Hace más de cinco milenios, un adulto de mediana edad, mediana estatura según estándares actuales y en buen estado de forma, trataba de cruzar un paso de los Alpes de Ötztal, en la actual frontera entre el Tirol italiano y el austríaco.
Este hombre de inicios de la Edad de los Metales caminaba, quizá acompañado, por un repecho a 3.210 metros de altura, herido y pobremente abrigado.
Debilitado por la herida fresca en el hombro, comió las últimas existencias de carne curada de cabra y de ciervo restantes en su bolsa de piel, antes de, quizá, desvanecerse momentáneamente por una combinación de mal de altura y agotamiento debido a intensos acontecimientos recientes.
Incapaz de retomar el trayecto, el hombre del calcolítico trató de improvisar un fuego antes de que cayera la noche, pero la falta de vegetación y las condiciones meteorológicas le impidieron reaccionar con una rapidez y determinación adecuadas a las circunstancias.
Una travesía sepultada bajo la nieve
Ni el dolor en las articulaciones, atrofiadas por una vida dura en las minas de cobre -revelada por cantidades peligrosas de arsénico en el organismo-, ni las arterias endurecidas y cálculos biliares habrían podido con su determinación de cruzar el paso alpino. La herida fresca había debilitado su condición física hasta tal punto que su organismo era incapaz de compensar la falta de oxígeno en el ambiente.
La respiración excitada y el corazón batiendo a toda velocidad carecían de la fuerza para bombear la sangre necesaria a sus arterias, y la hipotermia empezó a ganar terreno en sus extremidades debilitadas por la ascensión.
Acostumbrado al frío e impulsado por la voluntad de vivir que le había animado a la tarea titánica de atravesar las montañas que separaban los valles escarpados de los que escapaba de tierras igualmente fértiles al otro lado de la cordillera, el hombre se sirvió de las últimas energías para guarecerse.
Sin más pieles que las que cubrían su cuerpo y pies ni fuerzas para recolectar piedras y crear un refugio semienterrado capaz de protegerlo del tiempo y de mantener la temperatura constante en un pequeño habitáculo, el calor corporal del hombre herido se habría disipado mientras luchaba por mantenerse consciente.
Las últimas horas de Ötzi
Al caer el sol, las temperaturas descendieron con rapidez, llevando al adulto herido a la hipotermia. Unas horas después, su lucha por la supervivencia se apagaría para siempre.
Tumbado de bruces, poco tiempo después su cuerpo congelado desaparecería sepultado bajo la nieve de una tormenta quizá especialmente virulenta para la época en que el viajero herido había intentado, presionado por las circunstancias, ganar la seguridad de un refugio a menor altitud al otro lado de la cima.
¿De qué huía este hombre herido del calcolítico? ¿Cuáles fueron sus últimas reflexiones? ¿Fue su intención alcanzar un refugio de montaña ya existente? ¿Habría sido capaz, de no haber vagado herido, de improvisar un refugio de alta montaña en apenas unas horas, antes de que la noche hiciera descender el termómetro muy por debajo de la temperatura de congelación?
Desconocemos si alguien esperaba a nuestro anónimo hombre del paleolítico al otro lado de los Alpes de Ötztal. Enterrado en la nieve dura que, en poco tiempo, formaría parte de un pequeño glaciar, el cuerpo del adulto con una herida de flecha permaneció oculto mientras, cerca de él, pasaban pequeños grupos y grandes migraciones, y se fundaban señoríos e imperios que, generaciones después, daban lugar a otras realidades.
El paso de la historia visto desde una cima
Tres milenios después de la muerte del viajero herido en una cima alpina nevada a más de 3.000 metros de altitud sobre el nivel del mar, el general cartaginés Aníbal, que pasaría a la posteridad como uno de los mayores genios militares, cruzaría los Alpes con su ejército y sus elefantes, durante la segunda guerra púnica. Faltaban 218 años para el nacimiento del palestino cuya secta abrahámica arraigaría en Occidente.
Pasan los siglos. Cae Roma y las invasiones bárbaras atomizan Europa en los pequeños señoríos que constituirían el germen de los territorios feudales. Las grandes vías alpinas del Imperio Romano caen en el olvido y las montañas se convierten de nuevo en gigantes inexpugnables que nadie que no esté desesperado osará ascender y cruzar.
