¿Se puede “no hacer nada” de un modo productivo y saludable? Si, por no hacer nada, entendemos el aburrimiento relajante que aprovechamos para poner nuestros pensamientos en orden, divagar no sólo es tonificante, sino que ha sido usado desde tiempos inmemoriales para inventar y pensar con mayúsculas.
Por primera vez, el aburrimiento, entendido como la introspección, la divagación y la ensoñación, retroceden: la tecnología y la cultura del estímulo constante ponen en jaque, sobre todo entre los más jóvenes, mecanismos ancestrales para meditar, regenerarnos, reponernos, ser creativos, reforzar la inventiva.
Se extinguen las rutinas de recogimiento retrospectivo
Si Arquímedes viviera en la actualidad, ¿habría cambiado la divagación intelectual en los baños públicos, donde descubrió el principio de la hidrostática, por un vistazo a las aplicaciones sociales de su iPhone 5?
¿Qué habría ocurrido con el propio Jobs, quien concibió la saga de este dispositivo? En la biografía de Walter Isaacson queda claro que la ventaja competitiva de Steve Jobs, la fuente de su genialidad, no sólo era alimentada por una experiencia vital a medio camino entre las humanidades y la ciencia, sino por largos paseos de introspección e inacabables conversaciones con mentes que consideraba estimulantes.
En un entorno cultural que penaliza la soledad y cataloga los comportamientos introspectivos, entre ellos el ascetismo, como dolencias psiquátricas, el aburrimiento -entendido como tiempo reflexivo, para divagar- está siendo extirpado por el uso adictivo del teléfono inteligente y dispositivos análogos.
La importancia de aburrirse con conocimiento de causa
Ni Arquímedes ni el propio Steve Jobs estarían de acuerdo con sacrificar el “aburrimiento” personal -fuente, como los sueños, de algunas de las mejores ideas y reflexiones de las ciencias y las artes-, por la cultura de la interrupción constante.
Sea como fuere, la tecnología está transformando nuestra manera de comportarnos. En los últimos años trabajamos, nos divertimos y relacionamos de un modo distinto a como lo hacíamos antes de teléfonos inteligentes y otros aparatos. En ocasiones, los cambios facilitan nuestro día a día; en otros casos, anulan algunos mecanismos ancestrales de creatividad y bienestar.
Mirando al teléfono
El cambio no siempre es, por tanto, a mejor. Lo comprobamos en nuestro propio comportamiento, o en detalles tan integrados en nuestra cotidianeidad que hemos dejado de prestarles atención.
Lo vemos en personas esperando el autobús, o en parejas, grupos de amigos y familias sentadas a la mesa de algún restaurante, o en la frutería, o en cualquier otro lugar: desaparecen conversaciones fáticas, la observación del entorno, la convivencia activa (basada en la observación, el contacto ocular, la civilidad en sentido amplio).
En su lugar, observamos a individuos que sustituyen gestos impulsivos del pasado destinados a matar tiempo o pasar el rato, tales como encender un cigarrillo, con el acto de echar mano al teléfono inteligente, activar su pantalla y quedarse embelesados en algún pasatiempo “estimulante”. Una pequeña dosis de gratificación instantánea.
El fin del interludio
Según el antropólogo Christopher Lynn, en ocasiones “los teléfonos inteligentes son [en contextos de interludio] como cigarrillos, comida basura, morderse las unas o garabatear”. O tantas otras acciones que protagonizan nuestros tiempos muertos.
En algunos aspectos, la cultura del estímulo excesivo y la lucha para enterrar nuestro tiempo de divagación o “aburrimiento constructivo”, que puede transcurrir con acciones variopintas -tomar notas, leer, estudiar, charlar, meditar, reflexionar, observar el entorno-, es tan nociva como cualquier otro comportamiento adictivo del que no somos conscientes.
Anécdotas de la flora bacteriana más tecnológica
Recuerdo con estupefacción uno de esos estudios anodinos que sonrojan o provocan el chascarrillo. En la era de los teléfonos inteligentes que imitan la interfaz intuitiva y táctil de la saga iPhone, un equipo de la Universidad de Londres analizó la superficie de centenares de teléfonos.
