La filantropía ha sido relacionada históricamente con la caridad, aunque una nueva corriente trata recuperar el sentido original de la palabra usada por Sócrates para designar al fomento de la prosperidad, mediante la mejora constante a través del conocimiento y el optimismo.
La filantropía se define como el esfuerzo o inclinación para incrementar el bienestar de la humanidad. Una descripción tan vaga como plagada de buenas intenciones. El diccionario de la Real Academia Española es, si cabe, más escueto: se limita a recordar su etimología griega y enuncia: “Amor al género humano”. Según esta última definición, cualquiera que no sea un desalmado es un filántropo.
Sin embargo, una nueva generación de emprendedores, empresas y ONG ya no se conforma con predicar la caridad no proactiva que, confundida con términos como “humanismo” y “misericordia“, se compadece de los desgraciados, sin darles herramientas basadas en el conocimiento para que dejen de serlo.
Estos nuevos emprendedores están convencidos de que, para ayudar los más necesitados, tanto en los países desarrollados (el conocido como cuarto mundo) como en los países en desarrollo, es más eficiente ofrecerles buenas herramientas que fomenten la prosperidad, en lugar de ofrecer ayuda humanitaria a cambio de nada. Son los defensores de la filantropía de capital riesgo, o filantrocapitalismo.
Filantropía clásica contra el mito de Robin Hood
Los orígenes de la filantropía se acercan más a las últimas iniciativas que tratan de ayudar a los más necesitados del mundo, centradas en la crear y vender bienes necesarios y baratos que sirvan para crear riqueza, que a la tradicional caridad buenista, basada en recolectar recursos para repartirlos, de un modo a menudo ineficiente y a corto plazo, en algún lugar necesitado del mundo hacia el que apunten los focos mediáticos.
Hay un cuento de Quim Monzó, recogido en su obra Guadalajara, que explica, con la sorna propia del escritor catalán, los riesgos del buenismo y la caridad, entendida como mera redistribución de bienes (dar pan, en lugar de enseñar a pescar). En la historia de Monzó, un Robin Hood armado de justicia roba a los ricos para dar a los pobres.
Hasta que, con un espíritu crítico que avanza las corrientes protestantes que permitirían el surgimiento de la Ilustración y la Revolución Industrial siglos más tarde, el Robin Hood de Monzó se da cuenta de que, ahora, los ricos son pobres y los pobres son ricos; sólo ha cambiado en ambos grupos la acumulación de riqueza material, no su espíritu, ni su industriosidad. De modo que, como un sísifo de los bosques centenarios de Britania, el legendario justiciero roba a los nuevos ricos para devolver algo a los antiguos ricos, ahora pobres.
En la dialéctica propia de la acción, el Robin Hood de Monzó se da cuenta de lo penoso del sinsentido, hasta sonrojar al lector y, a continuación, provocar su carcajada.
El último amigo real del ser humano
Esquilo sentó los ideales de la filantropía clásica en la tragedia Prometeo encadenado, que narra los esfuerzos de un titán por liberar a los humanos de las tinieblas causadas por el estado primitivo de su existencia, controlado con celo por Zeus.
El titán, un “amigo del ser humano” (filántropo, “filos” y “ántropos”), se reveló contra Zeus (la injusticia arbitraria de lo “divino”) y concedió a las personas dos cualidades para mejorar sus penosas condiciones de vida: “fuego”, símbolo del conocimiento, las habilidades, la tecnología, las artes y las ciencias; y “esperanza ciega” u optimismo.
Ambos talentos traerían el optimismo a la raza humana, para que usara la fuerza del fuego de manera constructiva y así mejorara la condición humana, en materia y espíritu. El ser humano, si quería, podía mejorar por su propio pie, a aunque para ello necesitaba rectitud, ciencia, optimismo y tesón para buscar el ideal de justicia.
La historia no habla precisamente de un uso sabio del “fuego” y la “esperanza ciega”. Jared Diamond explica en Armas, gérmenes y acero que la historia del ser humano está más relacionada con el uso de la fuerza del fuego (habilidades, tecnología, artes y ciencias), los gérmenes (o fuerza innata) y el poder de las armas de un modo no constructivo o “filantrópico”, como soñara Prometeo, sino para conquistar y subyugar.
