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La soledad de las cosas importantes: dicotomía empleo/arte

Vocación y trabajo no van siempre de la mano. Al definir el trabajo en términos económicos, la modernidad ahondó en el cisma entre trabajo vocacional (o propósito personal) y empleo retributivo, separando para siempre en el imaginario a «artistas» de «trabajadores».

Muchos artistas mantuvieron un trabajo alejado de su vocación durante toda su vida, ya fuera por necesidad o para acomodarse a las expectativas sociales. Con la sociedad industrial, el nexo entre producción material e identidad alcanzó niveles que, hoy, refuerzan el «trabajismo», o la convergencia entre objetivo vital y proyección profesional: confundir el avatar de LinkedIn con uno mismo.

Rue Férou, en el distrito VI de París, con el poema «Le Bateau ivre» de Arthur Rimbaud en uno de sus muros

Derek Thompson dedica un artículo en The Atlantic al fenómeno contemporáneo consistente en confundir identidad personal y filosofía de vida con empleo o estudios: el declive de instituciones tradicionales y creencias metafísicas ha ido acompañado por un nuevo credo, el del trabajo:

«¿En qué consiste el “trabajismo”? Se trata de la creencia de que el trabajo no sólo es necesario para la producción económica, sino también el elemento central de la identidad personal y propósito vital; así como la creencia de que cualquier medida para promover el bienestar humano debe siempre promover más trabajo.»

La obsesión de identificar existencia a un trabajo socialmente respetable

Este «homo industriosus» es el fruto progresivo de una mentalidad materialista surgida tras la Ilustración, con la llegada de teorías sociales y económicas tales como el utilitarismo (paradigma económico liberal clásico) o el marxismo (materialismo dialéctico o lucha de clases). Y, a mayor importancia de la industriosidad, mayor la tensión con otras vocaciones, asociadas a menudo al arte y las manualidades artesanales.

Max Weber llegaría incluso a sugerir que el trabajo material asociado a la autorrealización es producto de la evolución filosófica en la Europa protestante, donde conceptos como el término alemán «beruf» mantendrán una doble acepción reveladora, al denotar oficio o profesión sustanciosa y, a la vez, constituir la raíz de «berufen», la llamada trascendental (de Dios).

¿Qué ocurre, en paralelo al auge del «homo industriosus», con vocaciones sin traducción económica clara? Para muchos, el arquetipo de artista total no dista mucho de la caricatura que Verlaine hizo de Rimbaud en 1872: el autor de El barco ebrio no debía rendir cuentas a nadie, salvo a la posteridad y a ese viaje trascendental llamado existencia. No podía haber una aspiración a cumplir con las expectativas sociales en torno a uno mismo cuando el objetivo es denunciar la vacuidad de estas convenciones.

Para Arthur Rimbaud, el mundo cotidiano era una puerta a la exploración sinestésica, y un nexo entre el verso tradicional y la atonalidad que reinaría en el siglo XX. Que Rimbaud muriera joven y pobre entraba en el guión, pues la única riqueza real es el reconocimiento (por ejemplo, la inscripción de las estrofas alejandrinas del poema sobre el muro de la Rue Férou, un callejón del sexto distrito de París, no lejos de la iglesia de Saint-Sulpice).

El gris trabajador de banca que escribía versos rompedores

Hubo artistas que se atrevieron a cruzar la línea de separación que la modernidad había instalado entre arte y trabajo «de verdad», un empleo «para ganarse la vida», como si la cuantificación de la actividad en retribución por hora trabajada (una visión simplona inspirada en buena medida por la lectura marxista de la desigualdad social desde mediados del siglo XIX), fuera incompatible con empleos capaces de trascender la utilidad cotidiana.

Sin abandonar el ámbito de la poesía, la actividad más elevada para unos y la más «inútil» para quienes percibieron el trabajo retribuido como objetivo último de toda vida adulta, muchos «artistas» decidieron evitar las aguas estancadas del ostracismo social y la pobreza solemne del artista en su buhardilla —como el descrito por Knut Hamsun en Hambre (1890)—, manteniendo un empleo socialmente aceptable.

Inicio de la edición original de «La tierra baldía» de T.S. Eliot («The Waste Land», 1922)

Las oficinas de la City londinense a inicios de los años 20 distaban mucho de la vida bohemia de la Generación Perdida en París, gracias a la fortaleza del dólar con respecto a las monedas europeas. Un joven estadounidense, más próximo al carácter y el aspecto británicos que al de su ciudad natal, San Luis (o al de Nueva Inglaterra, lugar de procedencia de su familia), mantenía su «respetable» trabajo en el centro financiero de Londres.