Con la Ilustración y la reacción romántica, la soledad en la alta montaña, símbolo de las corrientes de espiritualidad y panteísmo que se extienden por Europa y América, originará el alpinismo moderno, un deporte plenamente consolidado cuando, el 19 de septiembre de 1991, Helmut y Erika Simon, una pareja de montañeros alemanes amateur, se preparan para cruzar los Alpes de Ötztal.
El retorno de Ötzi
Durante la travesía por el exigente sendero de alta montaña entre los pasos tiroleses de Hauslabjoch y Tisenjoch, Helmut y Erika observan que un bulto se asoma entre la nieve y el hielo derretidos. Al acercarse, certifican su impresión: se trata de un cadáver humano. Mientras se ponen en contacto con las autoridades, especulan sobre la identidad del fallecido y esperan que la familia del montañero fallecido encuentre finalmente a su ser querido desaparecido.
El 22 de septiembre, los restos son trasladados a Innsbruck. Los objetos recuperados sugieren una historia poco convencional, que será confirmada el 24 de septiembre por el arqueólogo Konrad Spindler. El adulto encontrado, que será bautizado como Ötzi, vivió hace milenios, y no décadas.
Los primeros análisis estimaron la datación de los restos en 4.000 años, pero nuevas pruebas establecieron su nacimiento hace unos 5.300 años, entre 3359 aC y 3105 aC, tecnológicamente en pleno calcolítico europeo (Edad del Cobre: entre el neolítico y la Edad de Bronce). El análisis del esmalte dental indican que Ötzi se había criado en las inmediaciones del pueblo actual de Feldthurns, al norte de Bolzano.
Durante su edad adulta, Ötzi se desplazó a vivir a los valles alpinos situados 50 kilómetros hacia el norte. Ötzi tenía 45 años en el momento de su muerte, medía 1,65 metros y pesaba alrededor de 61 kilogramos.
El caminante de las cumbres
Como habitante adulto de una zona alpina durante el calcolítico, Ötzi habría acumulado a lo largo de su vida un conocimiento exhaustivo sobre el entorno donde murió, aprendiendo sobre métodos para garantizar el abrigo en condiciones y altitud extremas.
Ötzi también habría observado y participado en la reparación y construcción de innumerables refugios alpinos a lo largo de los senderos de alta montaña que garantizaban el contacto entre valles y clanes, y permitían asimismo la guerra, el destierro, las emboscadas.
Estudios posteriores indagaron en la biografía de Ötzi. Si los niveles de arsénico en el pelo y la pureza del cobre de su daga sugieren que este adulto había extraído y fundido cobre natural, martilleándolo y batiéndolo en frío a continuación, en concordancia con la tecnología de su época, sus huesos y musculaturas describían una biografía más compleja.
Las dimensiones y proporciones de tibia, fémur y pelvis sugieren un estilo de vida con frecuentes y exigentes caminatas por terreno escarpado y -dada tanto la procedencia de los restos bucales como el lugar de la muerte-, a gran altitud.
Antes del montañismo: los primeros ascensos
En Occidente, los primeros ascensos registrados a grandes montañas se corresponden con hazañas simbólicas y no con travesías. Las supersticiones sobre montañas y volcanes preceden la historia escrita y Ötzi probablemente sostuvo algunas creencias referentes a los picos alpinos en torno a los que se desarrolló su existencia.
Pasaron dos milenios desde las referencias grecorromanas al monte Olimpo y su carácter divino a las primeras ascensiones del Renacimiento. En 1336, el poeta italiano Petrarca ascendió al monte Ventoux, desde cuya cima (1.912) dominando la bahía de Marsella, rememoró la ascensión de Filipo V de Macedonia al pico de Haemo, en la cordillera balcánica, que los romanos convertirían después en un refugio de alta montaña de la Vía Trajana en pleno corazón de Tracia, entre los fuertes de Ad Radices y Sub Radices.
El alpinismo tal y como lo conocemos empieza a finales de la Era de los descubrimientos, cuando el despotismo ilustrado financia las primeras expediciones científicas de envergadura y los exploradores recaban información sobre rutas, pasos de alta montaña y cimas todavía no reclamadas por ningún intrépido.
