Hay enfado entre la población y los candidatos políticos apelan (¿irresponsablemente?) a la rabia contenida. Ésta se hace patente -por su impacto mediático y efecto sobre el resto del mundo- en las primarias estadounidenses de 2016.
Se menciona la “economía real” como motivo del auge de mensajes populistas.
Hay explicaciones alternativas, sobre todo teniendo en cuenta que la mencionada “economía real” se basa también en datos cuantificables de manera empírica: en los últimos tres meses, aumentan en Estados Unidos empleo, las viviendas construidas y vendidas al mayor ritmo desde 2007.
¿Quién dijo que la recesión no había alentado el populismo?
Los adultos estadounidenses más vulnerables a la recesión (escasa educación, zonas rurales) y los jóvenes que se han incorporado al mercado de trabajo en los peores momentos posteriores (voto “millennial”) no han percibido una mejora en su realidad inmediata, pues de momento apoyan mayoritariamente a las opciones más radicales de las primarias: Donald Trump en el primer caso; Bernie Sanders en el segundo.
Una explicación subyacente al verdadero estado de ánimo de la población en Estados Unidos y otros países avanzados es el porcentaje inferior de población activa actual: trabajan menos personas que antes, debido a que muchos desempleados dejan de buscar trabajo de manera activa.
Hay explicaciones subyacentes menos relacionadas con la economía y más con otros cambios y presiones estructurales: el ascenso del populismo en Estados Unidos es correlativo a la percepción de una mayor diversidad entre la población.
Mondo Trump/Sanders
El economista Tyler Cowen y el periodista económico y fundador de Vox.com Ezra Klein especulan acerca de lo que propulsa el fenómeno Trump (y por extensión, su antagonista, el fenómeno Sanders), más allá de las lecturas obvias de enfado ante la inoperancia del “establishment” de ambos partidos y la supuesta connivencia de sus principales candidatos con poderes fácticos (como la como mínimo poco cosmética relación entre Hillary Clinton y Wall Street).
Tyler Cowen se pregunta, ya que Trump ha llegado tan lejos, si se deberían actualizar otras opiniones sobre cuáles son los motivos y esperanzas de una población que muestra su enfado, al menos en las regiones rurales donde se celebran las primeras rondas de primarias.
Lo que hemos aprendido sobre el clima de opinión en tiempos difíciles
Entre otros conceptos, Tyler Cowen destaca:
- las redes sociales tienen mayor capacidad de influencia de lo que se pensaba (no sólo dando a “me gusta” en fotos de gatos, sino creando opiniones políticas que conducen a acciones ulteriores y no se quedan, por tanto, en el calentón circunstancial);
- los votantes republicanos son menos conservadores, menos libertarios y menos seguidores del Tea Party de lo esperado (sobre todo en Nueva Hampshire, que se suponía un reducto libertario y donde el berlusconianismo de Trump, con más gesto que contenido y consistencia -por no hablar de sus tintes totalitarios y potencialmente contrarios a las libertades individuales- ha arrasado);
- los votantes de primarias republicanas son más racistas de lo que se esperaba (dice Tyler Cowen, cuyas ideas económicas son libertarias);
- la retórica contra inmigrantes ha probado su gran popularidad (pese a que la información real contradice a Trump: ahora salen más mexicanos de los que entran a Estados Unidos);
- la atención mediática ya no está en manos de quien tiene la mayor influencia/presupuesto en los grandes medios;
- Trump es más hábil con su táctica de “troll” de lo esperado por todos (incluso por él mismo);
- la democracia es menos estable de lo que todo el mundo esperaba… incluso en Estados Unidos;
- los neoyorquinos fanfarrones y millonarios pueden ser populares (sobre todo si hablan de poner muros y aseguran ir contra el establishment, pese a formar parte de él de un modo mucho más oscuro que cualquier político profesional, si hablamos de Trump).
Panem et circenses: llenarse la boca con lo que el público quiere oír
Ezra Klein escribía su propio listado de cosas aprendidas sobre política en Estados Unidos en el extraño mes febrero de 2016:
- las élites de los partido importan poco cuando hay enfado y polarización;
- la política profesional no es importante, sobre todo en Nueva Hampshire;
- el término socialista ha dejado de ser autoexcluyente en la política estadounidense, y Sanders parece evolucionar hacia un marxismo más a la izquierda que la socialdemocracia tradicional europea;
- los gafes son importantes (como el “meme” protagonizado por Jeb Bush y su poco afortunado, al acabar con una frase que él creía elocuente, con un “ahora aplaudid, por favor”, dirigido a una audiencia de supuestos simpatizantes);
- los “supercomités” de acción política, o superPAC, ya no son decisivos, porque:
- lograr más fondos ya no importa tanto;
- los demócratas están en máximos ideologización;
- los republicanos están en mínimos de ideologización;
- ya no importa ser miembro del partido para ganar una nominación.
