California. Mencionar el nombre del Estado más poblado y próspero de la mayor economía del mundo implica invocar una potente narrativa anclada en la cultura popular desde la expansión de Estados Unidos hacia el Oeste, ligada a la agricultura, el comercio, la defensa militar, el espectáculo y la alta tecnología.
Pero el territorio dorado al poniente de Norteamérica suena hoy menos a melodías de Beach Boys y sesiones de meditación en Esalen Institute y más a preocupaciones con impacto cotidiano percibido a pie de calle que nadie parece en disposición de resolver con el solucionismo tecnológico que la región ha exportado al resto del mundo.
¿Puede la prosperidad presentar un riesgo equiparable a su ausencia en un territorio? ¿Puede Estados Unidos mantener su hegemonía en industrias punteras y servicios tecnológicos sin replicar la simbiosis entre inversión pública a gran escala, inversión privada, educación superior y falta de rigidez jerárquica que contribuyeron a la hegemonía del valle de Santa Clara?
Miserias y grandezas de la quinta economía del mundo
En realidad, el modelo según el cual grandes empresas e instituciones gubernamentales instaladas impulsan a unos pocos, que encuentran los incentivos para crear sus propias empresas y retirarse todavía jóvenes, para convertirse en inversores de la próxima generación de empresas, ha dejado de funcionar. En paralelo, Seattle o incluso Austin concentran a cada vez más sedes de grandes empresas tecnológicas.
Sea como fuere, California mantendrá su hegemonía durante mucho tiempo. De ser independiente, sería la quinta economía mundial en PIB, por delante de Reino Unido y Francia y sólo tras Estados Unidos, China, Japón y Alemania.
Sin embargo, la promesa de clima, dinamismo y atracción de sus epicentros energético, industrial y del entretenimiento en el sur, tecnológico en el norte y agrario en el interior el lustre que ocultaba los problemas del mayor Estado de la Costa Oeste.
Pese a su éxito indudable éxito económico agregado, California afronta niveles visibles de malestar, que toman distintas formas y constituyen un síntoma que no pasa desapercibido al visitante ocasional, ya sea al constatar las dimensiones de la crisis de los sin techo —que se acumulan por decenas de miles en torno a San Francisco y a Los Ángeles—, o al observar la convivencia de visiones futuristas de la tecnología y el entretenimiento con convicciones poco fundadas en la evidencia científica que influyen sobre la vida cotidiana.
El precio de planear de espaldas a la naturaleza
Los efectos del cambio climático han irrumpido también en las conversaciones cotidianas, pues las temperaturas y el régimen de precipitaciones a lo largo de ciclos de varios años repercute directamente sobre la cantidad de nieve acumulada en Sierra Nevada, la cordillera que separa a California de Nevada y proporciona recursos hidrológicos tanto a la agricultura de Central Valley como a la población.
Al miedo subconsciente de quienes han aprendido a vivir y a planear viviendas e infraestructura en la zona de influencia de la falla de San Andrés, zona de colisión entre las placas tectónicas de Norteamérica y el Pacífico, se une ahora el riesgo de que sequías e incendios restrinjan construcción residencial y agricultura.
Los californianos del norte, autosuficientes en agua, se han opuesto en las últimas décadas a cualquier ampliación que divierta más agua desde Sierra Nevada hasta el área de Los Ángeles, después de polémica en torno a la desecación del lago Mono y a su impacto sobre la vida salvaje. No obstante, todo el Estado ha tomado conciencia del impacto y escala de la última cadena de incendios, generalizados en torno a las zonas de influencia de San Francisco y Los Ángeles y con un tamaño desproporcionado con respecto a la serie histórica.
La evolución de las políticas agrarias, urbanísticas, residenciales y de infraestructuras había dado la espalda a realidades en el Estado enmarcadas en ciclos naturales, tales como el efecto de las sequías y las rachas de viento en la propagación de grandes incendios (el fenómeno conocido como viento foehn).
Impuestos, vivienda, infraestructuras, acontecimientos climáticos cada vez más extremos, percepción de inseguridad… Los mecanismos de democracia directa californianos, que permiten a la población votar sobre sus propias proposiciones si éstas alcanzan un soporte suficiente del censo, corren el riesgo de permanecer en manos de facciones del electorado que salvaguardan sus intereses en detrimento de otras facciones.
