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Geopolítica de los incendios en Siberia y el deshielo ártico

La atención generada por los incendios en la Amazonia ha contrastado con la indiferencia ante el mismo fenómeno —también análogo en escala e importancia— en el Ártico siberiano.

La concienciación sobre el aumento de las temperaturas y los eventos de clima extremo repercute sobre el imaginario colectivo, y un porcentaje creciente de la población mundial comprende el comportamiento de la Tierra como un gigantesco laboratorio de fenómenos interdependientes.

La hipótesis Gaia deja el estante polvoriento de las melodías New Age más cursis y avanza hacia el centro del escenario de las preocupaciones que todos compartimos.

Quizá por ello, la Amazonia, conocida como el pulmón planetario, no sea percibida como un territorio más bajo la soberanía de, en este caso, Brasil, sino que asciende más bien al estatuto de bien protegido que hay que proteger de intereses extractivos y utilitaristas.

De la Amazonia a Siberia

Los incendios de la Amazonia han sido provocados por un viejo corporativismo brasileño que trata de «desarrollar» la región siguiendo los mismos patrones de tierra quemada, explotación de recursos y repoblación que Estados Unidos puso en práctica en su expansión hacia el Oeste de Norteamérica. Brasil quiere tener su doctrina del destino manifiesto particular, con los riesgos de sostener, a estas alturas, la mentalidad que nos ha conducido a los problemas actuales.

En cambio, los incendios en los territorios rusos próximos al Círculo Polar Ártico son en gran medida una consecuencia del aumento de las temperaturas. El hielo del Ártico se derrite más temprano (un 42% más de retroceso en septiembre de 2018 que en el mismo momento de 1980) y permite la navegación en verano; el subsuelo helado de la tundra se derrite y los bosques boreales pierden humedad.

Lejos de situarse en el blanco de las críticas de la opinión pública mundial debido a los incendios en Siberia, Rusia mantiene una preocupante ambivalencia ante el cambio climático. En torno a la Administración rusa, nadie niega el fenómeno; lo que se pone en entredicho es su carácter inconveniente o su naturaleza catastrófica.

Rusia afianzó su propia concepción de civilización euroasiática: por un lado, mirando hacia el Mediterráneo Oriental en cuestiones de la fe, con Bizancio y, debido a la caída de Constantinopla a manos de los otomanos, Grecia como polos de la Iglesia ortodoxa; y, por otro, expandiéndose hacia las estepas orientales más allá de los Urales, hasta defender su situación ante China, al sur; y Japón, en el Pacífico Norte.

Huellas del viejo expansionismo

El cambio climático reaviva un viejo sueño, ya presente entre la nobleza funcionarial durante Catalina II: el de reclamar las pieles y la madera (hoy, hidrocarburos y tierras raras) hasta las tierras boreales de América del Norte.

El sueño occidental de conectar Europa con Asia a través de un paso practicable en el Atlántico Norte, fue percibido por Rusia a la inversa. Sólo asegurando una posición estratégica mediante el desarrollo de su territorio asiático, Rusia podría competir con japoneses y potencias presentes en América del Norte por la riqueza natural del Pacífico Norte y la apertura a los puertos chinos.

El retroceso del hielo en los últimos años no sólo ha permitido a Rusia afianzar su industria de explotación de papel, hidrocarburos y minerales de tierras raras, sino que hace soñar al país con las apuestas tradicionales de su modelo de civilización.

Desde la costa norteamericana opuesta a la península de Kamchatka, el mundo se ve de manera muy distinta y el punto de vista interiorizado de canadienses y estadounidenses no dista tanto del de los primeros exploradores españoles y portugueses del Noroeste del Pacífico, ni mucho menos del ostentado por los exploradores, buhoneros y buscavidas de origen francés e inglés que alcanzaron el Pacífico Norte tras avanzar por el interior de Norteamérica.

Primeras rutas globales y aspiraciones geopolíticas actuales

La doctrina rusa es tan problemática como la occidental. Si tanto rusos como europeos y estadounidenses consideran el proyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda como poco menos que intrusismo neo-imperialista, las Administraciones chinas han sido igualmente conscientes de los intereses poco velados de las potencias occidentales desde que los españoles instauraran el galeón de Manila para fomentar su propia concepción de ruta comercial global: los productos chinos que alcanzaban Manila eran enviados a Acapulco; desde allí, partían por el Camino Real y llegaban, tras pasar por Ciudad de México, a Veracruz, en la costa caribeña de la entonces Nueva España.

