En su Trilogía de Madrid, Francisco Umbral menciona a Miguel Delibes de refilón, no como un maestro, sino más bien como un mayor que vive en provincias y que se dedica a otra cosa: a escribir la lengua castellana de la ciudad pequeña y el pueblo, realidades apabulladas por las zonas metropolitanas industriales de Madrid y la costa. En realidad, Delibes le había dado la primera oportunidad en el periodismo.
Los periplos de Umbral por Madrid, desde los arrabales menos recomendables hasta su centro cultural y político, son algo así como la versión castiza de los anillos concéntricos del Infierno de Dante.
El recorrido estilístico de Delibes es también el periplo de España, desde los años oscuros de la posguerra al mundo técnico que arrasa el campo; desde el lenguaje solemne y acartonado que todavía suena a liturgia y tiene tonos de El Greco, a un dominio de registros rurales y coloquiales, que contribuirán a la ambientación de novelas cada vez más osadas y modernas, incluyendo la exploración del punto de vista de un niño en El príncipe destronado, o el monólogo interior creíble en Cinco horas con Mario.
Despertar en la penumbra
El príncipe destronado se ha leído en España cuando esta obra ha entrado en el programa académico de la enseñanza secundaria; poco más (aprovecho para reconocer que así la ley yo: en la adolescencia, obligado por el bachillerato).
Sin embargo, esta novela corta tan amena como poco pretenciosa habla más del proceso modernizador de la España que cualquier estudio sesudo sobre el desarrollismo que conduciría a la Transición: la clase media consolidada y educada está presente en el país, y el proceso es irreversible, por lo que será imposible mantener la sucesión del régimen «atada y bien atada».
En el libro no hay política ni grandes aspiraciones, sino el ínfimo retazo cotidiano del mundo desde el punto de vista de Quico, el protagonista, que debe hacerse a la idea de que hay un nuevo niño en casa, su hermana Cristina. Nos ponemos en la piel de un niño de tres años con el síndrome del príncipe destronado durante unas horas de un día cualquiera de diciembre, y evocamos la intensidad de las primeras sensaciones, así como percepciones del mundo de los adultos.
El comienzo de la novela va más allá: es un intento audaz de describir lo cotidiano desde la mente de un niño que abre sus ojos por la mañana, permaneciendo durante un instante en el limbo sensorial del duermevela. Agradecemos que al escritor vallisoletano no le hagan falta centenares de páginas para rememorar su propia trayectoria vital a partir del descubrimiento del mundo a través del niño: no hay magdalena de Proust en El príncipe destronado, ni la música inconfundible de la prosa telescópica de Por el camino de Swann.
Un tratado oriental sobre claroscuros cotidianos
Tampoco se trata de eso. Pero nos equivocaremos, si pensamos que Quico es el personaje sin fondo de una novelilla prescindible: en sus primeras páginas asistimos a la descripción de un mundo a primera vista brumoso, que se aparta de lo fantástico a medida que se despierta la conciencia. Nos bastan unos párrafos para volver nosotros mismos a sensaciones similares: mañanas en que la luz que entra por la ventana, o el sonido de una tormenta, o la sorpresa al haber olvidado que dormimos en una habitación extraña, nos mantienen por un instante en un lugar fantástico indefinido.
«Entreabrió los ojos y, al instante, percibió el resplandor que se filtraba por la rendija del cuarterón, mal ajustado, de la ventana. Contra la luz se dibujaba la lámpara de sube y baja, de amplias alas -el Ángel de la Guarda- la butaca tapizada de plástico rameado y las escalerillas metálicas de la librería de sus hermanos mayores. La luz, al resbalar sobre los lomos de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos. Era un hermoso muestrario y en vacaciones, cuando se despertaba a la misma hora de sus hermanos, Pablo le decía: “Mira, Quico, el Arco Iris”. Y él respondía, encandilado: “Sí, el Arco Iris; es bonito, ¿verdad?”.»
Luego llega el despertar sinestésico: a las sensaciones visuales, se une el zumbido de la aspiradora en una habitación contigua, el canto de un gorrión desde el poyete de la ventana, y la emergencia de un lugar familiar. Y, con la conciencia, llega también el lenguaje coloquial: con la madurez, Delibes exploró jergas y localismos con el mismo espíritu concienzudo de su prosa.
Esta novela, olvidada hace mucho tiempo, se despertó de su letargo este fin de semana: bastó la lectura de la versión en francés de El elogio de la sombra, el escueto tratado de estética oriental escrito en 1933 por Junichiro Tanizaki.