El precio del uso egoísta de la democracia directa
Debido a este mecanismo perverso, el Estado es incapaz de gobernarse a sí mismo como podría hacerlo, por ejemplo, un país europeo con ingresos equivalentes: una baja recaudación impositiva, una alergia histórica a la densidad urbanística y un mal comprendido derecho a proteger los intereses de unos pocos en detrimento de toda la población, impiden a California el desarrollo de estándares de transporte e infraestructuras equivalentes a los de Europa, Japón o, en los últimos años, China.
Le bastaría a California con reconocer de nuevo el tino de los ingenieros de caminos que trazaron el Camino Real de la California Nueva para unir cada una de las misiones franciscanas dispuestas entre la actual frontera con México y la bahía de San Francisco (el trazado que sirve ahora a la autopista que une Los Ángeles con San Francisco), para conectar ambas urbes con un tren de alta velocidad.
El nuevo gobernador, Gavin Newsom, ha tenido que calmar a quienes se oponen a una obra cara y percibida como riesgo, pese a la orografía regular del trazado y los recursos del Estado. En paralelo, sus principales zonas metropolitanas, poco densas y diseñadas en torno al transporte por carretera, se esfuerzan por mantener un transporte público percibido como último recurso por la mayoría de la población (y, en Los Ángeles, asociado con el desplazamiento de los más desfavorecidos).
Para abrirse camino a una victoria electoral para un segundo mandato (el actual fue servido en bandeja por el veterano Jerry Brown, que cumplía su segunda época de gobernador), Newsom deberá hacer malabares y demostrar que es capaz de combatir la esclerosis en terrenos como la percepción de inseguridad ciudadana, la desigualdad, el acceso a la vivienda o el estado de las infraestructuras sin traspasar leyes e inercias que son percibidas por una parte del electorado como esenciales: los votantes mayores y acomodados, propietarios del lugar donde residen y contentos del alza de su valor, se oponen a la revocación de las ventajas fiscales que limitan los impuestos sobre la vivienda habitual (comparativamente elevados en Estados Unidos).
Las dos californias: propietarios inmobiliarios y el resto
La ley que protege a estos electores a expensas de los menos favorecidos, los jóvenes y los recién llegados (incluso los trabajadores privilegiados de Silicon Valley), Proposition 13, es un escollo simbólico que contribuye a los males percibidos en el Estado, como lo es una mentalidad individualista que considera el aumento de impuestos una mala idea para dos industrias estratégicas en el Estado, entretenimiento e Internet (Hollywood y Silicon Valley).
Desigualdad económica, esclerosis en sus poblaciones más atrayentes (por, entre otras razones, el uso de mecanismos de democracia directa para bloquear sistemáticamente la construcción de viviendas asequibles), déficit recaudatorio con respecto al nivel de riqueza, incapacidad para renovar las principales infraestructuras (viarias, hídricas, energética), y una crisis de confianza que alimentan una de las contradicciones de nuestro tiempo: la región que ha moldeado el entretenimiento y la tecnología en las últimas décadas, el Estado con los epicentros mundiales del entretenimiento e Internet, Los Ángeles y San Francisco, es incapaz de creerse sus propios sueños y propuestas de solución tecnológica a los problemas de nuestro tiempo.
Por su extensión y regiones diferenciadas —por clima, población, realidad socioeconómica, dinamismo—, California ha inspirado clichés folclóricos más o menos bienintencionados y originado especulaciones acerca de posibles divisiones en hasta seis sub-Estados:
- Jefferson al norte (un territorio rural, poco poblado y poco dinámico que apoyó a Trump en las presidenciales de noviembre de 2016),
- California del Norte en la próspera franja vitivinícola al norte de San Francisco;
- Silicon Valley (bahía de San Francisco, valle de Santa Clara y bahía de Monterey);
- West California (zona costera que se corresponde con la conurbación comprendida entre Santa Bárbara y el sur de Los Ángeles);
- South California en el territorio fronterizo;
- y Central California —en el interior agroindustrial del Valle Central, entre el interior montañoso y las montañas costeras—.
Retales culturales de un sueño de libertad hacia el Poniente
En esta división, el dinamismo y el alto valor añadido de la industria tecnológica y de servicios de los epicentros costeros contrasta con las mayores dificultades del interior y los dos extremos, al norte y sur del Estado.
