En la megalópolis de los Grandes Lagos, todas las rutas se definen con respecto a Chicago. Hoy asociada a las tensiones socioeconómicas y raciales que la han convertido en una de las ciudades más peligrosas de Norteamérica, la mayor ciudad del Medio Oeste vio nacer la versión industrial del país.
En Chicago se dieron las condiciones para que la ingenuidad y la iniciativa empresarial dieran con modos más eficientes de distribuir alimentos por todo el país y, luego, al resto del mundo.
Allí también, materiales como el acero permitieron convertir los edificios del centro de la ciudad en los primeros rascacielos, que se aliaría con otra invención de la época, en este caso originada en Nueva York: el ascensor de vapor.
La leyenda del Outfit de Chicago no empieza ni acaba con los esbirros elevados a la categoría de leyenda, como el propio Al Capone. La mafia de la ciudad, con intereses en los Grandes Lagos y toda la cuenca del Misisipí y sus tributarios, inspiró títulos imprescindibles de la novela «hardboiled» y el cine negro.
La urbe del Medio Oeste
Se conoce menos la relación entre los sindicatos del crimen del Medio Oeste y el lugar estratégico de Chicago en la consolidación de Estados Unidos como potencia industrial y comercial a finales del siglo XIX: avances tecnológicos en el transporte conectaron, a través del ferrocarril y del tráfico en barco a través de los Grandes Lagos, la producción de grano y carne de la cuenca del Misisipí con las principales ciudades de Norteamérica y Europa.
A finales del siglo XIX, Chicago se imponía a otras metrópolis con acceso a amplias regiones ganaderas y agrícolas, como Buenos Aires, como centro de abastos mundial, capaz de imponer los precios de las principales mercancías para el consumo humano y animal, y con acceso a los mayores contratos de distribución de alimentos conocidos hasta la fecha. La mafia de la ciudad se las ideó para enriquecerse en sectores como el del empaquetado y la distribución de los alimentos.
Hoy, el visitante ocasional debe conformarse con referencias deshilachadas de la historia que conecta producción y distribución alimentaria en torno a Chicago, si bien las rutas aéreas, viarias, de ferrocarril y marítimas entre el río San Lorenzo y el Lago Michigan, están condicionadas por la actividad en la ciudad, todavía centro de abastos global; eso sí, más que controlar la distribución de grano y carne, la ciudad se dedica a un negocio cada vez más alejado de lo que ocurre en sus centros logísticos, pues su bolsa de materias primas trata con flujos de materias primas de todo el mundo.
Colchas bordadas con retales
Hacia el poniente de Illinois y siguiendo la frontera con Canadá, Wisconsin orienta su idiosincrasia y economía hacia la boyante Minesota. En ambos Estados, la dureza del invierno contrasta con un verano verde y apacible, que hacia el Oeste evita la humedad de la región de los Grandes Lagos.
La actividad incansable de los insectos de la zona es apenas perceptible para el viajero que, como nosotros, haya pasado un tiempo en los lagos del interior de Canadá. En el Wisconsin rural, notamos por primera vez la musicalidad del acento de la zona, que conserva el deje nórdico de las familias alemanas y escandinavas que se asentaron en una zona plagada de reminiscencias arquitectónicas y paisajísticas del norte europeo.
La cultura popular de Wisconsin y Minesota está plagada de referencias a un carácter endurecido por inviernos severos e interminables y veranos calurosos; la poca densidad de población y la devoción religiosa de núcleos familiares que conservan su ligazón con un pasado exigente en explotaciones agrarias dispersas en el territorio, marca el tono taciturno y desencantado de las novelas de Jonathan Franzen (su padre, de Minesota, es hijo de inmigrantes suecos), o la novela gráfica de Craig Thompson Blankets (Thompson creció en una familia evangelista de la región).
Calor en Europa, verdor en las praderas
Las colchas tradicionales elaboradas con retales en la América rural («quilt»), hilo narrativo de la conmovedora Blankets, evocan otro testimonio de la cultura popular del Medio Oeste más inhóspito: el cartel de Fargo (1996), la comedia negra de los hermanos Coen, imita las colchas bordadas de las colinas rurales entre Wisconsin, Minesota y el inicio de las Grandes Praderas.
La propia localidad de Fargo, en la frontera entre Minesota y Dakota del Norte, es a la vez la mayor ciudad de este último Estado y urbe que concentra los servicios de un inmenso territorio, pese a contar con apenas 125.000 habitantes.
El celebrado personaje de la policía embarazada de Fargo, protagonizado por Frances McDormand, basa su credibilidad y aparente ingenuidad en la pantalla en su dulce deje, un acento americano cuya dicción retiene entonaciones escandinavas que todavía son comunes en la zona.
Así lo atestiguamos al interesarnos en un establecimiento local sobre el verde omnipresente en el paisaje. Nos responde una mujer de mediana edad. Este año, nos dice, el invierno no acabó hasta junio. La nieve dio paso a lluvias cotidianas que sólo cesaron a inicios de verano.
