En esencia, y aunque a menudo lo olvidemos, una vivienda protege de la intemperie y otorga a su morador un arraigo, una perspectiva de su relación con lo circundante. Desde allí, cobijado, observa el mundo, solo o en familia.
Lo demás es supletorio. En lo esencial, un chozo portátil de pastor y una casa solariega aspiran, cada una a su manera, a cumplir lo mejor posible con lo esencial: guarecer.
Pero la morada es también la expresión exterior de personalidad, idiosincrasia, valores, tradición, algo así como la piel externa de nuestra introspección, del mismo modo que ecología surge de la combinación de «oikos», morada en griego, y «logos».
Algo humano: asomarse al universo desde un lugar propio
Hay un conocimiento que medita sobre lo más adecuado en construcción para las personas y el medio, pues sólo podremos profundizar en lo que sabemos sobre el universo si aprendemos a cobijarnos y a conocernos a nosotros mismos.
Las inscripciones en el oráculo de Delfos y el término «ecología» exploran, pues, el mismo terreno, y esta investigación primigenia ha inspirado a algunos críticos del devenir de la arquitectura y el urbanismo, a medida que las necesidades administrativas (proporcionar alojamiento) se imponían al sentido mismo de la acción equívoca de construirse un cobijo para habitar y, bajo su techumbre, pensar.
¿Qué ocurre cuando un sistema social priva a una parte o al conjunto de una sociedad de la libertad para imaginar y ayudar a crear un tipo de alojamiento? ¿Cómo desarrollar un pensamiento en situaciones de persecución, cuando las administraciones —supuestas garantes de una protección— dificultan el acceso al alojamiento?
Un niño perdido de Mitteleuropa
Estas y otras cuestiones influyeron en el arte y el pensamiento de quienes, sobre las cenizas humeantes de una Europa devastada física y moralmente por la II Guerra Mundial, imaginaron un mundo donde personas, urbanismo y naturaleza pudieran resurgir con su arraigo e idiosincrasia. Es el caso de una figura inclasificable: Hundertwasser.
Tal y como trató de expresar W.G. Sebald en novelas erráticas y evocadoras como Austerlitz, la Europa de entreguerras privó a muchas familias y niños de la posibilidad de crearse un «hogar», un espacio seguro donde cobijarse junto a los suyos y aprender a construir, a habitar, a pensar (verbos que se funden, como recordará Martin Heidegger en una conferencia en los años 50 en el origen remoto de las palabras de denotan estas acciones).
Quien ha crecido en un entorno culturalmente rico y cosmopolita durante tiempos revueltos tiene más que perder que quienes se proclaman guardianes de supuestas esencias y tratan de derribar cualquier matiz o escala de grises entre culturas, pueblos, ideas.
Ello explicaría por qué Friedensreich Hundertwasser se pasó el resto de la vida construyendo un puente entre pinturas, esculturas, maquetas y viviendas reales: siempre amables, fantásticas e inimitables, atentas a la relación entre pensamiento, naturaleza y urbanismo.
El joven que decidió ser Friedensreich Hundertwasser
Su arquitectura amable y colorida fue en ocasiones tachada de caricaturesca y kitsch, acusaciones también vertidas contra Gaudí. En 1964, con un estilo ya consolidado e inconfundible (simbolismo y cubismo habían quedado atrás, y surgía lo que el mundo llamaría «Pop Art»), Friedensreich Hundertwasser pintaba en Estocolmo el cuadro «Los siete años fértiles del topo».
El propio autor explicaría a qué se debía el título y por qué creía, con una ironía que no desmerecía la parte de verdad de la tesis, que el topo era «el padre de todos los arquitectos»:
«Yo pensaba en esos siete años, a las alegrías y éxitos que me habían aportado —como el topo que se erige sus galerías subterráneas, que uno puede ver en la pintura, con sus ventanas y sus chimeneas. Me gustaría ser un topo… vivir bajo tierra… si los carros volvieran, yo permanecería a cobijo, en mi madriguera».
La pala es, por tanto, la herramienta esencial de Hundertwasser, pues sólo hay que cavar so suficiente para trazar grutas en las entrañas de una tierra que sirva de placenta, que permita a quienes han sido desarraigados contra su voluntad encontrar un espacio protector recubierto de vegetación.