La transitoriedad desde dos puntos de vista
No hay que confundir esta obra con el poema casi homónimo de Borges, Elogio de la sombra (sin el artículo), en el que el escritor argentino describe con un puñado de imágenes su recorrido circular por la transitoriedad de la existencia, y cuyo final es más acorde con la cosmogonía oriental que con el hincapié europeo por la «luz» que aporta el conocimiento, esclarece, alimenta, ilumina, así como con el brillo impoluto y lustroso del cristal y los materiales preciosos sin brumas ni vetas.
Al final del poema, Borges anuncia que se acerca a «su centro», y sentencia: «pronto sabré quién soy». Sus devaneos circulares, tan dantescos como los de Umbral, son parte de una misma tradición literaria occidental. Ya evoquemos el hedor de antaño en el Puente de los Franceses, con el que Umbral empieza su relato autobiográfico, o la voz de Borges leyendo su poema Elogio de la sombra, atendemos a un mundo que parte del mismo canon, y cuyas referencias no están nunca tan alejadas como pensamos.
La obcecación occidental por lo límpido, lo exacto, lo rectilíneo, lo luminoso, lo ventilado y lo esclarecido no surge de la nada, arguye Tanizaki, sino que parte de la evolución particular de Occidente y sus gustos, así como de la intención por conocer la medida exacta y «total» (inmutable) de las cosas.
La estética japonesa y, por extensión, oriental (Tanizaki evoca con insistencia los paralelismos con China e incluso India, como integrantes de una manera de ver las cosas en oposición al modo occidental), se construye en los matices y entre el límite brumoso de dos contrarios: entre la luz y la oscuridad absoluta se encuentra el mundo de la sombra.
Juego de sombras
El gusto oriental por los matices de la realidad, cuando ésta se encuentra bañada por distintas cualidades perceptivas —gracias al juego entre texturas, colores opacos y profundos e intensidades lumínicas distintas—, depende de una apreciación de la transitoriedad: un concepto distinto de la relación entre la persona, los objetos circundantes y los elementos.
Por alguna razón, esta entrada en el mundo rico y sutil de la estética oriental, de la mano de Junichiro Tanizaki, me devolvió a las primeras líneas de El príncipe destronado: esos haces de luz que se las ingenian para colarse por el cuarterón de la ventana y crear una penumbra con cualidades que paran el tiempo para el pequeño Quico.
En este momento de duermevela para el niño destronado, los cuerpos de los objetos de la habitación alcanzan la calidad descriptiva de una estancia oriental, como las que se descubren ante nosotros durante la lectura de El elogio de la sombra.
Para el niño, la lámpara que sube y baja es un Ángel de la Guarda, la butaca y las escalerillas metálicas mantienen su secreto conceptual por un momento (hasta que vuelva en él la conciencia de habitante de ese pequeño reino, tan fantástico como los dominios no menos diminutos de El Principito de Saint-Exupéry).
Me alegré de encontrar en ese mismo primer párrafo de «El príncipe destronado» la frase que quizá se hubiera quedado en mi memoria durante todo este tiempo:
«La luz, al resbalar sobre los lomos de los libros, arrancaba vivos destellos rojos, azules, verdes y amarillos.»
Y sí, aprendemos que, en verano, este muestrario describía un fenómeno que su hermano Pablo le habría revelado como «el Arco Iris».
“Sí, el Arco Iris; es bonito, ¿verdad?”.», responde Quico a su hermano.
La bisagra entre dos modos de percibir la realidad
La luz resbalando sobre los lomos de los libros en la penumbra. La misma frase que, quizá, haya emergido por asociación al adentrarme encantado en las sutiles descripciones sobre la composición del claroscuro oriental: texturas, tránsitos (las cosas envejecen, transitan, como la propia vida), pátinas, métodos para controlar y atenuar la incidencia de la luz natural o artificial sobre los objetos… Google no me habría ayudado a armar esta referencia cruzada, pues forma parte de una experiencia perceptiva particular e intransferible.
Aunque a menudo torpes, todos conservamos infinidad de recuerdos que, contrapuestos con lecturas y nuevas experiencias, se convierten en nuestro propio relato proustiano.
Es difícil referirse a El elogio de la sombra sin acabar citando la práctica totalidad del libro, pues no hay nada supletorio entre la luz intensa y sin matices (la misma luz que baña la existencia occidental, y la misma que nos concediera Prometeo), y la oscuridad absoluta.