Nativos americanos: una resistencia mil veces franqueada
Hemos recorrido ya más de 1.500 millas de un total de 4.000 hasta San Francisco; al acercarnos al ecuador de nuestro periplo, ya tenemos claro que una de las apuestas de la Administración Trump para ganar su reelección pasa por las infraestructuras: durante todo nuestro recorrido y hasta la frontera entre Oregón y California, las autopistas interestatales y carreteras estatales acumulan centenares de millas en plena remodelación, con carriles cerrados al tráfico por mejoras y nuevo asfaltado.
Semejante despliegue en los Estados menos poblados —y más proclives a votar por Trump— alimenta a las economías locales deprimidas a base de subcontratas, y el empleo en torno a este trabajo —aunque temporal y dependiente de la financiación pública— centrará muchas conversaciones familiares en lugares de la América profunda antes de las elecciones. Kirsten y yo comentamos en varias ocasiones no haber encontrado ningún artículo o mención del fenómeno en la prensa o las redes sociales.
Paramos a dormir en el centro más recóndito de un Estado ya de por sí recóndito, Dakota del Sur. «Nadie que no sea de por aquí o de cerca hace un viaje de placer por los pueblos de Dakota del Norte», nos dice otro contertulio, al que corrijo: nadie, si descartamos las revueltas en torno a las protestas de la primavera de 2016 en la reserva india de Standing Rock, que se extiende de norte al sur a lo largo del río Cheyenne, entre las dos Dakotas.
Las protestas, relacionadas con el impacto medioambiental del oleoducto Dakota Access, han dejado un resentimiento en la zona que sólo podemos intuir, pues los intentos por evocar los eventos se toparán con un silencio cauto y algo tenso.
Depender del coche en una región despoblada
Lo que ocurre en las reservas indias de la región, no es material de conversación con extraños (no hay un ciudadano de las Dakotas tan iluso como para no comprender el simbolismo de Standing Rock, la tierra ancestral a la que fueron confinados, entre otros, Tatanka Iyotanka, alias Toro Sentado): el impacto medioambiental del oleoducto importa menos que el acceso a puestos de trabajo que permitan ganarse la vida.
De nuevo, la desconfianza y el instinto de supervivencia en lugares donde las adicciones y los largos trayectos en coche al trabajo forman parte de la realidad de la mayoría, parecen ganar la batalla a consideraciones más ponderadas, presentes en urbes y regiones más dinámicas del país.
La amabilidad de la gente y el interés que suscita nuestro viaje complica cualquier interés en la opinión política o los detalles más arduos del periplo vital de cada interlocutor. En una ocasión, apenas podremos charlar unos minutos con el anfitrión de una casa de huéspedes donde decidimos pernoctar y hacer un vídeo: hemos llegado a las 7 de la tarde pasadas y nuestro contertulio está visiblemente agotado. Conoceremos, a través de su compañera, que se ha levantado a las 5 de la mañana para llegar a tiempo a su trabajo en Fargo a dos horas de distancia hacia el Este (en velocidad legal) de su casa.
Partimos hacia el Oeste con destino a Montana, donde el verde monótono y la llanura interminable de las praderas da paso al terreno más seco y escarpado propio de las mesas del alto desierto, cuyos ríos y tributarios deciden orientarse hacia el Oeste y no hacia el Misisipí.
Leyendas de las Badlands de Dakota del Norte
La Gran Cuenca de las Rocosas está todavía muy alejada, y tanto la vida cotidiana como la mentalidad y la realidad histórica de las localidades que atravesamos en el noroeste de las Dakotas sigue dirigiendo su punto de mira hacia Minesota y más allá: con mejoras tecnológicas implantadas a mediados del siglo XIX en el Oeste de Dakota del Norte, la carne de la región pudo llegar en buen estado a Chicago y, desde allí, a todo el país.
Al tomar la interestatal 94 hacia el Oeste en Dakota del Norte, hay una parada ineludible: allí donde las praderas dan paso a las primeras mesas y cañones escarpados, se erige el principal monumento a Theodore «Teddy» Roosevelt, que decidió comprar terreno en las Badlands 35 millas al norte de la localidad de Medora, y erigir allí el rancho Elkhorn.
Roosevelt, un cazador afiliado al Partido Republicano de la época, se aliaría con el incipiente conservacionismo de la época para crear la primera red mundial de Parques Nacionales, territorio protegido de la explotación ganadera o industrial.
Pero las tierras baldías en torno a la entonces «boomtown» de Medora albergan mucho más que el inconfundible paisaje de Western que hoy constituye el Parque Nacional Theodore Roosevelt, frontera natural entre las praderas y el Oeste. En Medora nació el método de empaquetado industrial de carne que permitiría su conservación durante su envío en tren hasta Chicago.
El duelo entre un futuro presidente y un noble buscavidas
El impulsor de la industria del procesamiento y empaquetado de carne refrigerada con bloques de hielo es un personaje no menos romántico que el propio Roosevelt, ese chico bien de Nueva York educado en Harvard que dejó la Costa Este para cazar y dormir a la intemperie en las Badlands, para convertirse después en ambientalista pese a él mismo, y en el 26 presidente de su país.
