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La obra de arte en la época de los tokens no fungibles

Hace unas semanas, alguien comentaba que lo que a él le interesaba de los videojuegos con un entorno virtual a la vez rico y complejo era pasearse por ahí como si nada, sin molestar a nadie ni dejarse apabullar demasiado, que no, que a él los disparos, las carreras y las piruetas no le interesaban en absoluto.

El interesado, un autor de ciencia ficción y buscavidas digital, reconocía su aprecio por el talento expuesto en esos mundos oníricos de los videojuegos post-apocalípticos, con esas ciudades asidas a riscos y acantilados, donde se aprecian vehículos tales como aeronaves construidas a partir de pequeños barcos pesqueros desvencijados y otras delicias para un flâneur digital no contento con la bidimensionalidad de la novela gráfica o la rigidez de vídeos y películas, cuyo dirigismo argumental impide cualquier exploración individual.

Este comentario es uno de los muchos testimonios que apuntan hacia una creciente participación de los hasta ahora usuarios pasivos de entornos gráficos y videojuegos en los universos creados por el mundo de los videojuegos, un mercado más grande que el cinematográfico que impulsa fenómenos como el arte conceptual, la ilustración digital y las evocaciones pictóricas de escenarios fantásticos a cuyo nacimiento digital asisten.

Pasearse por territorios oníricos

Reconocido o no por el oficialismo, la expresión artística se abre a la experimentación de su tiempo y era cuestión de tiempo que el mundo de los videojuegos siguiera los pasos de la fotografía, el cine, la novela gráfica y otras artes llamadas —de manera condescendiente— «menores».

Tanto creadores de juegos como «paseantes» ocasionales de estos mundos oníricos coinciden en el efecto balsámico que tiene para ellos la exploración demiúrgica de crear o pasear por un mundo fantástico, lo que origina narraciones y posibilidades no predefinidas, así como una experiencia de lugares y experiencias (lo que la internacional situacionista llamará «psicogeografía») propia de los entornos fantásticos.

Neil Stephenson fue el primero en usar la expresión «metaverso» para referirse a espacios virtuales colectivos donde los participantes se desenvuelven gracias a avatares. Stephenson declararía después que las expresiones existentes hasta ese momento eran demasiado torpes para describir las posibilidades que se abrirían con los nuevos meta-universos, y que ahora observamos en toda su extensión.

Lo que quizá muchos no imaginábamos es que muchos interesados en estos universos virtuales quieran simplemente pasear por sus recovecos, asistir como flâneurs de un mundo que existe sólo gracias a los colosales incentivos de las productoras de videojuegos para ensamblar el trabajo de equipos creativos y técnicos diseminados a menudo por todo el mundo y con talentos y particularidades que convergen en un género por definición babélico, muy dado a los préstamos culturales y al sincretismo.

Visitar un videojuego… para pasearse dentro de él

Para Guy Debord, los ambientes momentáneos en un lugar y un momento concretos son una oportunidad para celebrar lo cotidiano e influir sobre nuestra relación y nivel de involucración con lo que nos rodea: contra la tendencia postmoderna a convertirse en un espectro indolente tan extraño de su propia experiencia como cínico, la psicogeografía posibilita un reencantamiento.

¿Pueden los mundos virtuales convertirse en una nueva posibilidad de maravillarnos? Más allá de la aparente contradicción inicial según la cual muchos tratan de contrarrestar su desencanto en el mundo real a partir de un onirismo creado artificialmente en un mundo digital, los entornos virtuales son una exploración de nuestro vínculo tormentoso con la elección, la serendipia y otros factores de la condición humana.

Por su naturaleza digital, estos mundos no padecen fenómenos entrópicos como la pérdida de calidad con cada copia derivativa (algo sí presente en la reproducción mecánica de sonido, imágenes y vídeo), siempre y cuando decidamos copiar un fichero en su tamaño original, pues existen formatos de compresión que tratan de conservar su calidad en un número más reducido de bits.

Esta capacidad para eliminar viejos fenómenos asociados a la reproducibilidad no tiene por qué implicar el carácter indistinguible entre original y copias. Algunos creadores de ficheros digitales multimedia reivindican la autenticidad de su trabajo y dan la bienvenida a esfuerzos tecnológicos que logren diferenciar entre dos documentos digitales con el mismo contenido aparente.