Una gruta trazada en espiral hacia el interior evoca la concha del caracol, pero también la forma de las galaxias: un lugar a la vez íntimo donde protegerse, y con la llave de lo universal: las ventanas y puertas de los edificios de Hundertwasser, tan próximos a la tierra, expresan su curiosidad y saludan al mundo exterior.
Su arte, como su arquitectura, se han salvado de la misantropía y del miedo al colapso.
Montañas y espirales
El 19 de febrero pasado de 2020 se cumplieron dos décadas de la desaparición de este artista inclasificable y a menudo ninguneado por su interpretación colorida e irregular de la realidad, superviviente de una Centroeuropa vanguardista y tolerante arrasada por la II Guerra Mundial.
A lo largo de su vida y a través de un rico legado de piezas de arte y edificios de todo tipo y tamaño, Hundertwasser había declarado y demostrado su alergia instintiva por las líneas rectas de la estandarización y la fabricación en serie.
Cuando los edificios perdían cualquier asociación con un lugar y con la idiosincrasia y necesidades de una población, algunos inconformistas remaron contra las tendencias imperantes y trataron de reencantar la arquitectura con colores y formas presentes en la naturaleza, cubiertas verdes y edificios sabios como montañas protegidas por la vegetación. Como Gaudí, Hundertwasser creyó en otra manera de construir.
En tanto que centroeuropeo heredero de un mundo que había dejado de existir para dar paso a naciones homogéneas y fracturadas por el Telón de Acero, su localismo y ecologismo contestatarios llegaron antes de su tiempo, cuando los intelectuales occidentales toleraban los excesos soviéticos y la planificación urbanística se decantaba por viviendas baratas, regulares y homogéneas.
Arquitectura paramétrica antes de los algoritmos
El momento de las tesis de Hundertwasser parece haber llegado, dados los retos ecológicos y de integración social que afrontan las ciudades. El eclecticismo, radicalidad y difícil replicación de sus modelos, suscitaron el menosprecio de los herederos del modernismo, tal y como había ocurrido con Antoni Gaudí.
Hoy, la obra de ambos ha dejado de percibirse como aberración propia de caprichos de jardín, y emerge como precedente analógico de la arquitectura biomórfica de la actualidad, posible gracias a complejos modelos volumétricos generados por ordenador.
Como Gaudí (y, más tarde, Frei Otto), Hundertwasser intuyó con sus obras, maquetas y actuaciones arquitectónicas unos diseños que superaban el mundo euclidiano antes de que el trabajo de matemáticos como Alexander Grothendieck posibilitara el diseño paramétrico a partir de esquemas algorítimicos.
El tiempo entre heridas, recuerdos y limitaciones administrativas
La naturaleza constituye la fuente de la intuición biomórfica de Hundertwasser. Sus pinturas, esculturas, diseños, maquetas y edificios parecen pertenecer a un mundo paralelo al racionalismo y el funcionalismo omnipresentes en una Centroeuropa que tuvo que aprender a vivir entre el rigor de la posguerra mundial y las heridas de un continente dividido por el Telón de Acero.
Austria tuvo que hacer equilibrios entre ambos bloques para evitar el destino segregador que había sellado la frontera entre la República Federal Alemana y la RDA ocupada por las tropas soviéticas y, como consecuencia, los proyectos de viviendas sociales priorizaron a menudo la utilidad de los proyectos, lo que a menudo supuso obviar los espacios comunes, la vegetación o la experiencia en el interior de cada vivienda.
En este contexto marcado por la acción alienante y alérgica al individualismo de las maquinarias burocráticas de las sociedades modernas y totalitarias, Hundertwasser —nacido Friedrich Stowasser en la Viena de entreguerras— dedicó su vida a contestar la norma y la rigidez administrativa que habían conducido a la guerra y al asesinato de su familia.
La educación de Friedrich Stowasser
Su padre, de origen protestante, había muerto tras el nacimiento Friedrich, mientras la familia materna —de origen judío— moriría en los campos de exterminio nazis. De poco había servido que su madre lo alistara a las juventudes hitlerianas para garantizar la protección del núcleo familiar.
