En Muerte en Venecia, la novela corta de Thomas Mann, asistimos a los últimos días de Gustav von Aschenbach, un escritor alemán consolidado que decide cambiar de aires para reverdecer su preciada rutina (trabajo regular en su apartamento burgués de Múnich y escapadas a la cercana casa de campo cuando es necesario).
Como un ave migratoria que no ha perdido del todo su instinto, Aschenbach sabe que debe acercarse al Mediterráneo para bañarse en su plácida exuberancia, suficientemente familiar para una personalidad prusiana aquejada por la obligación de producir a diario, pero lista a saborear únicamente un cambio de aires sin abandonar Europa.
“Clearly, we’ve been going backwards.” Lessons in carpentry, with Francis Fukuyama https://t.co/1faxMxqmf5 From @1843mag
— The Economist (@TheEconomist) November 6, 2020
Descendemos con el maduro escritor hasta Trieste, entonces todavía ciudad franca del Imperio Austro-Húngaro, y desde allí a la costa istria del Adriático, antiguo territorio veneciano entre los territorios austro-húngaros de Eslovenia y Croacia, y una de las razones de peso que provocaron la entrada de Italia en la Gran Guerra, de la que no hay rastro en la novela, a no ser por la lentitud y el ambiente de abandono que sorprende a nuestro escritor, quien decide en el último momento tomar un vapor hacia donde, quizá, había querido ir desde el inicio: la promesa de Venecia.
De Alemania al Mediterráneo
Y ahí empieza la auténtica historia de la novelilla, llevada después al cine por Luchino Visconti: la necesidad existencial del autor de sentirse vivo, su obsesión con el adolescente polaco que se hospeda con su aristocrática familia en el mismo hotel que el autor… y el ambiente cada vez más opresivo y emponzoñado de una ciudad cuyas autoridades esconden el secreto de una pandemia que avanza entre la población, pero que nadie reconoce por miedo a los daños económicos y de imagen para una ciudad que vive del turismo de la Europa septentrional.
Nada para lo que no estemos preparados en 2020, en definitiva. El decadente aburrimiento de una clase intelectual acomodada, punta de lanza de una sociedad aburrida en su pacífica prosperidad de las últimas décadas, que saltará por los aires poco más tarde. La intención de asomarse al abismo de la sensualidad prohibida asociada desde el norte con un Mediterráneo que sólo existe en sus prejuicios… El colapso de un viejo mundo que no ha sabido renovarse.
Una década después, y desde el agotamiento moral e intelectual producido por la Gran Guerra que había propiciado tanto las revueltas obreras del norte de Italia como el ascenso del fascismo en el país, Antonio Gramsci describiría así la peligrosidad de los momentos de interregnum, habitados por la dudosa moralidad del oportunismo y la falta de escrúpulos de arribistas, charlatanes y demás encantadores de serpientes (tildados de «hombres pequeños» por el escritor alemán de entreguerras Hans Fallada). Según Gramsci (recordemos, encarcelado por Mussolini):
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
Estampas goyescas
Tampoco nada que no podamos haber observado en la época que nos ha tocado, tal y como escribía Andrea Muehlebach en un artículo de finales de octubre de 2016 (Trump ganaría en noviembre del mismo año) a propósito de la crisis del liberalismo: Tiempo de monstruos.
Desde su cátedra de Stanford, el economista Francis Fukuyama aprovechaba los momentos previos a las elecciones presidenciales para insistir en la prensa sobre la mezquindad de quienes tergiversan las tesis de su ensayo de 1992, El fin de la historia y el último hombre.
En una entrevista concedida a 1843, la revista de The Economist, un relajado Fukuyama reflexiona sobre las lecturas que influyeron su trayectoria desde inicios de los 80, cuando, recién salido de Harvard, entró como asistente en el departamento de Estado de la Administración Reagan, autores que alimentan las polaridades que fertilizarían su célebre ensayo una década después: Hegel, el filósofo crucial para el concepto de historicismo; y Nietzsche, que construyó su filosofía en tanto que antagonista de la idea de desarrollo lineal e incremental de la sociedad humana que había desarrollado Hegel.