Huevos de pascua virtuales

A diferencia de otros contenidos multimedia amplificados en las redes sociales, los entornos virtuales demandan participación, pues la trayectoria de un avatar dependerá tanto de las limitaciones de movimiento y acción predefinidas por los creadores del entorno como de la elección del «jugador» para moverse y actuar de un modo y no de cualquier otro.

Los «flâneurs» de entornos virtuales reivindicarían, pues, su libre albedrío en toscos universos predefinidos y, por tanto, más fatalistas que el universo mecánico concebido por corrientes filosóficas como la estoica. Y, sin embargo, el encantamiento es posible: allí se abren posibilidades que sorprenden, o que sugieren lo que puede extenderse un poco más allá.

La exploración de lo virtual se desprende de las referencias culturales del mundo físico (tales como los conceptos de cerca y de lejos —que, según Martin Heidegger, desaparecían con la cibernética—, o la propia «experiencia» asociada a nuestra trayectoria en un espacio y un tiempo físicos), y sugiere nuevas relaciones y posibilidades, tales como la creación de aventuras arquetípicas que, siguiendo las tesis de Carl Jung, se inspiran de los grandes temas compartidos por el inconsciente colectivo.

OASIS, el mundo virtual sugerido por Ernest Cline en su novela Ready Player One (adaptada al cine por Steven Spielberg), es una vía de escape a la realidad peligrosa y mediocre que afronta una sociedad futura que guarda indudables paralelismos con la actual.

Los «jugadores» acaban considerando que su existencia «auténtica» tiene lugar en el mundo reduccionista y torticero diseñado por James Halliday, que ha muerto recientemente, pues allí pueden poner a prueba sus cualidades intrínsecas y desentrañar la sorpresa críptica o huevo de pascua virtual en el juego colectivo, una suerte de Santo Grial junguiano que anima a los participantes a explorar sus límites y eludir la apatía existencial.

Arte y reproductibilidad técnica

Un paseante por un mundo virtual emprende una «experiencia» intransferible y no reductible a experiencias similares de otros visitantes. En estos «metaversos», muchos tratan de superar el fatalismo programado en los avatares y su relación con el contexto en que se desenvuelven, y en esta interacción surge una necesidad de trascendencia que influye sobre nuevas corrientes literarias y artísticas.

Walter Benjamin se preguntaba adónde iba a parar el misterio necesario en torno a una obra de arte (el «aura») una vez se sometía a la reproducción mecánica. En el mundo industrial y de medios de masas previo a la cibernética, Benjamin creía que la técnica reproductiva moderna desproveía cualquier obra de su nexo indispensable con la tradición.

Pero esta deriva no se circunscribía únicamente al arte, tal y como la filósofa francesa Simone Weil relataría una vez conocido el trabajo autómata en las factorías automovilísticas de los años 30 (La condición obrera, 1937).

«(…)La tarea de operar entre máquinas es casi siempre la de una precipitación miserable de la cual están ausentes toda la gracia y toda la dignidad. Es natural para el ser humano, y es conveniente, que pueda detenerse cuando ha acabado algo, incluso si es un instante minúsculo, para así darse cuenta de ello, como Dios tras el Génesis; este destello de pensamiento, de inmovilidad y equilibrio, es lo que se obliga aprender a suprimir por completo en la fábrica, cuando uno trabaja en ella».

A diferencia del trabajo deshumanizado que exponía Weil, filósofos críticos con el industrialismo y la llegada de la cibernética, como Martin Heidegger, reivindicaban la trayectoria de los viejos oficios, donde los aprendices de carpintería deben aprender sobre herramientas, sobre la madera y sobre la propia existencia para lograr un sello particular en el trabajo que requiere más que un simple cálculo frío y numérico.

El mundo ubicuo que Paul Valéry vio llegar

Si Walter Benjamin se preocupó por la inautenticidad de un mundo con una sensibilidad marcada por las posibilidades de la cultura de masas y la reproducibilidad técnica, el poeta francés Paul Valéry iba todavía más allá, intuyendo la cibernética décadas antes de su materialización y su llegada a las masas a través de la convergencia entre informática personal e Internet.