En la sutil penumbra, habita un claroscuro que servirá también al lector occidental para acercarse con mayor humildad al arte oriental y a una tradición estética ajena a la racionalidad geométrica euclidiana y a la aspiración a una pureza absoluta en conceptos y materiales.
El «meta» griego y el «entre» oriental
Al contrastar las culturas oriental y occidental, el filósofo helenista y sinólogo francés François Jullien recuerda que el canon europeo parte de una supuesta capacidad para precisar los sentimientos, realidades percibidas y el propio mundo con precisión: el propio lenguaje evoca raíces etimológicas que designan una cualidad definida.
La cultura oriental, por el contrario, describe el mundo contrastando realidades: el mundo no es una representación de lo ideal, sino algo que ocurre «entre» absolutos: en China, un paisaje no procede de la raíz «país», sino de evocar lo contenido entre «montaña» y «agua». Del mismo modo, nuestra visión platónica del mundo nos hace pensar en los estados «hielo», «agua» o «vapor», pero nuestra cultura ha sido incapaz de recrearse en la sutilidad de lo que en realidad tiene lugar entre estos absolutos: la cultura oriental se interesará más en el «derretirse», en lo que ocurre entre o durante estos estados.
Si, entre las decenas de reflexiones dignas de mención expuestas por Tanizaki en El elogio de la sombra, tuviera que elegir la que más me ha cautivado, me quedo con la reflexión del autor sobre el devenir del mundo desde la Ilustración: la hegemonía occidental no solo expuso al resto de civilizaciones con raigambre a un tipo de «modernidad» y «mundo científico» que parten de un punto de vista culturalmente ajeno, sino que aceleró la llegada de una tecnología que se había creado partiendo de esta misma cosmogonía eurocéntrica.
Juegos de fotones
La reflexión de Junichiro Tanizaki no es simplemente compatible con las tesis de Martin Heidegger sobre la deriva de la sociedad tecnológica («tecnicidad»), condenada a unos automatismos positivistas que evolucionaron desde un punto de vista reduccionista y poco atento a los ritmos de la naturaleza y a las propias contradicciones del ser humano, sino que es más sencilla y elegante.
Es una riqueza de lo percibido expuesta como sin esfuerzo, con la misma naturalidad con que el paso del tiempo y los elementos se inmiscuyen entre los objetos (e incluso a la piel de las mujeres japonesas), infiriendo a la realidad una pátina relacionada con la percepción de lo delicadamente velado, oscuro, sombrío, lúgubre, mate, acre, adusto.
Tanizaki se aviene a reflexionar sobre la deriva técnica del mundo al reflexionar sobre el concepto oriental de confort y calidez hogareña, que es más sensorial y estético que físico y no se centra en el carácter utilitario de la supervivencia al hambre o al invierno.
La apertura japonesa a esta modernidad importada, que ocurre a finales del siglo XIX, a partir de la espectacularidad transición desde la cultura medieval japonesa a la urbanización e industrialización de la Era Meiji (1868-1912), introducirá el fruto material de la mentalidad ilustrada hasta el interior doméstico japonés, pues la calefacción o la iluminación occidentales carecerán de toda pretensión asociativa con la vieja cultura de las texturas y sombras.
Imaginando otras civilizaciones científicas
De haberse modernizado según los principios estéticos y filosóficos orientales, el mundo que hoy habitaríamos sería muy distinto al que conocemos y que todavía consideramos como poco menos que «natural», «inevitable» o fruto del «progreso» (olvidando que el propio concepto de «progreso» no puede comprenderse fuera del marco de pensamiento de la Ilustración). En El elogio de la sombra, leemos:
«En cuanto a la calefacción estoy convencido, porque lo he probado, de que no hay nada mejor que una estufa eléctrica instalada en el hogar central, pero no he encontrado a nadie que elaborara ese dispositivo, tan sencillo sin embargo (existen braseros eléctricos bastante lamentables pero como medio de calefacción no son mucho mejores que los braseros de carbón); eso hace que en el comercio sólo se encuentren esos calefactores de estilo occidental, totalmente inadecuados.
