Acudir como joven investigador al CERN, el mayor esfuerzo europeo de investigación conjunta, es poco menos que subir a la antesala del monte Parnaso y tocar a la puerta.
Una vez adentro, uno forma parte de una maquinaria de investigación que saca partido a una infraestructura única erigida entre Ginebra y la frontera con Francia, custodiada por el macizo del Jura.
Allí, entre ordenados polígonos industriales, pueblos pintorescos y desniveles dignos de los paisajes exigentes que inspiran a los grandes aventureros de retos físicos, intelectuales o espirituales —a medio camino entre un lienzo de Caspar David Friedrich, una parábola de Nietzsche y la improbable ascensión en carrera de algún corredor de ultramaratones—, investigadores europeos y del resto del mundo comprueban las hipótesis más inverosímiles de la física de partículas.
Y es allí, en el CERN (la Organización Europea para la Investigación Nuclear), donde surgió la World Wide Web, WWW, cuando uno de los investigadores del centro, el entonces desconocido Tim Berners-Lee, concibió un estándar que facilitara el intercambio remoto de ficheros entre ordenadores con distintas arquitecturas y sistemas operativos. Reacio a los arcanos sistemas canónicos de comunicación y aprendizaje en un entorno a menudo más centrado en los procesos administrativos que en la propia investigación, el británico diseñó una manera de evitar que las ideas y la experimentación se supeditaran, por mandato bizantino, a la intermediación.
Pensamiento en las alturas
Allí en el CERN, entre la exigencia física y la limpidez del paisaje, Berners-Lee y sus colaboradores decidieron eludir la complejidad que anida en instituciones demasiado grandes para confiar su éxito a otras dinámicas de organización. Con el nuevo esquema propuesto, los distintos terminales informáticos del centro, conectados entre sí y con distintas instituciones colaboradoras, podían utilizar su propia arquitectura o convención informática, siempre y cuando la comunicación entre las máquinas compartiera el mismo lenguaje y protocolos: así nacerían en los años siguientes las convenciones HTML, HTTP, o URL, que posibilitarían el desarrollo ulterior del mundo digital en que estamos inmersos.
El trabajo cotidiano y los hitos registrados en las instalaciones del CERN se alejan mucho más del mundo utilitario que nos rodea que la WWW de Berners-Lee y Robert Cailliau: los experimentos en el acelerador carecen de aplicación inmediata en el mundo real y permanecen en las alturas, sin haber bajado a la humanidad como el mito del fuego de Prometeo, o la luz robada a los dioses y otorgada a los hombres para que éstos pudieran desarrollar el edificio del conocimiento basado en la razón.
Los experimentos de la física de partículas descienden a duras penas desde las altas cotas alpinas hasta los bajíos de la vulgarización más interesante, que suele llegar a nosotros a través de investigadores con el don de exponer lo complejo con la belleza de la sencillez expresiva y conceptual.
El sentido último de la investigación
Explicando su paso por el centro, muchos investigadores del CERN contribuyen a la divulgación de la importancia de semejante institución, encargada de mantener en funcionamiento infraestructuras tales como el acelerador LEP, un túnel circular situado a 100 metros bajo el nivel del suelo y 27 kilómetros de longitud inaugurado en 1989 y en funcionamiento hasta 2000; y el actual LHC, Gran Colisionador de Hadrones, con una circunferencia ligeramente superior a la del anterior.
Allí, entre colisionadores electrón-positrón que ceden su momento histórico a un túnel capaz de operar con mayor energía y luminosidad, logrando más colisiones por segundo y aumentando, así, las opciones de observar eventos y entidades subatómicas como el bosón de Higgs, las partículas elementales pierden su áurea teórica y aparecen en las mediciones.
Abajo, en el mundo práctico de horarios escolares, trabajos convencionales (algunos de los cuales carecen en cualquier caso de sentido y parecen creados para justificar a determinados perfiles postmodernos un lugar profesional en el mundo, arguye David Graeber en su ensayo Bullshit Jobs: A Theory), bienes de consumo y aplicaciones prácticas virtuales erigidas sobre complejidades que el usuario desconoce y las calles están dedicadas a héroes y próceres del universalismo y el localismo; en el gigantesco recinto en torno al CERN, sin embargo, las vías llevan el nombre más o menos conocido de personalidades clave de la física teórica en general y la física de partículas en particular.
¿Cuál es el precio de entender el universo? ¿Cuánto debería invertir el mundo científico para dilucidar los numerosos misterios en torno a un mundo de realidades potenciales que se manifiestan por una opción concreta en el tiempo y el espacio cuando algún elemento intercede en el contexto en calidad de “observador”? ¿Pueden los aceleradores de partículas asistir a la comunidad científica a dilucidar partículas todavía desconocidas o a confirmar/refutar hipótesis sobre el mundo cuántico, la materia oscura, etc.? ¿Qué ocurre cuando distintas partículas chocan entre sí y por qué es importante observar este fenómeno?
