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Escritura como filosofía: examinar la vida párrafo a párrafo

Al pasar de consumidores pasivos de contenido a comentar sobre él e incluso crearlo, millones de personas se han encontrado con la disyuntiva de escribir “mejor”, aunque escribir mejor signifique algo distinto en cada caso.

Según las lecturas, experiencias y formación -académica, informal-, escribir mejor implicaría lograr una prosa clara, incisiva, correcta, elocuente, sugestiva, etc.

Los semióticos han dado la razón a la filosofía clásica y han comparado ambas disciplinas; la lógica aristotélica, por ejemplo, alberga tanto contenido matemático como construcción lingüística.

Hay textos cortos y textos cortos

Entendida como la actividad de poner una palabra tras otra para lograr una unidad con un significado concreto, la escritura es un fenómeno universal, pero precisamente la proliferación de registros informales para transcribir la espontaneidad de los comentarios de móvil y las ocurrencias de Twitter o Facebook nos obliga a cultivar distintos registros lingüísticos.

Hay “tweets” que alcanzan la calidad -aunque sea de manera efímera- de los grandes titulares de prensa, los grandes pies de foto (como esos que escribiera, por ejemplo, Álvaro Cunqueiro; o acaso como las sarcásticas ocurrencias que acompañan a cada imagen en The Economist), las greguerías más divertidas o los haiku más inspiradores.

También hay ingentes cantidades de textos contrahechos, con tantas carencias formales como conceptuales y estructurales, que se encaraman a cualquier servicio de Internet como criaturas de Tod Browning, mostrando su naturaleza como espectáculo.

Epidemia de adverbios, voz pasiva y perífrasis verbales

En el otro extremo del más extendido que nunca oficio de la escritura -aunque sea para comentar la fotografía de un gato en Facebook, o para desgañitarse ante la imagen de una figura pública poco decorosa-, los autores más academicistas logran niveles equivalentes de desazón en el lector (o más bien “ojeador”, o acaso “escaneador”) despistado, con su prosa barroca repleta de proposiciones subordinadas, gerundios y prolongación artificial de palabras y frases sin añadir significado:

  • sea construyendo adverbios contrahechos de las hordas gramaticales acabadas en “-mente”;
  • sea usando la voz pasiva para recrearse en la grasa concentrada lograda;
  • o creando verbos Frankenstein, abusando no ya de locuciones verbales (“salir perdiendo”), sino de perífrasis verbales (“tendría que haber sido escrito”).

La tendencia al barroquismo y la floritura anida en algunos oficios y departamentos universitarios más que en otros, a menudo salvaguardada por tradiciones tan kafkianas como las formalidades en textos jurídicos y administrativos. 

Si defensores de la precisión como Scott Fitzgerald o Juan Rulfo levantaran la cabeza…

Consecuencias de la tradición en la que uno crece

Escritores y expertos han departido durante generaciones acerca de la proclividad de un determinado idioma o idiosincrasia hacia la floritura textual o la concisión, la verborrea o la economía de palabras. 

Jorge Luis Borges, educado en dos tradiciones literarias, la española y la inglesa, reconoció siempre la influencia de la concisa prosa anglosajona en su manera de escribir, mientras hablaba de una tendencia del castellano a rizar el rizo, a textos ricos y retóricos, como carentes de una última edición o una cura de humildad.

Más allá de si la tradición literaria protestante carece de las calorías que la prosa romance habría conservado, incluso en un lugar tan poco proclive a la escritura precisa y sugestiva como el departamento de semiótica de una universidad italiana, apareció en 1977 un texto que reivindicaba el potencial sugestivo de… las tesis doctorales.

Cómo escribir un libro divertido sobre cómo escribir tesis

Aunque en las antípodas del ruido visceral que se concentra en los impulsivos mensajes de quienes han confundido Twitter con un editor de escritura automática para publicar frustraciones, las tesis doctorales son quizá el espécimen más claro de prosa soporífera.

Volviendo a 1977: el entonces desconocido profesor de semiótica Umberto Eco publicó un ensayo que, de haber seguido el camino de textos con título similar en departamentos universitarios como el suyo, habría engrosado la abundante pila de prosa soporífera escrita en pos de las ciencias sociales. 

El título: Cómo escribir una tesis, ni más ni menos (se ha traducido a menudo con el sugerente Cómo ‘se hace’ una tesis, quizá una traición del subconsciente, que asocia la tarea con “cocinar”).

Pero quienes empezaron, seguramente medio amodorrados, a leer el libro se llevaron una sorpresa desde la primera página. Cómo escribir una tesis era punzante, crítico… ¡incluso divertido! El sacrílego profesor de semiótica que publicaría 3 años más tarde, en 1980, El nombre de la rosa, evitó el territorio barroco y yermo de la prosa académica.

Cómo escribir una tesis es más similar a los consejos para escribir de Ray Bradbury o -el todavía mal visto por los sancionadores de qué es “serio” y qué no lo es- Stephen King que a cualquier tesis con un título similar.