Basta hablar con alguna familia de cierta raigambre californiana para conocer detalles sobre la inmigración de los campesinos desposeídos del Medio Oeste durante la sequía de los años 30, que atrajo a los refugiados durante el Dust Bowl; el shock del ataque a Pearl Harbor y la posterior movilización militar del Estado; el envío de los ciudadanos de origen japonés a campos de internamiento; la prosperidad de los años 50 y 60 (una época que también vive el desarrollo del cine negro y una cultura juvenil contestataria); los años de la contracultura y sus últimos coletazos (incluyendo los traumas de dos iluminados que parecen salidos de los desvaríos de nuestra época, Jim Jones y Charles Manson)….
Todo cabe en la California que compartimos en el imaginario colectivo: la imagen controvertida de un mallorquín, Junípero Serra, fundador de 9 de las 21 misiones franciscanas de la entonces frontera septentrional de Nueva España, la odisea «okie» de John Steinbeck en Las uvas de la ira, la imagen de paraíso del poniente y Eldorado del lugar para hobos, beatniks, buscavidas acudiendo a Hollywood, trabajadores tecnológicos e inmigrantes mexicanos, moteles de carretera, suburbios comerciales y residenciales dominados por el automóvil, las señales de neón y el linóleo de los primeros establecimientos de comida rápida, veladas poéticas del poco poético escritor angelino Charles Bukowski, excursiones pasadas de vueltas al desierto de actores, bohemios y pioneros del Nuevo Periodismo…
Los universos paralelos de la bahía de San Francisco
¿Qué queda de la última iteración, desinfectada y materialista, del sueño californiano, la representada por los trabajadores de la industria tecnológica en torno a San Francisco? ¿Qué efectos ha tenido la prosperidad generada en Silicon Valley en las tres últimas décadas en la mentalidad, el tejido social y el territorio? ¿Cuáles eran los problemas a inicios de los años 90 y a qué se enfrenta ahora este polo al norte del Estado?
Los salarios ofrecidos por las principales empresas tecnológicas instaladas en la zona son los más elevados del mundo en su categoría, pero hay muchas razones por las cuales tanto empresas como trabajadores han dejado de considerar la emigración a la zona de influencia de San Francisco como condición indispensable para trabajar en el sector. El coste de la vida y el acceso a una vivienda de alquiler a precios razonables son quebraderos de cabeza generalizados (el precio medio de apartamentos y casas es prohibitivo incluso para matrimonios con dos salarios elevados).
La inseguridad y la desigualdad patente son también inquietudes que se han escurrido en la vida cotidiana de los habitantes de la zona, tanto los llegados recientemente como aquellos que deben abandonarla al ser incapaces de acceder al alquiler y la compra.
Debido a la desconexión entre los salarios de quienes no están vinculados a Silicon Valley y el coste de vida en la zona, el fenómeno de los sin techo ha dejado de ser un fenómeno aislado y afecta a adultos con problemas financieros (en ocasiones arruinados tras un costoso divorcio o una enfermedad), y a familias con escasos recursos que tratan de vivir en autocaravanas aparcadas cerca del lugar de trabajo.
Parques sólo para residentes en ciudades «progresistas»
Un síntoma de la fractura social entre propietarios residenciales y el resto de la población se encuentra en la práctica generalizada de las asociaciones vecinales en los consistorios pudientes de políticas de sutil exclusión de visitantes ajenos a la zona: Palo Alto, localidad que acoge la sede de la Universidad de Stanford y constituye el lugar de residencia de buena parte de los empresarios e inversores más influyentes en tecnología en el último medio siglo, ha aprobado normativas en sus parques para permitir un disfrute «sólo para residentes».
Los visitantes de Foothills Park no daban crédito al constatar que, en vez de «solucionar» los problemas de la mayoría de la población, Palo Alto se conforma hoy con importar el concepto segregacionista de las urbanizaciones privadas a algunos parques.
Los «parques para residentes» de Silicon Valley son el colmo de la mentalidad pseudo-progresiva que domina en la zona, la cual no encuentra incongruencias entre, por ejemplo, privatizar el acceso a una playa porque ésta se encuentra en una propiedad particular (“cada generación logra el ‘villano de playa’ que se merece”, titulaba The New York Times en el verano de 2018 en relación con la polémica de la playa exclusiva del inversor de capital riesgo Vinod Khosla), y defender posiciones progresistas siempre que éstas no afecten a sus intereses inmediatos (o fiscales).
Mientras tanto, los niveles de desigualdad en San Francisco han alcanzado nuevos niveles: la ciudad es incapaz de aumentar su disponibilidad residencial incluso para hogares profesionales con dos salarios elevados. La auténtica línea divisoria de la población en la ciudad se encuentra entre los propietarios de una o más residencias y el resto.
