Un pueblo atomizado en las intrincadas y angostas bahías del extremo sur de los Balcanes, con grupos autónomos dados a la mar por la irregularidad del terreno, convirtió su autosuficiencia y cultivo de artes y oficios en lo que Cecil Maurice Bowra llama el inicio del espíritu moderno. La única ventaja competitiva griega durante las invasiones persas.
Nuestra cultura retiene algo de los pedregales del Peloponeso. El espíritu moderno aspira a emular al “daemon” de Sócrates, esa criatura entre divina y mortal que avisaba al filósofo antes de decir un disparate o cometer un desatino, pero que a continuación no le indicaba cómo proceder para lograr el camino correcto. Un inicio en forma de fábula del concepto de conciencia individual.
Réditos de aprender a navegar y a defenderse
En la época del estatista Pericles, cuando Atenas alumbraría ideas como el teatro, la democracia o la arquitectura clásica, la cultura minoica era apenas un recuerdo borroso de un pasado de gloria y un recordatorio de que las ciudades griegas habían surgido en lugares atomizados por montañas, horcajos y el mar.
Sin grandes ríos ni valles irrigados para mantener a grandes civilizaciones unificadas por tiranos, como el Creciente Fértil o Egipto, los griegos convirtieron su desventaja en los valores fundacionales de la modernidad: autosuficiencia, cultivo de la persona en artes y guerra (a falta de grandes tierras para cultivar los campos), así como respeto por el individuo.
(Imagen: fotograma de la adaptación televisiva de Lars von Trier de Medea de Eurípides)
El paisaje griego y las corrientes del Egeo forjaron mucho de lo que somos hoy, recordaba el historiador inglés C.M. Bowra.
El nacimiento de la conciencia individual
Pericles, bajo el cual la filosofía y el teatro alcanzarían, para muchos, el punto álgido de la filosofía, la arquitectura y el teatro, recordaba a sus conciudadanos la única fortaleza ateniense -y, por extensión, helénica- que perviviría, más allá de los edificios y obras promovidas por él mismo (entre ellas, el Partenón):
“Cada uno de nuestros ciudadanos, en todas las vertientes de la vida, es capaz de mostrarse a sí mismo el correcto dueño y señor de su propia persona, y hacerlo, además, con gracia y versatilidad excepcionales”.
En la Ática, la organización política o las leyes se escribieron por y para los ciudadanos (entre los que, eso sí, no se contaban a esclavos y mujeres), mientras la filosofía y la oratoria originaron métodos de comunicación y persuasión de los conciudadanos para adoptar decisiones colectivas: la política.
Sobre la política, pronto se expresarían críticas y contradicciones vigentes en estos momentos en el mundo desarrollado, donde las épocas de dificultad económica suelen, como en la Atenas de Pericles (“el primer ciudadano”), incubar la polarización, los discursos radicales, el populismo, el despotismo, etc.
Sócrates, Platón, Aristóteles
Desde inicios del siglo V aC hasta inicios del siglo IV aC, se sucederían en Atenas tres generaciones de filósofos que fundarían buena parte del pensamiento Occidental.
Que Sócrates fuera maestro de Platón, y Platón lo fuera a su vez de Aristóteles, sería un hecho sin parangón si ello no hubiera ocurrido en un lugar y un momento histórico en que arquitectura, escultura, poesía y teatro dieron sagas similares.
(Imagen: cartel cinematográfico de Medea, adaptación de la obra de Eurípides por Lars von Trier en 1988)
Quizá la única concatenación de genios comparable a la que llevó al filósofo que descendió del estudio de lo que nos rodea al estudio del propio ser humano y su potencial, Sócrates, a ser profesor de Platón (y de Jenofonte, y de tantos otros), y a Platón, a su vez, a tener a Aristóteles por alumno, es la que hace que los genios del teatro griego estén separados por una generación: Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Sócrates, Platón y Aristóteles. Esquilo, Sófocles y Eurípides.
Las ciudades griegas, y la poco excepcional hasta entonces ciudad ática de Atenas más que ninguna de ellas, carecían de grandes valles fértiles y ríos comparables al Tigris y el Eúfrates, o al Nilo. Sin la naturaleza de su parte, el cultivo personal y la alianza del grupo contra injerencias foráneas se convirtieron en las industrias griegas.
Una cosa ligera y alada y sagrada
Sócrates dijo (o eso escribieron Platón, Jenofonte e historiadores posteriores que el filósofo había dicho, pues Sócrates no dejó legado escrito) que la poesía es “una cosa ligera y alada y sagrada”.
Y útil: los griegos escribieron en verso sobre temáticas como la gestión urbana, las pasiones y contradicciones humanas -las mismas que aparecerán luego en Shakespeare o en Calderón-, la agricultura, el tiempo, su pasado legendario.
