Nuestra obsesión por lo que ocurre a cada instante nos empuja a confundir lo sintomático con lo sustancioso. Si queremos remodelar una vivienda para que ésta se integre en su entorno inmediato y sirva tanto a los ocupantes actuales como a usos que pudieran llegar en el futuro, debemos centrarnos en un pensamiento de contexto y a mayor largo plazo.
El pensamiento de sistemas y la percepción temporal a años y décadas vista sólo muestran su importancia decisiva en la realidad que nos rodea cuando, pasados los años, podemos observar lo que ocurre hoy con la debida perspectiva.
Si pudiéramos realizar este ejercicio con la libertad que algunos escritores de ciencia ficción conceden a sus personajes, y manejar a nuestro antojo la flecha del tiempo, nos daríamos cuenta de lo fútil que es elegir a diario una montaña en la que morir, con una heroicidad postiza mil veces afirmada (en Twitter) y contrariada en no menos ocasiones.
¿Por qué concebir, por ejemplo, una vivienda integrada en un entorno si seremos otros cuando todo lo planeado dé sus frutos? ¿Por qué asistir en la regeneración de un bosque (o de todo un ecosistema en torno a nosotros, a partir del territorio transformado y agotado), si deberemos esperar décadas a que los árboles sean grandes moles que acumulan la sabiduría de los años y ofrecen su sombra a quienes por allí se aventuren?
Levantar la mirada del ombligo
Lo apresurado de las capas superficiales de la cultura es un lugar psicogeográfico que tiene la capacidad de agotar nuestros sentidos y producir una ansiedad sostenida que influirá en nuestra actitud ante las cosas.
Sólo la capacidad de proyectar una perspectiva al futuro (también el remoto) y al pasado (también el remoto), nos ofrecerán la misma bocanada de aire fresco que la lectura de un buen libro o una biografía bien escrita. Quizá hayamos olvidado que, como especie, nos bastó siempre mirar a las estrellas para observar el contexto de lo que apenas inmutable.
Quizá no todos estemos en disposición de leer con facilidad tratados de historia natural y fragmentos de tratados de historia de la Antigüedad, pero sí deberíamos levantar la mirada al cielo estrellado de vez en cuando (con permiso de la contaminación lumínica y la polución).
No hace falta consultar nada con Tucídides, ni relajarse con sus reflexiones en los ratos libres mientras esperamos la hora de alguna obligación exigente, tal y como hacía el joven Theodore Roosevelt (lo explica Edmund Morris en la primera entrega de la trilogía sobre el responsable del desastre del 98), antes de alcanzar la presidencia de su país.
Negando nuestra propia transitoriedad e insistiendo en la fantasía de que, si practicamos un hedonismo lo suficientemente ligero e inconsciente, disfrutaremos de la vida en un estado agraciado de juventud perenne, olvidamos que nuestra percepción es muy similar a la de cualquier vertebrado de sangre caliente: nerviosa, astuta, más atenta a la posibilidad inmediata que a la reflexión abstracta sobre lo circundante, que requeriría imaginar el mundo en un momento distante en el que nosotros seamos otros: más jóvenes, ancianos, todavía no concebidos, fallecidos y olvidados por los descendientes de nuestros descendientes desde hace mucho tiempo.
Una percepción nerviosa y obsesionada con el presente inmediato
El aparato perceptivo de un cefalópodo, o el de un animal vertebrado, se obsesiona con el presente hasta confundirlo con la única existencia plausible, la que se escurre ante nosotros y no ve mucho más allá. Influidos por una estrategia de supervivencia radicalmente distinta, los árboles más longevos no interpretan los síntomas del presente del mismo modo, ni planean el futuro con la misma premura.
Escapar, o usar la estrategia de la tierra quemada para agotar los recursos con rapidez y aplicar la misma estrategia en otro pedazo de tierra un poco más allá (hasta que sea cada vez más difícil, como ocurre en la actualidad), no son opciones viables para el árbol longevo. Éste usa otras que ofrecen resultados menos agresivos y más duraderos. Al fin y al cabo, llegarán los inviernos especialmente fríos, las heladas, las sequías prolongadas, las mutilaciones a cargo de animales y condiciones meteorológicas.
Una apreciación de especie de lo que la filosofía oriental, y Schopenhauer o Nietzsche a través de ésta, asociaron con el viejo mito del eterno retorno, sólo perceptible en sus posibilidades cuando el observador concibe un tiempo extenso, muy anterior y muy posterior a nuestra experiencia.
