El pensamiento a largo plazo gana al fin el crédito merecido (y presente en culturas ancestrales), y nos ayuda a comprender que los principales procesos que nos afectan tienen lugar a una escala mucho mayor que los dictados de nuestro tiempo, todavía desproporcionadamente atentos a ciclos electorales (4 o 5 años) y resultados económicos trimestrales o anuales.
En su ensayo The Good Ancestor, Roman Krznaric expone las tensiones entre lo que vemos con claridad (el corto plazo) y lo que nos afecta de manera más decisiva y a mayor escala (que únicamente se manifiesta con clarividencia largo plazo).
Esta tensión entre lo inmediato y aquello que no podemos observar con nuestra fijación en un presente instantáneo nos obliga a un mayor esfuerzo para comunicar hasta qué punto dependemos de buenas decisiones capaces de ponderar estos dos escenarios, el que entendemos con nuestra percepción y el que únicamente podemos observar con proyecciones y de manera poética (o con conceptos como el de «tiempo profundo», recuperado por ensayistas como el también británico Robert Macfarlane): la evolución de una lengua y sus procesos etimológicos, la contemplación de un bosque centenario, el paseo junto a un río que despierte reflexiones presocráticas.
«Presente»: 7 generaciones en el pasado, 7 más en el futuro
La importancia de aumentar la duración de nuestro «presente» desde lo que ocurre en este momento a lo que está en marcha en nuestro tiempo (a menudo, un intervalo de varias décadas) queda patente ante retos como el aumento de las temperaturas y la aceleración de eventos de clima extremo como consecuencia inmediata.
Una mirada a los retos de nuestro tiempo desde un prisma generacional (lo que evoca inmediatamente el principio de las «siete generaciones» del pueblo iroqués, o acciones que se emprendan con un punto de vista de, al menos, 140 años), implica no sólo reconocer nuestro papel en el pasado y el devenir en el mundo, sino practicar una «corresponsabilidad».
Estamos condenados a influir sobre el devenir de nuestro entorno inmediato, y nuestra trayectoria local contribuirá o no a resolver la compleja batalla intelectual que nos haga comprender que no hay corto plazo idílico deseable si el pensamiento a largo plazo es arrinconado o incluso combatido activamente.
La promesa del policultivo
Pero ni siquiera el pensamiento a largo plazo más concienzudo podrá asistirnos a decidir con ponderación en el presente sin la existencia de pioneros en distintos ámbitos que demuestren el impacto práctico de ideas o actividades que han perdido el favor de la sociedad en las últimas décadas, tales como la experimentación en procesos agrarios que no dependan de fertilizantes y plaguicidas sintéticos, o el redescubrimiento de del poder transformador de un elemento eternamente desdeñado por la ciencia: el suelo, así como el poder restaurador de sus microbios y hongos (a menudo en forma de constelaciones de micorriza, con una estructura filamentosa que recuerda la estructura del sistema nervioso de los animales vertebrados.
El científico, agricultor y ensayista estadounidense Mark Shepard, cuya granja en Wisconsin visitamos hace un tiempo (vídeo de la visita), decidió dejar una carrera académica demasiado enfocada en lo abstracto para poner en práctica lo que él considera un proceso de varias generaciones con un potencial económico compatible con la supervivencia a corto plazo: la agricultura regenerativa, actividad que a escala suficiente puede inspirar procesos integrales de «restauración ecológica».
En su ensayo Restoration Agriculture, Mark Shepard explica procesos agrarios beneficiosos a corto y largo plazo; su lección no parte exclusivamente del conocimiento teórico, sino de la experimentación directa en su granja de 106 acres (43 hectáreas), una historia que rememora, décadas después, el trabajo divulgador y práctico del profesor de la Universidad de Wisconsin Aldo Leopold, autor del influyente ensayo A Sand County Almanac.
Vigencia de Aldo Leopold
La Aldo Leopold Foundation, encargada de la propiedad y el legado del ensayista, nos mostró la propiedad y el gallinero que los Leopold convirtieron en refugio para sus estancias en la propiedad rural sobreexplotada que habían adquirido (vídeo de Kirsten al respecto).
Poco a poco, conceptos como el de permacultura, siembra directa o biofijación abandonan nichos minoritarios y a menudo criticados por su supuesto carácter pseudo-científico, y sirven a agricultores y a investigadores por igual a desentrañar los secretos y propiedades de un suelo fértil a largo plazo.
Quanta Magazine dedica un reportaje al retorno de una «ciencia» cuyo desdeño y marginación son tan perennes como el sistema de restauración agraria integral que pioneros como Mark Shepard tratan de implantar a gran escala: la «ciencia del suelo».
La lucha contra el calentamiento del planeta pasa por una explotación de recursos que comprenda sus implicaciones a largo plazo, y varios científicos atestan que el modo más directo y efectivo de producir la transformación necesaria pasa por educar al mundo sobre el potencial de un suelo sano y fértil para regenerar y sostener flora y fauna, así como para producir alimentos.
El agrónomo que no araba la tierra
Esta realidad hace del suelo un elemento especialmente complejo que apenas empezamos a desentrañar, y su parte más rica y vulnerable al abuso humano —las moléculas especialmente benéficas del humus superficial— es clave para la alimentación y los procesos de secuestro de carbono a gran escala para el futuro.
Así lo cree, entre otros, Margaret Torn, científica del suelo del Lawrence Berkeley National Laboratory, en California. ¿Pueden prácticas como la agricultura regenerativa impulsar el interés por los secretos de un suelo saludable y su aparente incapacidad para almacenar CO2 a largo plazo? Científicamente, no está tan claro.
