Quizá nada ha hecho más en los últimos tiempos por elevar la moral y el sentimiento de pertenencia de los mexicanos, más allá de su origen o extracción social, que la retórica nacionalista de Donald Trump, que llega en un momento histórico revelador: en los últimos años, la inmigración a Estados Unidos se ha frenado, y muchos mexicanos eligen prosperar en su propio país.
La obsesiva insistencia con que el presidente estadounidense explota la caricatura del foráneo procedente del sur, siguiendo técnicas deshumanizadoras que evocan otras épocas, aumenta la simpatía hacia México en el mundo, y urge a los mexicanos a acelerar una tarea imprescindible y jamás acometida con seriedad: diversificar sus intereses para diluir la influencia del vecino del norte sobre la economía, la cultura y la autoestima del país de habla española más poblado.
De momento, un tercio de las exportaciones dependen directamente del comercio con Estados Unidos, mientras las remesas de inmigrantes complementan los ingresos e inversiones de familias humildes en todo el país.
Puente entre Norteamérica y América Latina, entre el Hemisferio Occidental y la Europa mediterránea, entre el comercio de Manila y los cultivos estratégicos del Caribe, México tendrá que convertir la agresividad de Trump (y su promesa electoral de erigir un muro proteccionista financiado con tasas especiales a las importaciones mexicanas) en revulsivo para recuperar viejos lazos y crear otros nuevos.
México empieza una nueva era en la que el sueño de quienes aspiran a prosperar no pasa por Estados Unidos. Con 123 millones de habitantes, una población joven y la duodécima economía del mundo en paridad de poder adquisitivo (superando a Italia, Corea del Sur o España), su reto es aumentar y afianzar una clase media comparable a la de los países avanzados.
“Soft power” mexicano
El desaparecido escritor y diplomático mexicano Carlos Fuentes había reiteró desde su consolidación como personalidad a la altura de un Octavio Paz o de un Juan Rulfo, que México tenía que estrechar lazos con el resto de América Latina, con Europa y con Asia.
El autor de La muerte de Artemio Cruz no se equivocaba, como ponen ahora de relieve las dificultades del vecino del norte, incapaz -de momento- de activar anticuerpos que atajen el daño en prestigio e influencia que ya causa su niño-presidente, quien no comprende (pese a su “buen cerebro”, según él mismo) que la autoridad más reconocida y respetada en un mundo globalizado parte de la potestad moral -prosperidad, valores, buena gobernanza, peso cultural-, y no de la coerción sin base humanista homologable.
Los injustos comentarios de Trump, realizados desde el mismo anuncio de su campaña en Nueva York y cruciales en su victoria, que capitalizó la promesa delirante de construir un muro entre ambos países, han logrado hasta el momento dañar la imagen internacional de Estados Unidos, que pierde influencia en el mundo (el llamado “poder blando”, del que se benefician ciudadanos y empresas de un país) a favor de países europeos (Francia supera ya a Estados Unidos en soft power) y latinoamericanos.
Objetivo: diluir la abrumadora influencia de Estados Unidos
México será uno de los ganadores a largo plazo de la anomalía histórica que representa Donald Trump y su plutocracia, que parece prepararse para niveles de nepotismo y tráfico de influencias que inaceptables no ya en Europa, sino en la frontera sur de un continente que Estados Unidos ha despreciado como patio trasero en el que puede uno divertirse, pero difícilmente confiar.
Con una Pax Americana que muestra síntomas claros de agotamiento -no hace falta remontarse a errores previos como la sobreactuación tras el ataque del 11 de septiembre y la chapucera justificación de la Guerra de Irak- y los principales organismos internacionales distanciándose lo suficiente de los exabruptos de Donald Trump, el poder blando americano tiende a la baja, mientras gana peso el europeo, el chino, el ruso… y también el de las potencias latinoamericanas.
México deberá evitar una dinámica de conflicto interno irresoluble como el que ha obligado a Brasil a distanciarse de su esperado papel de liderazgo en la región, y México DF, eterno candidato a un auténtico cosmopolitismo capaz de sustituir a Miami como centro negocios y comunicaciones entre latinoamericanos, sólo afianzará prestigio si el país supera viejos conflictos.
Los retos son viejos y complejos, y a menudo influidos por externalidades que no desaparecerán: la demanda de estupefacientes y la facilidad para comprar armas al otro lado de la frontera (es más difícil hacerlo en México) impide resolver el problema del narcotráfico.