Antes de que la reflexión se nos vaya de las manos —hasta el punto de obligarnos a ir a textos más sustanciosos y escuetos, como las reflexiones deshilachadas de las Meditaciones de Marco Aurelio—, quizá podamos dedicar un instante a contrastar la insistencia en el detalle inmediato de los vertebrados, con la estrategia pseudo-perceptiva de los árboles cuando acercan o alejan sus raíces, ramaje y hojas a fuentes de nutrientes, o segregan determinadas sustancias para producir reacciones que combatan ataques fúngicos o de insectos.
Incubando superstición: cuando olvidamos la perspectiva, nos volvemos pesimistas
Stewart Brand, pionero junto con Gregory Bateson en la evolución desde el pensamiento de sistemas a la cibernética y el estudio de la vida en la tierra (y nuestro papel en su gestión) a largo plazo, recordaba hace unas semanas a alguien movido por la protesta y la indignación inmediatas que el mundo no va a acabar mañana y que no vamos a contribuir a los cambios necesarios en las próximas décadas si todo lo que hacemos es correr despavoridos como pollos sin cabeza… algo que no distingue a racionalistas de milenaristas y demás aprendices de Nostradamus que proliferan en la colapsología:
«Los ecosistemas se especializan en la resiliencia. Las dinámicas a través de los siglos han sido debidamente estudiadas. Hay siempre sorpresas, pero no masivas».
Hemos interiorizado la narrativa según la cual los ancianos de hoy son los guardianes del pensamiento reaccionario, y los responsables de las principales calamidades. Los ancianos que llegan a edades avanzadas en pleno rendimiento mental son reductos de sabiduría que se acercan un poco más que el resto de la especie a la capacidad de perspectiva de los árboles y otros organismos especialmente longevos, muchos de los cuales, al presentarse ante nosotros como organismos inertes, carecen de la más mínima consideración o respeto.
Desde la posición de la experiencia, muchos pensadores deciden revelarse contra su propio reloj biológico y realizar el que puede ser el último gran esfuerzo creativo o académico; después, a por el esfuerzo siguiente, y así hasta que, un día, ya no es posible prolongar más este último florecimiento de la última hora.
En medio de la cacofonía y el enfado monumental que prevalece en las redes sociales y demás foros de pseudo-participación ciudadana, estas voces se elevan con tranquilidad, ajenos a los nervios y al miedo atávico que paraliza a muchos otros «racionalistas» que hacen el juego a los teóricos del fin del mundo, que van ascendiendo y agotando su popularidad con el carácter prescindible y efímero de lo postizo y sobreactuado.
Mantener la exigencia a los 90… o a los 100
Dos de estos personajes longevos en pleno tour de force son los académicos, ensayistas y divulgadores científicos Edward O. Wilson y James Lovelock.
Ambos han publicado recientemente sendos ensayos rigurosos, aunque tan provocadores y ajenos a la moda del momento (tan próxima a nosotros que nos impide separar lo sustancioso del mero ruido ambiental) como los mejores de la trayectoria de ambos.
El biólogo, naturalista y ensayista Edward O. Wilson, entomólogo de referencia y máxima autoridad mundial en hormigas y otros insectos sociales, publica su último ensayo a los 90 años. James lovelock, por su parte, celebra su último trabajo con los 100 años ya cumplidos. Ambas figuras de sabiduría arbórea, ajena a las modas y a los tics de los vertebrados más incontinentes, contrastan con la apresurada falta de sustancia de los ensayistas de moda, de una media edad mucho más agotada que la ingenua senectud de Wilson y Lovelock.
Ecosystems specialize in resilience. The dynamics over centuries are well studied. There are surprises, but not massive ones.
— Stewart Brand (@stewartbrand) June 13, 2017
Ninguno de los dos nació ayer, y ambos se permiten el lujo, ahora (un «ahora» rico, extenso, que pisa los talones al pasado y al futuro), de dedicar su atención a lo que consideran esencial: ampliar la tarea científica y divulgadora de toda una vida con un último (o penúltimo, o antepenúltimo) ejercicio exigente de perspectiva.
Es en estos momentos, cuando tanto abundan las reflexiones derrotistas sobre la deriva de sociedades, civilización o incluso el propio planeta, cuando resulta más enriquecedor situarse en el punto de vista de Wilson o Lovelock.
Los «espacios seguros» y «advertencias» que E.O. Wilson padeció en los 70
E.O. Wilson, acuñador de conceptos como el de biofilia, aprovecha una entrevista en Quanta Magazine (mayo de 2019) para situar nuestra época ante el espejo del eterno retorno: no somos tan especiales, y las épocas de centrifugación han existido en el pasado, las últimas de las cuales ofrecen situaciones muy similares a las que se suceden ante nosotros… y alguna que otra lección para, dentro de lo posible, cometer el mínimo posible de errores de bulto.