Consciente del riesgo que corrían los niños percibidos como urbanitas privilegiados de clase profesional (sospechosos de judeomasónicos o de críticos del Tercer Reich y de la anexión de Austria), Elsa Stowasser apuntó a su hijo a una escuela pública y trató de hacer de él un adolescente gregario más. El pequeño Friedrich tuvo que dejar la libertad que había encontrado en una escuela Montessori de ambiente familiar.
Ello no evitó la tragedia familiar, pero afianzó la desconfianza visceral de Friedrich hacia la autoridad.
Al final de la II Guerra Mundial, el joven Friedrich Stowasser pasó una temporada en el campo para recuperarse del trauma físico y psíquico de la devastación ante él, perceptible tanto en ciudades y pueblos como en unos valores humanistas que habían sido arrasados.
En esta tierra baldía, Friedrich Stowasser se enfrentó al destino de su tiempo para los centroeuropeos de gran sensibilidad: el pesimismo de quien lo ve todo arrasado y cree que el mundo de ayer, al no poder volver igual, ha desaparecido (Stefan Zweig acabará suicidándose en Brasil unos años más tarde); o la afirmación individualista y solar de la vida, un gesto entre vitalista e instintivo propio de otro vienés de origen judío, el médico y filósofo Viktor Frankl, autor de El hombre en busca de sentido.
Afirmar la existencia
Hundertwasser optó por aferrarse a la vida y otorgar un sentido plástico y físico a su existencia, a través de un arte y una arquitectura personales e inclasificables. Durante sus años de exploración y de amistad con pintores coetáneos como Ernst Fuchs, leyó a Nietzsche, Meyrink, Lao-Tsé, Freud.
En 1948, obtenía su licenciatura. Tras unos meses de profesor de bellas artes en Viena, emprende una serie de largos viajes: primero a través de Italia, después a París (donde habitará esporádicamente), y en el invierno de 1951 a través de Marruecos y Túnez.
Dos años más tarde, pintaba la primera espiral, forma ubicua en la naturaleza que aparecerá en la estructura y los motivos de muchas de sus esculturas, maquetas y edificios.
Luego, ya en la madurez, y mientras muchas de sus actuaciones arquitectónicas se hacen realidad (entre ellas, actuaciones sobre el «derecho a la ventana» en edificios grises y desangelados, equipamientos públicos como fuentes y parques, templos para distintas confesiones, viviendas unifamiliares, edificios administrativos, fabriles y de viviendas), Hundertwasser visitará Japón (en 1962 se casaría con la artista Yuko Ikewada, aunque la separación llegaría poco más tarde, en 1966), Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda.
Sus realizaciones arquitectónicas, denominadas con la referencia «ARCH» y un número de dos o tres dígitos, mantendrán su epicentro en una Mitteleuropa que había perdido su vieja fluidez y sólo podría recuperar su vigor a través de una refundación humanista y ecológica, atenta a las particularidades y, desde éstas, a un universalismo enriquecedor y respetuoso con tradiciones y derechos individuales.
Construir, habitar, pensar
Abogó a lo largo de su carrera —y se aseguró de que su archivo y obra lo harían en la posteridad— por un arte ligado a una manera de ver y habitar el mundo, la habitación y el urbanismo que debía evitar la ingeniería social y reconciliarse con el sentido de comunidad y los ritmos de la tierra y la naturaleza.
La alternativa al arraigo que trataban de exponer, desde distintas perspectivas, el filósofo Martin Heidegger (autor de Construir, habitar, pensar, 1951) y el escritor Hermann Hesse, era una alienación a gran escala que ya había sido puesta a prueba y conducía a la infelicidad, el desarraigo, la destrucción, la supeditación del fin a los medios.
Con un estilo orgánico y cromático propio de la confluencia de culturas de la Mitteleuropa, heredera del simbolismo de Gustav Klimt, el expresionismo de Egon Schiele, el cubismo de Paul Klee y la melodía fertilizadora de los valles alpinos y el Danubio, Hundertwasser trató de acercar a las personas entre sí, y a éstas con la naturaleza a través de un urbanismo verde, inclusivo, colorido, denso y amable a la vez.