El México DF de García Márquez y Bolaño
La violencia podría reducirse con mayor eficacia y rapidez experimentando con la liberalización del consumo de estupefacientes y el control público de su consumo, demuestran experimentos como el llevado a cabo en Portugal (que, liberalizando las drogas, ha reducido la adicción y el impacto oculto de su comercio ilegal). México no puede permitirse el lujo de esperar a que Estados Unidos resuelva sus problemas.
Entre los más acuciantes: narcotráfico y la violencia relacionada; debilidad institucional; herencia de nepotismo que precede el mandato del PRI y hunde sus orígenes en la plutocracia criolla que proclamó la independencia de España; dificultades para crear una clase media robusta, transversal y presente en todo el país (sobre todo en el depauperado sur indígena); educación y sanidad de calidad y universales; etc.
Con estas y otras incertidumbres sobre la mesa, México logró atraer a intelectuales españoles expulsados tras la Guerra Civil, y escritores latinoamericanos que otorgaron a México DF la capitalidad cultural del mundo hispano, como el colombiano Gabriel García Márquez (que asentó allí su residencia), o el chileno Roberto Bolaño, que explica en su insuperable Los detectives salvajes un DF canalla y de intelectualidad mestiza de los infrarrealistas, empecinados rescatar la poesía mexicana de su elitismo criollo (Octavio Paz).
Las tentaciones del populismo autóctono
Ahora, de golpe, confiar en México no es una tarea quijotesca a la que se entregan quienes viven en la periferia cultural de Occidente (el despreciado viejo patio trasero de los Estados Unidos de Hearst -atizador de la campaña que financiaría la guerra contra España en 1898-), sino un ejercicio de higiene intelectual.
Y así, tomando la palabra a la retórica que relaciona gobernanza institucional, separación de poderes y respeto escrupuloso de los derechos individuales con el estilo occidental de prosperidad, muchos países latinoamericanos abandonan un modelo plutocrático adoptado de sopetón por un personaje que no habría sido creíble como presidente en una comedia política televisiva.
En este contexto, y con una crisis política que muestra una tensión sin resolver -entre el nepotismo de la herencia del viejo PRI y un populismo que podría dañar la credibilidad de cualquier reforma a largo plazo, representado por Andrés Manuel López Obrador, de nuevo candidato en las próximas elecciones presidenciales-, México tiene la oportunidad de reducir su dependencia con respecto a Estados Unidos, y aumentar su influencia en América Latina, Europa y Asia.
Las declaraciones institucionales de México al lado de socios políticos y comerciales como Alemania y España son un mensaje. El segundo país más poblado de Norteamérica parece aceptar el reto presentado por el grupo de países desarrollados (OCDE) al que ya pertenece, y consolidar una clase media transversal, más allá de viejas divisiones sociales que se remontan al período colonial.
Huellas de viejos vínculos
Las regiones más dinámicas de México, como Monterrey (epicentro del norte industrial), Guadalajara (segunda urbe del país, relativamente segura y con pujanza cultural y comercial) o la propia capital, plantada en el viejo lago Texcoco como testimonio del mestizaje entre mesoamericanos y españoles, se postulan como imanes de proyectos de una ciudadanía que ya no cree imprescindible inmigrar para autorrealizarse.
Esta es al menos la impresión que nos dejan lecturas y conversaciones previas a nuestra próxima visita a este país, cuyos lazos con España, Estados Unidos y con el resto de América Latina (el Caribe, Centroamérica, América del Sur) son tan profundos como inextricables.
Antes que Argentina y Venezuela, México fue siempre el principal Eldorado del imaginario compartido por los españoles expulsados por la penuria o la política, que llegaban al puerto caribeño de Veracruz para trazar de nuevo un viejo viaje que se remontaba a las peripecias de Hernán Cortés, detalladas en primera persona -como un periodista del Renacimiento antes de que existiera el oficio del periodismo, del mismo modo que El Quijote, tan amado en México, creara la novela demasiado antes de tiempo- por Bernal Díaz del Castillo.
Los ecos del viaje de los exiliados republicanos –intelectuales y anónimos- tras la Guerra Civil tenían la crudeza de las viejas romanzas castellanas, con el triste fatalismo de la conjura de los intelectuales del 98 -notarios del fin colonial- y los préstamos culturales, lingüísticos y sentimentales de la época del comercio de los galeones, traídos a Sevilla y luego a Cádiz (y a otros puertos ibéricos tras la liberalización de Carlos III).