Cuando la “búsqueda de la felicidad” deja de inspirar
Queda claro que el enfado de la población repercute de manera más dramática sobre la política, con mensajes que, en opinión del columnista de The New York Times, hacen que uno eche de menos el tono político sosegado de Barack Obama, más allá de sus aciertos y errores.
Brooks lo escribía en una pieza que dio en el clavo con una oración que se compartió con fruición en las redes sociales, acaso como amaño de antídoto contra el propio fenómeno de altavoz de la mentalidad de rebaño y los ataques/linchamientos públicos en “turba digital” que facilitan:
“Escuchar la campaña de Sanders o Trump, Cruz y Ben Carson –escribía David Brooks- es recrearse en la pornografía del pesimismo, concluir que este país está a un paso del colapso completo”.
Quizá por primera vez en la historia de las carreras presidenciales de Estados Unidos, nadie habla desde el optimismo y la esperanza sobre la que se basa el utilitarismo transversal que, hasta ahora, parecía aglutinar a un país de inmigrantes constituidos voluntariamente como nación (a diferencia del rampante historicismo hegeliano en el resto de democracias).
¿Fin de la hegemonía del utilitarismo estadounidense?
La lectura política actual de opinadores como los mencionados muestra la preocupación de amplias capas de la población, sorprendidas ante la radicalidad de los nuevos estándares de popularidad política, ahora proclives a aceptar estándares de comportamiento hace poco reprobables hasta en una verdulería.
Bajo el ruido, el propio Tyler Cowen, o el ensayista Adam Davidson, observan el que consideran factor de la mayor radicalidad: la incapacidad para que el “crecimiento” siga ilusionando y generando la prosperidad que aglutine de nuevo a una clase media amplia y transversal, ahora aparentemente debilitada e incapaz de inspirarse con la “búsqueda de la felicidad” de la Constitución utilitaria por antonomasia.
El propio Davidson sentencia en un artículo para The New York Times a propósito de los efectos del escaso crecimiento económico:
“En una nación en la que la política se ha caracterizado desde siempre por un optimismo infatigable -al menos en retórica, si no en realidad- es chocante que no haya un candidato presidencial en 2016 que ofrezca una visión de futuro expansiva y optimista”. Hay pescadores de enfado disfrazados contra todo lo que huela a “establishment”.
Guías de autorrealización que sólo atraen a unos cuantos (porque requieren esfuerzo)
El utilitarismo que parte de Jeremy Bentham, es desarrollado por John Stuart Mill e influye sobre figuras clave de la fundación de Estados Unidos, desde Benjamin Franklin a John Adams, ha desaparecido del discurso político estadounidense en las primarias de 2016 pero, ¿ha desaparecido también la esperanza entre la población de que mañana puede ser mejor que ayer?
La retórica aceptada de que la suma de los individuos, actuando en beneficio propio, conforma una sociedad cada vez más próspera e innovadora, parece entusiasmar sólo a Silicon Valley; por ejemplo, la Guía de productividad personal del inversor de capital riesgo Marc Andreessen parece un monumento a la versión utilitaria forjada en el valle de Santa Clara.
Paradójicamente, quizá la idea de John Stuart Mill más presente en estos momentos es el concepto de “tiranía de la mayoría”: las personas pueden ver coartadas sus libertades por distintos tipos de tiranías, entre las cuales se encuentra la que surge del voto popular a un personaje con perfil redentor. Alexis de Tocqueville y John Adams coincidían en su visión.
El problema de fondo obviado: estancamiento de la productividad real
La prensa estadounidense fue muy dura en su momento con Silvio Berlusconi, sus negocios, su manera de entender la política y la vida privada, así como lo que representaba su figura; ahora debería ser igual de dura con lo que parece una copia de éste, aunque quizá más histriónica y oscura: Donald Trump.
Adam Davidson relaciona en The New York Times las pocas esperanzas en la marcha de la economía y el futuro personal de muchos estadounidenses con la falta de crecimiento real o, mejor dicho, con el estancamiento más preocupante, cuando lo que se desea es extender la prosperidad: desde hace medio siglo, la productividad no ha sufrido grandes variaciones, y expertos como Tyler Cowen o el emprendedor, inversor y ensayista de Silicon Valley Peter Thiel relacionan este indicador con la auténtica riqueza de las personas.