T.S. Eliot, ese joven «hombre de negocios», indistinguible del resto de empleados altos, sobriamente vestidos y con el diario en la mano, publicaría La tierra baldía en 1922, un poema de fragmentos que hablaba de la inocencia arrasada con la Gran Guerra, llevando a la poesía en inglés al siglo XX.

El trabajador de la City T.S. Eliot, el pediatra William Carlos Williams

El también poeta estadounidense Ezra Pound, obsesionado con volver a los orígenes de la poesía para reformar su lenguaje, demostró su olfato con la calidad de Pound y su generosidad, al editar la obra y darle su forma definitiva.

El autor de La tierra baldía nunca adoptaría los ropajes bohemios del polémico Pound (experto en poesía latina, provenzal e italiana, del barroco español y de la tradición lírica oriental), quien más tarde supeditaría su inconformismo literario con un apoyo sin paliativos al fascismo italiano.

Cuando, finalmente, T.S. Eliot se decidió a dejar su empleo de consultor financiero en la City, no lo hizo para dedicarse enteramente a la poesía, pese a haber logrado una situación financiera acomodada. Después de su empleo en la banca Lloyds, Eliot fue contratado por la editorial Faber and Faber por mediación de un amigo, Charles Whibley, que presentó a Geoffrey Faber al poeta.

El «pediatra» William Carlos Williams

Eliot reconocería más tarde que nunca usó el tiempo de trabajo de ningún empleo —ni el de maestro de francés y latín tras acabar sus estudios en Oxford; ni el empleo en la City; ni siquiera el trabajo en Faber and Faber— para componer su obra poética. Su esfuerzo editorial fue necesario para dar a conocer a otros poetas esenciales en lengua inglesa, desde W.H. Auden a Ted Hughes.

El caso de Eliot no es el único: su compatriota William Carlos Williams combinó dos vocaciones, la socialmente reconocida (médico pediatra) y la llamada de la libertad lírica a través de una poesía que componía sin más voluntad de dar expresión a una necesidad:

«La labor del poeta consiste en usar el lenguaje con efectividad, su propio lenguaje, el único lenguaje que para él es auténtico.»

Vencer al vértigo del nihilismo con poesía

En una carta de agosto de 1943 al poeta y editor Robert McAlmon, miembro poco conocido de la Generación Perdida parisina y nexo entre James Joyce y los artistas estadounidenses en el París de entreguerras, William Carlos Williams confiesa su «necesidad». La poesía no se elige, sino que es una llamada a esculpir la propia autenticidad con herramientas que siempre parecen insuficientes, equivocadas:

«Sigo escribiendo sobre todo porque ello me da una satisfacción que no se puede extrapolar a ningún otro ámbito. Llena los momentos que de otra manera serían aterradores o desesperados. No es que yo viva de esa manera: el trabajo también me tranquiliza. Mi principal insatisfacción conmigo mismo en este momento es que parezco incapaz de sumirme en lo que debo hacer como a mí me gustaría.»

Posteriormente, en su autobiografía, publicada en 1951, William Carlos Williams confiesa su relación tormentosa con el oficio íntimo, el imprescindible, aunque éste no hubiera tenido retribución alguna: el de «hacer feliz a la gente» a través de la poesía.

Y este propósito vital, este aliento personal auténtico, permite al autor escapar del nihilismo y la misantropía, tan presentes entre los lúcidos que asistirán a la destrucción física, ética y espiritual de la primera mitad del siglo XX.

«Mi primer poema fue un rayo caído del cielo… rompió un hechizo de desilusión y desaliento suicida… me colmó de un placer directo al alma.»

Un instalador de electrodomésticos… compositor

La poesía, ese oficio inconfesable en según qué ámbitos, anacronismo que muchos poetas consolidados sólo han podido asociar a los poetas latinos y a Petrarca. Wallace Stevens, por ejemplo, el poeta modernista estadounidense, trabajó como vendedor de seguros durante la mayor parte de su vida adulta en Hartford, Connecticut.

Eso sí, el poeta confesaría que el auténtico trabajo realizado a diario, el vocacional e irrenunciable, consistía en aprovechar las dos millas de distancia entre casa y la oficina para, armado de cuaderno y bolígrafo, trabajar en los últimos versos. Este paseo, un eterno retorno cotidiano del poeta sobre sus propios pasos de camino al único trabajo socialmente reconocido, era la prueba de fuego de Stevens para cerciorarse de estar viviendo al límite de sus aspiraciones.

