Para mantener su pulso, la sociedad abierta no sólo necesita medios de comunicación libres y relativamente independientes de los poderes fácticos, sino también el interés de la audiencia… y la necesidad de que ésta sepa (o pueda) distinguir entre información y ruido (o desinformación).
Para ilustrar el contexto donde nos encontramos, refirámonos a la situación política de Estados Unidos. Para atraer votos y difundir una imagen que roza lo que algunos comentaristas tildan de «populismo responsable», Elizabeth Warren ha anunciado que las empresas tecnológicas deben actuar con una responsabilidad equiparable a su influencia en la sociedad y se muestra a favor de su troceo, si estas empresas actúan como monopolios.
Los planes de Elizabeth Warren en el contexto de las primarias del partido Demócrata estadounidense no han gustado a Facebook, compañía mencionada —aunque no de manera exclusiva— por Warren. La respuesta de Mark Zuckerberg es inquietante. En una grabación filtrada a la prensa, Zuckerberg contesta a la candidata de manera beligerante y asegura que Facebook «luchará».
Acomodar la realidad en detrimento del debate público
¿De qué manera espera Facebook, uno de los grandes repositorios de la Red y principal fuente de información de los adultos estadounidenses, luchar contra un candidato a la presidencia de su país? En estos momentos, la red social tiene en sus manos un poder de influencia equiparable al de los grandes aparatos propagandísticos del pasado.
Por un lado, Facebook sigue tomando medidas (y publicitándolas) contra la propagación de fenómenos como la desinformación y las noticias falsas. Pero la naturaleza del medio, que actúa como repositorio personalizado de información que no se responsabiliza de lo que difunde y antepone sus intereses comerciales a cualquier otra consideración, erosiona la frontera siempre maleable entre responsabilidad informativa y tendenciosidad, entre sensacionalismo y teorías conspirativas, entre verdad y tergiversación interesada.
Fenómenos como la inestabilidad política en China, el mercado de consumo unificado que más crece y seguirá haciéndolo en las próximas décadas, han destapado la falta de escrúpulos de compañías occidentales con intereses industriales y comerciales estratégicos en el país.
1984, meet 2019 pic.twitter.com/lxizccmmAT
— Noah Smith 🐇 (@Noahpinion) October 10, 2019
Con inquietante sutilidad, Internet «moldea» la realidad, tal y como la policía del pensamiento y de la lengua lo hacen en 1984, la novela de Orwell… o tal y como la historiografía soviética reescribió la convulsa historia de purgas estalinistas durante los años 30 y 40. Fotografías trucadas, autores y libros prohibidos, compositores de música clásica coaccionados, pintores vigilados…
Purga soviética y macartismo
Otra novela distópica, Fahrenheit 451, relata un futuro en que los libros están prohibidos y los productos culturales consumidos por el gran público son superficiales y carecen de las características necesarias para despertar nuestro espíritu crítico. Ray Bradbury imagina en su novela un Estado policial que se ocupa de quemar los libros supervivientes, así como de abortar cualquier intento de reescritura y difusión clandestinas.
Dado el gusto contemporáneo por priorizar el contenido de entretenimiento superfluo y la crisis de géneros como la poesía y el teatro impreso (géneros relacionados, como la canción de autor y el cine, tienen mejor suerte), la realidad de la industria cultural contemporánea se aproxima más a un tercer clásico del género distópico, Un mundo feliz, en el que la sociedad es narcotizada con contenido superficial difundido en medios de masas omnipresentes. La saturación para lograr el silencio. El exceso de oferta superficial para enterrar lo bello, lo memorable, lo relevante, lo enriquecedor.
— Borzou Daragahi 🖊🗒 (@borzou) October 7, 2019
Algunos fenómenos contemporáneos evocan, sin embargo, los tres clásicos del género, en los que la «policía del pensamiento» logra un rol esencial, tal y como ocurrió con la policía política durante el estalinismo y el nazismo, pero también en el Estados Unidos inmediatamente posterior a la II Guerra Mundial, vencedor de la contienda autoproclamado líder del mundo libre (y con pocos remordimientos ya del uso de bombas atómicas contra la población japonesa).
