Acabar una tarea, retrasar el inicio de algo hasta que presión y calendario obligan a dar el paso, organizar documentos –en formato físico o digital–, volver a la rutina después de unas vacaciones o iniciar unas vacaciones tras una temporada rutinaria… En ocasiones, encontramos una nota, un documento, unos apuntes, un dibujo, un recorte anotado por nosotros mismos.
Esta documentación del pasado nos enfrenta a nosotros mismos en otro momento. A menudo, evocamos el contexto en que anotamos la información: nuestra intención, el momento en que nos encontrábamos, el estado de ánimo, el acierto de la apreciación…
El tiempo difumina sus barreras y, por un momento, la evocación nos envía al pasado, a saludar nuestro Yo de hace algún tiempo. Proust escribió 2.400 páginas de En busca del tiempo perdido reflexionando sobre ello.
El viaje interior permite superar las barreras de la física y refresca en nuestra memoria sensaciones y percepciones que se mantienen en un limbo perceptivo: suficientemente claras y, a la vez, envueltas en la bruma de la exactitud y de la subjetividad.
Conocimiento y experiencia
Un aroma es siempre el mismo y siempre distinto; una magdalena empapada de té no es todas las magdalenas, por muy atentos que estemos a una de las grandes cuestiones de la filosofía, la de la preexistencia de los “universales”, u entidades ideales de los seres animados e inanimados que nos rodean. Platón y el idealismo alemán nos trataron de convencer de que la magdalena de Proust es la de todos nosotros, al existir una magdalena ideal (“a priori“, diría Kant) que contiene la esencia de todas las magdalenas.
El problema de los universales armó una auténtica trifulca en la filosofía medieval, cuando teólogos árabes y cristianos se apropiaron de la figura de Aristóteles y trataron de adaptar su obra a axiomas religiosos: el andalusí Averroes dedicó su escaso tiempo libre a comentar el trabajo de Aristóteles peor interpretado y conocido hasta entonces, el del funcionamiento de la mente humana, o noética: cómo somos capaces de armar un sentido con lo que nuestra experiencia y sentidos captan del mundo.
Al comentar a Aristóteles, Averroes cree que las doctrinas abrahámicas (que él consideraba “Verdad”, aunque aclarando que el Islam era la más verdadera de las tres principales religiones de Abraham) han interpretado mal al filósofo: según el andalusí, Aristóteles cree en una inteligencia universal a la que todos los seres, incluyendo aquellos a imagen y semejanza de la divinidad (los hombres), tienen acceso.
Este acceso particular al conocimiento universal es, no obstante, imperfecto y parcial en cada individuo, al llevarse a cabo desde una subjetividad: una experiencia, unas circunstancias personales, etc.
Y, según Averroes, acercarse al conocimiento universal, que emanaría (según su interpretación de Aristóteles) de Dios, implica un recorrido interior que aproxima a cualquier gran conocedor a la iluminación (Averroes distingue entre quienes son capaces de comprender la complejidad filosófica, y el pueblo llano, al que hay que dirigirse, dice él, exclusivamente a través de las metáforas religiosas).
Ver discerniendo
Más allá de debates sobre la preexistencia de modelos universales de todas las cosas o sobre la naturaleza misma de nuestra conciencia, más allá de las polémicas teológicas entre Averroes y la escolástica cristiana de la Alta Edad Media (con Tomás de Aquino en cabeza), el examen personal, o introspección, es desde la Antigüedad un contrapunto esencial a la vida pública: el cultivo de la soledad productiva (reflexión, estudio, aproximación a lo que Averroes tildaría de iluminación o proximidad a la conciencia universal que lo impregna todo) es imprescindible para lograr una vida pública fructífera y comprometida.
“Noética” procede del griego “noein”: ver discerniendo. Pensar. Escolásticos y teólogos islámicos y hebreos coetáneos coincidieron en una interpretación esencial sobre Aristóteles: la importancia concedida por éste al conocimiento de sí mismo, en tanto que versión personal de un conocimiento más amplio, universal.
Posteriormente, el protestantismo tomaría la relación personal con Dios como un camino introspectivo, según el cual el conocimiento interior conduce a una iluminación que sobrepasa a uno mismo y es universal, común a la Naturaleza. Baruch Spinoza sostiene una posición similar, muy próxima al panteísmo pagano de los estoicos. Para Spinoza (que sería censurado y expulsado de la comunidad judía de Ámsterdam por hereje),
“Todo cuanto es, es en Dios, y sin Dios nada puede ser ni concebirse.”
Recogerse para luego proyectarse con energía
El idealismo alemán, partiendo de la crítica de Kant al empirismo reduccionista (afirmando que existe un todo trascendental al que el individuo puede tratar de acercarse a través del cultivo interno), sostendrá posiciones similares a las de Averroes (siglo XII) y Spinoza (siglo XVII).
