ánimo y salud humanos, argumentan varios estudios.
El retorno a la inocencia que tenía sentido cerebral (además de espiritual)
Los románticos y trascendentalistas del siglo XIX podrían sostener hoy en día su argumento de onírico retorno a la inocencia pre-industrial con evidencia científica: vivir en la ciudad, separados de las tareas del campo y la contemplación de lo natural causa infelicidad, según el mencionado estudio, conducido por el investigador alemán Andreas Meyer-Lindenberg, profesor de la Universidad de Heidelberg.
Personajes románticos como el británico Percy Bysshe Shelley, o los trascendentalistas Henry David Thoreau y Ralph Waldo Emerson, por un lado celebraban el progreso intelectual y científico de la Ilustración; y, por otro, pensaban que, con la separación entre la vida moderna y la naturaleza, las leyendas y los misterios de los bosques que se desvanecían, y aumentaban el pesar y la desorientación del individuo.
Las enseñanzas de Walden
Henry David Thoreau se construyó una cabaña junto al lago Walden a unas millas de su Concord natal, en Massachusetts, a mediados del siglo XIX porque intuyó las conclusiones del estudio publicado en Nature el 23 de junio de 2011. Thoreau quiso indagar en su vida interior y profundizar en su apreciación de la vida, que le acercó a los postulados del estoicismo y panteísmo. Sus conclusiones están recogidas en su ensayo Walden, la vida en los bosques.
La sociedad urbana, si bien más eficiente y sostenible, no procuraría con la misma facilidad bienestar espiritual, concluye el estudio de Meyer-Lindenberg: quienes viven en entornos urbanos padecen niveles superiores de ansiedad que sus conciudadanos rurales.
Todos tenemos una Galia Cisalpina
El romántico por antonomasia, Percy Bysshe Shelley, opinó en 1819 que “el infierno es una ciudad parecida a Londres”. Pero la capital británica no conserva actualmente la misma crueldad para sus habitantes que a inicios de la Revolución Industrial, con codiciones tan deplorables que no son siquiera comparables con las de la mayoría de las grandes urbes de los países en desarrollo.
Y, tanto Shelley como Thoreau, tuvieron en Virgilio un predecesor. El poeta romano cantó en sus Bucólicas al paisaje natural idealizado, que sitúa en una Arcadia mitológica. En muchos aspectos, la Roma de Virgilio estaba mejor planificada que la Londres de principios del XIX, pero ni una ni otra urbe pueden compararse al Londres actual, o a la calidad de vida de cualquier ciudad más reducida y amable.
Las contradicciones entre urbanidad y entorno bucólico están presentes, por tanto, en la Época Clásica. Para Virgilio, la Arcadia no se sitúa en el Peloponeso griego, sino en los majestuosos bosques de la Galia Cisalpina. La fuerza de la naturaleza salvaje contrapuesta al pesar de la vida urbana y “civilizada”.
Los primeros poetas genuinamente estadounidenses, como Walt Whitman (últimamente recuperado para campañas comerciales), conservan la inocencia y optimismo de quien sabe que el medio natural, majestuoso e inabarcable, se abre ante él. Thoreau y Shelley, en cambio, comprobaban cómo el crecimiento urbano corría en detrimento de la “memoria espiritual” y la naturaleza.
Urbanidad no significa hacinamiento ni paisaje ahogado
El espectacular progreso en el nivel de vida y bienestar de los urbanitas desde el nacimiento de la planificación urbanística moderna a principios del siglo XIX, surgió precisamente para solucionar los problemas de hacinamiento e insalubridad de las primeras urbes industriales, no ha logrado refutar la esencia de las palabras de Thoreau y Shelley.
The Economist recuerda que, ya en 2010, un estudio de investigadores holandeses exponía que los urbanitas tienen un 21% de mayor riesgo de desarrollar trastornos de ansiedad que quienes residen en el campo, así como un 39% de riesgo añadido de desarrollar trastornos del estado de ánimo.
El estudio holandés no desentrañaba qué procesos hacen que el ánimo reaccione de manera distinta en entornos rurales y urbanos, ahora clarificados por el estudio de Andreas Meyer-Lindenberg gracias a la imagen por resonancia magnética funcional (IRMf, fMRI en sus siglas en inglés), con la que se ha examinado la actividad cerebral de ciudadanos urbanos y rurales cuando bajo situaciones de estrés.
Nos enfadamos igual, pero lo resolvemos de manera distinta
En la primera prueba del experimento, todos los participantes sometidos a la prueba de exploración cerebral fueron sometidos por igual a un ejercicio matemático especialmente difícil, diseñado para causar frustración, ya que los investigadores pretendían que sólo entre el 25% y el 40% de los participantes pudieran resolverlo.
Para que la experiencia fuera todavía más humillante, los participantes fueron sometidos simultáneamente a mensajes negativos a través de auriculares, mientras el equipo de Meyer-Lindenberg controlaba la tensión y otros indicadores de estrés.