En Estados Unidos, el macartismo sembró también la paranoia y extendió la caza de brujas entre la clase creativa de Estados Unidos. La inquisición cultural se apropió de los círculos intelectuales de Nueva York y Los Ángeles durante años.
Adaptaciones a la carta (e intolerables)
Hoy, la desinformación y la censura se extienden con la sutilidad y el oscurantismo propio de los algoritmos que permiten difundir contenido personalizado a cualquier usuario de Internet. Ejemplos que ocurren en estos momentos: desaparece de la versión para el público residente en Hong Kong del sistema operativo portátil de Apple, iOS, el emoticono referente a la bandera de Taiwán, modificación sobre la que Apple no se pronuncia sobre su línea directa con el Gobierno chino.
Raises something I've been thinking about: Warren is probably the nominee, Zuckerberg has explicitly said he doesn't want Warren to win, & FB has enormous power to sway voters. Seems like a problem? https://t.co/0LoI2LzJ5e
— David Roberts (@drvox) October 9, 2019
Airbnb, uno de los unicornios de Silicon Valley, permite algunas personalizaciones «a la carta» de su servicio en China (un peaje ético que cualquier servicio debe pagar al Partido Único del país para operar en el mercado con mayores perspectivas de crecimiento, y por el que nadie protesta).
Entre estas «adaptaciones»: permitir a cualquier propietario que usa la plataforma bloquear a huéspedes en función de su etnia y origen. Así, uigures (cuya represión —«reeducación» en campos de internamiento— continúa) y tibetanos pueden ser bloqueados por los usuarios que ofrecen hospedaje en el país.
Las buenas novelas distópicas actúan a menudo de canario en la mina y advierten sobre riesgos que, de bajar la guardia, podrían materializarse. Al menos, en estas historias está claro que la adaptación lingüística con fines represivos (la «neolengua» en 1984, por ejemplo) tiene consecuencias inequívocas.
Responsabilizarse de lo difundido
En el mundo real, todo es mucho más sutil, tal y como recuerda Marietje Schaake, política neerlandesa y eurodiputada, a propósito de servicios de Internet privados cuyo objetivo es convertirse en genéricos lingüísticos (e integrar sus intereses comerciales en nuestra vida sin que siquiera concibamos que existen alternativas o que, hace poco, ni siquiera existían).
La reflexión de la política neerlandesa no es descabellada:
«¿Podemos, por favor, dejar de llamar a Facebook, YouTube, Instagram, etc. “la plaza pública en línea”? Son empresas publicitarias. Es como llamar a un cartel publicitario “mensajería vertical pública”… Juegos de pago, redes sociales y servidores de búsqueda han creado un mercado de ideas. Lo que habla es el dinero».
İyad el-Baghdadi, activista saudí refugiado en Europa, responde de manera igualmente coherente a Marietje Schaake, y le recuerda que, a diferencia de los carteles publicitarios en espacios públicos, las redes sociales son una «esfera pública en línea» debido a que difunden contenido a menudo creado por los propios usuarios, y es un motivo por el cual deberían responsabilizarse de su papel y responsabilidad en tanto que difusores de contenido (actividad con la que se lucran).
En la actualidad, muchos de estos servicios mantienen la libertad para «adaptarse» a prerrogativas y demandas procedentes de Estados represivos, y apenas se excusan cuando sus herramientas son usadas con consecuencias trágicas (como las campañas de desinformación que han conducido a fenómenos de linchamiento y limpieza étnica en Myanmar, la región china de Sinkiang e India).
El mundo de Winston Smith y Tik Tok
Más que de gobiernos todopoderosos, enfrascados en moldear la realidad en una realidad represiva, como la URSS estalinista, el riesgo actual procede a menudo de empresas transnacionales que consideran los fenómenos de desinformación y represión como daños colaterales tolerables en su estrategia comercial global. Distopía de conveniencia a la carta.
En 1984, el Ministerio de la Verdad decide lo que ha ocurrido y lo que no. Cualquier rastro de hechos que la maquinaria burocrática de este organismo, que parece funcionar por inercia, considera poco oportunos, debe desaparecer, y sus trabajadores (peones intercambiables de la maquinaria estatal) no pueden permitirse ningún error. El Gran Hermano vigila.