Desde inicios de la Ilustración, los grandes cambios tecnológicos han tardado en crear grandes transformaciones en la productividad, y el aumento del nivel de vida de la mayoría ha ido siempre ligado a aumentos radicales de este indicador: la productividad.
Por qué es tan importante la productividad
¿Por qué no cambia la productividad? Según Davidson, “una cuestión clave en la economía actual es: ¿Puede el avance tecnológico, y la mejora media que produce en las condiciones de la gente, continuar creciendo de manera sostenida?
¿Puede cualquier alternativa a este crecimiento sostenido crear la misma prosperidad material que repercute sobre el debate público y, por ende, previene el ascenso del populismo en las sociedades avanzadas?
Davidson recurre él mismo a la idea de inspiración utilitaria de que, “si hemos aprendido algo, es que la paz, los valores democráticos e incluso la felicidad percibida individualmente están fuertemente ligadas con el crecimiento económico”.
Una de las críticas a los seguidores de la teoría política y social de John Stuart Mill es la visión reduccionista de algo tan complejo como la felicidad y el bienestar personal que, a diferencia de lo que ocurre en las filosofías de vida clásicas, va en los tiempos modernos íntimamente ligada a una visión hedonista de la existencia: cuantos más y mejores bienes, mayor felicidad. No es tan sencillo; sin embargo, Davidson acierta al relacionar auge del populismo y enfado de la población más afectada por la falta de aumento de la productividad real.
¿Hay que crecer para mantener un optimismo cohesionador?
Si las economías estancadas durante décadas conducen en última instancia al conflicto social, ¿qué hacer para volver a una senda más sosegada antes de que las dificultades deriven en presidentes populistas en las principales democracias del planeta?
La respuesta, cree Adam Davidson, es tan compleja como debería ser optimista, pues en las dificultades actuales hay muchas oportunidades y, al estudiar los aumentos de la productividad en el pasado, ha habido siempre desfases de décadas entre la llegada de una tecnología rompedora y su influencia transformadora en toda la sociedad, desde quienes se benefician primero hasta quienes deben esperar más al encontrarse en posiciones más periféricas (por nacionalidad, por nivel de educación, etc.).
Adam Davidson asocia un ensayo de Robert Gordon recién publicado The Rise and Fall of American Growth con el importante El capital en el siglo XXI de Thomas Piketty: dos trabajos, dice, con los que se puede estar en completo desacuerdo, pero que es necesario leer para poder aportar conclusiones, si se tienen, más optimistas.
El -supuesto- “gran estancamiento”
Gordon aporta una credibilidad histórica y unas conclusiones algo menos optimistas a la hipótesis ya expuesta por Tyler Cowen y Peter Thiel, entre otros, de que pese a los avances en informática y tecnologías de la información, la economía estadounidense (y, por extensión, Occidente) vive un estancamiento tecnológico real que ha imposibilitado el crecimiento real de la productividad en las últimas décadas.
Gordon basa su tesis en el estudio de los avances tecnológicos en Estados Unidos, concluyendo que, en los últimos 200 años, apenas ha habido un puñado de avances fundamentales: la electricidad (y electrificación a gran escala); el teléfono (Internet se englobaría en este avance); el motor de combustión; la producción en masa (fordismo, toyotismo, economías de escala, ¿producción bajo demanda con impresión 3D?); el saneamiento doméstico (tuberías y desagües); el control de epidemias (medicina moderna, antibióticos); y el ordenador.
El resto de grandes innovaciones, arguye Gordon, deriva de las mencionadas y, pese al obsesivo debate público acerca de innovaciones (robotización, algoritmos, etc.), el ritmo de la innovación auténticamente transformadora se ha frenado dramáticamente durante el último medio siglo.
Pesimismo vs. oportunidad
Y aquí yacen tanto el supuesto “gran estancamiento” debido al mantenimiento de una productividad similar a la del pasado como, en última instancia, el descontento actual con el “establishment”.
Hubo, recuerda Davidson en su artículo para The New York Times, un ascenso descomunal de la productividad (y el nivel de vida) entre 1920 y 1970, a un ritmo de crecimiento -en el caso de Estados Unidos, pero también en países europeos espoleados por la reconstrucción tras la II Guerra Mundial- sin precedentes en la historia humana.