Entre los agentes más comunes en las pantallas táctiles y manos que las accionaban (en concreto, 1/6 de las muestras), destacaban las bacterias fecales.
Comportamientos higiénicos aparte, este y otros estudios sólo constatan lo que vemos en la sociedad. Como tantas otras acciones cotidianas, tan faltas de épica sugestiva como ineludibles, la visita lavabo se ha transformado para millones de personas, que han sustituido la lectura indolente de un par de párrafos de revista, o de algún libro editado para lecturas fugaces, por el teléfono inteligente o la tableta electrónica.
Conocerse a uno mismo, rato a rato
El uso intensivo de teléfonos inteligentes y otros dispositivos para “matar el tiempo”, “hacer algo provechoso” o afrontar la saludable tarea de la introspección, puede afectar la calidad de vida de millones de personas.
La introspección, entendida como el ejercicio de analizarse a uno mismo, asomándose con frecuencia a lo que nos agrada y lo que no de nosotros mismos o la situación por la que atravesamos, es un mecanismo necesario para ordenar ideas, relajarnos, afrontar con garantías cuestiones espinosas, relacionar ideas con la originalidad de los niños o los sueños (la salsa de grandes obras e inventos).
El periodista de CNN Dough Gross argumenta por qué es contraproductivo e incluso peligroso que los teléfonos inteligentes se apropien del tiempo informal que aportaba una dosis de romanticismo a nuestra cotidianeidad. Soñar despierto es necesario.
Según Gross, no sólo tienden a la extinción las revistas de consultorio o las conversaciones mientras se hace cola en algún sitio, sino que el fenómeno está cambiando nuestra vida sin que nadie preste atención a patrones de comportamiento cada vez más extendidos.
Cuando más no es suficiente
Filósofos, psicólogos y neurólogos coinciden en que el ser humano evolucionó en un entorno de escasez, por lo que nuestro sistema nervioso muestra satisfacción con cualquier comportamiento que emule la gratificación instantánea ancestral acaecida con alimentos grasos, el sexo o los comportamientos gregarios. Lo explica el neurólogo Peter Whybrow en su ensayo American Mania.
Ocurre que el control de los impulsos y la gratificación aplazada -sacrificar el placer en el corto plazo en beneficio del bienestar duradero-, sientan mejor que los estímulos inmediatos, tan agradables porque imitan recompensas cruciales durante la historia humana.
Con sus juegos, música, videos, aplicaciones sociales y mensajería, los teléfonos inteligentes sobreestimulan, alimentando el deseo de jugar cuando llega el sopor, explica el antropólogo Christopher Lynn a Dough Gross en CNN.
Érase un hombre a un teléfono pegado
El antropólogo expone la evidencia científica que ilustra los riesgos de la gratificación instantánea en forma de estímulos constantes, como accionar el teléfono para mirar nuevos mensajes en las aplicaciones sociales, o actualizar la bandeja de entrada del correo, chequear la aplicación de mensajería que usamos, etc.
Christopher Lynn: “Si estás habituado al estímulo constante, cuando careces de éste, es como su no supieras qué hacer contigo mismo”. Se trata de un sentimiento de ansiedad donde el individuo se pregunta si no debería estar haciendo algo, debido a las connotaciones negativas de la introspección.
Cuando no sabemos estar a solas
Crecen los casos de adolescentes y adultos que no han aprendido a estar a solas dándole vueltas a la conciencia, y esta ausencia de la cultura de la introspección conduce, según Lynn, a que se experimente ansiedad cuando se carece de mecanismos de estímulo constante o gratificación instantánea, tales como el teléfono inteligente.
Si la necesidad de llenar nuestro tiempo entre actividades programadas con tareas que eliminan las oportunidades para reflexionar y asomarse al interior de uno mismo, se hace patológica, los nuevos adultos anularían los mecanismos que potencian la creatividad y el bienestar duradero.
Se acumula la evidencia que relaciona comportamientos de estímulo, gratificación instantánea y adicción (fumar un cigarro o mirar el teléfono al cambiar de situación o para pasar el tiempo), con la pérdida de calidad de la introspección individual.