Las piedras del Templo Mayor
Las historias y gestas cotidianas de la sociedad de Nueva España, que profundizaba en su carácter propio en torno a los caminos reales que conectaban Veracruz, en la costa atlántica, con las urbes del altiplano y con el comercio de Manila a través de Acapulco, en la costa del Pacífico, mantuvieron el poder y el peso demográfico de la Mesoamérica colonial y postcolonial en torno al paralelo explorado por Hernán Cortés, un eje volcánico entre el Pacífico y el Golfo de México cuya altura sobre el nivel del mar y fertilidad posibilitaron las densas y prósperas civilizaciones precolombinas de la zona (olmeca, tolteca, teotihuacana, zapoteca, maya, azteca).
El camino de Cortés (Veracruz, La Antigua, Xico, Tlaxcala, Cholula -con su enorme templo convertido por el tiempo en colina, sobre el que los españoles edificarían una iglesia-, Tenochtitlán) marcaría el tráfico de mercancías e influencias entre el Viejo y el Nuevo Mundo.
Los visitantes españoles y del resto de Europa que acudieron a las urbes de Nueva España proyectadas sobre viejas ciudades Aztecas (como México DF o Cholula), o ciudades creadas ex novo con trazado colonial castellano, como Puebla, se sorprendieron de los niveles de prosperidad y civilidad a la europea observados, y sugirieron el desarrollo de la civilización sepultada.
México DF, erigida sobre Tenochtitlán, respetó el trazado en torno al Templo Mayor, principal centro de culto mexica que maravilló a los franciscanos llegados con los primeros emisarios del territorio reclamado para un rey y un dios ajenos a la población local.
Su destrucción paulatina -para reutilizar sus piedras en los nuevos centros administrativos y de culto- constituiría una metáfora del proceso de cristianización de Mesoamérica.
Debajo de la calzada
Para Toribio de Benavente, franciscano que observó la grandeza del Gran Templo de México (nombre usado por otro franciscano, el cronista Bernardino de Sahagún, autor del Códice Florentino, un tesoro etnográfico “avant la lettre”), el centro religioso nativo consistía en
“una gran cepa cuadrada y esquinada coronada por uno o dos altares”,
La estructura contaba con patio cercado por una pared cuyas puertas ofrecían acceso a las principales calzadas de la ciudad, con puentes que atravesaban canales navegables con una frenética actividad logística, cuya escala es difícilmente imaginable visitando, medio milenio después, los escasos canales restantes en la zona, en torno al lago de Xochimilco, con ecos tan precolombinos como de un costumbrismo que surgiría tras la búsqueda de una identidad propia después de la independencia.
México reconoció su propia excepción al reconocer el mestizaje de sus élites mucho antes que cualquier otro Estado americano, ejemplificado no sólo con la presidencia de Benito Juárez (1858-1972), sino con el intento desordenado de crear un Estado-nación que no podía ser un puro trasplante de la sociedad europea (modelo estadounidense), sino también heredero de civilizaciones anteriores a la conquista con millones de habitantes, y no sólo de la minoritaria población criolla.
Emancipación con respecto a Europa, dependencia de Estados Unidos
Las primeras décadas tras la independencia muestran esta búsqueda incesante de una identidad tan heredera de los cánones atenienses y romanos tamizados por la cultura ibérica, como de las civilizaciones más prósperas y pobladas de la Norteamérica precolombina.
La independencia de España es el intento jurídico de las élites criollas por deshacerse de las rigideces de una metrópolis empobrecida, débil y despoblada tras las guerras napoleónicas; el intento posterior de Francia de sustituir a España como metrópolis de influencia en la antigua Nueva España, desembarcando dos veces en el Golfo de México, servirá al país de relato nacional aglutinador al conseguir la victoria.
Y al mismo tiempo que los Estados Unidos de México reivindican su identidad y reenvían los barcos mercantes y de guerra europeo a sus respectivas capitales administrativas, los herederos de la Nueva España emancipada se topan con un conflicto septentrional jamás clarificado por España: cómo mantener los territorios poco poblados de la frontera septentrional, acordada con Estados Unidos en el Tratado de Adams-Onís de 1819.