El primero, desde Al-Ándalus, se situará en la antesala del Renacimiento europeo; el segundo, criticando tanto el racionalismo puro como la superstición, avanzará los logros y tensiones irresueltas de la Ilustración, y profundizará en una intuición: la realidad depende no sólo del punto de vista subjetivo, sino que el “observador” construye también esta realidad.
En este mundo de sensibilidades inherentes, los más atentos y capaces tendrán que atender tanto el cultivo interior (la introspección) como la proyección pública de esta existencia coherente (que, ya en el siglo XX, los fenomenólogos tildarán de “auténtica”, para oponerla a la vida de autómata, o inauténtica, en la que uno se deja llevar por la inacción o por la absurda indiferencia, próxima al nihilismo, que Albert Camus expondrá en El extranjero y La peste.
La relación introspectiva con Dios (o con una verdad universal “a priori” e inherente a todo) que propugnan, cada uno desde su punto de vista, Averroes, Spinoza y el protestantismo, alimentará uno de los grandes mitos románticos: la combinación de sensibilidad introspectiva y compromiso público de los grandes personajes de acción.
El paseante solitario
La combinación entre meditación solitaria y pensamiento de gran calado será una constante en los siglos XIX y XX: la Ilustración revive la idea clásica del “idilio” o retiro “dignos“, ese rincón bucólico desde el que reflexionar sobre un mundo que se acelera y moderniza.
Este retiro productivo aparece con claridad en las Ensoñaciones del paseante solitario, ensayo introspectivo de Jean-Jacques Rousseau iniciado en París (1776) y finalizado en Ermenonville, en la casa de su amigo el marqués de Girardin: el paseo y la botánica son un escenario que inspirará reflexiones universales desde la posición individualista de la Ilustración:
“Heme aquí, pues, solo en la tierra, sin más hermano, prójimo, amigo o sociedad que yo mismo. (…) Habría amado a los hombres a pesar de ellos mismos.”
Con su idealismo trascendental, Immanuel Kant rechazará el mecanicismo y concebirá la conciencia humana como una entidad capaz de armar un sentido del individuo y el mismo gracias a la existencia de conceptos inherentes (“a priori”), o ideales universales de seres animados e inanimados que nos ayudan a reconocer objetos y animales, pero también principios morales, etc.
Pensar la desobediencia civil desde una cabaña apartada
En Estados Unidos, un puñado de pensadores de Nueva Inglaterra tratará de crear una filosofía propia, inherente a la nueva nación, partiendo de la posición de Spinoza y Kant entre panteísmo e idealismo trascendental: dos amigos y vecinos, el poeta Ralph Waldo Emerson y el ensayista y activista avant la lettre Henry David Thoreau, se asomarán a la naturaleza para asomarse a sí mismos, y a la inversa: en los textos y poemas de mayor calado en el siglo XIX estadounidense, Emerson se identificará con un todo universal y panteísta al que se asoma escrutándose a sí mismo, enfrentándose en soledad a atisbos de miserias y grandezas personales.
Emerson y Thoreau serán los principales exponentes de la filosofía trascendentalista estadounidense, que pretende indagar en la insondabilidad del ser humano y la autenticidad personal y, a la vez, detectar y apoyar ideas morales universales, más allá del materialismo de la sociedad que se erige a su alrededor: la filosofía predominante de la época, el utilitarismo, propugnará el trabajo a destajo y la carrera por el enriquecimiento personal como el camino hacia la felicidad.
Thoreau y Emerson sospecharán de este tipo de autorrealización; en Walden, escrito durante su retiro junto al pequeño lago próximo a Concord con el mismo nombre, Thoreau criticará la vida amargada y anodina de algunos de sus vecinos, empecinados en empeñarse de por vida para poder pagar una casa demasiado grande y suntuosa para sus necesidades reales, sueño material vacuo que no podrán disfrutar y del que se beneficiarán, en todo caso, sus herederos (siempre y cuando las deudas y las disputas familiares eviten incluso este consuelo).
Apartarse para estar más cerca
Rousseau y Thoreau no son los “hombres de acción” por antonomasia, según el cliché romántico: no partirán a salvar ninguna causa justa, dispuestos a morir por ella, por muy lejana que sea a sus intereses mundanos, como sí ocurrirá con personajes como Lord Byron, dispuestos a superar en sus periplos vitales las hazañas de cualquier héroe de novela de folletín; sin embargo, la tendencia de ambos a buscar la reflexión en soledad, a cultivar la introspección, influirá sobre ideas de las que se beneficiarán tanto coetáneos como generaciones venideras.