Un mundo estancado en el primer borrador

Con su pequeño ensayo, Eco demostró que una tesis puede leerse y tener la capacidad de sugestión de una buena novela, así como incluir cierta polémica, irreverencia, humor. Eco también recuerda que, aunque todos escribamos, la mayoría de nosotros “no somos Proust”: “Escribe todo lo que te venga a la mente, pero sólo en el primer borrador”.

No había Internet en 1977. De haberlo escrito ahora, Umberto Eco habría tenido que comentar la influencia que sobre todos nosotros tiene la “escritura automática” de Facebook, Twitter y demás herramientas de Internet. Escribir todo porque es posible y porque carece de coste no implica que debamos hacerlo. Contribuir al ruido no enriquece ni a emisor ni a receptores potenciales.

Dedicábamos una entrada reciente a la mala salud de hierro de la novela como medio popular de distribución de conocimiento.

Teoría del iceberg

Tanto escribir como leer son oficios costosos: requieren invertir tiempo y entrenar la mente para interpretar -a partir de lecturas pasadas, experiencias propias y ajenas, fenómenos observados, historias escuchadas- lo leído, o escribir lo esencial para que el lector imagine el resto.

Lo que Ernest Hemingway llamana teoría del iceberg resume con acierto una interpretación de la literatura a partir de la semiótica: lo esencial -el relato de los hechos- es la parte minúscula que flota sobre el agua, mientras que la estructura y el simbolismo que soportan la prosa escueta operan fuera de nuestra vista.

Como si se refiriera a la poesía, Hemingway creía que la buena prosa describe acontecimientos con sencillez, si bien oculta algo totalmente distinto bajo la superficie.

Buscando nombres y adjetivos exactos

En la era de Internet, escribimos más que nunca, si bien lo hacemos de manera tan autómata y atenta a las modas y expresiones (o “trending topics”, o “hashtags”), que olvidamos el arte más complejo: decir las cosas con la exactitud que anhelaba Juan Ramón Jiménez, que sólo pedía a su inteligencia que le diera el “nombre exacto de las cosas”.

En una entrevista concedida a Joaquín Soler Serrano, Josep Pla se refería a su oficio de un modo similar, al insistir en que él hacía liadillos para “buscar una palabra”, conseguir “el adjetivo”: “la casa es blanca”. Y si la casa era blanca, entonces uno podía darse por satisfecho, pues había logrado el máximo significado con la máxima concisión posible.

Josep Pla, sobre la importancia del adjetivo exacto:

La prosa, según los autores mencionados, comparte con la ciencia la aspiración a lo concreto sin caer en el reduccionismo, el dogma o la mentira: la manera veraz de reducirlo todo a una ley elegante y reducida a la esencia.

Los riesgos de interiorizar dejes ajenos

George Orwell aspiró a lo mismo con sus seis reglas de la escritura:

  • nunca uses una metáfora, símil u otra figura o expresión que veas escrita a menudo (esta norma parece dirigida a los que cultivan la “repetición twitera”);
  • nunca uses una palabra larga si existe otra más corta;
  • si se puede eliminar una palabra, elimínala siempre (para amantes de adverbios y perífrasis);
  • nunca uses la voz pasiva cuando puedas usar la activa;
  • nunca uses una frase foránea, palabro científico, o palabra de jerga si existe un equivalente en la lengua;
  • sáltate cualquiera de las reglas mencionadas si es la única manera de evitar escribir un disparate.

Tanto leer como escribir, sea empleando todo el esfuerzo posible, dentro de las posibilidades de cada uno, para encontrar el “nombre exacto de las cosas” al que apelaba Juan Ramón Jiménez, tanto la lectura como la escritura nos hacen, literalmente, mejores.

Vivimos lo que leemos… y mejoramos con lo que escribimos

En términos neurológicos, leer libros es bastante parecido a experimentar uno mismo las aventuras relatadas. 

La mejor manera de aprender rápido lo que otros han tardado mucho tiempo y esfuerzo en exponer de manera convincente es leyendo. Leer demanda un esfuerzo al lector, que revive el texto ante el que está aportando pedazos de su propia experiencia, hasta el punto que leer y escribir se convierten, al fin, en mecanismos reconocidos de mejora y autorrealización.

Sin ruido pero con tremenda expectación, a tenor de la popularidad de artículos recientes sobre la materia, leer y, sobre todo, escribir -o confeccionar uno mismo la “historia” en lugar de interpretar la que otra persona escribe-, se consolidan como terapia para mejorar la propia existencia.

Pocas tareas introspectivas requieren tanto esfuerzo y atención como escribir algo esforzado y coherente, que aspire a cierta “exactitud” en la definición más libre e inclusiva de la palabra; pocas facilitan una recompensa mayor.