La línea divisoria establecida con el gobierno estadounidense, heredero de la aspiración de las Trece Colonias inglesas de Norteamérica de avanzar hacia el Oeste hasta colonizar la costa del Pacífico, pronto sumará una nueva estabilidad a los conflictos nunca resueltos entre:
- los centros administrativos coloniales y mexicanos -presidios, misiones, poblaciones consolidadas, haciendas de explotación agropecuaria-;
- los pobladores nativos de una frontera más administrativa que real.
Las convulsiones de la frontera norte
Y así, la autoestima ganada por el nuevo Estado al repeler las aspiraciones de España (y después Francia) por mantener el tutelaje europeo -si no político, al menos económico-, se tostará en los desiertos septentrionales: colonos anglosajones, primero, y gobierno estadounidense, después, adquirirán o tomarán por la fuerza buena parte del antiguo territorio de Oregón (Alta California) y el norte de las intendencias de Arizpe, Durango y San Luis Potosí.
Pese a la oposición de intelectuales estadounidenses (entre otros Henry David Thoreau, que escribió sobre la intervención estadounidense de 1846-1848) a la toma por la fuerza de territorio mexicano en el Oeste, el expansionismo del vecino del norte prosiguió hasta consolidar la frontera actual en las zonas desérticas y menos fértiles las antiguas provincias coloniales, divididas en departamentos como Nuevo León, Chihuahua y Sonora, que pasaron con rapidez de provincias interiores a región fronteriza con un vecino más poblado, próspero y expeditivo.
Esta nueva divisoria entre el mundo anglosajón y el hispánico atizó una oleada de movimientos regionales de autodeterminación, inspirados por las maniobras de los ganaderos de Texas -que especularon por un tiempo, pese al peso de su población anglosajona, con mantener su autonomía con respecto de Estados Unidos y México-: Zacatecas (1835); Coahuila, Tamaulipas y Nuevo León (República del Río Grande, 1840); Yucatán (independiente en 1841-43 y 1846-48); y Tabasco (independiente con intermitencia en 1841-47) pudieron haber atomizado el territorio mexicano restante de la Nueva España todavía en manos de México.
El declive y escasez poblacional de la frontera norte jugó a favor de Estados Unidos en el siglo XIX; poco a poco, eso sí, la nueva frontera creó una economía de servidumbre con respecto al otro lado de la frontera, que se trasladó con lentitud en niveles de prosperidad: los Estados con mayor desarrollo y menor índice de pobreza extrema se aglutinan en torno a la frontera con Estados Unidos (Nuevo León, Baja California Sur); en torno al Distrito Federal; y en la zona turística de la costa caribeña en la península de Yucatán.
Los años del PRI
La escasa población y relativo aislamiento de las urbes del nuevo norte del país y la zona de influencia de la capital facilitó las tensiones que culminaron con la revolución mexicana, liderada por un norteño desencantado con mentalidad de vaquero de frontera y célebre pseudónimo en el imaginario mexicano, Pancho Villa.
Las esperanzas mestizas e interclasistas de la revolución mexicana derivaron en una guerra de facciones que sucesivos gobiernos fueron incapaces de acallar, hasta que la “revolución” se institucionalizara en 1929, con grupos liberales de Venustiano Carranza y Álvaro Obregón imponiéndose a las ideas igualitaristas de Pancho Villa y Emiliano Zapata.
Empezaba así el gobierno del PRI, un régimen caciquil que gobernó durante 70 años sin interrupción, incapaz de modernizar el país.
Después de la II Guerra Mundial, mientras Estados Unidos consolidaba su posición como superpotencia del mundo libre frente al bloque soviético, los Estados Unidos de México se hundían en el exotismo costumbrista de un país tan amable y acogedor como poco desarrollado y empequeñecido en el mundo, pese a gestos como la generosa acogida de los exiliados republicanos españoles a partir de 1939, gracias al apoyo del presidente Lázaro Cárdenas.
Cultura compartida
Cabe preguntarse si éxitos internacionales del cine mexicano, tan ligado a la colaboración de Luis Buñuel como al éxito popular de Cantinflas, mostraban el potencial de México para influir más sobre el mundo de habla hispana.
Mientras el humor de El Chavo del Ocho acompañaba la infancia de todo el hemisferio, México era incapaz de crear una industria cultural equivalente a un Hollywood de Latinoamérica; en el mundo del libro, la Feria de Guadalajara llegaría en 1987, cuando una España fortalecida desde la Transición y de nuevo con fuerza en la escena internacional controlaba sin problemas la edición en castellano.
