Al conceder una importancia desproporcionada a la popularidad y a la rapidez, la producción de información vive en un momento de desconcierto que contribuye a aumentar la cacofonía en las redes sociales, en lugar de paliarla con un análisis a medio término y contextualizado de lo noticiable.
Es más fácil teorizar un remedio que ejecutarlo. Ocurre que no nos encontramos siquiera en el momento previo a diseñar acciones que palíen los principales desajustes de una dieta informativa fragmentada y liberada en las dietas sociales como señuelo evolucionista a la caza del mítico halo memético.
No existe, para empezar, un diagnóstico claro y aceptado por audiencia, medios tradicionales y nuevos métodos de distribución sobre lo que ocurre, más allá de constatar lo obvio: el aumento de la fragmentación de medios y formatos y el impacto económico que Internet ha tenido sobre el negocio periodístico, desde el acaparamiento de negocios de clasificados por grandes plataformas al descenso del negocio publicitario en la prensa escrita, que de momento no se compensa con un aumento tímido de la publicidad en línea, también dominada por los repositorios e intermediarios de la información, la mayoría con sede en Silicon Valley.
Pablo Boczkowski, profesor de ciencias de la comunicación en Northwestern University, ha estudiado la evolución del consumo informativo en los últimos años; la transformación ha sido dramática.
Hoy, el acceso a la información es interactivo y a menudo se produce en un contexto de fragmentación y encuentro fortuito: en los nuevos soportes, toda la información —más allá de su naturaleza o calidad— compite por la atención del espectador. En el nuevo contexto, dominan el picoteo y la atención superficial.
La difícil convivencia entre profundidad y popularidad
En dos décadas, los adultos jóvenes han pasado de asumir poco a poco los hábitos de consumo de medios de las cohortes antecedentes a abandonar viejos atavismos y considerar cualquier tipo de información (con independencia de su naturaleza o calidad) como las unidades mínimas de significado que compiten por su «supervivencia» en la red a golpe de popularidad cuantificable.
La mayoría de los jóvenes, dice Boczkowski, no acude a un soporte electrónico en busca de «noticias», sino que «se topa» con esta información en su perfil de redes sociales o mediante algoritmos de recomendación personalizados a través de la actividad de amigos, usuarios en los que se «confía» (a menudo, «superusuarios» especializados en lograr popularidad mediante una estrategia de estridencia), y personalidades admiradas.
Los «influencers» y su evolución deseada por los algoritmos —que se adaptan a normativas y exigencias como GDPR— asumen el papel de los viejos líderes de opinión (los cuales habían acaparado en los medios de masas un papel tan discutible y poco informado como el de las «micro-personalidades» que hoy proliferan en la Red).
Ni siquiera los profesionales de la información siguen los viejos hábitos de combinar la consulta generalista de la actualidad mediante telediarios y radio a primera hora de la mañana, seguido de la lectura de algún medio generalista de prensa escrita, algún diario económico y, cuando el tiempo lo permite, la lectura sosegada de semanarios y ensayos especializados.
Hoy, la rutina está dominada por la persecución obsesiva de los temas que demuestran su interés en tiempo real; artículos populares y memes se funden en un único producto deshilachado (aunque esté compuesto, precisamente, de «hilos» de Twitter); y tanto newsletters como podcast prometen sustituir con su análisis-relámpago y low-cost la densidad y profundidad de los semanarios y medios especializados, que hoy también evolucionan para evitar la irrelevancia.
Cuando la realidad resbala
Plataformas sociales como Twitter tientan las aguas y, a partir de la actividad generada, llega la adaptación de lo que queda de la vieja taxonomía de la actualidad y teorías del establecimiento de la agenda superadas.
El consumo electrónico de la información no sólo invita al picoteo, sino que dificulta la concentración y el tiempo dedicado a cada pieza, así como la propia comprensión de lo noticiable: al priorizar las reacciones y la estética superficial sobre el efecto y las implicaciones a medio plazo, las noticias amplifican su huella superflua y ofrecen la sensación de que el impacto o distribución (la popularidad orgánica) son hoy intercambiables con la legitimidad.
