Una de las cosas que más habrían inquietado a Hannah Arendt sobre el clima mediático e intelectual de hoy es su fragmentación, su escasa capacidad de trascender la moda pasajera.
Para Arendt, las sociedades avanzadas corren su mayor riesgo cuando el debate se transforma en consigna y la información se pone al servicio de su utilidad política y económica. Cuando el lema publicitario y la agitación propagandística se imponen al debate sosegado.
Al sustituir los métodos tradicionales de participación ciudadana por gesticulaciones en nuestro avatar social, no abandonamos nuestro mutismo o pasividad, pues buena parte de estas interacciones son una expresión de nuestras actividades o aspiraciones: lo que nos gusta y lo que detestamos, definidos en función de su impacto (lo que reciba mayor atención, logrará mayor peso).
Amodorrados a golpe de tarjeta de crédito (o de Apple Pay)
La libertad no consiste en adaptarse lo mejor posible a las prerrogativas de una sociedad que depende del consumo y el espectáculo. No se trataría de elegir —a la manera de sendos monólogos de apertura de los protagonistas de Trainspotting y de El club de la lucha, en dificultades para adaptarse a los «moldes» sociales existentes para ellos—: trabajo, pareja, vivienda, coche, manera de vestir, coraza de sofisticación cultural (a partir de los «filtros estándar» debidamente predefinidos, algo así como los filtros Instagram de la proyección pública que deseamos para nosotros —y para nuestro avatar—), etc.
Todo lo contrario. En opinión de Hannah Arendt, los indicadores superficiales que nos definen ante los otros y con los que nos identificamos, no son más que una coraza atenta a señales de la sociedad y las instituciones, una construcción fluida que busca el reconocimiento constante del entorno. Somos de un modo y no de otro porque nuestras circunstancias nos han situado en un contexto y no en otro.
Toda ruptura con percepciones predefinidas requerirá un auténtico esfuerzo y acción por parte del individuo que pretende afirmarse, más allá de lo que una deriva pasiva por la existencia le ofrecería como posibles elecciones y caminos que tomar.
Jean-Paul Sartre distinguirá, en uno de sus ejemplos célebres, entre el camarero pasivo y acomodado a su mero rol, quien ha decidido dejarse llevar por lo que el contexto donde discurre su vida decida por él; y un camarero que fuera capaz de realizar su tarea con pleno conocimiento de causa, afirmando su situación y tomando las riendas de cualquier decisión que surgiera. Fueran cómodas o incómodas, las decisiones de este camarero que quiere afirmar su existencia partirían de una cierta autenticidad.
El olvido de nosotros mismos
Del mismo modo, Hannah Arendt creerá que sólo una existencia pública que nos reafirme y nos permita expresar nuestro análisis (más allá de los marcadores comerciales y más superficiales del «molde» que hayamos decidido encarnar), nos permitirá lograr el estatuto de individuos auténticos y, en última instancia, de ciudadanos libres.
No podemos ser libres si no realizamos el esfuerzo consciente de ejercer nuestra libertad, y ésta no es la expresión comercial que compartimos a continuación en las redes sociales. Un fan de productos y fenómenos comerciales demuestra un entusiasmo ingenuo y teledirigido, una inversión publicitaria económica que otorga grandes réditos a terceros. Un avatar definido por algoritmos o, expresado por Nietzsche un siglo antes del despegue de Internet: un representante más de la moral de esclavo que define nuestra cultura desde tiempos inmemoriales (gentileza, según él, del idealismo filosófico y religioso de Occidente).
En la dialéctica de la sociedad de consumo, incluso lo contestatario se difunde a través de los mismos canales, y el fenómeno de la personalización de modelos ya predefinidos y a menudo superficiales se ha acrecentado gracias a la Red.
Cuando la única libertad real percibida es el consumo de productos que funcionan como marcadores de personalización, olvidamos nuestra auténtica libertad, que viene acompañada de la tremenda responsabilidad de saber que uno puede decidir por sí mismo y proyectarse en la esfera pública. Sin ciudadanos autónomos y en búsqueda de una filosofía de vida dotada de contenido real, podemos caer en la trampa que, según Hannah Arendt, la sociedad contemporánea nos tiende, consistente en una invitación constante a afirmar aspecto, hábitos, actividades.
Elige tu vida entre estos filtros predeterminados
Ropa, viajes, teléfono, amistades con las que apenas compartimos el anhelo de la popularidad de Instagram, trabajo… Dime qué consumes y qué imágenes compartes, y te diré quién eres. Cuando hemos sido capaces de ceñirnos con éxito a los moldes predefinidos (en función de nuestro aspecto, capacidades, origen social y geográfico, así como del azar, el acceso a redes informales de influencia, etc.) y expresamos este éxito percibido con marcadores superficiales, ¿no hemos llegado acaso a cumplir un sueño tan postmoderno como Netflix y las novelas de Michel Houellebecq?
¿Dónde estaría el problema? ¿No sería suficiente considerarse privilegiado siendo consciente de que uno vive en la abundancia y de que, al menos a escala planetaria, el progreso material continúa su senda ascendente?