Una historia de dos ciudades
En San Francisco, cuya imagen había mantenido un supuesto carácter creativo y abierto en el imaginario de generaciones de jóvenes estadounidenses y del resto del mundo, hoy es posible observar fenómenos que parecen surgidos de una novela de William Gibson. Thomas Fuller dedica un artículo en The New York Times al fenómeno de un nuevo rebuscador de basuras: el rebuscador «profesional» atraído por los contenedores de las zonas residenciales más pudientes de la ciudad.
«En una ciudad inflamada por la riqueza de la industria tecnológica, los ricos y pobres viven vidas separadas. Pero ambos conectan a veces a través de la basura».
¿Es el artículo un síntoma o una salida de tono sensacionalista del periodista firmante o del redactor jefe interesado en explorar un ángulo polémico en la ciudad de la Costa Oeste desde una mirada neoyorquina? Otros fenómenos cotidianos nos hacen confiar del profesionalismo de Thomas Fuller: no sólo lo hacemos a través de conversaciones con amigos y familiares, sino mostrando la misma incredulidad que ellos cuando los vecinos en torno al puerto histórico de la ciudad (conocido con el castellano «Embarcadero») iniciaron una campaña de donaciones en el sitio GoFundMe para evitar que el Consistorio municipal instale en el área un centro de atención a personas sin techo.
La campaña, denominada Safe Embarcadero for All, vincula el fenómeno de los sin techo con la inseguridad ciudadana y con un problema ajeno a ellos, y pretende afrontar el fenómeno de la exclusión social del modo más efectivo a nivel local: enviándolo a otra parte.
Para muchos, la campaña ejemplifica la mentalidad NIMBY (Not In My Backyard), según la cual no hay medida social buena si ésta afecta a los propios intereses: un edificio que afectará las vistas desde una vivienda, un proyecto de viviendas sociales demasiado cercana al domicilio personal, cambios viarios que favorezcan el transporte público en detrimento de los desplazamientos privados de residentes con un preciado (por su exclusividad y precios exorbitantes) parking privativo… Estos y otros fenómenos ilustran lo que el periodista Michael Gibson considera un «suicidio a cámara lenta» de la ciudad en un artículo para National Review.
Antes de que la prosperidad construyera su ciudadela
El letrero de «Bienvenidos a California» pierde lustre para algunos pero, ¿se trata de polémicas pasajeras, o asistimos a un cambio de percepción (con respecto al Estado más poblado y próspero de Estados Unidos, y con respecto al país entero), por parte del resto del mundo?
Los orígenes de la fascinación por California como idea aspiracional de poco menos que el paraíso en la tierra son profundos y cuentan con ramificaciones inverosímiles. Las imágenes de John Muir, uno de los personajes clave del surgimiento del concepto moderno de Parque Nacional, sentado con su profética barba blanca frente al paisaje imponente de Yosemite, siguen representando a esa California a la que se mira con respeto.
Pero California forma parte también de la historia menos amable de Estados Unidos. Su propia entrada en la Unión parte de un conflicto injusto con México, al que se opusieron intelectuales de la época como los trascendentalistas de Nueva Inglaterra.
De poco importó que los pioneros espirituales en busca de un carácter estadounidense, como Emerson y Thoreau, se opusieran desde posiciones antiesclavistas y no intervencionistas a mediados del siglo XIX: para ambos, el país debía aspirar a expandir las promesas de su declaración de independencia y Constitución a toda la ciudadanía, y evitar tomar el relevo de los países europeos en calidad de potencia colonial en la región.
California es, ante todo, el asentamiento definitivo en el Pacífico y la expansión hacia Asia: con Hawaii como escala (como lo habían sido las Canarias para España en la era de los descubrimientos), el joven país prueba su fuerza asegurando frente a ingleses, franceses y españoles (estos últimos en larga retirada, pero con su pica en Filipinas y Guam, y una presencia privilegiada en el imaginario colectivo chino debido al comercio de la plata), y busca tanto socios comerciales en sus propios términos como territorios donde encontrar los productos estratégicos de la época.
Qué queda de los despachos de Tocqueville
En el Pacífico, la prueba de la nueva pujanza está presente en Moby Dick: la industria ballenera asentada en Nueva Inglaterra superará a la europea en las regiones más remotas del globo, y la diplomacia de cañonero asegurará al país un lugar en la mesa de decisiones geopolíticas, ya sea a la hora de repartirse el acceso al abono más concentrado y preciado del siglo XIX, el procedente del guano (excremento concentrado de ave) en las islas y riscos de la costa del Pacífico de América del Sur.