La mutación en la manera de consumir la información ha acabado influyendo sobre la propia teoría del conocimiento (epistemología) en torno a lo noticiable y a ideales aspiracionales que mantenían la tendenciosidad en niveles tolerables: la objetividad y la verdad se convierten en conveniencia y posverdad o «hechos alternativos».
En febrero de 2017, Elizabeth Kolbert exponía en un artículo para el New Yorker por qué los hechos no nos hacen cambiar de opinión (ni nos invitan a meditar nuestras lagunas de conocimiento de una materia determinada). En el viejo modelo, cuando una opinión sobre una nueva ley o sobre un tema complejo carecía de fundamentos sólidos, ésta perdía su recorrido potencial.
En el nuevo contexto, basta que esta tesis tendenciosa encuentre entusiastas o se asocie con una misma línea de informaciones tendenciosas para que el efecto bola de nueve cree un sustituto de la vieja legitimidad, basado no ya en el reconocimiento de lagunas y la mejora de las viejas tesis, sino en imponer su tendenciosidad debido a su popularidad.
Periodismo kardashianista
Qué más dará si lo que sigo es cierto o no, se preguntarán Trump y sus asesores al bombear bulos y medias verdades en la cuenta de Twitter del presidente estadounidense. Estos globos sonda cumplen una y otra vez con el cometido de desviar la atención y reforzar la imagen de «llaneza» y proximidad impostada de un personaje que podría haber sentado en la misma mesa a Hugh Hefner, a la mafia neoyorquina y a los telepredicadores evangélicos más fanáticos.
La agenda informativa está compuesta por pequeñas dosis personalizadas de cultura popular, entre noticias procedentes de grandes medios, comentarios y fragmentos recocinados sobre éstas, y mensajes que se autodestruyen (literalmente, como en Snapchat, o en sentido figurado, al perder cotas de popularidad con la misma rapidez que propulsó su ascenso meteórico).
In 1996 Terry Pratchett interviewed Bill Gates for GQ and accurately predicted how the internet would propagate and legitimise fake news. Gates didn’t believe him. pic.twitter.com/MqjawT4NVV
— Marc Burrows⚡️ (@20thcenturymarc) May 28, 2019
Michael Luo dedica un artículo, también en el New Yorker, a analizar por qué —dice— urge una información más sosegada y atenta al contexto, a la riqueza de perspectivas y a las implicaciones derivadas de cualquier temática compleja.
En su artículo de 2017, Kolbert citaba la tesis de los científicos cognitivos Steven Sloman y Philip Fernbach, según los cuales todos creemos —armados de nuestro teléfono, de un poco de tiempo y del mecanismo de retribución instantánea de las redes sociales— saber más de lo que en realidad conocemos.
Armados de este efecto distorsionador, los antiguos espectadores pasivos sustituyen la vieja aspiración a contribuir en el debate público por la militancia fanática en cualquier causa (y la confrontación enconada contra antagonismos percibidos, aunque ellos hayan surgido hace apenas un instante y sean fruto de un bulo: «votaré a Trump porque vi en Facebook que el Papa lo recomendaba como candidato»).
Google y las bolas de cristal
Los pies de barro de la vieja epistemología surgida durante la Ilustración en el nuevo contexto informativo, ceden ante la falta de autocrítica de espectadores que no se conforman con un papel pasivo y asumen el rol de expertos en temáticas que desconocen y sobre cuyas implicaciones no han reflexionado.
Steven Sloman y Philip Fernbach exponen los riesgos de confundir el acceso al buscador Google y la popularidad de lo que uno lee o comenta con una autoridad basada en el conocimiento de una materia. La opinión superficial gana la batalla en popularidad a la autoridad del análisis, el contexto, la ponderación y la obligada lentitud del proceso reflexivo que pretende trascender la atención del instante.
Si los nuevos líderes de opinión informales sobreestiman su conocimiento y refuerzan debilidades con la perspectiva igualmente desinformada, más problemático es el efecto de este fenómeno: estas comunidades se nutren de información relacionada igualmente pobre y sesgada, y se adentran en espirales de desinformación que alcanzan audiencias millonarias:
«Cuando los miembros de un grupo no conocen demasiado [un tema] pero comparten una posición, los miembros de este grupo pueden reforzar el sentido de comprensión respectivo, y hacer que todos perciban que su posición está justificada y su misión es clara, incluso cuando no existe una experiencia real que le dé un apoyo sólido. Cada uno percibe al resto como justificación de su punto de vista, por lo que esta opinión se fundamenta en un espejismo».