«Es un lujo, lo admito, insistir en nombre del buen gusto en detalles tan triviales de la vida cotidiana. Siempre habrá alguien que me argumente que lo esencial es que podamos defendernos de las diferencias de temperatura y del hambre y que la forma importa poco. En realidad, por mucho que te jactes de tu propia resistencia “los días de nieve son verdaderamente fríos” y si hay algún medio para paliar ese inconveniente, está fuera de lugar discutir sobre su mayor o menor elegancia; es pues inevitable que se quiera disfrutar sin reservas de esa nueva comodidad, cosa que concibo muy bien; sin embargo, si Oriente y Occidente hubieran elaborado cada uno por su lado, e independientemente, civilizaciones científicas bien diferenciadas, ¿cuáles serían las formas de nuestra sociedad y hasta qué punto serían diferentes de lo que son? Éste es el tipo de preguntas que me suelo plantear habitualmente.
«Supongamos, por ejemplo, que hubiéramos desarrollado una física y una química completamente nuestras; las técnicas, las industrias basadas en dichas ciencias habrían seguido naturalmente caminos diferentes, las múltiples máquinas de uso cotidiano, los productos químicos, los productos industriales habrían sido más adecuados a nuestro espíritu nacional. Posiblemente sería lícito pensar que los propios principios de la física y de la química, considerados bajo un ángulo distinto al de los occidentales, habrían tenido aspectos muy diferentes a los que hoy en día se nos enseña en lo que respecta, por ejemplo, a la naturaleza y las propiedades de la luz, de la electricidad o del átomo.»
En apenas tres párrafos, Tanizaki nos recuerda hasta qué punto compartimos la convicción de que vivimos en la única cosmogonía, realidad y mundo posibles. Olvidamos que nuestra manera de vernos a nosotros, de experimentar lo que nos rodea, de evocar pasado y futuro, o de concebir un mundo ideal (lo «meta» o más allá de lo físico), parte de una mirada concreta, propia de una cultura particular.
Realzando el espacio con sombras
En Occidente, sólo los niños y los enajenados parecen haber conservado la capacidad de mantener la entreabierta la rendija del cuarterón de una ventana, para percibir —sin pesares por «perder el tiempo»— los infinitos matices de la luz sobre un mundo que descubre su belleza ante nosotros… siempre que nosotros mismos estemos preparados para cultivar la ingenuidad sepultada bajo innumerables estratos geológicos de socialización.
«Algunos dirán que la falaz belleza creada por la penumbra no es la belleza auténtica. No obstante, como decía anteriormente, nosotros los orientales creamos belleza haciendo nacer sombras en lugares que en sí mismos son insignificantes.
«Nuestro pensamiento, en definitiva, procede análogamente: creo que lo bello no es una sustancia en sí sino tan sólo un dibujo de sombras, un juego de claroscuros producido por yuxtaposición de diferentes sustancias. Así como una piedra fosforescente, colocada en la oscuridad, emite una irradiación y expuesta a plena luz pierde toda su fascinación de joya preciosa, de igual manera la belleza pierde su existencia si se le suprimen los efectos de la sombra.»
Reflexiones de inodoro del maestro Sòseki
En El elogio de la sombra, nos acercamos a algo tan cotidiano como ir al aseo a hacer de vientre desde un punto de vista desconocido en Occidente. Asistimos al recorrido sutil sobre tablones por galerías exteriores que invitan al visitante del aseo a reencontrarse con lo más primitivo de su naturaleza.
Y sí, en un váter hay penumbra, y ventilación natural, y hace frío en invierno, y quizá debiera la modernidad haya sacrificado algo que, aprendemos, puede ser ritual y «bello»:
«Siempre que en algún monasterio de Kyoto o de Nara me indican el camino de los retretes, construidos a la manera de antaño, semioscuros y sin embargo de una limpieza meticulosa, experimento intensamente la extraordinaria calidad de la arquitectura japonesa.
Y, al referirse al «maestro Sōseki» —Natsume Sōseki (1867-1916), uno de los novelistas japoneses más importantes de su época—, Tanizaki lo hace con respecto, pese a referirse al gusto del literato por ir de vientre a la manera de los antiguos:
«[Sōseki] contaba entre los grandes placeres de la existencia el hecho de ir a obrar cada mañana, precisando que era una satisfacción de tipo esencialmente fisiológico; pues bien, para apreciar plenamente este placer, no hay lugar más adecuado que esos retretes de estilo japonés desde donde, al amparo de las sencillas paredes de superficies lisas, puedes contemplar el azul del cielo y el verdor del follaje.