Diamond ilustra con detalle científico cómo los pueblos europeos y las colonias conformadas por sus descendientes lograron dominar el mundo y ni siquiera los esfuerzos realizados en nombre de la religión, fueron emprendidos por un puro “amor hacia los otros seres humanos”, o para mejorar su condición humana. La palabra “misericordia” está manchada de sangre en las Américas, África, Asia, Oceanía.
El desastre que esconde la etimología: “filantropía” versus “humanitas”
Si la Academia de Atenas definió la filantropía como “el conjunto de hábitos de buena educación derivados del amor hacia la humanidad. La condición de ser productivos en beneficio de los seres humanos”, el término perdió parte de su etimología al ser traducido al latín como “humanitas”, o humanidad, raíz del término humanismo y base de doctrinas como el estoicismo o la propia religión cristiana.
El “humanismo” de los romanos ya no estaba asociado con la libertad y la democracia, como propugnaran Sócrates y las leyes de Atenas. La “humanitas” latina inició el buenismo, la caridad, conceptos abrazados por el cristianismo.
Ya no era necesario ni reconocido “enseñar a pescar” (dar “fuego” y “esperanza ciega” al hombre para que se sirviera libremente y creara justicia, como propugnaban los griegos), sino administrar caridad. Las organizaciones no gubernamentales (muchas de ellas autoproclamadas “humanistas”, o distribuidoras de “ayuda humanitaria”), han seguido históricamente los preceptos del humanismo romano, derivado del griego, aunque privado de la búsqueda de este último de la justicia y mejora humanas a través del uso de la ciencia, las propias capacidades humanas y el optimismo.
Históricamente, las organizaciones no gubernamentales, muchas de ellas surgidas al abrigo de la religión cristiana y sus organizaciones caritativas, a menudo directamente subvencionadas por organizaciones políticas y militares, cuando no por Estados, han practicado en ideal del humanismo y la caridad: repartir, compartir con los más necesitados, lograr una mayor equidad, ayudar a los desfavorecidos. Poco más. No hay “fuego” científico ni “confianza ciega” u optimismo para, a través de la democracia y el tesón del individuo, conseguir mejores condiciones para todos.
Elogio de la filantropía clásica (y denuncia de la caridad)
El concepto “filantropía” tal y como fue expuesto por Esquilo en su tragedia y, más tarde, recogido por Sócrates y las leyes de Atenas como simbiosis ideal entre conocimiento y optimismo (cualidades bien humanas) para mejorar la condición del hombre, desapareció en la Edad Media, mientras se consolidaba la fe cristiana, basada en la “humanitas” latina, que había borrado cualquier ápice de justicia, equidad, democracia, trasmisión del conocimiento. El “fuego” y la “confianza ciega” eran males que debían ser combatidos por el dogma, como explica con acierto simbólico Ágora, de Alejandro Amenábar.
Ya en el siglo XVII, adelantándose a las corrientes de la Ilustración, Francis Bacon defendió en su ensayo On Goodness el significado griego del término, sin la mutación conceptual romana.
Como contraste, las organizaciones humanitarias europeas prosiguieron la senda marcada por el Catolicismo, con principios como el de la misericordia y la ayuda a los más necesitados, sin un ápice de objetivos científicos o democráticos para lograr el bien común y mejorar la condición de los “pobres”.
Benjamin Franklin, el filántropo libertario
Coincidiendo con las corrientes de la Ilustración que florecieron especialmente en las universidades escocesas, tres de las principales colonias inglesas promovieron la práctica del “bien común” como un modo de vida. Este trabajo por la comunidad, si bien caritativo y casi siempre relacionado con el cristianismo, se centraba en el concepto original de filantropía, desarrollado por Benjamin Franklin y espíritu ideológico de la independencia de Estados Unidos.
No es una casualidad que la llamada Revolución Americana empezara en Concord, Massachusetts, sede de un gran número de las primeras asociaciones voluntarias en los que ciudadanos independientes se unían para defender el bien común, en lugar de dejar las decisiones en manos de la Iglesia o el Estado, como había ocurrido históricamente en la antigua metrópolis y el resto de Europa. Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, ambos de Concord, practicaron la filantropía en el sentido clásico.