En La conquista de la ubicuidad, un ensayo publicado junto a otros en 1928, Valéry empezaba así su reflexión:

«Nuestras Bellas Artes se han instituido y fijado sus tipos y su uso, en una época muy distinta a la nuestra, por hombres cuyo poder de acción sobre las cosas era insignificante con respecto al que hoy tenemos. Pero el asombroso aumento de nuestras habilidades, la flexibilidad y precisión que logran, así como las ideas y hábitos que introducen, sugieren inminentes transformaciones profundas en la antigua industria del arte.

«Existe en todas las artes una parte física que ya no se puede observar ni considerar como antes, que no puede sustraerse de las empresas del conocimiento y el poder modernos. Ni materia, ni espacio, ni tiempo se han comportado en los últimos veinte años como siempre lo habían hecho. Cabe esperar que a partir de tan grandes novedades se transforme toda la técnica de las artes, incidiendo incluso sobre el mismo proceso creativo, y tal vez vaya tan lejos como para modificar maravillosamente la misma noción de arte».

La cadena de bloques y el arte: autenticidad criptográfica

En los últimos meses, nos hemos familiarizado con un concepto que ya pude explorar un par de años atrás, cuando preparaba el ensayo Blockchain: ¿fuego prometeico o aceite serpiente? para Anaya Multimedia: el de las piezas de arte digital con prueba de autenticidad digitalmente verificable gracias a los tokens de valor único (de ahí su carácter de «no fungibles»), o NFT en inglés.

Numerosos creadores, la mayoría de ellos digitales, asocian a una pieza de arte un sustituto de los certificados de autenticidad tradicionales: un token digital asociado de manera indisoluble a la pieza en cuestión y registrado en alguno de los mercados de arte especializados en el nuevo sector, que mantienen su infraestructura en plataformas como Ethereum, diseñadas para permitir servicios derivativos sobre su infraestructura descentralizada.

Las criptomonedas son fungibles (el precio de un bitcoin es idéntico a otro bitcoin), pero los tokens «no fungibles» asocian el precio del mejor postor a una obra publicada en una galería de NFT, y logran por tanto un valor único, publicado y reconocido en el mercado donde se haya producido la transacción (de ahí su carácter «no fungible»); hay donde elegir, pero con el tiempo podría producirse una cierta concentración.

Es demasiado pronto para constatar si el desarrollo de mercados de compraventa de arte en cadenas de bloques gracias a los certificados («tokens no fungibles» o NFT) reconocidos en un registro único y compartido por todos los participantes, pueden devolver algo tan etéreo y subjetivo como la autenticidad a las obras de arte en el mundo memético contemporáneo, tan dado a las remezclas y documentos derivativos que el propio concepto de originalidad está en entredicho.

Potencial de los tokens no fungibles

Lo que muchos ven como una especulación en torno a ficheros GIF y memes que todo el mundo ve gratuitamente en la Red, es para otros el inicio de una nueva era en la que el mundo digital reivindica su propia legitimidad, para la que no necesita el beneplácito ni el sello de aprobación de los intermediarios tradicionales.

Últimamente, los NFT sirven a más de un autor conceptual digital (profesionales que a menudo deben demostrar su talento y capacidad de trabajo en sectores como la novela gráfica, los videojuegos y vídeos en redes sociales con cierta consistencia para poder siquiera contar con ingresos de subsistencia), para justipreciar su trabajo, pues pueden asociar un token no fungible a una obra gráfica.

De este modo, esa obra, que será compartida, citada, modificada y remezclada en la Red si logra suscitar cierto interés memético, contará con una «versión original» reconocida por el propio creador, una «prueba de autenticidad» que podría contribuir a que el público general dedique al fin algo de tiempo a comprender los entresijos y el potencial de la cadena de bloques.

Eso sí, la curva de aprendizaje para crear, vender o comprar NFT de manera segura está de momento en manos de una minoría, algo que podría cambiar a medida que la popularidad del sector anima a terceros a solventar estos escollos.

Quizá tardemos en familiarizarnos con términos como criptoarte, coleccionables digitales y juegos validados en un registro compartido y no modificable una vez la transacción se ha realizado y añadido en un número suficiente de participantes en estas bases de datos descentralizadas.