Como contraste, Nietzsche pensó en un individuo que debía salir de las construcciones idealistas surgidas con el platonismo para regenerar su pensamiento y existencia, a partir de influencias tan variadas como los presocráticos, el mundo arraigado de la Europa que desaparecía con la industrialización y el marco de pensamiento que la había propiciado (idealismo, positivismo, cientificismo), y el espejo de culturas ajenas como las filosofías orientales.
De Aschenbach a Fukuyama
De ahí lo del «fin de la historia» (un guiño al historicismo del primero) y «el último hombre» (alusión al individuo próspero, mediocre y autocomplaciente que «emerge al final de la historia», y monumento al desprecio que Nietzsche sentía por el mundo material burgués —y sus antagonismos surgidos de la misma realidad y pensamiento—).
Ese individuo moderno, agasajado por el proyecto liberal consistente en copar la propia existencia con adquisiciones materiales, así como ambiciones seguras y reconocidas por la sociedad bienpensante, es un ejemplo y garante de prosperidad deseable para todo el espectro político de una democracia liberal. Y las democracias liberales son, sostiene el autor en el ensayo, la forma última y más evolucionada de gobierno para los países.
Fukuyama todavía sostiene las tesis principales de su ensayo, que fundamentaron el capitalismo triunfante de los años de Bush padre, Clinton y Bush hijo, tal era la autoestima del mundo académico anglosajón en torno a las consecuencias reales del colapso del modelo soviético.
Mucho ha cambiado en las prácticamente tres décadas que nos separan de la publicación del ensayo y la propia prosperidad de sociedades como la estadounidense no puede entenderse sin fenómenos como la desigualdad y las dificultades de los peor educados para mantener su poder adquisitivo y costear el estilo de vida prometido para «el último hombre», ese arquetipo tan desagradable (por sus ambiciones materialistas y su anti-intelectualismo acomodaticio, en el fondo tan conservador) para Nietzsche y que lo ha sido menos para el mundo neo-conservador inspirado en Fukuyama.
Interregno en nuestros años 20
El politólogo de Stanford olvidó en su análisis los riesgos del interregnum, descritos de manera tan goyesca por Antonio Gramsci. Hoy, tras lo que será un único mandato de Donald Trump, Fukuyama reitera que sigue creyendo en que la democracia liberal es el modo más desarrollado e idóneo, el estadio final de los sistemas políticos, para avanzar hacia una prosperidad generalizada; sin embargo, reconoce no haber tenido en cuenta la posibilidad de que se produjera una regresión.
El hecho de que Donald Trump sea citado por Fukuyama en su ensayo de 1992 ejemplifica hasta qué punto el sistema estadounidense estaba llamado a padecer disfunciones. El politólogo presenta al constructor (entonces un personaje para el imaginario estadounidense que los españoles podríamos haber comparado con Jesús Gil y Gil) como prueba viviente de «megalothymia», un término acuñado por él mismo que designaría a quienes tienen la necesidad de sentirse superiores.
La «megalothymia», ese subproducto del bienestar material sin fundamentos humanistas sólidos tan propio del mundo contemporáneo, habría encontrado su antagonista según Fukuyama en la «isothymia», o necesidad de reconocerse como igual a los otros. «Thymos», la raíz griega de los neologismos, es un término, había servido a Platón (recordemos, origen del idealismo y, por tanto, primer eslabón de Hegel) para designar a una de las tres supuestas motivaciones del hombre.
Según Platón, «timos» (presente en palabras como «timocracia», o gobierno de propietarios —o, como diría Nassim Nicholas Taleb, de quienes arriesgan sus propios intereses en el gobierno de las cosas y «se juegan el pellejo»—) es uno de los tres rasgos del alma. Se trataría la necesidad emocional de cualquier persona de sentirse reconocido por otros en tanto que ser humano, y convertirse así en garante de consideración y respeto.