Pioneros
En 1741, Richard Pococke y William Windham visitan Chamonix, que se convertirá desde entonces en el campo base de las excursiones para contemplar el Mont Blanc: la cima de los Alpes y montaña más alta de Europa Occidental (y por detrás en Europa sólo de los picos del más altos del Cáucaso).
En 1760, Horace Bénédict de Saussure, el geólogo, explorador y naturalista de Ginebra que midió científicamente las principales cimas de la cordillera, ofreció una recompensa a quien ascendiera por primera vez a la cima de la montaña.
Las primeras ascensiones modernas a las montañas más simbólicas de los Alpes y otras cordilleras significativas de la Europa mediterránea (Sierra Nevada, Pirineos, Apeninos, Balcanes), se toparon con refugios humildes que, a media ascensión, ofrecían cobijo a quienes se aventuraban a las alturas.
A menudo con sentido religioso y contemplativo, las excursiones no registradas han dejado un reguero de refugios de piedra con la techumbre derruida por la acción del tiempo y el viento.
Jacques Balmat y Michel-Gabriel Paccard reclamarían la ascensión al pico del Mont Blanc en 1786. Desde ese momento, 3 años antes del inicio de la Revolución Francesa, se sucederían los primeros ascensos modernos a los principales picos de los Alpes.
Pico Cervino: la leyenda del Matterhorn
Cuando, en 1865, en pleno romanticismo, un grupo de alpinistas liderado por el inglés Edward Whymper ascendió la pared de uno de los picos más exigentes de los Alpes, el Cervino (Matterhorn en alemán), el cuarto más alto de los Alpes (4.478 metros), se dio por concluida la escalada de los principales picos de la cordillera, pero también se inició la leyenda de la montaña: durante el difícil descenso por un terreno especialmente escarpado, murieron 4 de los expedicionarios.
El suceso marca el final de la edad de oro del alpinismo, cuando el deporte se llevaba a cabo sin el cobijo de refugios modernos, precariedad compensada con el uso de documentación sobre tipos de terreno, nieve o condiciones meteorológicas, guías profesionales, equipamiento adecuado contra el frío extremo, etc.
La conquista del pico Cervino marcó también la expansión del alpinismo como deporte a todo el mundo, así como el inicio de la carrera por reclamar los últimos grandes hitos de la exploración, desde los primeros preparativos para alcanzar los polos a planes para ascender las principales cimas del mundo.
Entre positivistas y románticos
La búsqueda de nuevos límites para el ser humano se interpretó por filósofos y naturalistas como el intento de inspiración panteísta de conectar lo espiritual (el interior) con las grandes montañas y accidentes geográficos.
Esta aparente contradicción, según la cual uno avanza en su conocimiento interior observando el gran paisaje exterior (tal y como escribiría Nietzsche en sus parábolas, o representaría el pintor Caspar David Friedrich en su lienzo El caminante sobre el mar de nubes), marcaría la transición entre el romanticismo y el existencialismo.
Los propios inicios del alpinismo albergan la contradicción de la modernidad: por un lado, la voluntad positivista de medir la naturaleza, adaptándola a los códigos humanos (Horace Bénédict de Saussure promovió las primeras ascensiones publicitadas en los Alpes, y a la vez midió científicamente su altura).
En segundo lugar, mantener intacta la pureza e ingenuidad del espíritu humano que identifica el ascenso a la cima de manera “noble” y “respetuosa con la montaña”, tal y como lo harían los grandes espíritus reivindicados por Nietzsche, ávidos por vivir y pensar en las altas cumbres:
“En las montañas, el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre, pero para recorrerlo hay que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos.
El aire ligero y puro, el peligro cercano y el espíritu lleno de una alegre maldad: estas cosas se avienen bien.
Quiero tener duendes a mi alrededor, pues soy valeroso. El valor que ahuyenta los fantasmas se crea sus propios duendes. El valor quiere reír.”
La aventura de atacar la cima
El alpinismo es el último deporte que alaba la nobleza y “fair play” de los viejos deportes “amateur”, en los que el objetivo no es la victoria (en este caso, alcanzar la cumbre sea como sea), sino la manera de ir hacia el objetivo (elegir las rutas más difíciles y sin dejar un trazo de cuerdas de sujeción es el modo considerado “auténtico”, valorado, digno de leyenda).