Rebeldes, conformistas indelebles o fanáticos de los cánones establecidos (a veces, hasta el punto de confundir acervo cultural con realidad), nuestra manera de ver el mundo parte de una tradición, una realidad y mirada compartida con una sociedad, que a su vez formaría parte de un momento histórico y una civilización.

Por mucho que hayamos confundido la realidad con «nuestra» realidad, y por mucho que sigamos insistiendo que nuestra percepción de las cosas, desde Europa o desde su trasplante (desde algún lugar en las Américas), es la buena, lo que hacemos en la vida cotidiana es interpretar el mundo desde prejuicios adquiridos a lo largo de los siglos.

La solidez y grado universalista de estas construcciones las ha convertido, según el caso, en creencias metafísicas, ciencia y prejuicio tribal. Ya seamos defensores convencidos de estas preconcepciones, o enemigos acérrimos de sus flagrantes limitaciones y consecuencias para otros pueblos y civilizaciones, todos somos en cualquier caso copartícipes de la idea de Occidente.

Competición de relatos de destino manifiesto

Acudir a las Indias navegando hacia el poniente fue una idea descabellada, propia de sabios griegos y renacentistas, hasta el retorno de Cristóbal Colón de su primer viaje, todavía convencido de haber alcanzado Asia, con la prueba irrefutable de haber tocado, en efecto, tierra: muestras de animales, objetos… y miembros de los pueblos caribeños que serían exterminados por la idea «civilizadora» en el Nuevo Continente.

No bastó circunnavegar el globo y fundar Manila para reconocer el error epistemológico. Las Indias del Nuevo Mundo seguirían siendo Las Indias para las potencias colonizadoras europeas. Al fin y al cabo, el objetivo no era navegar hacia el poniente en nombre de una manera de ver el mundo, sino reclamar la exclusividad sobre un territorio.

El trabajo forzado y el cóctel de «armas, gérmenes y acero» acabó, sobre todo debido a epidemias contra las que los habitantes de las Américas no estaban inmunizados, con la mayoría de la población (las estimaciones varían, pero los resultados de este choque de civilizaciones fueron en todo caso devastadoras para las poblaciones locales; Charles C. Mann lo argumenta con solidez en 1491: Una nueva historia de las Américas antes de Colón).

Alimentado por siglos de comercio euroasiático a través de las Rutas de la Seda (en plural, nos recuerda Peter Frankopan), el imaginario colectivo europeo trató alimentó sus sueños de riqueza material y espiritual con los productos y riquezas de Asia Central, India y China.

Miniaturización del mundo

El bloqueo otomano del Mediterráneo Oriental fomentó la exploración marítima de las monarquías ibéricas: empujada geográficamente hacia el Atlántico, Portugal optó por explorar un paso hacia las Indias construyendo una red de plazas fuertes a lo largo de la costa africana que permitiera bordear el continente hasta el Índico.

Portugal cartografiaba África desde el mar y daba el inicio de fenómenos que han marcado nuestra «construcción», esa entidad geopolítica y cultural denominada Occidente: la construcción de la idea científica de diferencia racial, la trata de esclavos y la supersticiosa indiferencia con respecto al interior del continente y a su supuesto primitivismo, todavía presente en obras literarias modernas como El corazón de las tinieblas (Joseph Conrad, 1899) y Viaje al fin de la noche (Louis-Ferdinand Céline, 1932).

España y, tras ella, sus rivales europeos, se lanzaron a reclamar territorio en el Nuevo Continente en función de la latitud de los puertos de partida, las corrientes marítimas y la tecnología naval y de navegación de la época. El intercambio colombino creó una nueva realidad que no haría más que acelerarse: el comercio entre Europa y sus puestos en África y las Américas.

El paso del Noroeste en el imaginario europeo

El deshielo en el Ártico y el cambio de las condiciones en la tundra y los bosques boreales reabre el equivalente al Eldorado (premio imaginario de consolación de las potencias europeas durante la Era de los descubrimientos, a falta de haberse topado con una ruta comercial más sencilla hacia la riqueza de China e India) para los países del Gran Norte: una vía de conexión permanente entre Europa y Asia (o entre el Atlántico Norte y el Pacífico Norte a través del Ártico).