Wilson nos ofrece un espejo de la tensión constante, la polarización y el clima de desconfianza que parece haberse instalado en la actualidad en varios países desarrollados. Con tantas razones para protestar, es difícil prestar atención a fenómenos que dificultan la libertad de expresión y de investigación en la universidad.
El fenómeno de los «espacios seguros» («safe spaces»), las «advertencias» formales contra ideas percibidas como incómodas o hirientes («trigger warnings») y las manifestaciones contra profesores, invitados y material académico incómodo no son un fruto post-postmoderno incubado en grupos privados de redes sociales, sino la expresión de un síntoma que se extiende a toda la sociedad.
Wilson explica cómo él mismo, un apacible profesor de Harvard experto en entomología, se metió en un buen lío por las tesis escrupulosamente argumentadas en su cuarto ensayo, «The Insect Societies», en el que extiende sus tesis sobre insectos sociales a analogías con vertebrados.
En aquel momento, biólogos como Jane Goodall y Dian Fossey estudiaban el comportamiento social de distintas familias de vertebrados, así que Wilson creyó que había llegado el momento de reconocer el papel de la selección natural en el comportamiento social de los primates. Pero su siguiente ensayo «Sociobiología», publicado en 1975, convirtió las críticas académicas en un ataque ad hominem en toda regla.
Eterno retorno de las crisis que pensamos tan de nuestro tiempo
Su argumentación sugería que varios comportamientos sociales observados en humanos, entre ellos algunos considerados virtuosos (y atribuidos tradicionalmente al carácter extraordinario de nuestra especie), como el altruismo, están asociados con la selección natural.
En el último capítulo del ensayo, Wilson se había limitado a elaborar los argumentos de Darwin y adaptarlos al conocimiento acumulado en la disciplina en el siglo XX, al asociar la genética de poblaciones moderna —no la pseudocientífica del siglo XIX, propuesta por Francis Galton— y la teoría evolutiva con el estudio del comportamiento social humano.
Sin embargo, este último capítulo de «Sociobiología» fue interpretado de un modo muy especial en el entorno universitario estadounidense de los 70, momento en el que, como ocurre hoy, muchas protestas iniciadas por causas legítimas derivaron en derroteros menos justificables, cargados de dogmatismo e intolerancia:
«(…) los 70, cuando el libro fue escrito, fue una época marcada por la crispación política, en gran parte relacionada con la guerra de Vietnam, los derechos civiles y la indignación por la desigualdad económica. En Harvard, algunos de mis colegas —no mencionaré aquí sus nombres— tenían problemas con la idea de que pudieran existir los instintos en los humanos. Interpretaron la sociobiología como algo peligroso, cargado de potencial para el racismo y el eugenismo».
El reconocimiento académico de las tesis de Wilson, así como la perspectiva de algunas décadas por medio, han puesto las cosas en su sitio. El entomólogo, biólogo y ensayista ha consolidado su estatura desde entonces, y las viejas acusaciones apenas permanecen en la memoria del pensador, que hoy lo comparte para que todos contemos con un punto de referencia más para otorgar la importancia justa a lo que hoy nos ocurre:
«Cuando di una charla sobre el tema en el Harvard Science Center, una multitud se reunió afuera, en la entrada del edificio. Tuve que se escoltado por la policía para poder entrar en la sala donde di la conferencia. Cuando aparecí en una reunión de la Asociación Americana para el Avance de la Ciencia (AAAS en sus siglas en inglés), algunos manifestantes se encaramaron al podio para vociferar sus críticas, y uno de ellos se acercó a mí por detrás para vaciar una jarra de agua helada sobre mi cabeza».
Sobre la naturaleza humana
Cuatro años después de aquellos eventos desafortunados, en 1979, Edward O. Wilson ganaría el Pulitzer con la versión para todos los públicos de sus tesis sobre sociobiología: On Human Nature. Una manera elegante —y sólida— de responder a las críticas de colegas y al calentón de los dispuestos a defender todas las causas cuando hacerlo es popular en el momento.
Hoy, contamos con la versión de bajo coste de la mentalidad de rebaño en forma de ataques ad hominem en Twitter y otras redes sociales, que acaban por reunir a un público igualmente beligerante dispuesto a seguir consignas para impedir que la víctima exprese opiniones controvertidas. Y, para muchos alumnos y profesores, así como para una parte significativa de quienes más participan en las redes sociales, las novelas con lenguaje hiriente o las ideas demasiado polémicas deberían ser, simplemente, apartadas del material académico y de la esfera pública.
A principios de 2019, Edward O. Wilson publicó Genesis: The Deep Origins of Society, que pone al día muchas de las tesis sobre evolución propuestas por él mismo en trabajos previos. Wilson reitera que Genesis —centrado en el papel crucial de los ecosistemas— es uno de sus libros más importantes.