El propio Winston Smith, protagonista de la novela, trabaja en el Ministerio de la Verdad, y a través de su devenir cotidiano conocemos los entresijos de semejante aparato que «fija y da esplendor» a la realidad, de acuerdo con la estrategia de falseamiento y control del Partido Único.
Fotografías, libros, menciones en revistas y periódicos, relaciones epistolares, menciones en buzones y oficinas… Las personas caídas en desgracia no deben dejar rastro, y eliminar cualquier muestra de su actividad e interacción en el mundo que se les ha negado implica derrotar a la ciencia y a la metafísica, a las leyes de la física y a la religión. El Partido decide quién ha existido y quién no.
El mundo de ayer, y el de mañana
La maquinaria de fabricación de «lo que merece ser real» en la novela distópica de George Orwell, describe la triangulación entre burocracia institucional, fuerzas de seguridad y aparato propagandístico en Estados totalitarios modernos, enfrascados incluso en el dominio del propio lenguaje.
La «realidad» percibida por el lector es la prueba, a ojos de Orwell, de que la lucidez y el sentido de la justicia democrática resisten en el mundo, y su llama deberá mantenerse encendida en la era de los totalitarismos y la propaganda de masas.
De lo contrario, fascismo y comunismo de Estado replicarán las instituciones que todavía resultan cómicamente paradójicas para el lector, pero que transmutan en macabra realidad cuando el totalitarismo se hace con el poder. En realidad, el Ministerio del Amor castiga; el Ministerio de la Paz se ocupa de la guerra perpetua; el Ministerio de la Abundancia se ocupa de los racionamientos; y, claro, el Ministerio de la Verdad representa el acoso y derribo a la teoría filosófica (epistemología) que distingue lo verdadero de lo falso.
HOLY SHIT there are a lot of American companies doing pro-China censorship!!!https://t.co/4xbqLidDCB pic.twitter.com/hXRyA8CVjb
— Noah Smith 🐇 (@Noahpinion) October 9, 2019
En la época de entreguerras, varios intelectuales con simpatías anarquistas y/o revolucionarias decidieron establecer una escrupulosa línea roja y optaron por elegir la conducta más impopular del momento con respecto a la lectura de los movimientos de masas de entreguerras (la «rebelión de las masas» de Ortega): se negaron a aceptar la estrategia revolucionaria de comunistas y fascistas, según la cual el fin justifica los medios.
Stefan Zweig, Romain Rolland, Albert Camus y el propio Orwell, entre otros, se negaron a hacer la vista gorda en relación con las atrocidades torpemente ocultas tras causas —de clase o de pueblo— aparentemente justas. Había que rebelarse —reflexionó Camus— contra los que sacrificaban las libertades —individuales y colectivas— de las democracias liberales (perfectibles, pero presentes) bajo la excusa de querer «liberar» a individuos y a pueblos.
Cuando los cuadros guiaban a la opinión pública
Esta tensión flemática entre las almas de la Ilustración, que ya se había presentado en términos similares en la Primavera de los pueblos (revoluciones de 1848) y durante la Comuna de París (1871), confirmaba la pérdida de vigencia de los valores democráticos que habían llevado a Eugène Delacroix a representar entre los presentes de su cuadro La Libertad guiando al pueblo a un burgués, un campesino y un obrero en armas junto a la mismísima abanderada.
El cuadro de Delacroix había representado una aspiración de «fin de la historia», cuando más bien se trataba del inicio de la historia contemporánea: los protagonistas de las Revoluciones liberales que en 1830 habían combinado patriotismo y aspiraciones democráticas, lucharían a continuación entre sí. El liberalismo identificado como movimiento meramente burgués y capitalista, las tendencias obreras revolucionarias y el apoyo populista y reaccionario de una parte considerable del campesinado, se extenderían por Europa.