Tanto los participantes urbanitas como los residentes en el campo mantuvieron unas condiciones mentales similares al ser expuestos a idénticos estímulos, diseñados para enervar su ánimo. Lo que cambió fue la manera de reaccionar al estrés, perceptibles en dos regiones del cerebro: la amígdala y la circunvolución del cíngulo anterior.
En lo más profundo de nuestro cerebro
La amígdala está compuesta por un par de estructuras neuronales, una por hemisferio, presentes en la profundidad del cerebro de los animales vertebrados complejos, con un papel decisivo en nuestra manera de procesar y almacenar las reacciones emocionales, tales como el miedo o la sensación de amenaza.
Y, no casualmente, la circunvolución del cíngulo anterior, una estructura también presente de manera simétrica en ambos hemisferios, forma parte del córtex cerebral y regula las amígdalas.
Entre los participantes en el estudio, los residentes en el campo experimentaron menor actividad en sus amígdalas; los que vivían en pueblos registraron una actividad moderada; mientras los urbanitas padecieron consistentemente los niveles de actividad más elevados.
Unos resultados consistentes con la intuición espiritual de quienes, como los románticos y existencialistas del siglo XIX que, como Shelley o Thoreau, han percibido en su propio ánimo los efectos del profundo cambio -también somático- de temperamento en el campo y la ciudad.
Urbanismo y la necesidad de “respirar” en la naturaleza
De ahí que los planificadores urbanísticos de la Ilustración intuyeran la importancia de crear (Central Park en Nueva York) o preservar (Hyde Park en Londres) grandes parques urbanos en medio de las urbes más frenéticas. La propia idea moderna de recreo de los urbanitas nació en la Gran Bretaña victoriana con el anhelo de evadirse, aunque fuera por unas horas, del ritmo frenético de la ciudad, visitando la casa de campo durante el descanso dominical.
Sin embargo, los datos de la circunvolución del cíngulo anterior guardaban una sorpresa: lo que importaba para los resultados no es dónde vive la persona en la actualidad, sino dónde ha crecido durante la infancia. A pasado más urbano, mayor actividad en esta zona del cerebro, encargada de regular las amígdalas, independientemente de su residencia presente.
Mientras las amígdalas responden al estímulo presente (si el individuo se encuentra en el campo en la ciudad) y, por tanto, son sensibles a la decisión consciente del individuo, los resultados de la zona cerebral que las regula parecen ser programados durante los primeros años de vida del individuo. La circunvolución del cíngulo anterior no reacciona con la misma flexibilidad que las amígdalas.
Criarse en la ciudad condiciona nuestro cerebro para siempre (oops)
El estudio coordinado por el doctor Andreas Meyer-Lindenberg concluye con evidencias empíricas que los individuos nacidos en un entorno rural y residentes en él en la actualidad muestran escasa actividad en las dos zonas del cerebro que procesan y regulan la reacciones emocionales como el miedo o la “actitud”.
Por el contrario, los individuos nacidos en un entorno urbano siempre conservan una actividad alta en la circunvolución del cíngulo anterior, independientemente de si viven o no en el campo en el presente. Eso sí, haber cambiado desde la ciudad de su infancia al campo reduce su actividad en las amígdalas.
El lugar donde nos criamos, por tanto, condicionará de un modo u otro nuestro modo de afrontar las situaciones de estrés y, por tanto, nuestras decisiones. Estimulamos las regiones del cerebro que regulan el miedo y otras reacciones emocionales cuando criamos a nuestros hijos en entornos estresantes.
Las conclusiones de este estudio difundido en Nature arrojan una conclusión que incrementa, si cabe, la responsabilidad de los padres. Quienes criamos a nuestros hijos en la ciudad deberemos estar atentos e incluir entre nuestras salidas cotidianas la visita de entornos naturales, a menudo al alcance en el mismo entorno metropolitano. En Barcelona, por ejemplo, es posible acudir en transporte público al Parc de Collserola, las montañas que envuelven Barcelona conformando un anfiteatro orográfico.
El paseo bucólico tiene su razón de ser somática (además de la espiritual)
Las nuevas clases urbanas imitamos así una afición que hasta entonces había estado sólo al alcance de la aristocracia y los monarcas absolutos. Carlos III, el único rey ilustrado español medianamente capaz, destacó tanto por cobijar a algunos de los ministros más reformistas y expeditivos de la época (Jerónimo Grimaldi, Floridablanca, Campomanes); era conocida su afición por la caza y evasión por las montañas de El Pardo.
Según sus propios colaboradores, Carlos III trataba de evitar a toda costa la depresión (entonces llamada “melancolía”) y la locura, padecidas por sus predecesores Felipe V y Fernando VII durante sus últimos años. Para ello, en momentos de extrema tensión, prefería afrontar las decisiones a la vuelta de una larga jornada de caza por El Pardo.