El mundo onírico de Fritz
Los abrigos concebidos por Hundertwasser trazan paralelismos con Antoni Gaudí y los arquitectos orgánicos, con Frank Lloyd Wright en cabeza, si bien el arquitecto austríaco sustituirá las proezas técnicas inspiradas en la naturaleza de Gaudí o las líneas generosas y espaciosas del individualista Frank Lloyd Wright por un sentido de la responsabilidad con la población centroeuropea, heredera de un viejo cosmopolitismo que había saltado por los aires tras el colapso del Imperio austrohúngaro.
El historiador del arte, crítico y ensayista austríaco Wieland Schmied, reflexionaba en el prefacio de un libro dedicado a la arquitectura de Hundertwasser (Angelika Taschen, 1991) sobre la inspiración y el empeño creativo de éste. En un texto titulado El topo: madre de todos los arquitectos, Wieland evoca:
«Hundertwasser sólo sueña con una cosa: construir. Este sueño es casi tan antiguo como el de pintar. Al fin y al cabo, el hecho de construir se manifiesta para él en término existenciales. Construir implica protegerse, prepararse un refugio, una madriguera donde cobijarse. El hombre que no tiene cobijo busca sin cesar un alojamiento o —aún más— un punto de apoyo, un lugar fijo desde el cual orientarse».
«Las experiencias de la infancia existen sin duda para algo: cuántas veces la SA y la Gestapo habían picado a la puerta para obtener información de la familia judía de su madre. Fritz Stowasser, con apenas 13 o 14 años entonces, debía constantemente intentarse nuevas historias. Cómo le hubiera gustado poder desaparecer bajo tierra para que nadie lo encontrara».
Blandir el pincel desde una ventana
Wieland Schmied reflexiona sobre la predilección del joven Friedrich Stowasser por la incansable constructora constructor de grutas, y su intención de convertirse, en tanto que Hundertwasser, en un «topo vidente», para el cual ver es esencial: de ahí la presencia de puntos de fuga en su pintura, así como ventanas y chimeneas en diseños conceptuales de vivienda que, realizados o no, mantendrán siempre ese apego a la protección subterránea y a las cubiertas de tierra y vegetación.
Las «madrigueras» de Hundertwasser, reflexiona Schmied, invitan siempre al contacto con el exterior desde un núcleo íntimo e introspectivo que muestra la timidez (vital, patológica, contra la que luchará durante toda su vida adulta) del creador.
Las ventanas y las chimeneas de ventilación no son una función, sino un derecho fundamental: la vivienda ideal, imaginada en 1962, debía tener 1.000 ventanas (o acaso mil y una, como la compilación literaria). Las ventanas son ojos (o, si una vivienda se transformara en navío, las aperturas serían ojos de buey):
«El Hundertwasser introvertido vuelve a la tierra, se acurruca en su madriguera. Friedensreich el extrovertido se vuelve y observa el mundo a través de miles de ventanas. Pero eso no es suficiente. Él también quiere que el mundo le vea. Quiere ser remarcado y reivindica, de este modo, el “derecho a la ventana”.
«Él quiere poder asomarse a la ventana y pintar de todos los colores, todo el contorno de la ventana, y abarcar tan lejos como le permitan los brazos que sostienen el pincel».
Aquí vive un ser humano
Al fin y al cabo, Friedensreich (con el significado ambiguo de “reino de la paz” y “rico en paz” o “pacífico”, nombre acuñado por él mismo) Hundertwasser (“cien aguas”), no se interesó por el efectismo vacuo y con fecha de caducidad, sino por elementos que llamaran la atención sobre la «humanidad» de quienes viven más allá de un alféizar colorido.
El segundo y tercer nombres elegidos por Hundertwasser, Regentag y Dunkelbunt, evocan las expresiones «día lluvioso» y «oscuro, de múltiples colores».
Así, al primer vistazo de la ventana juguetona, con su alféizar de fantasía, cualquier paseante podría reconocer:
«Aquí vive un ser humano».
Y cómo deshumanizar a alguien que tiene garantizada una techumbre personal e intransferible. Un lugar desde donde construir, habitar, pensar.
Todo individuo tiene derecho a crear, a elegir su propia versión de un «reino de la paz con cientos de aguas».