Can we please stop calling Facebook, YouTube, Instagram, etc ‘The online public square’? They’re ad companies. It is like calling a billboard ad a ’vertical public message’…. Pay for play, social media & search engines have created an online marketplace of ideas. Money talks ↘️ pic.twitter.com/YR5Pu7sPP1
— Marietje Schaake (@MarietjeSchaake) October 4, 2019
Con los medios de masas, la comunicación panfletaria y simbólica, a través de grandes actos en torno a exposiciones pictóricas y en torno a monumentos, pasarán a segundo plano. La escenificación de la victoria, el descontento o la revolución no tendrá que pasar por la plaza pública (como lo han hecho hasta ese momento actos de contrición colectiva como las ejecuciones y las proclamaciones solemnes).
Con los medios de comunicación modernos, ya no hará falta sostener o contribuir a derribar símbolos en función de la coyuntura, tal y como revolucionarios, nacionalistas e inconoclastas demostrarán con la columna Vendôme y su símbolo, siempre contradictorio y reinterpretable en función de los actores que se apropien de su legado o lo rechacen: Napoleón I.
De la vieja agitación a la propaganda de masas
La estatua caerá en 1871, como colofón de la Comuna, y tanto la opinión pública francesa como el Gobierno restituido culparán a un pintor que representa a su época, Gustave Courbet, que será condenado por el Gobierno restaurado a pagar su reconstrucción (la multa, 300.000 francos de la época, será la causa de su exilio en Suiza).
Courbet, autor del escandaloso —tildado como tal décadas después— desnudo con un título no menos escandaloso, El origen del mundo (1866) y retratista de amigos revolucionarios como su paisano de Besanzón, el proto-anarquista Pierre-Joseph Proudhon, abarcará en su biografía personal y obra las pulsiones de su época, y será fácil de culpabilizarlo de desmanes y excesos.
Su pintura, entre el clasicismo y la modernidad, entre la vieja aureola románica de artista intocable y la responsabilidad del artista comprometido que llegará después, será la antesala de corrientes y métodos en la pintura y el arte que tratarán de «poner a salvo» el misterio de la existencia ante el avance del mecanicismo y el positivismo.
La fotografía aparecerá como primer intento técnico de establecer un testimonio objetivo de la realidad, en un momento en que emergen las comunicaciones a distancia, se extiende el periodismo moderno y las comunicaciones aceleran el transporte de pasajeros y mercancías. La primera cámara Kodak para las masas convertirá la fotografía, un oficio técnico y artesano que había aspirado al estatuto de arte capaz de sustituir a los Delacroix y los Courbet, en una técnica al servicio de cualquiera.
Personajes de otras épocas
Como surgidos de una novela de Stendhal, personajes históricos excesivos servirán de versión transubstanciada de Don Quijote en el viejo mundo que desaparece en Centroeuropa, al mismo tiempo que nacionalismo y socialismo revolucionario emergen con fuerza. Gabriele D’Annunzio, por ejemplo, es el pequeño Napoleón del cambio de siglo, excesivo como Chateaubriand y nostálgico de los matices del viejo mundo abandonados bajo el asfalto de la sociedad industrializada.
La pose decadentista de D’Annunzio lo enlazarán con personajes malditos como Baudelaire y, a la vez; un ímpetu entre napoleónico y quijotesco lo llevaron a rechazar unilateralmente los términos del armisticio de la Gran Guerra, que obligaban a Italia a ceder territorios en la costa balcánica. Fue entonces cuando D’Annunzio declaró el Estado libre de Fiume, con la intención de anexionarlo a Italia.
Fascismo y nazismo se inspiraron en D’Annunzio, muerto en 1938, una época en que tanto Mussolini como Hitler se aferraban al poder absoluto y anulaban disidentes. Meses después de la muerte del «poeta profeta» (D’Annunzio, romántico tardío de origen noble, había sido apodado «il Vate»), se producía en Alemania la Noche de los Cristales Rotos.
Gabriele D’Annunzio representa también la fruta tardía del gusto ilustrado por el antihéroe romántico que entra en escena para devolver el encantamiento al mundo, y lo hace con el exceso de quien se lanza a la batalla a sabiendas de que está perdida de antemano. D’Annunzio será, como Lord Byron, el intelectual quijotesco que lucha con las letras, las apariciones solemnes y la batalla real.