De poco servirá la protesta de España, antigua potencia en la región, del Perú, Chile y Argentina: Estados Unidos se las verá, sobre todo, con el Reino Unido y acaparará buena parte de las importaciones del mejor guano.
En paralelo, la misma diplomacia de cañonero logrará lo que no ha podido realizar ninguna potencia colonial europea: Estados Unidos obligará a Japón a abrirse al comercio exterior, bajo secuestro portuario.
El carácter de Estados Unidos emergía en paralelo a sus contradicciones internas y al carácter expansivo de su política, tanto en el interior del país como en la región y en el Pacífico.
En su visita al nuevo país a inicios de la década de 1830, el ilustrado francés de origen noble Alexis de Tocqueville se sorprendía de la prosperidad real de la población, así como de la inexistencia entre la población rural de una pobreza, atrasos y superstición equiparables a los que se observaban en el mundo rural europeo, incapaz de saldar las viejas diferencias y usos entre las clases del Antiguo Régimen.
Cuando los perdedores con principios son los auténticos ganadores
Las relaciones privilegiadas entre Francia y Estados Unidos habían permanecido intactas pese a los cambios de gobierno en Francia, y el propio Tocqueville había acudido por encargo del último monarca francés, Luis Felipe, a estudiar el sistema de prisiones del país amigo. Tiempos en los que, irónicamente, Europa tenía mucho que aprender de Estados Unidos en derechos fundamentales y sistema de prisiones. Hace tiempo que la luz en América del Norte ha dejado de brillar para los tecnócratas Europeos y, en nuestra época, el viaje debería realizarse a la inversa.
Un país donde los campesinos prosperaban con la tierra y se convertían en propietarios, donde las viviendas rústicas recién erigidas con troncos alojaban en un rincón, además del almanaque y la Biblia, las principales obras de Shakespeare, leídas y transmitidas de adultos a niños, mostraba la inocencia de los comienzos utópicos, tan anhelados por los primeros reformadores ilustrados del continente.
Cuando Thoreau denunciaba los primeros excesos de un país joven que quería hacerse poderoso copiando los vicios de la civilización europea, lo hacía con la inocencia de los tiempos en que un grupo, lo hace con la inocencia de los comienzos, cuando un pueblo se observa por primera vez ante el estanque y trata de ponerse a prueba con el relato de las primeras crónicas.
El país joven parecía tomar de la lectura que el trascendentalismo hace de Kant y los idealistas alemanes el anhelo romántico por el paisaje no del todo domesticado, propio de un lugar donde algunos de sus notables —es el caso del patoso y grandullón capitán del ejército que se convertiría en decimosexto presidente del país en 1861, Abraham Lincoln— habían nacido en una cabaña de madera con suelo de tierra compactada.
Las luchas de principios emprendidas por Henry David Thoreau a mediados del siglo XIX permanecen vivas en la cultura estadounidense: se negó a pagar impuestos para que éstos no se destinaran a la guerra entre Estados Unidos y México de 1846-1848, por lo que tuvo que dormir en el calabozo de Concord, su localidad natal en Nueva Inglaterra, preñada entonces de simbología de la historia reciente del país; se opuso con convicción a la esclavitud (la declaración universal de los derechos humanos llegará un siglo después, como brindis al sol después de las peores atrocidades); y reivindicó tanto el derecho a la desobediencia civil, con eco posterior en el resto del mundo a través de uno de los lectores más atentos de sus ensayos, Lev Tolstói.
Bestiario de viejos y nuevos conquistadores
La vertiente panteísta y aventurera de Thoreau, capaz de montar su propia odisea espiritual en un pequeño lago anodino a una hora a pie de la casa de sus padres, está presente en el carácter, la inocencia y la libertad sentida a la intemperie que emana de los poemas de Walt Whitman.
Es en ese país incipiente, que se mira al espejo y se pregunta, por ejemplo, si su carácter es exclusivamente inglés o si se debe invitar al castellano (no hay entonces debate acerca de la lengua de los desposeídos, tanto la de los nativos americanos como la usurpada a los esclavos); en 1813, el hispanista George Ticknor había iniciado la cátedra de Estudios Hispánicos en la Universidad de Harvard, pues la compra de la Luisiana francesa en 1803 ampliaba el número de ciudadanos que hablaban español.