El compositor minimalista Philip Glass

El utilitarismo de la sociedad contemporánea alcanzó uno de sus puntos álgidos en los años 70. Durante esa década, especialmente dura en las calles de las urbes estadounidenses, el ensayista y crítico de arte australiano Robert Hughes recibía en su casa de Nueva York a un instalador para proceder a algo en apariencia tan poco relacionado con su labor cotidiana como reparar un electrodoméstico.

Hughes, que posteriormente escribiría, entre otras obras, un ensayo sobre Barcelona con el mismo nombre de la ciudad, así como del trabajo más concienzudo sobre el pasado penal de Australia (The Fatal Shore, que leí después de que un pariente australiano me lo regalara hace algo más de una década), trabajaba por entonces como crítico de arte.

Melodías del fontanero-taxista

Al acercarse a la cocina, Hughes reparó en la cara del instalador…

El instalador, que trabajaría como también como taxista durante aquellos años para subsistir, mantenía también un oficio «real», el único oficio insustituible: el de músico. Este músico, entonces poco conocido, no pasó desapercibido para Hughes.

Años después, en 2001, el instalador, un ya célebre compositor de música minimalista oriundo de Baltimore, Philip Glass, explicaría a The Guardian lo ocurrido aquel día:

«Mientras trabajaba, oí de repente un ruido y miré hacia arriba para encontrar a Robert Hughes, el crítico de arte de Time Magazine, quien me miraba fijamente sin dar crédito a sus ojos: “Pero, ¡tú eres Philip Glass! ¿Qué estás haciendo aquí?” Era obvio que yo estaba instalando su lavavajillas y le confirme que acabaría pronto. “Pero tú eres un artista“, protestó él. Le expliqué que era un artista pero que a veces era también un fontanero y que él debía alejarse para que yo pudiera acabar.»

El fontanero-taxista y el músico minimalista. No es la broma del bombero torero, ni un anécdota surgido de un libro de autoayuda para cobradores del frac, sino la mera constatación de que el arte con mayúsculas, la obra que surge de las entrañas, lo hace ante todo por una necesidad vital en el propio creador, que simplemente no concibe una existencia sin dar salida a su expresión artística.

Cuando los artistas no aspiraban a vivir de ello

Sin dejar la ciudad de Nueva York en los años 70: el pintor David Salle declaraba en 2018 a The New York Times que, entonces, los nuevos artistas simplemente no aspiraban a vivir de su auténtica vocación, sino que la ejercían ante todo como necesidad personal.

Más allá de la vida profesional alejada de la actividad por la que han pasado a la posteridad de T.S. Eliot, William Carlos Williams, Wallace Stevens o incluso Philip Glass, todos ellos con vocaciones alejadas de la imagen cotidiana entre amigos y conocidos ajenos a actividades intelectuales, otros artistas han buscado un empleo complementario a su labor fundamental (a duras penas remunerada durante los inicios o hasta bien entrada la madurez).

Así, novelistas como William Faulkner y Ray Bradbury escribieron varios guiones cinematográficos. El poeta James Dickey, disfrazado de Fausto, puso a prueba su dominio del lenguaje escribiendo mensajes publicitarios para Coca-Cola:

«Me tiraba todo el día vendiendo mi alma al diablo… y trataba de recuperarla por la noche.»

Uno de los casos de creatividad artística oculta tras la fachada respetable de un oficio cotidiano utilitario a la altura de las expectativas sociales, es el caso de Macedonio Fernández, escritor argentino influido por Herbert Spencer y Arthur Schopenhauer, amigo de otro filósofo spenceriano, el anarquista Jorge Guillermo Borges.

Manuscritos olvidados de Macedonio Fernández

Conocemos a Jorge Guillermo Borges por el efecto de su buen nutrida biblioteca sobre su hijo, el escritor Jorge Luis Borges, que disfrutó, también a través de su padre, de conversaciones inolvidables con Macedonio Fernández. Fernández, experto en jurisprudencia, tratará de lograr una plaza de profesor de derecho, para acabar como fiscal en provincias.

A su vuelta de Europa, el joven Jorge Luis Borges redescubre al amigo de su padre. De él le sorprenderá ese conocimiento enciclopédico tan propio de algunos hombres ilustrados de la época, desde el estadounidense William James (con quien Fernández mantendrá una relación epistolar) al filósofo analítico británico Bertrand Russell.