¿Ociosidad intolerable o intuición que confirmaría la capacidad de Carlos III? Dejemos esa interpretación para los historiadores, pero las conclusiones del estudio del doctor Meyer-Lindenberg dejan menos lugar a dudas.
La relación entre los urbanitas y el campo
Desde la Gran Bretaña victoriana, cualquier urbanita puede seguir el ejemplo de los monarcas absolutos o la clase media y alta victoriana: los estudios contemporáneos acumulan evidencias de que el campo mejora nuestro estado de ánimo e influye sobre nuestras decisiones, ya que difícilmente llegaremos a la misma conclusión con una actitud negativa que con un ánimo positivo y relajado.
El estudio del doctor Meyer-Lindenberg condujo nuevos experimentos para comprobar la validez de la hipótesis, que refrendaría la actitud de Shelley y Thoreau ante el espacio natural y el urbano: mientras el natural nos relaja de adultos (resultados en amígdalas) y mejora nuestra actitud ante estímulos estresantes (resultados en la circunvolución del cíngulo anterior), el urbano parece presionar nuestros sentimientos más profundos (regulados por el sistema límbico) en cualquier caso.
Los nuevos experimentos, tales como ejercicios matemáticos adicionales o imaginarse rotando un objeto mentalmente, corroboraron las conclusiones de los primeros ejercicios.
Elogio de la vida en las ciudades (bien planificadas y con “escala humana”)
The Economist recuerda que siempre hay que tomarse este tipo de estudios con una distancia prudencial pese a la seriedad de su metodología. Los resultados muestran, sea como fuere, una asociación entre la vida en ciudades y nuestra salud mental.
No debemos olvidar, en cualquier caso, que la vida en las ciudades, independientemente de la calidad de su planificación, es más sostenible y facilita todo tipo de transacciones. Desde su aparición en las sociedades neolíticas, las ciudades han permitido la especialización en las tareas, así como la emergencia de una transmisión del conocimiento cada vez más sofisticada.
También hay que tener en cuenta la abismal diferencia en la calidad de vida de las ciudades más dinámicas del mundo, que a menudo tiene una cierta correlación con su riqueza material, pero también con otros muchos factores, entre los cuales la planificación urbanística tiene preponderancia.
Hay entornos urbanos y entornos urbanos
Vivir en una calle peatonal de Barcelona, con acceso al mar y la montaña, al trabajo y al ocio, así como a los servicios sociales y culturales de una gran urbe en un espacio relativamente condensado (y, por tanto, con una cierta escala “humana”), no equivale a hacerlo en una “jungla de asfalto” en toda regla. Por cierto, enorme película, The Asphalt Jungle.
El otro día leía con interés que los últimos estudios realizados en insectos sociales, en este caso con abejas, muestran que las abejas melíferas exhiben una agitación cognitiva pesimista cuando están agitadas.
El naturalista Edward O. Wilson, especialista en insectos sociales, concretamente en hormigas, cree que este tipo de animales, capaces de vivir en harmonía en gigantescas sociedades organizadas, sin que la tensión o amenazas que padecen deriven fácilmente en caos y destrucción, ofrecen muchas pistas al ser humano. La reacción cognitiva de las abejas, muestra el estudio, es similar a la de vertebrados complejos, tales como aves y mamíferos.
Abejas, hormigas, humanos
El problema estriba a menudo en saber reconocer que está siendo influenciado por el esto de su entorno (seamos abejas o humanos) y que, debido a ello, reaccionará de un modo negativo, aunque ello resulte contraproducente. “Los peces no saben que están en el agua”, recuerda agudamente Derek Sivers.
Virgilio, Percy Bysshe Shelley, Henry David Thoreau y tantos otros tenían razón: el ser humano, fiel a sus orígenes en la sabana como especialista en la caza por persistencia, necesita de la naturaleza para extraer lo mejor de sí mismo, también intelectualmente.
Pero tampoco debemos olvidar que los puntos álgidos de la civilización han llegado a menudo del ágora colectiva de las ciudades, desde los pueblos del neolítico en el Creciente Fértil hasta nuestros días.
El otro día leía una frase que citaba el estudio de Andreas Meyer-Lindenberg y resumía el sentir de muchos de los que creemos que el ser humano necesita mantener un pie en la ciudad y otro en el campo para extraer lo mejor de ambos mundos. Conservar el instinto de cazadores recolectores, sin renunciar al logro de la aventura humana desde el neolítico.
Los imprescindibles chapuzones de naturaleza
Decía algo así como: “He leído el estudio con detenimiento y no me sorprenden los resultados. De todos modos, necesito mantenerme vivo rodeado de cosas que me estimulan intelectualmente, y para ello sigo necesitando la ciudad”.
Y, de vez en cuando, sumergirme en la naturaleza.