Rousseau será crucial en el génesis moderno de conceptos como la propia condición humana, la educación y el contrato social; Thoreau inspirará la lucha individual y quijotesca por las causas perdidas que merecen ser defendidas por coherencia, por belleza, por necesidad relacionada con el propio proyecto vital: la apreciación del mundo natural de proximidad, de incalculable belleza y valor pese a sus humildes y mundanas cualidades, y la desobediencia civil.
Desde su propia soledad introspectiva, tratarán de mirarse en el espejo de Thoreau varios pesos pesados de la acción colectiva ajena a los atajos del marxismo revolucionario y el nacionalismo (ambos engendros, surgidos del idealismo), para los que el fin (la construcción de la sociedad ideal) justificará cualquier medio. Entre ellos: Lev Tolstói, Mohandas Gandhi y Martin Luther King Jr.
La vida agitada de un tal Eric Arthur Blair
Los paseos de Rousseau y Emerson, la cabaña de Thoreau en Walden, el trabajo manual de Tolstói en Yásnaia Poliana… Se conoce menos el esfuerzo introspectivo de otro intelectual de acción, presente en este caso en las trifulcas y debates ideológicos de la primera mitad del siglo XX: Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell, se asomó a las contradicciones humanas, individuales y colectivas, como joven funcionario del Imperio Británico, como militante internacionalista y reportero en la Guerra Civil (de donde surge Homenaje a Cataluña, su ensayo de mayor calado), y como asistente fatalista a las atrocidades de la II Guerra Mundial.
Agotado por los vaivenes y contradicciones de los idealismos que han alimentado las dos guerras mundiales, el colapso de los imperios otomano y austro-húngaro, la lucha fratricida en España y las matanzas a escala industrial, George Orwell se retirará en 1946 a lo más parecido, desde su estado de ánimo, al fin del mundo: Barnhill, una granja aislada en el extremo septentrional de la remota isla de Jura, en las Hébridas Interiores escocesas.
Allí, en Barnhill, George Orwell se dispuso a su tarea más titánica: la introspección. Evocando lo vivido e intuido, tanto personalmente como en la esfera pública, el autor y periodista decidió al fin que debía tratarse de una novela. El título: 1984.
Entre la pluma y el arado
Cada jornada, su retiro silencioso, oscuro y ventoso le permitiría disfrutar de lo mundano: un proyecto de bricolaje siguiendo las instrucciones de los numerosos manuales que llevó consigo a Barnhill, un paseo por los alrededores, la atención repentina por lo circundante…
El ensayista francés Jean-Pierre Martin explora esta faceta poco conocida de Orwell, próxima a los retiros productivos de Rousseau, Thoreau, Ludwig Wittgenstein (quien concibió su Tractatus en una cabaña en el extremo interior del fiordo noruego más profundo, combinando el aislamiento salvaje con las vistas, desde su ventana, de la familiaridad civilizadora del pueblo más cercano, a lo lejos).
Jean-Pierre Martin describe esta visita al lugar donde tuvo lugar esta “otra vida de Orwell“:
“Sobre un fondo de silencio y soledad, uno percibe el susurro del mar. La granja aparece apartada allá abajo, más sola incluso de lo que imaginaba por las cartas y descripciones.
“Ahora que tengo a Barnhill frente a mí, ahora que puedo contemplar este paisaje, este océano, que adivino el jardín ahora abandonado, que veo las trazas del huerto, ahora que puedo imaginar al hombre oscilando entre la mano en la pluma y la mano en el arado, entre la habitación donde se fraguó el Gran Hermano y esta vida exterior entregada a los elementos, lejos de la historia, no veo ninguna razón más importante, ninguna razón que prevalezca, que pueda justificar esta fuga, aparte de aquello que sobrepasa la razón, un impulso profundo, un interior exigente, radical, capaz de impulsar a uno mismo más allá de lo que uno cree ser, de la imagen de uno mismo que las circunstancias han moldeado, y de lo que uno pasa a ser ante los ojos de los demás.”
Vita activa
En esta casa y paisaje, entre la pluma y el arado, entre la habitación de los grandes conceptos y la inmensidad del paisaje de un rincón inaccesible de las Hébridas, George Orwell pasó sus últimos días. Su compromiso con el lugar fue quizá su último acto quijotesco, al constatar que la mejor manera de luchar contra las causas justas no era ya empuñar un fusil de voluntario en alguna guerra de ideologías en efervescencia, sino sentarse a escribir sobre las consecuencias de las pulsiones colectivas.
La tensión y polinización cruzada entre vida activa y vida contemplativa nutre la condición humana.
En el fondo, una idea de universalismo, de panteísmo, sobrepone como en un palimpsesto pictórico a pensadores con la misma responsabilidad autoimpuesta, la de comentar a coetáneos y generaciones venideras lo que viene y lo que puede venir.