«Hace un año, el MIT me invitó a dar un par de clases sobre ecosistemas. Durante la preparación de estas charlas, comprobé lo poco que sabemos de ellos.
«Me abrí camino a trancas y barrancas, y llegué a la conclusión de que entender los ecosistemas y qué amenaza su equilibrio será la gran disciplina en biología. Para salvar el medio ambiente, tendremos que descubrir cómo salvar los ecosistemas».
James Lovelock: desmelenarse a los 100
Si Wilson celebró su 90 cumpleaños hablando de su último libro publicado y trabajando en un nuevo ensayo, James Lovelock celebra su 100 cumpleaños con un nuevo ensayo, Novacene.
Por su extensión y su eclecticismo, tan alejados de la ortodoxia —sólo el tiempo y la perspectiva lo dirán— académica que los detractores se volverán a acumular en la puerta, «Novacene» es controvertido y potencialmente tan importante como sus artículos, donde exponía su teoría sobre la biosfera de los años 70 sobre la hipótesis Gaia. Sólo el tiempo y la perspectiva lo dirán.
James Lovelock comete la profanación —sólo el tiempo y la perspectiva lo dirán— de nuestra época, consistente en mostrar confianza y optimismo en el uso (y eventual relación simbiótica) entre humanos y robots. ¿Qué pretende alguien que debería celebrar su 100 cumpleaños rodeado de los mensajes de amor y condescendencia que dedicamos a los ancianos que —hoy— percibimos ya como amortizados, al lanzar otro ensayo denso, controvertido y lleno de hipótesis atrevidas?
La era en que los humanos tratan de regular su habilidad para alterar el entorno a escala planetaria, o Antropoceno, dará paso a una nueva etapa, que verá la mutación acelerada de las herramientas de la sociedad de la información en partes cada vez más integradas con la vida humana.
Nosotros y la biosfera
Según Lovelock, los cíborgs dejarán de formar parte de la ciencia ficción y nuevos avances en computación y robótica se combinarán con organismos a pequeña y gran escala, lo que generará tensiones y oportunidades. Eventualmente, habrá entidades artificiales capaces de mejorarse a sí mismas con mucha mayor rapidez que la destreza humana para siquiera comprender estos procesos.
El autor recurre a su propia tesis de la geofisiología (hipótesis Gaia), cuyos puntos centrales forman parte de los estudios actuales en disciplinas como las ciencias de la Tierra, para argumentar por qué cree que, a largo plazo, nuestro papel está garantizado:
«[la biosfera] nos salvará, porque las máquinas llegarán a la conclusión de que dependen de la vida orgánica para mantener el planeta en condiciones habitables».
Incluso la «vida» electrónica depende de unas condiciones meteorológicas suficientemente estables y tolerables.
Lovelock no cree en la teoría neomalthusiana que argumenta que el único modo de salvarnos de la catástrofe climática consistiría en desmantelar la civilización industrial y retornar a un supuesto Edén pretérito (que, recuerda, es una recreación benévola de algo que nunca existió en los términos que evocan ciertos colapsólogos y misántropos).
Lovelock medita:
«Debemos abandonar la idea, cargada política y psicológicamente, de que el Antropoceno es un gran crimen contra la naturaleza.
«Lo cierto es que, a pesar de estar asociado con utensilios mecánicos, el Antropoceno es una consecuencia de la vida en la Tierra. Es un producto de la evolución; es una expresión de la naturaleza».
Darlo todo, más allá de la convención
Al asomarnos al pasado y al futuro profundos, volvemos a la realidad cotidiana con una mirada renovada. La experiencia ya no es la misma, puesto que la lectura, o la abstracción que nos ha llevado lejos por un instante, certifica el esfuerzo para ir más allá de los límites de nuestra propia percepción sensorial y de nuestra rígida percepción del tiempo.
Consciente de que este ejercicio era el único camino plausible para superarnos y mejorar las conjeturas del pasado que mantienen velada nuestra percepción, como el platonismo, Friedrich Nietzsche tuvo que recurrir a un lenguaje parabólico para expresar ideas que no podían alumbrarse en un lenguaje de aspiración precisa y encorsetada.
En Así habló Zaratustra, leemos:
«De todo lo escrito yo amo sólo aquello que alguien escribe con su sangre. Escribe tú con sangre: y te darás cuenta de que la sangre es espíritu.
Quien escribe con sangre y en forma de sentencias, ése no quiere ser leído, sino aprendido de memoria.
En las montañas el camino más corto es el que va de cumbre a cumbre: más para ello tienes que tener piernas largas. Cumbres deben ser las sentencias: y aquellos a quienes se habla, hombres altos y robustos».
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