Esta indiferencia y dejación de funciones ante nuestro cultivo interior y participación en la esfera pública, es precisamente el problema contemporáneo, según Hannah Arendt, que no llegó a conocer la aceleración de esta deriva gracias a la personalización de lo superficial que Internet permite.
Los medios de masas transformaron el arte y favorecieron la propaganda y las relaciones públicas; la cultura pop inventó un nuevo sentido artístico en la copia reproducida; la cibernética transformaría la aspiración a un rato de celebridad, adelantada por los postestructuralistas (la generación del 68 y de Andy Warhol), en una pulsión por convertir existencias anodinas en el mismo arte.
Entre la transparencia y la vigilancia panóptica
Es como si la insoportable levedad del ser, la expresión de Kundera, hubiera degenerado décadas después en lo que el filósofo Byung-Chul Han llama «sociedad de la transparencia», o el apetito insaciable, bordeando lo pornográfico, de exponer hasta el detalle más anodino.
Quizá estemos asistiendo, no obstante, al cierre del círculo, y la combinación entre los «avatares» de existencia que decidimos interpretar y los algoritmos que fomentan nuestro instinto por completar la imagen aspiracional han llegado al punto de saturación. Más allá, existe una aspiración a 15 minutos no ya de fama, sino de privacidad y anonimato reales, anhelos ya insondables en una sociedad hiperconectada que confunde al ciudadano con su avatar.
Justo cuando comprendemos los riesgos de la deriva, el mapa ha empezado a suplantar al territorio, algo que se observa con crudeza en la capacidad de TikTok, la red social china, para hacer que usuarios de todo el mundo celebren el servicio y muestren una mórbida indiferencia a la implacable censura que el servicio efectúa de la persecución llevada a cabo contra minorías como la uigur de Sinkiang.
Deseo mimético y pose contestataria dentro del sistema
Internet no ha hecho más que acelerar tendencias surgidas en la era dorada de los medios de masas y la expansión del fenómeno del consumo ostentoso: acumulamos trofeos con la intención de no ser menos que personas admiradas y relaciones, para reafirmar nuestra capacidad (porque podemos), y no por necesidad.
Las redes sociales prometieron la alquimia de la superficialidad, al combinar el fenómeno que propulsa, según pensadores como Thorstein Veblen y René Girard, el deseo mimético (adquirir lo que otros señalan como merecedor de atención) con la instantaneidad.
El crítico cultural Theodor Adorno señalaría sin remilgos la contradicción en la sociedad industrial y su industria cultural, donde incluso la contestación está sometida a un control contextual y de baja intensidad, pero existente. Internet ha reforzado este control ambiental gracias a las trazas que dejan los datos. La diferencia entre lo que la Internet ubicua prometía y lo que en realidad ofrece a la mayoría de sus usuarios se hizo patente con la llegada de servicios que actúan como monopolios de facto.
La concepción descentralizada e iconoclasta de Internet se contradice con la necesidad de sus servicios para recabar el máximo de información posible sobre perfiles de usuarios, actividad e interacciones. Cuanto mayor conocimiento acumula el sistema, mayores son sus posibilidades, y mayor el control del prestador del servicio sobre quienes lo utilizan.
Adorno constató antes de su muerte en 1969, que quienes protestaban con mayor ahínco contra el sistema de reproducción cultural de masas establecido tras la II Guerra Mundial eran los hijos contestatarios de la cultura vencedora en la guerra, la anglosajona. Quienes protestaban contra Vietnam se beneficiaban a la vez de los primeros sistemas de difusión de un entretenimiento capaz de llegar a todo el mundo, simplificado y empobrecido.
Indígnate, pero compra las gafas oficiales de la protesta
Para el filósofo alemán, era especialmente hiriente observar con lucidez cómo el movimiento de protesta contra Vietnam utilizaba herramientas muy similares a las del gobierno contra el que se rebelaba para extender su mensaje a través de la cultura de masas. La industria cultural cantaba Oh, Freedom por boca de Joan Baez, y Adorno reconocía en la cultura pop una versión azucarada de los métodos de propaganda surgidos en la Europa de entreguerras, ahora edulcorados y puestos al servicio de la sociedad de consumo.
Esos chicos supuestamente irreverentes, reflexionará Adorno, atacan el humanismo —del arte a la filosofía— con tanto ahínco como los «positivistas» que controlaban el mundo. Tras el fin de la guerra, el utilitarismo había tomado las riendas de la sociedad estadounidense y sus satélites culturales. A golpe de concierto pop, los jóvenes de la Europa continental renunciarían a su autonomía de pensamiento, sustituyéndolo por una realidad homogénea procedente de la industria cultural que dictaba la moda del momento (con sabores y colores adecuados a cada público objetivo: reminiscencias de un menú homogéneo para una cadena de comida rápida, o de una variedad limitada de filtros de Instagram).
Indignarse a través de la celebración explícita de los canales de socialización y control dispuestos por el poder para garantizar cierta docilidad de la población, más allá de formas y aspavientos más o menos iconoclastas. Mantener la protesta dentro de la industria cultural para convertirla en un producto más.