Macedonio Fernández

Pero Macedonio Fernández ejerce de Sócrates y no aspira a escribir, sino a compartir con almas próximas un conocimiento insondable y proverbial, armando bellos poemas que luego se esforzará en destruir, pues son fruto de un momento y unas circunstancias.

En los últimos años de su vida, Borges recordará de manera incesante a la figura de Macedonio, lamentándose de los versos escritos y destruidos, de las conversaciones nunca registradas, de las novelas que jamás verán la luz. Borges prologará una edición antológica de Macedonio Fernández en los años 60, destacando una modestia real en el autor y, como tal, contraria a su posteridad.

Su humildad y su minuciosidad tanto para escribir cuartillas de poemas e historias, como para asignar a esos escritos un valor circunstancial y cotidiano, son fruto de la autenticidad del personaje, que no aspiró a la publicación.

El peso de la palabra escrita

Borges volverá a acordarse de Macedonio Fernández en las Norton Lectures, su conferencia magistral en Harvard de los cursos 1967-1968. También se acordará de él durante una entrevista con Joaquín Soler Serrano, que lo entrevistará para su programa en TVE Grandes personajes a fondo en dos ocasiones, 1976 y 1980.

El País publicó una tribuna de Borges el 4 de julio de 1985, Evocación de Macedonio Fernández. Moriría en Ginebra poco menos de un año después:

«La actividad mental de Macedonio Fernández era incesante y rápida, aunque su exposición fuera lenta. Seguía su idea imperturbablemente; ni las confirmaciones ni las refutaciones ajenas le interesaban. La indolencia nos mueve a presuponer que los otros están hechos a nuestra imagen; Macedonio cometía el generoso error de atribuir su inteligencia a todos los hombres.»

Y sobre su «no vocación», la de no escribir, pese a ser, en esencia, un escritor:

«Escribir no era una tarea para Macedonio Fernández. Vivía para pensar. Cotidianamente se abandonaba a las vicisitudes y sorpresas del pensamiento, como el nadador a un gran río, y esa manera de pensar que se llama escribir no le costaba el menor esfuerzo.

(…)

«Macedonio no le daba el menor valor a su palabra escrita; al mudarse de alojamiento, solía olvidar sus manuscritos de índole literaria o metafísica, que se habían acumulado sobre la mesa y que llenaban los cajones y los armarios. Mucho se perdió así, acaso irrevocablemente. Recuerdo haberle reprochado esa distracción; me dijo que suponer que podemos perder algo es una soberbia, ya que la mente humana es tan pobre que está condenada a encontrar, perder o redescubrir siempre las mismas cosas. Con los años he llegado a aceptar esa verdad.»

Aprender sin arneses de seguridad

Quizá alcancemos a saborear, desde el imperante exhibicionismo de masas en que se ha instalado una cultura en la que publicar la opinión propia y ajena ha alcanzado un coste marginal cero gracias a Internet (y, a menudo, una calidad que se alcanza a esta cifra hindú traída a Occidente por los árabes), las reflexiones de Borges sobre Macedonio Fernández, su amigo, el amigo de su padre, el mejor escritor que decidió no escribir en la convulsa Argentina de la primera mitad del siglo XX.

«A Macedonio la literatura le interesaba menos que el pensamiento y la publicación menos que la literatura. Consideraba que escribir y publicar eran tareas subalternas. Sus relatos tienen el sabor de lo espontáneo; también la frescura y el descuido del artículo periodístico. Mallarmé o Milton buscaban la Justificación de su vida en la redacción de un poema o acaso de una página; Macedonio quería comprender el universo y saber quién era o saber si era alguien.

(…)

«Rafael Cansinos-Asséns, el gran escritor judeo-español, fue mi última emoción en Europa; en ese admirable maestro estaban todas las lenguas y todas las literaturas. Yo frecuenté su tertulia madrileña y en él hallé a Europa y a todos los ayeres de Europa. Cansinos era la suma del tiempo; Macedonio fue la joven eternidad.»

Quizá, en la trayectoria de todos estos autores que fantasearon con la idea de mantener un empleo cercano a la plaza del pueblo (al «mercado», como diría Nietzsche), radica una misma necesidad: la de mantener en su intimidad una necesidad auténtica y con una concentración de energía cósmica, aprendiendo sin maestros, a solas, pues es así como se aprenden las cosas importantes.