El agricultor y biólogo japonés Masanobu Fukuoka es uno de los pioneros de la aplicación de un pensamiento de sistemas y atento al largo plazo en las prácticas agrarias. Sus preceptos para lo que él llamaba una «agricultura natural» evocan una de las posibles claves para suelos sanos y fértiles que a su vez almacenen carbono con mayor consistencia, gracias a la siembra directa, o «labranza de conservación» (evitar el arado y la erosión del suelo).
Otro proceso asociado y con un potencial equiparable se aproxima al problema del CO2 acumulado en la atmósfera con un intervencionismo humano más agresivo: bien a través de campañas de reforestación masiva (si bien los estudios corroboran que los árboles más longevos secuestran mucho más CO2 que los jóvenes); mediante campañas que tratan de acabar con la deforestación gracias a técnicas de gestión forestal compatibles con su roza sostenible; o incluso mediante la ingeniería genética, con plantas capaces de mejorar la captura de carbono y su estabilidad en el suelo a lo largo del tiempo.
Biofijación: mantener el CO2 en el suelo (a largo plazo)
La apuesta biogenética es la más controvertida de estas exploraciones sobre «biofijación» a gran escala, si bien anima debates prometedores.
Investigadores del Instituto Salk de Estudios Biológicos en La Jolla, California, tratan de crear plantas capaces de absorber grandes cantidades de una sustancia rica en carbono y con el aspecto del corcho, la suberina. Se trata de la Harnessing Plants Initiative, o un plan de geoingeniería que pasa por el uso de plantas más eficientes a la hora de fijar carbono y alejarlo de la atmósfera durante siglos.
La suberina es un polímero natural («biopolímero») que actúa de barrera entre la planta y el medio ambiente, y fija en forma de tejido vegetal (las paredes de células suberizadas conforman la «corteza» de la planta) el dióxido de carbono absorbido, lo que evita su retorno a la atmósfera a través de los microorganismos del suelo.
Biopolímeros como la suberina podrían combinarse con procesos como la agricultura regenerativa. Si bien hasta las moléculas más grandes y complejas pueden ser devoradas por los microbios del suelo (lo que complica cualquier intento de secuestro de carbono a largo plazo), sustancias capaces de tratar o neutralizar un contaminante dado (el este caso, el CO2 atmosférico).
Biomasa, hidrocarburos, biochar
El secuestro de carbono planificado a gran escala parece ser incompatible con un suelo saludable, si bien procesos naturales a largo plazo logran precisamente el cometido que la comunidad científica se propone: a largo plazo, la biomasa se convierte en sedimentos y, en última instancia, en reservas de combustibles fósiles. No resulta descabellado imaginar un proceso acelerado que pudiera fijar carbono en el suelo de un modo más permanente.
El suelo fértil y saludable, que contiene grandes cantidades de moléculas complejas en su humus, así como infinidad de microorganismos, podría actuar de «acelerador» de nuevos procesos de biofijación. El suelo fértil procedente de fenómenos volcánicos (como el de Iowa, Estados Unidos), así como el biochar detectado en una amplia región de la amazonia («terra preta» con origen en una actividad agraria previa al bosque tropical actual) demuestran que la fertilidad del suelo no tiene por qué entrar en conflicto con la secuestración de carbono a largo plazo.
De momento, la ciencia del suelo apenas puede corroborar la increíble capacidad de los microorganismos del subsuelo para descomponer virtualmente cualquier sustancia a largo plazo, lo que constituye un problema si lo que se pretende es almacenar carbono durante un largo período.
El prometedor futuro de los «agricultores-científicos»
Muchas asunciones previas sobre el potencial de las moléculas complejas existentes en el humus para capturar CO2 de manera estable son falsas, explican investigadores como Gregg Sanford, de la Universidad de Wisconsin en Madison (centro donde Aldo Leopold impartió clases y mantuvo el arboreto).
Eso sí, es importante recordar que el humus se caracteriza por un color oscuro que evidencia su alto contenido en carbono orgánico. Su capacidad para absorber carbono no está tan en tela de juicio como la eficacia de los microorganismos en él para descomponer hasta las moléculas más complejas.
Ello implicaría no sólo que el humus no puede secuestrar el carbono que la comunidad científica esperaba, sino que las proyecciones del IPCC para el calentamiento de la atmósfera terrestre también empeoran para las próximas décadas (al haber contabilizado menores emisiones de las reales).
Esta es al menos la tesis de Gabriel Popkin en Quanta Magazine, dada la evidencia científica actual. Sin embargo —reconoce Popkin—, lo cierto es que apenas comprendemos la acción del suelo fértil y saludable sobre la atmósfera a escala agregada. El contenido de una cucharilla de suelo sano es ya un quebradero de cabeza para la comunidad científica:
«El suelo no revela sus secretos fácilmente. Sus componentes son diminutos, variados y escandalosamente numerosos. Como mínimo, se compone de minerales, materia orgániza en descomposición, aire, agua y ecosistemas de microorganismos de gran complejidad.
«El equivalente a una cucharilla de suelo saludable contiene más bacterias, fungi y otros microbios que el número de habitantes en el planeta».
Quien dude sobre qué campo de investigación práctica puede tener un mayor impacto a nivel tanto local com a gran escala, tanto a corto como a largo plazo, quizá debería dedicar algo de tiempo a explorar campos como el de la agricultura regenerativa y la ciencia del suelo. Urgen talento e ingenuidad.