Los ciudadanos “libres”, “emancipados”, volvían a la filantropía griega para usar el conocimiento y el optimismo para lograr grandes metas, algunas formuladas de un modo prácticamente insolente para un Europeo de la época. ¿Qué era eso de que un hombre tenía el derecho de perseguir la felicidad? ¿Cómo se hacía eso?
Los insolentes “paletos” puritanos estadounidenses, en contacto con las ideas más avanzadas y revolucionaras de la Ilustración, a través de la conexión con las universidades escocesas, tomaron las ideas recogidas por Sócrates y las leyes de Atenas sobre filantropía y, sin que les temblara el pulso, las incluyeron en su Constitución.
“Siente a un pobre en su mesa”
Los riesgos de la caridad clásica son expuestos con maestría por Luis García Berlanga en Plácido, una película que toma lo mejor del neorrealismo italiano y la picaresca española.
En una pequeña ciudad de provincias española que huele a miseria franquista y a bolitas de alcanfor, la marca Ollas Cocinex patrocina una subasta a la que acuden artistas de Madrid para que cada familia bienestante invite a un pobre a la cena de Nochebuena. El “siente un pobre en su mesa” explica con causticidad los límites de la caridad cristiana.
Mientras tanto, Plácido, el protagonista, que ha sido contratado para recorrer la ciudad con una estrella navideña en su recién estrenado motocarro, pasará una odisea para intentar abonar en el banco el importe de la primera letra del modesto vehículo, antes de la puesta de sol.
A Plácido no le interesa la campaña “siente a un pobre en su mesa”, que tiene todo el cartón piedra que puede ser asociado a la caridad carpetovetónica, y se sorprende ante la falta de escrúpulos de las supuestas “almas caritativas”, que no le perdonarán una y a las que traerá sin cuidado si Plácido pierde su vehículo o no.
El pequeño motocarro representa la oportunidad del protagonista para prosperar; la auténtica filantropía es facilitar el pago del vehículo. Sin embargo, el entorno de Plácido está más interesado en guardar las apariencias cristianas de la pequeña sociedad de una ciudad de provincias. El “siente a un pobre en su mesa” es absolutamente prioritario.
Filantropía de capital riesgo
La filantropía de capital riesgo no está interesada en las campañas buenistas promovidas por la caridad clásica, ya sea estatal (o promocionadas por alguno de los niveles de la Administración), relacionada con la Iglesia o promovida por organizaciones no gubernamentales.
El “siente a un pobre en su mesa” en Nochebuena, y olvídese el resto del año (o cuando deje de leer el diario, o cuando apague la televisión, o cuando pague su cuota a la ONG) es, según los defensores del filantrocapitalismo, un modo costoso y poco eficiente de filantropía, entendida en el sentido clásico: mejora de las condiciones -de vida, del intelecto- del ser humano a través de herramientas manejadas por él mismo, en lugar de la sempiterna limosna misericordiosa (esté promovida por la Iglesia o por una ONG autoproclamada marxista, tanto da).
Los filántropos de capital riesgo concluyen: si Plácido puede mejorar sus condiciones de vida y las de toda su familia con el motocarro, facilitémosle las cosas. Démosle información para que saque el máximo partido del vehículo. Ofrezcamos información y herramientas para, llegado el momento, pueda repartir su riqueza, a través de inversiones, puestos de trabajo a sus ayudantes, etcétera.
Stewart Brand, creador del fanzine contracultural y ecologista The Whole Earth Catalog, a quien no importa mostrar su visión crítica con el ecologismo imperante u oficialista (el surgido del marxismo, que coincide, curiosamente, con los principios básicos de la idea caritativa cristiana), cree que lo que necesitan los millones de pobres que emigran a las ciudades de los países en desarrollo es libertad para servirse de los mecanismos de creación de riqueza de la economía informal.
Una vez prosperen mediante la economía informal, aunque sea en un barrio marginal de una gran metrópolis, dice Stewart Brand, los pobres necesitarán mecanismos para que su espíritu emprendedor sea reconocido, protegido e incentivado por el sistema. Más de la mitad de la población mundial vive en ciudades y, para Stewart Brand, es una noticia fantástica. Para él, los barrios de chabolas también suponen oportunidad y acceso a bienes básicos; también mayor sostenibilidad en un mundo superpoblado.