Ítalo Calvino exploró la influencia del concepto griego de ligereza de las artes en la primera de las Seis Clases para el Próximo Milenio que preparó para impartir en Harvard, justo antes de morir.
Días y horas que valen por siglos
En la Antigua Grecia, la poesía, que según C.M. Bowra era cantada o recitada con acompañamiento y arreglos musicales, y se convirtió en la respuesta griega a los anhelos, esperanzas, miedos y obsesiones de los atenienses de la época, muchos de los cuales temían, con el desarrollo de la comedia, ser caricaturizados en una obra popular.
Los inicios de la poética clásica parten, como todas las tradiciones literarias posteriores, de la épica heroica y las fórmulas repetitivas de la Ilíada y la Odisea evocan su origen oral. El heroísmo y el canto al pasado minoico cede a una poesía más emocional y personal, la lírica.
Cuando Atenas renace en el siglo VI aC y, con Sócrates, la filosofía deja el estudio de lo que nos rodea para centrarse en el propio ser humano, la poesía evoluciona hacia la tragedia y la comedia, la vertiente artística para afrontar las tiranteces entre hombres y dioses, hechos y superstición, así como pasiones y contradicciones que mantienen al teatro griego tan vigente en la actualidad como cuando fue escrito.
En la recomendable introducción a la edición de Gredos de las tragedias de Sófocles, el helenista José S. Lasso de la Vega escribe que “hay días, hay horas en los anales del mundo que valen por siglos”.
La guerra que posibilitó la Atenas de Pericles
Si el paisaje y aislamiento terrestre, así como las corrientes del Egeo, explican buena parte del espíritu autosuficiente de la Grecia Clásica, otros acontecimientos condensaron una influencia tan o más decisiva de un plumazo, como la victoria ante los persas, que evitó que Jerjes I conquistara y ocupara toda Grecia.
La victoria en la Segunda Guerra Médica era la respuesta a una primera derrota en la batalla de Maratón, o la todavía más evocada batalla de las Termópilas, y es el equivalente bélico al florecimiento filosófico, tecnológico y poético de Europa.
(Imagen: fresco que muestra el sacrificio de Ifigenia, la hija de Agamenón, debido al cual Clitemnestra, su mujer, quiere matarlo a su regreso desde Troya; es el argumento de Agamenón, de Esquilo)
De haber perdido los griegos contra los persas en el siglo V aC, la cultura clásica griega no se habría desarrollado como lo hizo. Su importancia es quizá sólo comparable a dos victorias posteriores: Tours y Lepanto.
Lo que no habría sido
La obra de Sócrates no habría sido recopilada por alumnos que no habría tenido, Pericles no habría mandado construir ningún Partenón ni habría financiado la escultura y el teatro en la ciudad, mientras Esquilo no habría inspirado a ningún Sófocles, y Eurípides no habría nacido.
Tampoco habrían existido un Platón o un Aristóteles, sin los cuales no se entienden el pensamiento moderno desde el Renacimiento hasta la crisis del idealismo, ya a las puertas del siglo XX.
Un texto griego del siglo I aC idealiza la importancia de las Guerras Médicas y describe una imagen sobre la victoria naval de Salamina (480 antes de nuestra era) que empequeñece cualquier síntesis posterior entre heroísmo y letras.
Esquilo, Sófocles, Eurípides y un instante: la victoria en Salamina
Esquilo, primer gran poeta trágico y predecesor de Sófocles y Eurípides en la fundación del teatro griego, luchó en la batalla naval, en la que observó el avance de su hermano, asido al espolón de una nave enemiga, convertido en sacrificio en el acto eterno y contradictorio de la guerra.
Al retorno de la flota, un joven Sófocles (17 años), condujo el coro de celebración de la victoria… Y ese mismo año nacía en Salamina el tercer gran dramaturgo, Eurípides.
(Imagen: mosaico de la Casa del poeta trágico, en Pompeya)
La Segunda Guerra Médica empujó a los padres de Eurípides desde Salamina, en la Ática Central, hasta Atenas, donde Eurípides fue alumno de una generación de maestros que empequeñece a cualquier otra: Anaxágoras, Protágoras o Arquelao (a su vez maestro de Sócrates, para más señas) estaban entre ellos.
Las edades del hombre
En torno a esta batalla, sin la cual no se entendería la cultura europea, el mundo antiguo reflexionó sobre el sentido y transitoriedad de la existencia.
El triángulo de la tragedia ateniense equivale a las edades y proyección de los tres mayores dramaturgos de la época durante la victoria de Salamina.