El joven físico que no creía en los hombres
A principios del siglo XX, un puñado de físicos europeos profundizó en estas y otras muchas cuestiones sin la asistencia de infraestructuras como el acelerador de partículas que, en su tiempo, habrían resultado fantásticas.
En el mundo anterior a las aportaciones sobre computación de Alan Turing, Kurt Gödel o John von Neumann, entre otros, anterior a la confirmación de realidades entonces fantásticas (y devastadoras para la humanidad) como la fisión nuclear, un puñado de teóricos teorizaba sobre el universo a la antigua usanza: la tediosa tarea de cotejar manualmente teorías con una representación matemática viable (reproducible y difícil de refutar).
Al desplazarse por la calle dedicada a Ettore Majorana, los investigadores, visitantes y público local ajenos al mundo académico italiano se preguntan de quién se trata.
Majorana, un físico teórico olvidado —excepto en Italia— a cuyo trabajo y teorías ha llegado su tiempo gracias a la asistencia de las infraestructuras de computación actual, desapareció en extrañas circunstancias durante la primavera de 1938. Se le perdió la pista después de pronunciar unas palabras misteriosas a sus colaboradores, esfumándose en un viaje en barco entre Palermo y Nápoles.
Así empieza la leyenda de Majorana y las especulaciones que difícilmente aclararán las novelas que aprovechan su figura como coartada de belleza platónica para hablar de un tiempo convulso: la Italia de Mussolini comprobaba la efectividad de sus escuadrones aéreos y su armamento en la Guerra Civil Española, y poco después actuaría como comparsa de Alemania en la II Guerra Mundial.
Se dice que Majorana había intuido la futura realidad de la fisión nuclear y que la sola reflexión de las consecuencias de tal hipótesis elevaron sus inclinaciones misantrópicas hasta cotas insoportables: el mundo en 1938 para un lúcido físico teórico con inquietudes filosóficas y lector de Schopenhauer no debía presentar grandes auspicios vitalistas.
Cuando el mar rechazó a Majorana
Otros se inclinan por la hipótesis más probable para la mayoría de su círculo íntimo y profesional: su personalidad, sensible y atormentada, se habría adentrado en un territorio ajeno a lo que la socialización en el mundo contemporáneo llama “normalidad” (un terreno sociológico pantanoso cuyo contexto explorarán desde distintos ángulos Max Weber, Michel Foucault y Ken Kesey, entre otros).
Majorana había decidido desaparecer. En la habitación de hotel en Nápoles que había ocupado antes de partir, aparece una nota fechada el 25 de marzo con un epígrafe: “A mi familia”. El 26 de marzo, sin embargo, escribe a su amigo y confidente, Antonio Carrelli, la última nota con su firma. Empieza con un “Nápoles, 25 de marzo de 1938”. La misiva incluye una frase que confirma la tentativa de suicidio:
“…il mare mi ha rifiutato.”
El mar lo ha rechazado; empieza entonces un enigma biográfico a la altura de la superposición cuántica: Majorana estaría vivo, pero en una dimensión ajena al mundo socializado.
En un viaje a través del Tirreno, ese mar antiguo presente en las viejas epopeyas y cordón umbilical entre su Catania natal y la vida profesional a la que su capacidad le había conducido, Majorana cruzaba el umbral de lo que es considerado “vida normal”, adentrándose en un territorio desconocido. En 1938, él desaparecía, mientras Enrico Fermi recibía el Nobel de Física.
Los años del Grupo de Roma: orígenes de la fisión nuclear
Unos años atrás, la física teórica había necesitado su chispa. Finales de los años 20: tras sorprender a los académicos de su Sicilia natal, Majorana había decidido acudir a Roma. El ya célebre físico romano Enrico Fermi, que mantenía una relación ambivalente con el régimen de Mussolini, lo había convencido para enrolarse en su equipo, confesándole que el prometedor grupo de investigadores se dedicaría tanto a la física teórica como a la experimental.
Era un momento convulso tanto para la historia europea como para la física de partículas, aunque los eventos pueden adquirir un aspecto distinto cuando uno es protagonista esencial de los eventos y éstos se producen en el presente. Sin embargo, los propios trabajos de Majorana le hacían acumular evidencias: la física de partículas se esforzaba para avanzar desde lo abstracto a experimentos concretos y aplicaciones civiles… y militares.