Los debates culturales sobre el carácter estadounidense que tienen lugar en Harvard y otras instituciones del joven país muestran el interés estratégico descrito por la exploración hacia el Oeste y el interés por abrirse paso por la senda de Oregón hacia la Costa Oeste.
Con rusos e ingleses al norte, y mexicanos (independientes desde 1821) al sur, los estadounidenses comprenden la oportunidad de afianzarse en Norteamérica a expensas de las viejas metrópolis coloniales en retirada. En la década de los 40, la anexión de Texas y, a raíz de la guerra con México, la del Oeste norteamericano, vuelve a poner sobre la mesa la realidad cultural de los escasos colonos y pueblos nativos asentados en torno a las viejas misiones franciscanas españolas.
La política de asentamientos garantizados a colonos de origen europeo, la vertebración a través de la economía ganadera texana, las postas de correo y el ferrocarril, y la fiebre del oro en California, crearán un país que no había existido hasta entonces; pronto, las familias hispanas mejor conectadas de los viejos territorios de la Luisiana y el norte de México, incluido el puñado de “californios”, se disolverán en la nueva realidad importada de una política de ciudadanía basada en la aspiración al uso del inglés.
Pocas uvas y mucha ira
Poco a poco, el país soñado por Alexander Hamilton se impone a la utopía rural de propietarios agropecuarios prósperos y educados que había soñado Thomas Jefferson. Hamilton tomará partido por el norte antiesclavista, que concentrará la realidad industrial y las grandes urbes, y será capaz de contrarrestar la economía de asentamientos rurales de colonos europeos y plantaciones sureñas por un país de manufacturas propulsadas por el acceso inabarcable a materias primas (una metrópolis con territorios subordinados en su interior geográfico, en definitiva).
Los Grandes Lagos y Nueva Inglaterra harán retroceder la importancia económica y estratégica de Virginia, el Sur y el interior hacia el Misisipí. Son tiempos de manzanos y sidra, así como de incursiones y exterminio de pueblos nativos, eventos cuya percepción cultural y herida abierta evolucionan tal y como lo harán la cultura del Oeste y la mirada de Hollywood (la fábrica de sueños en la geografía donde ocurren los sueños, según la idea europea: el poniente de América del Norte) al respecto.
En los años 30, las migraciones desde las Grandes Llanuras, que experimentaban en plena Gran Depresión la sequía y tormentas de polvo que se conocerían como Dust Bowl, transformaron la demografía y mentalidad de California. La nueva población agraria, huida de una catástrofe humana y ecológica, contribuiría a la prosperidad agropecuaria de California. Algunos de sus descendientes se enfrentan hoy a problemas climáticos que recuerdan acontecimientos extremos como el inmortalizado por Steinbeck.
Una década después, a finales de la II Guerra Mundial (cuando el recuerdo del tratado de Guadalupe Hidalgo y sus consecuencias ya no forma parte siquiera de las historias contadas por los ancianos), los dos mayores territorios anexados en la Frontera, Texas y California, describirían las aspiraciones y expansión real de la economía y posición del país en el mundo.
Un viejo tratado
Todo el mundo olvidó el contenido jurídico del tratado de Guadalupe Hidalgo entre México y Estados Unidos… excepto Vinod Khosla, cuyo equipo jurídico está usando disposiciones que allí aparecen para garantizar los que considera derechos inalienables a usar su propiedad en la playa como él decida.
La periodista Nellie Bowles especifica este y otros detalles en su artículo sobre la polémica entre Khosla y los vecinos de la propiedad.
Volviendo al recorrido histórico acerca del Estado más poblado de la Unión: es sólo entonces, con la expansión consolidada hacia el Oeste con la expansión de los suburbios residenciales a lo largo del Sudoeste y el Oeste estadounidense, llegan las necesidades de mano de obra que atraerán a las primeras grandes migraciones desde México a California y al Sudoeste de Estados Unidos.
Los californianos son descendientes de una historia rica y contradictoria, presente en su prosperidad, idiosincrasia o incluso su manera de comer: la apropiación de la comida mexicana ha tenido un éxito tal en California que, para bien o para mal, este préstamo cultural ha dejado de asociarse en el imaginario colectivo con el vecino del sur.
En los próximos meses exploraremos los claros y sombras, los aciertos y contradicciones de California (y de la idea de los californianos sobre California, además de la idea que el resto de nosotros mantenemos sobre el lugar). Estos apuntes continuarán.