Megalothymia y epithymia
Además de «timos», el alma cuenta con una parte racional o intelecto («nous»), así como de apetito físico y deseos («epithymia»). La etimología de «thymos» (θυμός) es origen de la ambivalencia de los conceptos de «espíritu», con su vertiente física y visceral, asociada a la batalla cuerpo a cuerpo y la caza: respiración jadeante, bombeo de sangre o derroche de ésta… pero también en asociación al impulso hacia el reconocimiento, el riesgo, valores muy alejados de la meticulosa industriosidad de la mentalidad burguesa de «último hombre» que observamos en el carácter contemporáneo. O en el protagonista de Muerte en Venecia.
«Timos» es recurrente en las epopeyas homéricas y se baña en la voluptuosidad del Mediterráneo que llevará al escritor consolidado descrito por Thomas Mann a la tragedia en el aire estancado de Venecia, propio de la fruta madura que inicia la maceración. El vino de los poemas homéricos es también espirituoso, asociado al honor, el ego, la gloria. De ahí lo de «bebidas espirituosas».
Francis Fukuyama no es un personaje de Thomas Mann y forma parte del canon anglosajón. Sin embargo, su lectura de Hegel (y Marx) y Nietzsche no es superficial o ingenua. Como el concienzudo y regular escritor laureado de Muerte en Venecia, Fukuyama no esconde su afección por el trabajo meticuloso, constante, atento a la vez a los detalles y al conjunto. Quizá por ello, decide regalar al entrevistador de 1843 el contexto idóneo para un retrato que logre la calidad peronal perenne del trabajo artesanal.
Titular y subtítulo de la entrevista sitúan el contexto: Trabajando la madera con Francis Fukuyama; El politólogo muestra sus herramientas de poder (con la ambivalencia que el inglés permite de la expresión «power tools», que se pierde con la traducción). Desde su juventud, Francis Fukuyama ha desarrollado su afición por la madera hasta convertirse —explican sus invitados— en un consumado fabricador de muebles. Las herramientas del ebanista artesanal, así como el meticuloso trabajo y la tranquila pero duradera recompensa, nos dicen mucho del personaje.
El ocio de Cicerón
En carpintería —confiesa Francis Fukuyama a The Economist desde su casa de la apacible, pintoresca y prohibitivamente selecta localidad costera californiana de Carmel-by-the-Sea—:
«La mayoría de lo que hago es para usarlo. No es para regalarlo. Tampoco lo vendo».
Una variedad interminable de herramientas, desde máquinas eléctricas a utensilios tradicionales, rodean al Fukuyama que encuentra el tiempo (entre clases, compromisos diversos, colaboraciones periodísticas, artículos científicos, ensayos) para tomarse en serio la carpintería. También ha aprendido a apreciar el mobiliario memorable y muestra su favorito al visitante: una pieza modular hecha en Alsacia antes de la Guerra Franco-prusiana, fabricado hace 150 años.
Trabajar la madera se lleva bien con la vertiente más filosófica de una ocupación tan etérea como la de politólogo. El autor de El fin de la historia parece haber optado por la segura monotonía y convencionalismos del académico laureado: de las clases en Stanford (Palo Alto, en pleno Silicon Valley) a la casa de Carmel. Del «negotium» al «otium ruris», y de vuelta al «negotium», una receta de la regularidad patricia que reconocería Cicerón, campeón del «otium cum dignitate».
Precisamente el círculo virtuoso del que pretende escapar el protagonista de Muerte en Venecia. Thomas Mann quizá se viera en ese industrioso aburrimiento. Apenas empezada la novelilla, leemos más abajo del primer párrafo:
«Sobreexcitado por el difícil y azaroso trabajo matinal, que le exigía justamente en esos días un máximo de cautela, perspicacia, penetración y voluntad de rigor, el escritor no había podido, ni siquiera después de la comida, detener en su interior las expansiones del impulso creador, de ese motus animi continuus en el cual reside, según Cicerón, la esencia de la oratoria, ni había encontrado tampoco ese sueño reparador que, dado el creciente desgaste de sus fuerzas, tanto necesitaba una vez al día».