«En verdad, tales lugares armonizan con el canto de los insectos, el gorjeo de los pájaros y las noches de luna; es el mejor lugar para gozar la punzante melancolía de las cosas en cada una de las cuatro estaciones y los antiguos poetas de haiku han debido de encontrar en ellos innumerables temas. Por lo tanto no parece descabellado pretender que es en la construcción de los retretes donde la arquitectura japonesa ha alcanzado el colmo del refinamiento.»
Shikki: el arte del laqueado
El autor nos invita a reflexionar sobre la disposición e iluminación de estancias en viviendas, o la de comedores en restaurantes o albergues de carretera; o ya sea más bien el material usado en cerramientos, el voladizo de los tejados y la sombra que describe, la disposición del jardín y su relación estacional con el interior (las composiciones en espacios de recogimiento como tokonomas, la cualidad refractaria del papel washi en las puertas correderas shōji…).
También conocemos hasta qué punto el sonido, el aspecto, el comportamiento al tacto y la opacidad de las tazas de lacas japonesas serán adecuados para disfrutar de una sopa. El laqueado de objetos cotidianos, shikki, aparece en El elogio de la sombra como un protagonista más:
«(…) el placer de contemplar en sus profundidades oscuras un líquido cuyo color apenas se distingue de aquél del continente y que se estanca, silencioso, en el fondo. Imposible discernir la naturaleza de lo que hay en las tinieblas del cuenco, pero tu mano percibe una lenta oscilación fluida, una ligera exudación que cubre los bordes del cuenco y que dice que hay un vapor y el perfume que exhala dicho vapor ofrece un sutil anticipo del sabor del líquido antes de que te llene la boca.»
Aprendemos por qué nuestros materiales predilectos en la mesa (cubertería metálica, vidrio, porcelana uniforme y brillante) son irritantes absolutos que sacan de quicio a quien haya conservado un sentido estético atento a la belleza áspera, atenta a los matices y a la pátina, así como a la calidez de maderas y lacas, así como los dorados envejecidos (un auténtico espectáculo en la penumbra, capaz de retener destellos de la luz más tamizada).
«Porque una laca decorada con oro molido no está hecha para ser vista de una sola vez en un lugar iluminado, sino para ser adivinada en algún lugar oscuro, en medio de una luz difusa que por instantes va revelando uno u otro detalle, de tal manera que la mayor parte de su suntuoso decorado, constantemente oculto en la sombra, suscita resonancias inexpresables.»
Preguntemos a los espectros
El tratado sobre estética de Tanizaki podría haber sido más extenso, pero difícilmente más completo y convincente. Siempre nos dejamos algo en un ejercicio de traducción, pero la versión francesa de René Sieffert (editada por Verdier en 1978, en la que se basa la edición española de Siruela) que he consultado para el artículo ofrece una aproximación suficiente al original intuido, o al menos así lo atestiguan los críticos bilingües.
Una traducción es el espectro de un original, y el original es a la vez un espectro del pensamiento y el ejercicio conceptual de contener en la escritura un pensamiento latente, siempre más rico y atento a la experiencia multisensorial. Hablando de espectros, Tanizaki no se olvida de ellos:
«¿Pero por qué esta tendencia a buscar lo bello en lo oscuro sólo se manifiesta con tanta fuerza entre los orientales? Hasta hace no mucho tampoco en Occidente conocían la electricidad, el gas o el petróleo pero, que yo sepa, nunca han experimentado la tentación de disfrutar con la sombra; desde siempre, los espectros japoneses han carecido de pies; los espectros de Occidente tienen pies, pero en cambio todo su cuerpo, al parecer, es translúcido. Aunque sólo sea por estos detalles, resulta evidente que nuestra propia imaginación se mueve entre tinieblas negras como la laca, mientras que los occidentales atribuyen incluso a sus espectros la limpidez del cristal.»
La belleza femenina oriental es esquiva y busca el misterio de la penumbra; el autor evoca tradiciones en desuso como la de ennegrecer los dientes, para resaltar todavía más el rostro.
El deslizamiento de una puerta shōji
La autenticidad oriental parte de una tradición muy distinta a la occidental, si bien una de las razones del autor para plasmar sus reflexiones en «El elogio de la sombra» era, precisamente, el retroceso acelerado de ese mismo mundo, sepultado por la modernidad de la electrificación, la arquitectura diáfana y los cánones occidentales.
Evocamos al autor escribiendo desde su pieza pobremente iluminada, e intuimos su silueta tras los shōji:
«En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. Al occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
«Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los shōji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.»
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