El sobreestímulo, o esconderse tras una montaña de información externa, a menudo consumida sin criterio, calidad ni sosiego, elimina la divagación: “con un móvil siempre encendido y una plétora de entretenimientos disponibles para distraer la mirada, es comprensible que algunas personas tengan dificulktades para aburrirse de manera inquieta e introspectiva”.
Celebrando el aburrimiento en un entorno de distracción
Steven Winn declaraba al respecto en The San Francisco Chronicle que, como cada vez más gente reconoce, “aburrirse -estar desocupado, desconectado y en una especie de sopor privado- puede ser mucho más valioso, fructífero y profundo de lo que una aproximación superficial sugeriría. Tan ordinario y penetrante como los cielos, el aburrimiento se merece su propio baño luminoso de atención y celebración”.
Hay un tipo de tedio que contribuiría a nuestra salud mental, regenera y ordena nuestros pensamientos, o propulsa la divagación creativa. Por el contrario, la estimulación constante y la sobrecarga informativa, si bien nos hacen sentir bien a corto plazo, dificultan nuestra realización personal.
El periodista tecnológico canadiense afincado en Silicon Valley Mathew Ingram, se pregunta en una entrada si la tecnología está creando una cultura de la distracción.
Diluyendo nuestra capacidad de razonar
Ingram cita a Joe Kraus de Google Ventures, quien durante una presentación exponía los riesgos de la demanda incesante de atención de teléfonos inteligentes y medios sociales
¿Qué ocurriría -se pregunta Kraus- si estuviéramos arriesgando nuestra capacidad de razonar por nada más que la siguiente dosis de estímulo de los dispositivos que nos rodean? Un fenómeno que Kraus compara con la sensación experimentada ante una máquina tragaperras o un casino.
Joe Kraus: “Estamos creando y promoviendo una cultura de la distracción donde estamos cada vez más desconectados de la gente y los eventos a nuestro alrededor, y cada vez más incapaces de pensar a largo plazo. Ahora, la gente se siente ansiosa cuando su cerebro no es estimulado”.
“Al hacer esto, estamos perdiendo algunas cosas cruciales. Ponemos en riesgo ingredientes clave detrás de la creatividad y la intuición, al llenar todo nuestro tiempo ‘vacío’ con estimulación. E inhibimos contacto humano real cuando priorizamos nuestros teléfonos sobre la gente frente a nosotros”.
Retazos cotidianos con un protagonista: el iPhone
Todos podemos recordar retazos cotidianos donde una pareja, unos amigos o compañeros de trabajo comen en silencio, cada uno accionando su teléfono con fruición.
Las consecuencias de este comportamiento extendido no se miden sólo en pérdida de tiempo de introspección, valioso para nuestro bienestar, autoconfianza y desarrollo personal, sino también un profundo cambio de comportamiento que afecta al resto de actividades afrontadas por el individuo.
Nos distraemos más fácilmente, al tiempo que se reduce nuestra capacidad de prestar atención a algo durante un intervalo de tiempo razonable, y el fenómeno “va a peor”, expone el directivo de Google.
En tanto que ejecutivo de una compañía tecnológica y, por tanto, expuesto a las tecnologías que provocan esta transformación social, Joe Kraus expone su propio caso, al definir la relación con su propio teléfono como “poco saludable”.
Profundizando en la misma temática, Matt Richtel era contundente en The New York Times hace unos meses: cuando Silicon Valley dice que nos despeguemos un tanto de nuestros dispositivos, deberíamos prestar atención al porqué de esta actitud.
Pobreza de atención
Varias personalidades del mundo tecnológico subrayan tanto los riesgos como las ventajas de la conexión permanente a nuestra persona digital.
Para Nicholas Carr, autor de un ensayo sobre el fenómeno, The Shallows, esta conexión permanente está cambiando nuestra mente a peor; el también escritor y analista Paul Kedrosky, por el contrario, recalca que el torrente de información que afrontamos a dario se asemeja al modo con que las partículas son bombardeadas en la investigación cuántica.