Orígenes de la represión burocratizada
Don Quijote sólo apresa y reparte ínsulas en su imaginación; Fabrizio del Dongo, el joven idealista descrito por Stendhal en La cartuja de Parma, cabalga para conocer a Napoleón en persona, pero carece de la cultura y el talento periodístico y artístico de d’Annunzio, que tendrá tiempo para crear países ex novo, escribir novelas, poesía y teatro.
Es el último de una estirpe, y otros personajes posteriores (Lawrence de Arabia, Antoine de Saint-Exupéry, Romain Gary, el propio George Orwell) ya no actuarán en un escenario que conserva los usos y la burocracia de la Europa heredera del Antiguo Régimen, y ellos mismos se integrarán en el nuevo contexto técnico: guerras mecanizadas e impersonales donde la caballería pierde su sentido, medios de comunicación que transforman las viejas consignas folletinescas en propaganda de masas…
Sin los viejos intelectuales militantes, dispuestos a guerrear y morir en tierra extraña siempre que la causa sea justa, el esfuerzo de los viejos idealistas se extingue, y surgen fenómenos como el terrorismo revolucionario y las purgas de Estado.
En 1938, el Ejército franquista debilita las defensas republicanas y se prepara ya para la victoria, asistido por la aviación alemana e italiana. D’Annunzio muere, y Kristallnacht ratifica la imposibilidad de controlar la retórica nazi y adaptarla a los intereses de los responsables del Tratado de Versalles. También en 1938, mientras Adolf Hitler amenaza con la anexión de territorio, la Unión Soviética sufre la Gran Purga, que afectará incluso a los intelectuales y colaboradores más íntimos de Iósif Stalin.
Esta represión, con persecuciones sistemáticas y juicios públicos, acabará con disidentes (reales y, sobre todo, imaginarios) del «pueblo», en forma de ejecuciones sumarias, «desapariciones» y deportaciones masivas a los gulags siberianos. La coordinación en la labor represiva del Comisariado del Pueblo (NKVD) y el núcleo del Partido Comunista soviético (el Politburó), evocará los entresijos paranoicos del Ministerio de la Verdad (propaganda), el Ministerio del Amor (encargado de la «reeducación») y el Partido Único, el Ingsoc, en 1984, la novela de Orwell.
La foto de Stalin y Yezhov
Si el Ministerio de la Verdad se ocupa de eliminar cualquier trazo de lo que nunca ha ocurrido según la historia oficial, el Politburó controlado por Stalin aspiró a un control equivalente entre la sociedad rusa: el objetivo era eliminar —a menudo, de manera preventiva— a cualquier persona percibida como simpatizante del socialismo internacionalista de Trotski, o sospechosa de colaborar con personas y países capitalistas.
El equivalente de la URSS de finales de los años 30 a la Policía del pensamiento en la novela de Orwell, el comisariado del pueblo para asuntos internos (NKVD, policía política precursora del KGB), eliminaría a muchos antiguos colaboradores del propio Stalin, de modo que la propaganda soviética alteró documentos para acomodarlos a la única realidad posible, la «oficial» del partido. Esta reescritura del pasado a la altura de la tarea del Ministerio de la Verdad, se llevaba a cabo en soportes físicos.
En el caso de las fotografías, el escalpelo y el aerógrafo borraban viejas trazas, que desaparecían para siempre cuando los originales modificados se fotografiaban de nuevo. El mismísimo Nikolai Yezhov, responsable del NKVD durante los años 30, caería precisamente en desgracia para Stalin en 1938.
El 8 de abril de ese año, Stalin lo asignó a otras tareas y esperó a que cometiera un error administrativo. Tras una acalorada reunión con Stalin en noviembre, Yezhov tuvo que dimitir. Poco después, fue enviado a un gulag siberiano, torturado y ejecutado en 1940.
En su intento de reescribir la historia, la propaganda soviética eliminó a Nikolai Yezhov de una foto en la que aparece junto a Stalin.
Cuando quien critica tu música es el dictador más sanguinario
Y de 1984 a Fahrenheit 451, la temperatura en que arden los libros: la novela de Ray Bradbury identifica otro de los objetivos para la policía política en las sociedades totalitarias, la producción cultural. No basta «orientar» o incluso «reeducar» a los artistas, acusándolos de «degenerados» (el apelativo del partido Nazi a las corrientes vanguardistas de inicios del siglo XX) o de «enemigos del pueblo».