Hacia el sentido de la propia existencia (párrafo a párrafo)

En el artículo Writing Your Way to Happiness para la bitácora Well de The New York Times, Tara Parker-Pope reflexiona sobre la capacidad de la escritura creativa para enriquecer y cambiar nuestra percepción del mundo y de nosotros mismos, así identificar obstáculos (una manera consciente de poner a prueba escenarios y mundos que, de otro modo, sólo encontramos de manera inconsciente en el contenido de nuestros sueños).

Para escribir, no hace falta siquiera aspirar a ser periodista, escritor, secretario judicial o redactor de etiquetas de productos comerciales. Basta con querer ponerse a prueba. 

Varios estudios sugieren que escribir sobre experiencias personales -sea de manera onírica o con una voluntad más objetiva- palía trastornos del estado de ánimo, reduce los síntomas entre pacientes de cáncer, acelera la recuperación tras un ataque al corazón e incluso -explica Taria Parker-Pope- mejora nuestra memoria.

Dicho esto, la duda no debería residir en por qué escribir, sino en por qué no hacerlo. 

Tanto si las investigaciones en curso confirman o relativizan la capacidad de la escritura para mejorar nuestra experiencia -a medida que escribimos, según la hipótesis, nos haríamos más sabios a la manera clásica: razonando, eligiendo-, escribir nos asistiría a evocar nuestra propia narrativa.

Entendiendo lo que hay de determinismo y actuando con libre albedrío

Y tanto la filosofía como la psicología relacionan nuestra manera de ver el mundo con nuestra proyección en éste. La narrativa personal que nos hace interpretar el mundo de una manera determinada también nos mantiene en una posición y rol determinados.

¿Verborrea con melodía de autoayuda? Muchas pruebas no son concluyentes, explica Tara Parker-Pope, pero existe la suficiente evidencia para afirmar que los efectos son reales: hay una manera de potenciar los beneficios de la introspección; no ya leer (como recomendaba Sócrates a sus alumnos), sino escribir.

Una investigación se centró en estudiantes de primer año desmotivados o con baja cualificación en la Universidad de Duke, Estados Unidos. Se dividió a los sujetos del estudio en dos grupos, el primero de los cuales accedió a la historia personal de estudiantes de último año que habían superado las dudas de los primeros meses, mientras que el segundo grupo no tuvo acceso a los vídeos y textos con esta narrativa.

Los resultados a largo plazo en ambos grupos muestran cómo los alumnos que optaron por incidir en su propia narrativa, interiorizando el concepto de libre albedrío, aprendieron la lección para el futuro, mientras que los alumnos no aconsejados registraron mayores problemas.

Reconociendo luchas propias y ajenas

Otros estudios, como uno de Stanford realizado en estudiantes afroamericanos, u otro centrado en matrimonios, demuestran que escribir sobre uno mismo y sobre lo que uno observa mejora cuantitativamente la percepción de uno mismo.

Timothy D. Wilson, director del estudio en la Universidad de Duke explica que, si bien escribir no resuelve todos los problemas, sin duda ayuda a la gente a detectar la realidad y afrontarla de una manera razonada: “Escribir fuerza a la gente a reconstruir lo que les preocupa y a encontrar un nuevo sentido en ello”.

Cuando quien se sienta a escribir y transforma este acto introspectivo en un recorrido en primera persona por su propia conciencia es un escritor, como Karl Ove Knausgård (Knausgaard), el resultado puede mutar en movimiento literario. 

Conociendo nuestra conciencia

Knausgaard ha escrito una novela autobiográfica de 6 volúmenes y 3.600 páginas que le ha convertido en el representante actual de un nuevo tipo de historia de ficción, la ficción basada en hechos (“faction”) más granular posible, atenta a los pequeños detalles cotidianos explicados en toda su dimensión. 

El título de la novela también ha ayudado, al atreverse con otro tabú. Se llama Mi lucha (Min kamp en el noruego original, muy cercano al Mein Kampf conocido por todos), con una semántica de connotaciones sobradamente conocidas.

Toda su dimensión, claro, según el autor, que ahora trabaja en una obra de ficción que no tiene nada que ver -aparentemente- con su propia vida y está inspirado en obras de Jorge Luis Borges e Ítalo Calvino.

Ray Bradbury, prologado en las traducciones de sus libros al castellano por el mismísimo Borges, decía que “el escritor sabio es aquél que conoce su propio subconsciente”. 

Tangibles recompensas inmateriales

O que tiene agallas suficientes como para afrontarlo con todas sus consecuencias. En su línea de incorrección política, Kurt Vonnegut comentaba al respecto: “Si realmente quieres hacer daño a tus padres, pero careces del nervio para ser homosexual, lo último que puedes hacer es dedicarte a las artes. Pero no uses puntos y comas. Son hermafroditas travestidos, representando absolutamente nada. Todo lo que hacen es mostrar que has ido a la universidad”.

Para Gabriel García Márquiez, “el escritor escribe su libro para explicarse a sí mismo lo que no se puede explicar”.

Al fin y al cabo, decía Henry Miller, “escribir es su propia recompensa”.