Después de 1970, el crecimiento real del nivel de vida, ajustado a la inflación, ha sido marginal, a excepción del crecimiento en torno a 2000 debido al auge de Internet, pero el resto del período ha sido de suma cero.
Por este motivo, explica Davidson, Robert Gordon cree que el futuro no es demasiado brillante, al relacionar el crecimiento marginal de la productividad real con una creciente de la desigualdad, temática popularizada por eslóganes como el simplista y peligroso (según analistas de todos los espectros políticos) 99% vs. 1%, contestado con gráficos que ilustran versiones menos distorsionadas de la realidad, pero igualmente reduccionistas.
La dificultad de ir desde 0 hasta 1
Ni Adam Davidson ni Tyler Cowen o Peter Thiel comparten la visión pesimista de Robert Gordon, que cree el estancamiento desde 1970 va a perdurar, ya que la serie de innovaciones auténticamente transformadoras (capaces de crear decenas de millones de trabajos, etc.) de los 100 años previos no va a poder repetirse.
Y Davidson se pregunta: ¿por qué no? Conocemos la respuesta “tecno-optimista” procedente de Silicon Valley, según la cual algoritmos, robots, drones, inteligencia artificial, dispositivos inteligentes, etc., mejorarán la productividad y aumentarán la riqueza una vez hayan madurado, abaratado y demostrado su potencial.
Peter Thiel va más allá, exponiendo en su ensayo Zero to One que todavía desconocemos las innovaciones más rompedoras de los próximos años.
Para Adam Davidson, el futuro es también más positivo, aunque él cree la mejora tendrá poco que ver con futuros avances, y más con el desarrollo del potencial de tecnologías ya conocidas.
Tecnologías transformadoras (con efecto retardado)
“Como Gordon reconoce, hay en general un gran desfase entre la invención de una nueva tecnología y su impacto decisivo sobre la productividad”, escribe Adam Davidson. Por ejemplo, los primeros motores de vapor aparecieron en el siglo XVII, mientras el teléfono fue patentado en 1876, pero el aumento de la productividad a partir de estas innovaciones se notó décadas después.
El desfase cronológico entre innovación y productividad se explica porque las nuevas ideas no tienen un impacto generalizado hasta que se integran con naturalidad en lo cotidiano. “Las condiciones tecnológicas básicas para el expansivo crecimiento de la productividad en los años 50 y 60 existían en 1900”, e incluso con anterioridad. Pero los cambios tardaron en materializarse.
Donde Robert Gordon (como Paul Krugman, Joseph Stiglitz, Thomas Piketty, etc.) ve pesimismo debido al crecimiento de la desigualdad, el estancamiento de la productividad y la ausencia de innovaciones transformadoras, otros (Peter Thiel, Tyler Cowen, Andrew McAfee, Marc Andreessen, el propio Adam Davidson) ven oportunidad.
Cuando uno mismo inventa su lugar en el mundo
Davidson: “En el siglo pasado, la manera principal de que alguien aumentara su productividad consistía en trabajar en una gran empresa y hacer lo que el jefe le dijera”. Hoy, con el acceso ubicuo a cualquier servicio y conocimiento, cada vez más gente haya modos de mejorar su situación por su cuenta.
Si en efecto estamos condenados a perder una generación por falta de crecimiento, concluye Davidson en The New York Times, “es un decaimiento de nuestra imaginación colectiva, no de la innovación tecnológica, lo que nos estaría frenando”.
Por ejemplo, podría haber productos financieros que aprendieran a mitigar la creciente volatilidad e inseguridad de los mercados, así como métodos más rápidos, baratos y sencillos para materializar una buena idea a través de una empresa.
Übermensch revisited
La startup de gestión de pagos Stripe, fundada en Silicon Valley por dos jóvenes hermanos irlandeses, ha comprendido el vacío: ni Paypal ni Bitcoin posibilitaban que cualquier persona del mundo iniciara un negocio con sede en Estados Unidos de manera automatizada.
Stripe presentó Atlas en el Mobile World Congress de Barcelona. Es un diminuto paso en una hipotética dirección que facilitara gestiones para que los creadores del mundo se dedicaran a aportar su visión de los productos y servicios del futuro.
Quienes crean que hay más futuro comprando el discurso del miedo de Trump, Sanders o sus copias calcadas en el resto de países, deberían reflexionar acerca de qué camino les respeta como personas y ofrece la oportunidad de demostrar lo que llevan dentro.
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