En 1944, seis años después de la misteriosa desaparición de Ettore Majorana, Enrico Fermi se exiliaba en Estados Unidos. Poco después, su trabajo realizado en Roma le permitía diseñar el primer reactor nuclear, Chicago Pile-1, pieza esencial en el Proyecto Manhattan. El arquitecto de la bomba atómica había convivido durante años con la explosiva personalidad de Majorana, a quien nunca consideró un subalterno:
“En el mundo hay varias categorías de científicos: aquellos que dan lo mejor de sí y aquellos que, desde un estrato superior, realizan grandes descubrimientos, fundamentales para el desarrollo de la ciencia. Y, por último, están los genios, como Galileo o Newton. Ettore pertenecía a estos últimos.”
Majorana había llegado a Roma en 1928, a petición de Fermi quien, auspiciado por el veterano catedrático de física y político Orso Mario Corbino, disponía de medios para contratar a las mayores promesas del país en física teórica y disciplinas adyacentes.
Edoardo Amaldi recordaría después la llegada del siciliano, acompañado por otro miembro del Grupo de Roma, Emilio Segrè: delgado y apocado, con paso tímido e incierto, sintiendo el nuevo contexto por el que se desplazaba como una realidad que debía padecer con el fatalismo de un asceta. Cabello negro, tez oscura, mejillas angulosas y los ojos intensos y brillantes.
Conversación en las alturas: Heisenberg y Majorana
Los chicos de la Vía Panisperna, como así se darían a conocer, lograrían el entorno de trabajo, los medios y la asistencia de Corbino y Fermi para realizar avances que pronto cruzarían los Alpes, sorprendiendo a los académicos franceses, austríacos y alemanes.
En 1934, el grupo confirmaba el descubrimiento de los neutrones “lentos”, usando métodos hasta entonces inéditos en el laboratorio (bombardeo de varias sustancias con neutrones para medir luego los resultados), y aprovechaba asimismo la asistencia teórica de Fermi y Majorana. Enrico Fermi reconocería la estatura de su inestable compañero, que rechazaba cualquier intento de sus compañeros por establecer una amistad que fuese más allá de la colaboración; quizá nunca se sepa la versión de Majorana sobre su aportación real a avances posteriores atribuidos únicamente a Fermi y a sus colaboradores estadounidenses.
Lo mismo ocurrirá en la relación entre Majorana y otro peso pesado de la física, el alemán Werner Heisenberg: en 1932, Majorana trabaja en la hipótesis de que neutrones y protones sean las únicas partículas del núcleo, deduciendo una interacción magnética entre partículas que evitaría el propio colapso de átomos y moléculas. Al comprobar la solidez de la argumentación, Enrico Fermi anima a Majorana a publicar los resultados cuanto antes. Éste se niega: la teoría no está completa.
Poco después, para desolación de Fermi, es Werner Heisenberg quien publica un artículo donde expone su hipótesis, muy similar a la de Majorana. Tanto Heisenberg como el propio Fermi, convencido de la genialidad de su compañero, insistirán en que Majorana viaje a Leipzig a colaborar con el primero.
En 1933, el año en que Adolf Hitler gana las elecciones en una República de Weimar en continua crisis, Heisenberg y Majorana trabajarán conjuntamente en una teoría más completa sobre el núcleo atómico. Poco después, en una carta a su padre, Majorana explicará que su trabajo agrada a su nuevo colega, si bien muchos de sus apuntes implican la necesidad de corregir teorías del alemán.
De Leipzig a un lugar tan incierto como el cuántico
Mientras, ya sea en Roma o en Leipzig, Majorana se dedica a desentrañar el mundo de lo minúsculo, la realidad macro a su alrededor entra en momentos convulsos de los que es imposible abstraerse: en su epistolario, el físico se refiere al orden alemán, al espíritu prusiano asumido por los modales de una población que encuentra en el gregarismo algo de lo que enorgullecerse, a la caída del paro… y a la persecución de judíos y disidentes.
La situación es explosiva, dice, pero es algo que a nadie parece importar. Los alemanes parecen haber decidido en torno a un proyecto colectivo bautizado como Tercer Reich.
Pasan los años. Majorana sigue llenando cuartillas de teorías. Crece su aislamiento, que empieza a preocupar a sus antiguos colaboradores. En 1938, la desaparición. Llegarán las especulaciones sobre un posible suicidio, desmentidas a continuación.
Sobre la trayectoria posterior, aparecerán trazos tan inverosímiles e inestables como el recorrido del electrón en torno al núcleo atómico, al que habrá dedicado los mejores años de su carrera, que permanecerá en el pasado, como parte de una vida “dentro del sistema” a la que habrá renunciado para siempre sin tomarse la molestia de explicar el porqué.