De ahí que el estilo alpino, fiel a los orígenes modernos del deporte y promotor del ascenso sin cuerdas de sujeción ni métodos que dejen su rastro en la montaña, haya mantenido su leyenda en la actualidad; por contraste, el estilo preferido por los escaladores rusos, heredado de la normativa soviética, promueve la seguridad y el uso del “rastro” medioambiental de cuerdas fijas.
El ascenso moderno a la montaña, entendido o no como deporte pero siempre como aventura entre el individuo y los accidentes naturales más majestuosos, ha pretendido también mantenerse fiel a sus orígenes y al espíritu de ingenuidad que le da sentido -y que explicaría por qué nos atrae algo tan poco útil como llegar a una cima de un modo arduo y con la menor ayuda posible-.
Esta búsqueda de la autenticidad, otorgando un respeto simbólico a la montaña, se ha trasladado al uso de abrigos y refugios en las alturas, adaptados desde el principio al entorno con un tamaño humilde y la voluntad de integrarse en el contexto: un edificio básico y espartano para un deporte que trata de conectar con la necesidad humana de trascendencia y superación personal, así como con la conexión entre introspección (mirar hacia uno mismo) y el paisaje de las alturas.
Pensamiento y alpinismo
Desde antes de los pitagóricos, místicos, filósofos, científicos, físicos, escritores se han cobijado en humildes refugios en el manto de las grandes montañas. Los paseos de Nietzsche por las montañas cercanas a su residencia suiza del pequeño pueblo de Sils María, los refugios apartados de montaña de los filósofos Ludwig Wittgenstein y Arne Næss en Noruega, las caminatas por las alturas de físicos teóricos entusiastas de este deporte que, como Erwin Schrödinger, redefinirían campos como la física cuántica…
Cualquier aportación arquitectónica a los refugios de montaña debería sentirse heredera de una historia de ingenuidad y superación, que explicaría por qué tantos pensadores se sintieron atraídos por el montañismo.
En Europa, la construcción de refugios de alta montaña precede a las cabañas de piedra que servían a los viajeros en los pasos de alta montaña de las principales vías romanas en los Alpes, los Pirineos, los Apeninos, los Balcanes, etc.
En la Edad Media, muchos de estos refugios con aire espartano que garantizaban el descanso, avituallamiento y supervivencia se transformaron en hospitales religiosos, abadías aisladas y ermitas. Las ruinas de muchos de estos edificios medievales ocultan cimientos romanos y prerromanos.
Los montañeros del calcolítico
En la época de Ötzi, cuando la tecnología de los metales, el pastoreo y la agricultura generalizaron el comercio entre puntos separados por accidentes montañosos, los refugios de alta montaña tomaban ya forma.
Los primeros refugios habrían surgido a partir de la necesidad -comercio, trashumancia, supervivencia en las rutas entre valles aislados-, pero respondiendo también a cuestiones metafísicas. La necesidad de ascender la montaña siguiendo sus derroteros arduos. Aprender en el camino y, quizá, reflexionando desde la cumbre sobre tantas cosas.
Tanto en el tiempo olvidado de Ötzi como en la actualidad, cuando incluso el ascenso al Everest está al alcance de cualquiera dispuesto a asumir el coste, el ascenso a una montaña envuelta en nubes es un acto que reivindica la voluntad de observar desde las alturas.
Allí arriba, el alpinista no estará seguro de haber alcanzado la cumbre y no un risco secundario. Ello no implica que su ingenuidad ha sido derrotada, ni tampoco que no exista una cumbre. El alpinista (ocasional o apasionado) no tiene la certeza absoluta del sentido de la meta ni de haber siquiera coronado la montaña.
Ötzi y Schrödinger
El intento nos reconcilia con un ritmo profundo, y nos sugiere la existencia de certidumbres, aunque se mantengan entre las nubes.
Quizá, la reflexión de Ötzi en las alturas no distara tanto de la de Erwin Schrödinger cuando, en diciembre de 1925, decidió aislarse del mundo científico de su época y de su propio trabajo en una cabaña alpina perdida en las alturas cerca de Arosa (Suiza). Y, rodeado de lo esencial, reflexionar sobre una ecuación que llevaría su nombre.
En la cabaña de Arosa, Schrödinger llegó a una difícil conclusión: un mismo fenómeno puede tener dos percepciones distintas y correctas. Los fotones y otras partículas se comportaban como ondas y partículas a la vez.
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