Este fenómeno perverso que amplifica la difusión de desinformación (debido, en parte, al carácter rentable del fenómeno para los repositorios que distribuyen la información sin responsabilizarse de ella), tiene un antídoto, explica Michael Luo en el New Yorker.
El auténtico antídoto a la desinformación: un público formado
Su aplicación a gran escala es, sin embargo, ilusoria, pues consiste en obligar a quienes difunden desinformación a explicar con detalle qué ocurriría si su punto de vista sobre alguna propuesta política o problema concreto fueran puestos en práctica. Sloman y Ferbach argumentan en su libro que es al exponer una «explicación causal» cuando atisbamos hasta qué punto somos ignorantes en el problema que hasta ese momento percibíamos como preclaro.
Esta conclusión nos conduce, según los autores, a mantener posiciones menos enrocadas en los temas de actualidad y a cuestionar la legitimidad de cualquier posición extremista.
Los medios pueden reconocer en estos patrones una oportunidad: la profundidad y el análisis tienen un valor intrínseco que no aparece entre el ruido superficial, pero que en cambio logra mayor interés. Y —concluye Michael Luo— el periodismo que se compromete con la complejidad y examina las implicaciones del hecho noticiable está en condiciones de servir mejor al debate público.
Darwin, on cultivating the habits to combat his own confirmation bias: pic.twitter.com/MmdZp8lA8D
— Kevin Mitchell (@WiringTheBrain) May 26, 2019
Eso sí: sólo un número reducido de lectores tendrá la capacidad y realizará el esfuerzo de abrirse paso más allá de la superficie y, en vez de acudir en búsqueda de los mensajes y comunidades en foros tendenciosos que retroalimentan las cámaras de eco, tratará de informarse sobre los eventos más decisivos desde distintos puntos de vista: argumentación, opinión y nivel técnico variarán en la información consultada, que en ocasiones se enriquecerá con conversaciones, exposiciones, libros o consultas eclécticas en la Red.
El mejor antídoto para combatir la polarización y la supersticiosa tendenciosidad del mundo informativo en que nos adentramos pasa por la vieja receta humanista: una sólida formación y cultura general, acceso a información de análisis que reflexiones sobre temáticas una vez se haya asentado el polvo y la polémica apresurada de la novedad.
El truco de Darwin (explicado por él mismo)
Ni siquiera Charles Darwin estuvo a salvo del fenómeno de los prejuicios y el sesgo a la hora de cribar información relevante. En su autobiografía, Darwin reflexiona sobre la rutina que instauró mientras escribía El origen de las especies, para así evitar ser presa fácil de falacias y especulaciones aceptadas por la convención de su tiempo (que vio nacer «disciplinas» pseudocientíficas —algunas de ellas derivadas de sus propias tesis— como el espiritismo, la eugenesia y la frenología):
«Creo que el éxito del Origen puede atribuirse en gran parte a que mucho antes yo hubiera escrito dos esquemas condensados, y a que finalmente resumiera un manuscrito mucho más grueso, que ya era a su vez un resumen. De esta forma pude seleccionar los datos y conclusiones más notables.
«Durante muchos años he seguido también una regla de oro, a saber, que siempre que me topaba con un dato publicado, una nueva observación o idea que fuera opuesta a mis resultados generales, la anotaba sin falta y en seguida, pues me había dado cuenta por experiencia de que tales datos e ideas eran más propensos a escapárseme rápidamente de la memoria que los favorables. Debido a esta costumbre se hicieron muy pocas objeciones contra mis puntos de vista que yo no hubiera al menos advertido e intentado responder».
Es posible servirse de consejos prácticos como el propuesto por Charles Darwin en su autobiografía para no caer en el sesgo de confirmación. Los primeros en beneficiarse de su aplicación serían los compatriotas contemporáneos de Darwin.
A estas alturas, el rigor de cabeceras como Financial Times, The Economist o The Guardian es incapaz de contrarrestar la fuerza de la desinformación en el debate público.
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