Regresión en la democracia arquetífica de Fukuyama
Fukuyama no parece necesitar su Mediterráneo particular ni parece excesivamente preocupado por la lectura torticera y reduccionista de su influyente ensayo. Parece más preocupado (recordemos, la entrevista es anterior a las elecciones estadounidenses) por los efectos de Donald Trump sobre el «thymos» de Estados Unidos:
«Una victoria de Trump podría ser según mi punto de vista tan desastroso desde tantos puntos de vista, que no me gusta pensar demasiado en ello».
Sin embargo, pese a tratar de eludir el elefante en la cacharrería mundial de estos últimos cuatro años, reconoce:
«No elaboré realmente una teoría sobre la posibilidad de que pudiéramos retroceder. Claramente, hemos estado retrocediendo».
Reconoce que el ascenso del personaje a lo más alto redujo su confianza en el proyecto estadounidense. Siempre pensó, confiesa, que el votante podía cometer errores a corto plazo, pero que nunca cometerían un fallo garrafal.
«Y lo hicieron».
La capitulación del partido republicano ante las prerrogativas del errático presidente aumentó su incomodidad:
«Si eso es posible, entonces también lo es en muchos otros sitios».
Ahora, su versión edulcorada del último hombre de Nietzsche debe reconocer la falibilidad de las instituciones y el prestigio del país, muy alejado del triunfalismo de los años noventa y desorientado tanto en política interior como en política exterior. La regresión social e institucional son posibles en Estados Unidos y, por ende, en cualquier otro lugar.
El carnaval continúa
El autor sigue manteniendo sus tesis sobre el fin de la historia en tanto que escenario de lucha de ideologías, que es mucho decir tras el ascenso de China (con un capitalismo estatista promovido por el Partido Comunista, supuesto heredero del maoísmo) y el carnaval iliberal de los últimos cuatro años, descrito con acierto por el ensayista italiano afincado en París Giuliano da Empoli en su ensayo Los ingenieros del caos (Nota: traduje este libro, publicado en Francia por Lattès, al castellano —Oberon—).
Da Empoli, europeísta convencido, aparecía recientemente citado por The Economist a propósito de la construcción de un proyecto cultural que sea capaz de vertebrar el proyecto político europeo, contrapunto a Estados Unidos y China.
En la construcción de esta alternativa, la UE mediterránea, a menudo arrinconada en el bahúl de los clichés, quizá tenga que reivindicar su contribución al humanismo del que las herramientas que dominan nuestro tiempo parecen tan necesitadas. Recordemos que Lodovico Settembrini, el sabio de La montaña mágica, representa una vertiente fecunda del pensamiento europeo surgida en el Mediterráneo.
Entre historicismo y eterno retorno
La entrevista de 1843 con Francis Fukuyama acaba con una reflexión que quizá suscribamos con mayor clarividencia en los próximos años, una vez el iliberalismo ha demostrado su potencial para capitalizar el descontento: parece que, a lo largo del camino hacia el fin de la historia, quizá tengamos que hacer frente a la incómoda amenaza de posibles astillas.
Quizá el autor de El fin de la historia haya elegido la afición adecuada. Entre sierras de mano, niveles, cinceles, escuadras, cepillos y lijas, Fukuyama quizá haya encontrado la certidumbre formal de la madera durante el proceso de búsqueda de formas y texturas.
El mundo, con su actual combate de interregnum entre los viejos relatos del progreso historicista (la historia como sucesión de épocas que perfeccionan viejos modelos), el iliberalismo de los demagogos y el cinismo de quienes observan el agotamiento de los modelos de antaño y sus antagonistas, busca relatos creíbles que estén a la altura de los retos de nuestro tiempo.
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