El concepto de originalidad en ficheros digitales

Las bases de datos descentralizadas con registro compartido entre sus participantes (y no modificable una vez validado por la mayoría suficiente de «nodos») son tan polémicas por el impacto medioambiental de sus procesos de minado de criptomonedas y actualización de transacciones como potencialmente útiles cuando la infraestructura se destina a lo que puede hacer (garantizar la cooperación efectiva en sistemas complejos sin necesidad de intermediarios) y no a la especulación.

En el ensayo mencionado dediqué un apartado a Coinbase y el riesgo de que los mercados que centralizan las transacciones entre criptomonedas y las principales divisas corrientes se convirtieran en árbitros imprescindibles de sistemas que prometían liberar a sus participantes de intermediarios y, de paso, supedite las principales plataformas blockchain a inversores de capital riesgo y actores capaces de coordinar la evolución de estos sistemas aparentemente autónomos con un volumen suficiente de transacciones.

¿Quemar un Bansky —a su vez generado con una plantilla y spray— para que su prueba de autenticidad criptográfica o NFT sustituya simbólicamente la propia «pieza» de arte? Si creíamos que habíamos alcanzado los límites de la dialéctica artística con los movimientos abstractos, llegan los tokens no fungibles para transformar de nuevo el sector

El éxito de la venta de arte digital muestra al fin un uso con suficiente potencial como para hacer soñar a quienes tratan de reivindicar sus ilustraciones y ambientes en mundos tridimensionales con un método viable de crear escasez en el mundo digital: un fichero convertido en bits puede copiarse de manera idéntica y reproducirse por definición y «la información quiere ser libre», frase atribuida a Stewart Brand que uno de sus veteranos colaboradores, Kevin Kelly, evoca en su ensayo The Inevitable.

Con los tokens no fungibles, existe un modo de identificar algo digital de sus ficheros derivados, lo que crea algo único. La información sigue queriendo ser libre, pero los NFT son el primer paso para crear una economía potencialmente mutualista en la que creadores e interesados podrían ponerse de acuerdo en transacciones sin depender de terceros; las obras, que serán reconocidas como únicas, podrán revenderse como piezas de arte del mundo físico, al contar con una certificación de autenticidad reconocible por los participantes.

Una galería de arte que expone NFT

Mientras el mundo virtual busca una legitimidad compatible con la propia naturaleza de la información digital (que puede copiarse a un coste marginal que tiende a 0 sin perder fidelidad ni calidad), el mundo físico padece las consecuencias de la digitalización en el trabajo y el entretenimiento.

Como era de esperar, varias tendencias del nuevo mercado del arte asociado a tokens no fungibles escandaliza a instituciones, casas de subastas y críticos artísticos por igual: una cosa es provocar un debate acerca de la propia naturaleza del arte con expresiones como exhibir un plátano encanchado con cita adhesiva a una pared (la transubstanciación del plátano de Warhol usado por The Velvet Underground, diría otro), o asociar un grafiti callejero a alguien con el caché de Bansky, y algo muy diferente es asociar un Bansky original a un NFT, quemar expresamente la obra original y explicar que el valor intrínseco de la obra residirá para siempre en la secuencia criptográfica de ese token no fungible en particular.

El original de esta imagen fue asociado a token no fungible en Ethereum y vendido al mejor postor; ese valor único («no fungible») se reconoce en el registro compartido de la plataforma donde se ha realizado la transacción

De momento, en el mercado NFT aparecen obras de una calidad artística más bien discutible, si bien —recordemos— una de las ventajas de la cadena de bloques consiste en establecer transacciones seguras, no modificables y reconocidas por todos los participantes sin que se requieran árbitros, críticos ni intermediarios. Las obras no fungibles celebran su prueba de autenticidad, pero no su calidad artística intrínseca.

Si creíamos que el mundo-espejo que toma forma ante nosotros, donde las capas de información digital se superponen sobre los sistemas biológicos y de civilización, están condenados a vivir separadamente, merece la pena echar un vistazo a la última exposición en Superchief, una galería de arte de Nueva York que reivindica haber creado el primer espacio físico del mundo para visitar obras NFT.