El adulto cultivado y valeroso destacando en la guerra cuando es necesario (Esquilo), el joven que aprende a filosofar en la polis (Sófocles), y el recién nacido, símbolo de la ingenuidad y de lo que puede ser (Eurípides).
La severidad de Esquilo se explica por su condición de soldado de Maratón, o producto de una época tan heroica como la evocada por el pasado minoico perdido de la Ilíada y la Odisea.
Vida examinada
La severidad en el estilo, más rígido e influido por arcaísmos, de Esquilo, contrasta con la ligereza y jovialidad de Sófocles, que aprendió, como otros en su época, de las obras de la generación anterior.
Una vez desaparecido el peligro de invasión y ya plenamente en la época floreciente de Pericles, los atenienses se dedicaron a explorar su ideal de excelencia (areté).
Esquilo no renunció a la popularidad y la vida apacible, marchándose a la corte de Hierón de Siracusa, mientras Sófocles, influido por la filosofía de la época, prefirió desarrollar su vocación (el teatro) como método de exploración de la existencia; al fin y al cabo, conocer más sobre las contradicciones humanas equivalía a avanzar en el propio conocimiento de la existencia.
Para Sócrates, por ejemplo, esta búsqueda de la verdad usando la razón y la introspección era la única felicidad que merecía la pena. Y el filósofo disfrutó con las obras de la época, sobre todo con las de Eurípides, el último de los tres grandes dramaturgos, para el que la victoria del 480 formaba parte del recuerdo de otros y no de la propia experiencia.
El gigante enterrado
La última novela del escritor británico Kazuo Ishiguro, The Buried Giant, evoca la influencia -por su ausencia, por su omisión premeditada o subconsciente- de acontecimientos traumáticos del pasado sobre la vida presente de individuos o pueblos.
The Buried Giant evoca de qué manera puede resonar el pasado de una tierra o cultura sobre el presente, ya se trate de la vida anodina de una pareja, o del gusto del público por un determinado tipo de entretenimiento.
Volviendo a la Atenas de Pericles, cuando Eurípides escribía sus tragedias quizá no era del todo consciente que las leyendas y eventos de tiempos lejanos que evocaba hablaban de la experiencia de las generaciones precedentes, que temieron la aniquilación.
Unidades aristotélicas
Si los personajes y situaciones de Esquilo y Sófocles estaban todavía a merced de los dioses y la tradición, con finales esperados y demandados por el público que consumía las obras, Eurípides aprovechó el relativo confort de su época para explorar las fronteras del teatro griego: reinterpretó mitos para hacerlos sorpresivos y sus personajes huyen del cliché y lo predecible (el mismo logro subversivo, cada uno en su época y formato, del teatro de Shakespeare y la novela rusa del XIX).
La modernidad de las obras de Eurípides, que relativizó la importancia del coro y la rigidez de las representaciones y usaba situaciones del pasado para polemizar sobre la Atenas contemporánea, atrajo a los filósofos a sus obras, si bien a Sócrates le interesaba más el contenido filosófico que las innovaciones y simpatizó especialmente con las obras de Sófocles.
(Imagen: fresco de un actor trágico, Pompeya)
El teatro contemporáneo ni siquiera puede presumir de haber concebido el teatro del absurdo como respuesta existencialista a los desmanes de las dos guerras mundiales.
Síndrome del miembro fantasma
Su incoherencia de forma y deformado disparate ya están presentes en la sátira griega. El conflicto entre tragedia y comedia del teatro del absurdo no sigue las categorías del teatro clásico, pero la tradición anterior está presente por omisión, algo así como el síndrome del miembro fantasma de la dramaturgia.
En cierto modo, el teatro se comporta como la anodina pareja británica de El gigante enterrado, pues su incapacidad para percibir el pasado con claridad no les exime de percibir a su manera la sombra de los grandes traumas y acontecimientos personales y colectivos del pasado.
En el caso de la novela de Kazuo Ishiguro, se trata de la posible limpieza étnica de britanos tras la invasión sajona de lo que posteriormente se llamaría Inglaterra, época que originaría las leyendas artúricas y la indocumentada diáspora britana.
Heroísmo en Esquilo, arquetipos en Sófocles, debilidades humanas en Eurípides
El teatro de Esquilo, un hombre de acción que se opuso a la idea de la democracia, introdujo el segundo actor y recurría a una narración con estructura y significado coral, donde los personajes estaban supeditados a la situación y sus vaivenes, quizá como la propia existencia del dramaturgo, en calidad de veterano de la victoria ante los persas.
Sófocles logra desarrollar los personajes y en sus obras se observa la toma de conciencia del respeto griego por la autonomía y autosuficiencia del ser humano, por mucho que perduren alusiones a dioses y farios sobre los que hay poco que hacer.