A Paul Kedrosky se le olvida explicar que no todo el mundo tiene la formación, fortaleza o capacidad para extraer el máximo partido de un nivel diario de estímulos inconcebible hace sólo unos años.
Ya en 1978, el premio Nobel Herbert Simon preveía el fenómeno del exceso de la saturación informativa, justo en los inicios de la informática personal: “Una gran cantidad de información crea una pobreza de atención”. Y retención, recalca Tony Schwartz. Algo así como verter agua sobre un vaso ya lleno.
Los riesgos de la saturación
Consultores y economistas reconocen desde hace tiempo que más opciones incrementan los riesgos de saturación, se trate de una gama de productos demasiado diversificada o con nombres impronunciables, o una cantidad de opciones profesionales demasiado amplia para alguien que quiera orientar su carrera a largo plazo.
Más opciones pueden conducir a cansancio y frustración, mayor dificultad para decidir (y mayor riesgo de que la elección sea deficiente), o posibles frustraciones, expone Daniel Gulati en Harvard Business Review.
El consultor Tony Schwartz reflexiona en Harvard Business Review sobre cómo combatir la adicción electrónica, relacionada tanto con el desvanecimiento de los momentos de introspección como con otros fenómenos auspiciados por la Internet ubicua, entre ellos:
- la sobrecarga informativa;
- la polarización por el consumo exclusivo de contenido afín mientras descartamos lo que no suscribimos;
- y la posposición -o incapacidad cumplir objetivos, priorizando tareas anodinas-.
Schwartz cita a la psicóloga de Stanford Kelly McGonigal, quien sentencia en el ensayo The Willpower Instinct que “hay pocas cosas jamás soñadas, fumadas o inyectadas que tengan un efecto tan adictivo en nuestro cerebro como la tecnología”.
Recuperando los espacios de aburrimiento productivo
Ser conscientes de la pérdida de tiempo libre para divagar es el primer paso para recuperar momentos de aburrimiento productivo, que el cerebro usa para recargarse. Durante la divagación, como el sueño REM, las ideas se asocian con libertad, con una frescura, flexibilidad y audacia sólo comparables a la infancia.
Hay mecanismos para recuperar la introspección cotidiana y a menudo no planeada:
- evitar los cantos de sirena de la gratificación instantánea;
- recuperar lápiz y papel (o libreta);
- respirar con profundidad y abstenerse en ocasiones del uso informal de los dispositivos móviles;
- dormir durante 15 y 20 minutos entre la 1 y las 4 de la tarde, destinar tiempo en el calendario para pensar de manera reflexiva, creativa, estratégica;
Dispositivos como teléfonos inteligentes incluyen aplicaciones para leer libros, meditar o tomar notas, etc. Pese a ser tareas que, en abstracto, contribuyen a la introspección, un estudio reciente asocia el uso de pantallas retroiluminadas (tabletas, teléfonos) con trastornos del sueño, cuando su empleo se extiende hasta la hora previa a dormir.
Ensoñaciones y despertares
Ver una película, leer o navegar en un dispositivo con pantalla retroiluminada cuando tratamos de relajarnos, suprime nuestra capacidad para soñar despiertos, quedarnos embelesados en algún pensamiento, asociar ideas, escucharnos a nosotros mismos, dormir.
Se acumulan las evidencias que sugieren reducir y racionalizar la exposición a torrentes de información y actividades concebidas para sobreestimularnos, como si se tratara de una dosis que consolida nuestra adicción.
La necesidad humana de conocerse a uno mismo es, según Aristóteles, “el comienzo de toda la sabiduría”.
El psicólogo y psiquatra suizo Carl Gustav Jung sintetizó así la importancia de asomarnos a menudo al tintineo de nuestras inquietudes: “Tus visiones sólo se harán evidentes cuando puedas asomarte a tu propio corazón. Quien mira hacia afuera, sueña; quien lo hace hacia adentro, despierta”.
Si el uso más inconsciente de los dispositivos que tanto han contribuido a nuestra calidad de vida daña la capacidad para divagar, quizá haya llegado el momento de devolver a estos aparatos el estatus de simples herramientas, en lugar de los oráculos de felicidad en que se han convertido para el imaginario colectivo.