Brand expone esta y otras ideas polémicas en su libro Whole Earth Discipline. Los nuevos emprendedores filantrópicos creen que el mejor modo de que prosperen las mejores ideas y soluciones, aplicadas a cada reto particular planteado por la pobreza y la injusticia (política, social, medioambiental), es garantizar el libre mercado y los incentivos para que los más desfavorecidos tengan acceso a productos y herramientas que aporten soluciones.
Puede tratarse de un vehículo especialmente barato y económico; o un sistema de potabilización de agua; un teléfono móvil y servicios económicos a través de esta plataforma; un ordenador para cualquier niño que se recargue con energía cinética; una antena de telecomunicaciones recargada con paneles solares; una vacuna económica contra la malaria; un método casero para desalar el agua; e infinidad de otras propuestas, muchas de ellas con un mercado potencial de cientos de millones de personas.
Cómo ayudar (realmente) a los más necesitados
La filantropía de capital riesgo, o filantrocapitalismo, toma conceptos financieros y de gestión puestos en práctica con éxito en mercados con elevada participación de emprendedores y sociedades de capital riesgo, como el de Internet y, últimamente, el de las tecnologías verdes, que cuenta con cada vez más ideas con potencial disruptor.
Los negocios filantrópicos nacen en entornos flexibles y con acceso al conocimiento concentrado en torno a universidades y zonas con abundante presencia de empresas tecnológicas, tanto en países ricos como, cada vez más, en países emergentes. Su modelo de colaboración, gestión, desarrollo de producto y financiación no difiere del de las empresas de Internet o de la distribución con un mayor dinamismo.
Según los emprendedores filantrópicos, hay una similitud crucial entre Twitter, Zappos, Toms Shoes, Kiva.org o una empresa que quiera vender potabilizadoras de agua a un precio muy asequible en las zonas más necesitadas del mundo.
Si la idea es buena, está bien ejecutada y es mejorada constantemente, tiene el potencial de mejorar la vida de millones de personas. ¿Por qué, entonces, tratar a la empresa que tiene intención de vender potabilizadoras portátiles de un modo distinto, como si requiriese la incapacidad de gestión de cualquier organización burocrática?
En una pequeña empresa privada, los productos con potencial son mejorados en función de su éxito en el mercado y, si no son acogidos como se esperaba, son mejorados para garantizar su supervivencia. Cuando ello no es posible, los productos son abandonados, en ocasiones durante un proceso con espíritu crítico que da pie a ideas complementarias, aunque mejoradas. A menudo, la idea auténticamente disruptora aparece en entornos preparados para el fracaso y las técnicas de ensayo-error más proactivas y basadas en información relevante, que garantiza decisiones de calidad.
Twitter surgió como un pequeño servicio adicional de dos emprendedores que dedicaban entonces la mayor parte de su tiempo a una idea empresarial muy inferior. Decidieron devolver la suma de capital riesgo que habían pedido para crear el sitio que había fracasado a inversores privados que habían confiado en ellos; éstos, a su vez, gratamente sorprendidos por la responsabilidad y seriedad del dúo, no dudaron en invertir en la nueva idea.
Twitter no habría sido posible en un entorno empresarial poco dinámico, que no premie el riesgo e incentive, por el contrario, cualquier idea que tenga respaldo inicial, aunque sea la idea equivocada o no exista el mecanismo para mejorarla.
El filantrocapitalismo se caracterizaría por:
- La voluntad del emprendedor de experimentar y probar, si es necesario, nuevos enfoques.
- Centrarse en resultados medibles: quienes aportan capital a una idea, así como quienes se benefician de ella, evalúan los progresos sobre referencias acordadas y deben rendir cuenta si no se cumplen los objetivos. Las decisiones se toman en base a los principios de transparencia y responsabilidad (“accountability”).
- Disposición para transferir fondos entre objetivos y organizaciones, en función de la realidad observada, la marcha de los objetivos establecidos, etcétera. Flexibilidad.
- Acceso a capital financiero, intelectual y humano.
- Centrarse en objetivos precisos y cuantificables, en lugar de perderse en grandes ideas y discursos como “la erradicación de la pobreza en el mundo” o “la denuncia de las violaciones de derechos humanos” o “la protección del medio ambiente”. ¿?