La época de la mitología vs. el orden filosófico
Partículas que se comportan como ondas y a la inversa. Una existencia honorable en el campo académico y la vida al margen de la sociedad. Quizá en Argentina, donde aseguran haberle visto. Quizá como vagabundo desheredado, un “senzatetto” cuya lucidez en física teórica se confundirá con el desvarío de otros compañeros hobo. Quizá, piensan tanto el escritor Leonardo Sciascia como miembros del entorno del físico, Majorana se ha refugiado en un convento y ha cambiado su nombre.
O quizá, al menos para la imaginación de Oleg Zaslavskii, un investigador ucraniano especializado en física gravitacional, Majorana se habría esfumado a un mundo paralelo, siguiendo hipótesis cuánticas como la teoría de cuerdas…
La física explicada por Majorana, con partículas que se comportan como ondas y trayectorias que describen campos magnéticos capaces de contrarrestar la tendencia del núcleo del átomo a colapsarse, formaba más bien parte de la era de los mitos, cuando todo es caos, aparente contradicción y lucha por la prevalencia, y no de la era de la filosofía (el inicio del orden).
El mundo de las epopeyas de Homero evocaba el viejo desorden en la cosmogonía de Occidente (también presente en las viejas historias germánicas y en las sagas nórdicas), el de los mitos y la complejidad de la vida de los hombres: el mundo de Demócrito y otros presocráticos, en el que el mundo centellea entre el cielo y la tierra, y nada cuenta con un principio de orden unitario. Este mundo aspirante a la unidad conceptual llegará con la metáfora de la luz prometeica: Parménides lo inicia con su voluntad de crear una filosofía (pensamiento razonado).
A partir de aquí, el sistema de contrarios de los viejos mitos griegos de Hesíodo y Homero (cielo y tierra, fuego y agua, noche y día, mortalidad e inmortalidad), equivalente a la dualidad filosófica de Oriente, dejará de alimentarse con la fuerza creadora contenida en el interior de la dialéctica entre dos conceptos o elementos opuestos.
Soñando con neutrinos
Majorana se asomó a un mundo minúsculo donde algunas partículas podían constituir su propio antagonista. El principio mismo del dualismo contenido en lo más insignificante del cosmos. El vértigo sentido y la pasión vertida en estas reflexiones parecían apartar al físico del mundo “macro” (el mundo “real”) y de sus relaciones. En el fondo de su mente, quizá los “daimon” grecolatinos de la genialidad juegan con una balanza, convirtiendo el espacio aleatorio entre los movimientos de la balanza en un pensamiento caótico, original, próximo a los viejos mitos y a la física del universo.
Durante los años de su desaparición, su trabajo ganará en estatura, siguiendo el recorrido paralelo que, en el campo de las matemáticas, producirá la obra de otro genio apartado de la sociedad por propia iniciativa (aunque no del todo desaparecido): el matemático francés Alexandre Grothendieck (artículo).
Calle Majorana en el CERN. Ecuación de Majorana. Fermión de Majorana.
Décadas después de su desaparición, la física teórica le rendirá el homenaje debido prestando atención a sus últimos artículos publicados, entre ellos uno de 1937 donde expone con prosa casi profética la existencia de partículas de un nuevo género, cuyo descubrimiento y estudio resolverían a la larga el gran enigma de la materia negra.
Oda al fermión de Majorana
En un mundo de misterios y potenciales, de realidad y bruma, de trayectorias de electrones cuya simetría evita el colapso de las partículas que conforman la realidad y de partículas que, como si hubieran surgido de la imaginación de un sabio oriental o maniqueo, engendran su propio contrario o antipartícula, los argumentos y cálculos de Ettore Majorana iluminan senderos seguidos hoy por la física.
El fermión de Majorana lleva su nombre porque el físico siciliano declaró su existencia en 1937, anotando que no lo había podido demostrar (y sabiendo que la ciencia no estaría preparada para lograrlo durante mucho tiempo).
En octubre de 2014, Science publicó finalmente un artículo donde se confirmaba la detección directa de esta diminuta partícula que es a la vez su propia antipartícula: los investigadores enfriaron una lámina de hierro de la anchura de un átomo hasta rozar el cero absoluto (-273 grados Celsius). Entonces, a cada extremo de la cadena, aparecieron los fermiones descritos por Majorana en 1937.
Entristecido por el trato que la historia había dado a un personaje tan novelesco, extraordinario y negligido, el mencionado novelista Leonardo Sciascia, también siciliano, escribió en 1975 La desaparición de Majorana, una novela de realidad ficción. Sciascia murió en Palermo en 1989, sin saber que la obra del misántropo de Catania seguiría creciendo en el núcleo la física de partículas contemporánea.
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