En realidad, según Theodor Adorno, esta llamada a la contracultura era la entrada postmoderna al consumo controlado de una cultura homogénea, dócil, simplificada para las masas y desprovista de cualquier complejidad o misterio humanista. La industria cultural engrasaba su maquinaria. Con Internet, habríamos entrado en un estadio de centrifugación de la industria cultural, cuyas píldoras son ahora personalizadas y sus dosis corren el riesgo de matar al huésped.
He venido a hablar de lo mío (con permiso de Ortega y de Paco Umbral)
Esta remezcla en un medio se rige por la difusión de las unidades mínimas de contenido más populares. El evolucionismo cultural de la Red, o memética, influye sobre nuestros avatares y, a través de éstos, sobre nuestra vida en el mundo físico, ya inseparable de su «mundo-espejo». Llegamos al pospostmodernismo o metamodernismo: la remezcla del postmodernismo, principal protagonista de las novelas de Michel Houellebecq, Irvine Welsh y tantos otros.
Las redes sociales presentan un cebo propio de la «sociedad de la transparencia» que muestra signos de agotamiento, al haber ido demasiado lejos: al publicitar actividad y acciones desde la adolescencia, quienes han crecido con la Internet ubicua corren el riesgo de confundirse con su avatar y ser presa de errores a los que cualquier persona tenía derecho al crecer. Quienes han renunciado a su esfera privada y a una proyección pública autónoma, pierden el derecho a equivocarse y la autoridad para explorar su propio lugar en la sociedad abierta.
Lograr que la actividad de lo que compartimos o publicitamos sea premiada por otros a base de acciones en nuestro avatar, no enriquece nuestra existencia ni nos hace más ciudadanos, pero sí aumenta nuestra ansiedad cuando lo que compartimos y la vida que llevamos no suscita atención.
Rueda de hámster: no perderse nada «importante» en las redes sociales
Para que otros presten atención a lo que compartimos, nosotros deberemos hacer lo propio y prestar atención a lo que otros publicitan, y nos enfrentaremos a diario a un bucle de información superficial con altas dosis de autobombo a cargo de terceros, en un interminable diálogo de aspiraciones, currículos y frases con regusto a libro de autoayuda.
Lo que el filósofo francés René Girard identificó relaciones interpersonales miméticas (aspirar a ser como nuestros modelos, o desear lo que familiares, vecinos o personajes notables acumulan), se transforma en la vida real en una competición comercial ajena al fondo de las cosas y a nuestra responsabilidad ciudadana. Muchos tratan de recuperar el terreno perdido alejándose del escaparate de deseo mimético en que se han convertido las redes sociales.
Bianca Vivion Brooks, escritora afincada en Nueva York, elige el tono de la autoayuda, tan presente en la cultura estadounidense, para explicar en una columna del New York Times que, «solía temer ser una donnadie. Luego dejé las redes sociales». Un ejercicio de expiación que se sirve del mismo formato de transparencia analizado por Byung-Chul Han, como si afrontar los riesgos del modelo mediático actual equivaliera a una sesión en Alcohólicos Anónimos.
Como el propio Theodor Adorno, Hannah Arendt temió también que el activismo contestatario en la era de los medios de masas acabara por servirse de las mismas técnicas intransigentes y autoritarias que habían caracterizado a los grupos de choque de extrema derecha y extrema izquierda durante la convulsa época de entreguerras en Europa.
No hay nada más peligroso, constató Hannah Arendt, que dejar de esforzarse por pensar uno mismo, dejar de analizar los condicionantes culturales que influyen sobre nuestra conducta, pues renunciar al intento de pensar de manera genuina conduce tarde o temprano al sacrificio de la «obligación» de ser uno mismo en favor de nuestro perfil de «consumidor» (o, en la era de Internet, nuestro perfil de «usuario»).
Es duro asumir la responsabilidad de la propia conducta
El consumidor exige novedades en su vida material y delega a la maquinaria institucional su propia autonomía de pensamiento: muchos jóvenes occidentales publicitan abiertamente y sin ironía su admiración por sociedades totalitarias que cuentan con dinámicos mercados de consumo, como China (o su versión ideal y concentrada, Singapur).
Del mismo modo que confundimos el éxito de países y civilizaciones con la marcha coyuntural de marcadores de contabilidad tan pobremente diseñados como el crecimiento agregado del PIB, sólo el acceso a la última novedad o nuestra posición profesional y remunerada parecen definirnos en la esfera particular.
Es precisamente a medida que avanza la sociedad técnica —reflexiona Hannah Arendt— que la sociedad debería ser más consciente que nunca de la necesidad de cultivar un humanismo que supere las capas más superficiales y paralizadoras de la sociedad contemporánea:
«[Con la mecanización] una sociedad entera de trabajadores se liberará de sus cadenas de trabajo, y esta sociedad no sabe nada de las tareas más altas y gratificantes para las cuales merecería la pena obtener esta libertad».
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