Unos Juegos Olímpicos (1868) y un Mundial de fútbol, ambos acontecimientos con epicentro en la capital (azotada por un terremoto en 1985, a puertas del segundo de estos eventos), no pudieron maquillar la disparidad en desarrollo y nivel de vida de sus ciudadanos con respecto a sus vecinos estadounidenses y canadienses.
Y entre la olvidada doctrina estadounidense del patio trasero, la emigración de clases populares al vecino del norte y la incapacidad para liderar el mundo cultural en español, México llega a la encrucijada de la modernidad, con una economía pujante y diversificada y una industria que exporta al resto de Norteamérica, pero también a Europa y Asia.
La influencia de México en la cultura global
Si bien México no creó un contrapeso al cine anglosajón, sus profesionales del cine, desde directores a actores, pasando por compositores musicales o directores de fotografía, imponen sus condiciones en Hollywood.
Uno de ellos, Alejandro González Iñárritu, director de películas sobre encrucijadas culturales (Babel -2006-, The Revenant -2015-), denuncia las consecuencias del muro planeado entre ambos países en una performance de realidad virtual; Iñárritu recuerda que nunca ha visto a ningún mexicano pidiendo limosna en Estados Unidos.
Las tensiones en el club comercial norteamericano (NAFTA) tras la elección de Trump son el toque de atención ideal para desplegar al fin un auténtico soft power mexicano, superando los retos de seguridad, educación, nepotismo endémico, etc.
México no acelerará su modernización recurriendo a modelos que no han funcionado en el pasado, como el de los grandes estipendios que ofrecen más réditos políticos que prosperidad a largo plazo.
La tentación de los megaproyectos
Un ejemplo actual es la polémica, abordada por Daniel Brook en un artículo para Places Journal, en torno a la construcción del nuevo aeropuerto de México DF, un proyecto gigantesco ganado en concurso por Norman Foster y su asociado local, el arquitecto Fernando Romero (yerno del hombre más rico del país, Carlos Slim).
El proyecto de Foster y Romero, con capacidad para absorber más tráfico aéreo que cualquier otro aeropuerto y una estructura conceptual de invernadero que recuerda a las cúpulas geodésicas del estadounidense Buckminster Fuller, concentra el halo de los proyectos faraónicos, tan del gusto en el hemisferio, tiene un presupuesto que supera los 10.000 millones de euros (13.000 millones de dólares, 230.000 millones de pesos) y será disfrutado por los viajeros frecuentes del país y sus acólitos internacionales.
La mayoría de los mexicanos -que no ha cursado estudios secundarios y el porcentaje de universitarios es muy inferior a la media de la OCDE- no ha tomado un avión o apenas lo ha hecho, y proyectos como el del nuevo aeropuerto eluden, una vez más, las auténticas prioridades del país.
La travesía hacia la autoconfianza
Para ahondar un poco más la polémica, el proyecto estrella del controvertido Enrique Peña Nieto (que recuperó la presidencia para el PRI tras 12 años de saludable ausencia en la presidencia) se erigiría sobre el terreno lacustre desecado que ocupó el lago Texcoco, reserva natural crucial para la biodiversidad de la zona y con un suelo inestable que no ha parado de ceder en las últimas décadas y es especialmente inadecuado para proyectos arquitectónicos de envergadura.
Si bien el aeropuerto actual (Benito Juárez) no puede absorber el tráfico proyectado en los próximos años, su conexión con la ciudad por autopista, metro y líneas de autobús evita añadir una causa de congestión más a una urbe cuya área metropolitana supera los 20 millones de habitantes y con niveles de contaminación ambiental muy superiores a los límites recomendados por la OMS.
Quizá el momento de crear una nueva tradición, ajena a la tutela estadounidense y a la no menos ajena reivindicación afectada de valores europeos.
Deberá partir de la compleja fusión de los herederos de Cortés con los herederos de las civilizaciones autóctonas, que tanto interesaron a un arquitecto que también quería liberarse de las cadenas del canon europeo, Frank Lloyd Wright.
En el relato del futuro, habrá canon romano y ateniense, pero también pirámide del Sol y de la Luna.
Desde Mesoamérica, el Occidente (allí donde se pone el sol, aspiración simbólica de los europeos, tal y como explica con magisterio Claude Lévi-Strauss en Tristes Tropiques) se baña en el Atlántico y el Pacífico, y aspira tanto a integrarse en Norteamérica como a recuperar las viejas rutas con el resto del mundo abiertas por los españoles.