Eso sí, el paso del Noroeste es, desde el punto de vista ruso —que esgrime su candidatura a explotar y dominar la zona—, la Ruta del Mar del Norte para los rusos (o Paso del Noreste). La ruta opta por navegar por el Ártico a lo largo de la costa rusa y hacer realidad el tráfico de minerales y contenedores entre el Atlántico Norte y el Estrecho de Bering.

La expansión de Rusia hacia el Este coincidió con la idea europeizante y modernizadora de su élite funcionarial. Observamos los anhelos y limitaciones de esta clase dirigente en la eclosión de la literatura rusa durante el XIX. Encontramos allí los préstamos culturales de Francia, el intento de integrar una burocracia prusiana y los primeros planes para propulsar la expansión hacia el Pacífico con infraestructuras y colonos de la Rusia europea.

Rusos en la América del Pacífico

El equivalente ruso al Eldorado de los colonizadores europeos de las Américas se centrará en las riquezas naturales de Siberia y más allá. La explotación de madera, metales preciosos y pieles conducirá al salto de la Rusia zarista a América del Norte; a inicios del siglo XIX, Rusia proclamó su soberanía sobre los asentamientos de buhoneros y pescadores rusos en Alaska, que habían explotado las riquezas de la zona desde 1732.

Alaska se convirtió, en el imaginario del funcionariado ruso, en «la Siberia de Siberia», un territorio tan recóndito que trascendía la inmensidad de Eurasia y hacía soñar con un futuro en que el Gran Este fuera algo más que un territorio no vedado lleno de oportunidades para colonos y buscavidas.

Las grandes rutas comerciales debían, no obstante, evitar el vasto territorio del Ártico, no navegable y desolado hasta tal punto que ni siquiera el sistema penal de trabajos forzados en el Lejano Este instaurado por la rusa zarista, las kátorgas (o áreas despobladas de las que era impensable escapar, porque hacerlo suponía la muerte), osó asentarse en la costa ártica.

Hoy, el comercio mundial de contenedores y la demanda de recursos presentes en la Rusia ártica (combustibles fósiles, tierras raras, pesca) alimenta las aspiraciones geopolíticas de Rusia en las nuevas rutas comerciales globales a través del Océano Ártico.

Con la pujanza china y el comercio de contenedores, el anhelo occidental formulado bajo la expresión de Paso del Noreste toma una nueva envergadura y se convierte en Ruta marítima del Norte, un itinerario controlado por Rusia y sometido a menos tensiones geopolíticas regionales que la ruta tradicional a través del Índico, inaugurada por los portugueses durante la Era de los descubrimientos y acelerada por Francia y Reino Unido con la construcción y gestión del canal de Suez: el atajo entre el Mar Rojo y el Mediterráneo evitaba la larga travesía a través del extremo sur de África.

La carrera del Ártico

Hoy, el canal de Suez y su equivalente americano, el proyecto geopolítico de Panamá —que sellaría el dominio de Estados Unidos sobre la región en relevo de las viejas potencias coloniales—, podrían empequeñecer ante las perspectivas de desarrollo del comercio y la explotación de recursos en el Ártico. La ruta del mar del Norte es una 40% más rápida que la convencional a través del canal de Suez.

¿Cuál será la posición europea y norteamericana al respecto? ¿Pueden Rusia y China acordar un nuevo orden comercial mundial en condiciones de competir con las rutas establecidas, controladas por europeos y estadounidenses?

En abril de 2019, tenía lugar en San Petersburgo una conferencia sobre el Ártico bajo el auspicio ruso y con un lema que muestra un interés estratégico que trata de mirar hacia otro lado cuando se trata de reconocer los efectos del cambio climático: «El Ártico: Un territorio de diálogo». Para Rusia, los incendios en el Gran Norte y el retroceso de la tundra representan la realización de un viejo sueño expansivo.

El sueño ruso se convierte, poco a poco, en realidad: los 20 millones de toneladas de manufacturas transportadas a través de la ruta rusa del Ártico en 2018 se habrán cuadruplicado en 2025. Maersk, el gigante del transporte logístico por mar, explora ya su presencia en el comercio a través de la ruta propuesta.