Su apellido abreviado no deja a nadie indiferente en Dakota del Norte, si bien el tiempo ha borrado su leyenda tanto en Estados Unidos como en su país de filiación, Francia (pese a haber nacido en Túnez y descender de una familia noble de Cerdeña con origen en la Corona de Aragón): el marqués de Morés. Su nombre completo es digno de su leyenda en el —todavía entonces— salvaje Oeste: Antoine-Amedee-Marie-Vicent-Amat Manca de Valombrosa.
Nacido en 1858, el marqués de Morés se casó en Europa antes de partir para las Badlands en 1882. Poco después, en 1885, tentó a un duelo a Theodore Roosevelt; el futuro presidente evitó las provocaciones de Morés.
De haber ocurrido, el duelo podría haber cambiado el curso de la historia moderna: sin Morés, la industria del procesamiento industrial no se habría desarrollado como lo hizo; sin Roosevelt, quizá Yellowstone y Yosemite no se habrían protegido, y la historía hablaría de otro vigésimo sexto presidente.
Morés, racista convencido y miembro de la Liga Antisemita de Francia, fundó una organización en su país de origen que promovía un «nacionalismo extremo con un reducido socialismo económico, racismo y acción directa». En ocasiones, la historia olvida a los personajes más incómodos, si bien los edulcora en ocasiones: nadie pone el acento en el Thomas Jefferson propietario (y violador) de esclavos.
Un rancho en tierra baldía
Cuesta creer que la biografía del marqués de Morés no se haya merecido un ensayo a la altura del que Edmund Morris dedicó a Theodore Roosevelt. Como sintetiza la contraportada de la biografía sobre Teddy Roosevelt, el libro…
«…es la historia de siete hombres —un naturalista, un escritor, un amante, un cazador, un ranchero, un soldado, y un político— que convergieron a los 42 años de edad para convertirse en el presidente [estadounidense] de la historia».
Un trabajo biográfico similar sobre Morés también podría recurrir a una metáfora análoga. Eso sí, sin guinda ni más pastel que uno de carne congelada.
El paisaje de las Badlands no nos dejará, de un modo u otro, hasta alcanzar nuestro destino en el norte de California. Atravesaremos las refinerías de petróleo de Billings, la capital de Montana, para jugar a continuación a un curioso juego de la oca: nuestras etapas se dirimirán entre apacibles localidades de tamaño medio, elevada calidad de vida y acceso a deportes al aire libre (entre ellos, el esquí alpino).
Entre éstas, se hallan varias de las ciudades de montaña y universitarias que aparecen anualmente en la lista de los mejores lugares de Estados Unidos para vivir según los editorialistas de la revista de estilo de vida activo Outside Magazine: primero llegarán, sin salir de Montana, Bozeman (localidad que conozco desde una estancia lectiva en el verano de 2008, sede de Montana State University), Missoula (sede de Montana University y «hermana progresista» de Bozeman) y, antes de entrar en California, Bend, la localidad del alto desierto del interior de Oregón, a la que hemos acudido en varias ocasiones.
De viejas y nuevas fronteras
Las tres localidades bregan con un fenómeno de nuestro tiempo: la llegada de ciudadanos procedentes de California y otros Estados con un elevado coste de la vida, que compran viviendas a un precio inferior al logrado por la venta de sus moradas anteriores, y usan el dinero restante para realizar una apacible transición hacia una nueva oportunidad vital.
Este influjo de californianos ha aumentado el recelo y el cinismo en Bozeman, Missoula o Bend hasta el punto de que un familiar de Kirsten, residente actual de Bozeman, nos ilustraba el fenómeno con los apelativos que los locales emplean para describir la intensidad del fenómeno: Bozeman es ahora «Boz-Angeles» o, si se prefiere, «Boz-Vegas».
Tres jornadas después de dejar Montana atrás, llegamos a nuestra destinación. El odómetro del vehículo de alquiler se sitúa en 3993 millas (6426 kilómetros) cuando apago el motor en el pequeño aeropuerto de Santa Rosa, dedicado al dibujante local Charles Schultz.
El inicio del periplo desde Montreal, en Canadá, hasta Nueva York, que habíamos efectuado en otro vehículo de alquiler, se situó en poco más de 3000 kilómetros. En algo más de tres semanas, hemos recorrido cerca de 9500 kilómetros a través de Norteamérica.
Para situar la cifra en perspectiva, la distancia en línea recta entre Nueva York y París, ciudad donde residimos en la actualidad, asciende a 3628 millas, o 5838 kilómetros.
«¿Qué se siente cuando uno se aleja de la gente y ésta retrocede en el llano hasta que se convierte en motitas que se desvanecen? Es que el mundo que nos rodea es demasiado grande, y es el adiós. Pero nos lanzamos hacia delante en busca de la próxima aventura disparatada bajo los cielos». Jack Kerouac, On the Road (1957).
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