De vuelta a 1938, Stalin condicionó la producción musical de Dmitri Shostakóvich (que adaptó su quinta sinfonía después de que, en 1936, el propio Stalin hubiera criticado su osadía experimental). En el mismo año, el NKVD detenía al poeta Osip Mandelstam. En 1939, le llegaría el turno al escritor y dramaturgo Isaac Bábel.
En la novela distópica de Ray Bradbury, los bomberos no se dedican a apagar fuegos, sino a quemar libros prohibidos. Leer novelas es una actividad contraria al control total del Gobierno sobre la producción cultural. Bradbury había escrito la novela a inicios de los 50, cuando la paranoia que alertaba de las infiltraciones de agentes soviéticos e ideología comunistas en el mundo intelectual y cinematográfico estadounidense. El macartismo se convertía en una caza de brujas.
En paralelo, los medios de masas y los propios intereses del Gobierno estadounidense prescribían un consumo cultural más ligero y «patriótico», incapaz de aspirar al libre pensamiento y el cultivo cultural obtenido con la lectura sosegada de periodismo de análisis, ensayo y literatura.
La radio y, sobre todo, la televisión, competía en conveniencia con la literatura, y el libro de Bradbury es un alegato sobre lo que pierden las sociedades cuando se deja de leer en profundidad.
Detrás de Tik Tok
La red social china Tik Tok extiende su formato de vídeos cortos e irreverentes (similares a los popularizados por el difunto sitio Vine) a todo el mundo, y los usuarios de democracias consolidadas no muestran demasiados remordimientos al priorizar contenido de entretenimiento superficial en detrimento de sus propios escrúpulos éticos. Un artículo de The Guardian explica cómo el servicio borra vídeos que no agradan a la censura china.
Duncan White nos recuerda en un artículo para el New York Times por qué todos los regímenes totalitarios con un celo sistemático por el control de la población se preocupan por dificultar la compra o simplemente prohibir la venta de libros. Inmersos en una realidad digital a la que accedemos a través de ordenadores de bolsillo desde cualquier lugar, ni siquiera los lugares que avanzan tendencias del futuro, como Hong Kong, están a salvo del gusto de las dictaduras por la prohibición de libros.
No es casual que el Gobierno chino dificulte la existencia a las editoriales independientes de Hong Kong desde antes incluso del inicio de las protestas. Es más fácil bloquear el acceso a un sitio web que requisar libros diseminados entre la población.
La preocupante tendencia se replica en Turquía y Egipto, epicentros intelectuales y geopolíticos de Oriente Próximo, por no hablar del terrorismo cultural ejercido por Daesh al destruir sitios históricos o quemar 100.000 libros raros de la Biblioteca Pública de Mosul.
Poeta Mandelstam
Porque un libro físico es un objeto insignificante e inofensivo, ¿verdad? Todo lo contrario, argumenta White. Nuestro paso por la Red y uso de recursos deja trazas que pueden ser detectadas y estudiadas por agentes indeseables, gubernamentales o no, con fines comerciales o políticos, tanto da. Los libros físicos, por el contrario, son fáciles de ocultar, se pueden usar en cualquier lugar sin depender de cargadores y electricidad, sobreviven a todo tipo de pruebas de resistencia y mantienen la integridad y coherencia de su contenido.
Asimismo, su capacidad de sugestión requiere la reflexión y el esfuerzo, pero los buenos libros son capaces de influir sobre nosotros y, en ocasiones, transformarnos para siempre.
La superficialidad de buena parte del contenido que se populariza en las redes nos ha hecho creer que los buenos libros son un artilugio digital insignificante y desactivado por la industria cultural de la sociedad de la información. El celo que muchos regímenes represivos ponen en el control de títulos y en la distribución de libros, sugiere lo contrario.
Como recuerda Duncan White, el poeta ruso Osip Mandelstam, víctima de las purgas de Stalin, era consciente del poder de los libros memorables:
«Si están matando a la gente por poesía, eso quiere decir que la honoran y estiman, que la temen; eso quiere decir que la poesía es poder».