- Alta participación de los donantes de capital en las ideas de negocio de los emprendedores en quienes confían, desde que son concebidas hasta que llega el momento de aplicarlas.
Vender cosas que merezcan la pena, barato
El buenismo representado por la caridad aplicada de un modo deficiente, es tan caro como poco eficiente. También puede convertirse en incentivador de la corrupción y nido de puestos de trabajo artificiales e innecesarios, creados para ofrecer retiros dorados a antiguos personajes influyentes cuando abandonan sus puestos en la política y el consejo de dirección de grandes empresas, etcétera.
A menudo, estos puestos “simbólicos” en instituciones y organizaciones “con fines sociales” son financiados, en parte, con dinero público. Flaco favor al ciudadano.
Si lo que se quiere es conseguir resultados, tales como reducir la pobreza entre millones de personas o entre los colectivos que conforman las bolsas de pobreza endémicas en los países ricos, un emprendedor sabrá aportar soluciones, aunque sean humildes, de un modo frugal y con una filosofía de mercado, sin necesidad de subvenciones públicas.
Un purificador de agua, una lámpara LED y un sistema de riego
Abundan los ejemplos de capitalismo filantrópico, tanto liderado por emprendedores como por empresas ya consolidadas que están interesadas en mercados que a menudo superan las decenas de millones de personas y la competencia es prácticamente inexistente.
En India el conglomerado industrial multisectorial Tata Group, fabricante del coche de 2.000 dólares Tata Nano, ha lanzado recientemente un purificador de agua que funciona sin electricidad ni agua corriente; sólo necesita un filtro con un coste de 6 dólares, que debe ser renovado cada medio año.
El tamaño del mercado para un producto tan sencillo y necesario, que evitaría la propagación de enfermedades a través del agua infectada, es de 900 millones de personas en el mundo sin acceso a agua potable, 200 millones de las cuales viven en la India.
El caso de Sam Goldman es más paradigmático del capitalismo filantrópico. Tras observar las ineficiencias y peligrosidad de las lámparas de queroseno empleadas en Benín, a donde acudió como miembro de los Cuerpos de Paz de Estados Unidos, Goldman volvió a Estados Unidos con un objetivo profesional predefinido: reemplazar la iluminación de queroseno en todo el mundo con lámparas LED alimentadas con energía solar.
Su pequeña empresa, D.light, ya ha vendido 250.000 lámparas LED solares a clientes de países en desarrollo a un precio de 20 dólares la unidad. La empresa espera iluminar a 50 millones de personas antes de 2015.
Consciente de que el 40% de la humanidad subsiste con menos de 2 dólares al día y la mayoría de ellos son campesinos, la empresa Global Easy Water Product decidió mejorar la vida de estos trabajadores rurales. Su producto: un sistema de irrigación por goteo que la firma vende por 32,50 dólares por cada 1.000 metros cuadrados (0,10 hectáreas) de cosecha. El producto, que triplica o cuadruplica, según el caso, la cosecha, a la vez que reduce el coste total de producción, ha vendido más de 250.000 unidades en India.
Recuperando el “fuego” y la “confianza ciega” de Prometeo
Tata Group, D.light y Global Easy Water Product son tres compañías distintas, fundadas en diferentes países, que venden productos pensados para resolver problemas cotidianos a millones de personas en todo el mundo. Es una oportunidad de negocio para ellos; una mejora significativa de la vida diaria de sus clientes potenciales, según la opinión de estas empresas.
Si sus productos tienen éxito comercial, darán pie a nuevos y mejores modelos, quizá más económicos, así como a nuevas tecnologías. Generarán riqueza, crearán puestos de trabajo, ganarán proyección y notoriedad. Quizá, animarán a nuevos emprendedores, algunos de los cuales surgirán en las zonas más pobres del mundo.
Mientras seguimos preguntándonos en caras conferencias, a las que siempre acuden las mismas caras, si existe o no el altruismo puro o si el ser humano puede ser misericordioso por naturaleza, una cuestión que debiéramos dejar a las confesiones religiosas, el filantrocapitalismo cambia realidades con buenas ideas de negocio.
Es el camino que habrían seguido Sócrates y Benjamin Franklin. Ahora, necesitamos los Mark Zuckerberg de la filantropía.
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