Finalmente, los personajes arquetípicos de Sófocles, todavía rígidos y pendientes de la forma de la tragedia, se humanizan en Eurípides, donde se abre paso la vida cotidiana y afloran cuestiones como la maldad, la locura o la difícil relación entre intelectuales y sociedad.
Eurípides, el más tardío de los tres grandes filósofos de la Atenas clásica, recopiló la tradición dramática que había surgido en su ciudad en su poética, intuyendo la importancia de las artes imitativas: las mejores tragedias griegas, pensaba Aristóteles, tratan de crímenes de familia y acontecimientos cotidianos que causan conmoción, una fórmula clásica que alcanzó su punto culminante en Shakespeare.
Sentido intrínseco del buen entretenimiento
El teatro romántico y existencialista del siglo XX se revelaron contra las unidades poéticas aristotélicas, olvidando a menudo que el teatro tiene que explicar algo interesante y que, en ocasiones, la mayor transgresión consiste en sorprender con una buena historia, por muy neoclásica que sea su estructura.
En cierto modo, y como le ocurría a Aristóteles en Atenas durante su primera juventud (alumno de la Academia) antes de partir para Macedonia como maestro de Alejandro, y durante su retorno (fundador del Liceo), el teatro y cualquier obra inspiran cuando existe una cierta unidad de acción, tiempo y lugar.
Con su poética, Aristóteles quería, sobre todo, relacionar el entretenimiento con el aprendizaje humano: las obras dramáticas nos enseñan y sugieren, además de entretener.
Aventura humana
La civilización griega, atenta al cultivo personal y al intento del individuo de influir sobre su propio destino, había alumbrado artes escénicas donde aprender a partir de una experiencia sensorial ajena al dogma de la religión: el espectador, capaz de interpretar lo acaecido en escena, forjaba su propia conclusión.
La tragedia griega se representaba anualmente durante los festivales rituales en el Teatro de Dioniso, pero las largas jornadas de teatro (de hasta 6 horas de duración), que acababan con la esperada sátira con mensajes velados sobre política y costumbres del momento, pero tenían poco que ver con lo dogmático, pese a mostrar la tormentosa relación entre el hombre y los dioses.
Si las esculturas del Partenón auspiciadas por Pericles combinaban la vieja apreciación de los ciudadanos más pudientes por la artesanía más evolucionada con el vigor de los valores de la democracia gracias a la maestría de Fidias, el teatro hacía lo propio combinando las viejas epopeyas con los valores presentes más experimentales y situaciones personales conflictivas.
Fábula
En su libro de referencia Classical Greece, escrito para la colección Great Ages of Man de Time (1965), C. M. Bowra sintetiza qué enseñanzas podemos extraer de la tragedia griega: con interés y cierta lucidez, todo.
Ocurre otro tanto con el mejor teatro isabelino, o con el teatro del Siglo de Oro español, o con el teatro francés del XVII, pero acudir a los originales ahorra muchos retruécanos y malentendidos.
De Esquilo, pese a la rigidez de la estructura de sus obras, sometidas a un único actor y al protagonismo del coro, asistimos a reflexiones sobre el poder, la grandeza, el sentido de la guerra o el equilibrio entre libertades y obligaciones que bien habrían convertido a algunos de los megalómanos más destructivos de la historia en sujetos más sensatos.
De Sófocles, C.M. Bowra destaca la exposición de problemas y conflictos (la “fábula” o estructuración de los hechos, según la poética de Aristóteles), a partir de cuyo desarrollo extrae una verdad central que se despeja con la contundencia de la racionalidad.
Quizá por ello Sócrates, promotor de la búsqueda de la verdad a partir de la dialéctica, acudía con reverencia a ver las representaciones de Sófocles.
Los hombres como son
Eurípides es el Dostoyevski de la tragedia griega: evita el uso de arquetipos idealizados como habría recomendado Platón y prefiere exponerlos con sus grandezas y miserias. Esta aspiración realista llevó a Sófocles a afirmar que “Eurípides retrata a los hombres como son”, mientras “yo los pinto como deberían ser”.
Occidente heredó de las tragedias de estos tres autores la idea de que aceptar el fatalismo de la existencia, por muy intolerable que sea, ennoblece al ser humano.
Estemos o no de acuerdo con la visión del universo de estoicos y epicúreos, que lo concebían como un colosal engranaje actuando más allá de nuestra voluntad, la actitud ante la existencia heredada de la Grecia clásica no impone dogmas ni dioses, ni promete paraísos ni milagros, e invita al raciocinio y al cultivo personal como camino a largo plazo para autorrealizarse.
Si autorrealizarse significa ser más consciente, estar más despierto, refrescar a diario la ingenuidad del intelecto. Leídas o interpretadas, las tragedias griegas hablan de nosotros.