Uno de los relatos más inquietantes de nuestro tiempo está pasando casi desapercibido: el cortejo de determinada intelligentsia de Silicon Valley al «progreso» imparable en China, una dictadura que practica capitalismo de Estado donde, dicen los mismos entusiastas, «las ideas se discuten con mayor libertad».
Siempre que esas ideas no sean políticas, ni reivindicativas, ni reclamen ningún derecho sanitario, ni promuevan actitudes que, en dictaduras de antaño más cercanas, habrían entrado en epígrafes del estilo «normativa contra vagos y maleantes». Libertad en definitiva, dicen algunos desde Silicon Valley.
La bahía de San Francisco y, por extensión, los otros centros de innovación de Estados Unidos, se han estancado en una esclerosis de prosperidad y regulaciones, argumentan profesores, trabajadores y empresarios con un pie en San Francisco y el otro en China.
En cambio, la «stasis» de política, mercado laboral y mercado inmobiliario en California contrasta con el frenesí, la «kinesis» de China, capaz de consumir más cemento en tres años que Estados Unidos en todo el siglo XX.
La escala de la puesta en escena
El «progreso» imparable de China del que se habla desde la perspectiva reduccionista de Silicon Valley impone, sobre todo, en su escala: 1.300 millones de usuarios de telefonía móvil, un tercio de los cuales emplea teléfonos de gama alta y redes 4G (pronto compatibles con 5G), centros de negocios, barrios y ciudades que surgen de la nada, redes de metro de varias ciudades que se interconectan para crear infraestructuras de metro de alcance regional, flotas de autobuses eléctricos para controlar las emisiones en los contaminados centros urbanos…
Esta admiración por el crecimiento chino, cuyo modelo desarrollista y extractivo combina estructuras arcaicas de la economía planificada (modelo previo a la apertura iniciada por Deng Xiaoping), con el capitalismo de Estado surgido en las últimas 4 décadas, ha tomado una última y peligrosa mutación: definir el progreso material chino durante los últimos 40 años como consecuencia de la ausencia de democracia.
China is hurtling up the rankings of scientific achievement. Should the world worry? Our cover this week https://t.co/yD9VU1o3P4 pic.twitter.com/qYmkM1p0zU
— The Economist (@TheEconomist) January 10, 2019
La falacia sobre el desarrollo chino «gracias a», y no «pese a» su modelo totalitario (y a las tensiones medioambientales y sociales que ha producido) prolifera en el pensamiento de la industria tecnológica estadounidense, y se establecen paralelismos con el otro modelo citado en torno al epicentro comercial e industrial mundial del mar de la China Meridional, la próspera y ordenada ciudad-Estado de Singapur, nominalmente una República parlamentaria, aunque la libertad de su partido de gobierno para moldear el sistema a su antojo convierten a la antigua colonia británica en lo que muchos analistas han definido como «dictadura benevolente».
Los años en que dejamos de exigir valores humanistas
Acaso, para estos analistas, expertos e inversores de capital riesgo del mundo tecnológico, la diferencia entre «dictadura benevolente» y régimen totalitario no elegible para el lavado de imagen estriba en el ritmo de crecimiento del PIB y la progresión trimestral del PIB y la renta por habitante.
El riesgo de identificar prosperidad individual y social con una visión puramente utilitaria del concepto de progreso aumenta a medida que gobiernos y compradores occidentales afronten realidades de la sociedad china contemporánea difíciles de endulzar: la represión sistemática de la minoría uigur en el noreste del país; el silencio y la desidia de la Administración ante el aumento de enfermedades ligadas a los problemas medioambientales, a accidentes laborales prevenibles; la experimentación con un sistema electrónico de clasificación por puntos de la ciudadanía que incide sobre las libertades y la calificación crediticia; las tensiones en aumento con Taiwán, que China empieza a reclamar sin remilgos como territorio propio; o el nivel de opacidad y arbitrariedad de las regulaciones en un país que trata de institucionalizar la corrupción oligárquica.
En paralelo, China, ejemplo preferido de los campeones contemporáneos del modelo de «kinesis» o progreso tecnológico (el modelo de la Atenas de Pericles), por oposición a la mentalidad que se contenta con gestionar viejas inercias («stasis», tal y como era percibida por Esparta, en la Grecia Clásica, o por el confucianismo chino), concentra el 20% de la producción industrial mundial según Brookings Institution, que constituye el 27% del PIB del país.
Estados Unidos cae al segundo lugar, con el 18% de la producción mundial (10% de su economía), seguida de Japón, con el 10% de las manufacturas del mundo (19% de la producción nacional). Alemania, Corea del Sur e India, en ese orden, aparecen a continuación.
Lo que nos venden: una dictadura que «fomenta» el libre pensamiento
Pero el modelo chino deslumbra, a las puertas de lo que parece ser una contracción de su economía, por la escala de su mercado interior, que lo convierten en la nueva frontera para la producción y venta masiva de productos y servicios de todas las gamas, desde las manufacturas de lujo y alto valor añadido de las firmas europeas más prestigiosas a las copias en serie de cualquier producto imaginable, creadas en polígonos y ciudades aglutinadas (el verbo «organizar» se alejaría de la realidad) por actividad industrial.
Este cortejo de tecnólogos, inversores y prensa económica occidental hacia China alcanza ahora lo que parecía hasta hace poco un argumento próximo al oxímoron: ¿puede la dictadura china «promover» actividades que se nutren del libre pensamiento asociado a los valores surgidos durante la Ilustración? La portada del número del 12 de enero de 2019 de The Economist parece apostar al ascenso chino en el ámbito más estratégico: la pujanza científica.
Mientras China pone a prueba uno de los axiomas tradicionales del pensamiento occidental, la hipótesis de que la competencia científica requiere un entorno sociocultural libre y que cuestione cualquier forma de autoridad dogmática, los consumidores de los productos tecnológicos más prestigiosos evitan, de momento, la pregunta omisa más importante de nuestra era: si un producto en cuestión ha sido manufacturado en China, por qué y con qué consecuencias para todos.
Una transformación colosal con muchos perdedores silenciados
La transformación meteórica de la sociedad y la economía chinas en detrimento de una evolución de apertura política, es percibida desde Silicon Valley como apenas una externalidad negativa de un proceso eminentemente positivo. En esta percepción a la carta de las consecuencias de un desarrollo sin regulación ni más constricciones que la acaparación de materias primas suficientes para afrontar el ritmo de construcción y elaboración de manufacturas, desaparecen sus efectos perversos.
Shenzhen airport starts credit-based security check (via @LalaHu9 ) https://t.co/uQIGzWVY5u
— Massimo Banzi (@mbanzi) December 11, 2018
Apenas un puñado de documentales se han convertido en la única voz crítica sobre el proceso de desarrollo económico, de migración del campo a la ciudad y de emergencia de una sociedad de consumo con la mayor velocidad y escala de la historia.
En 2005, el documental China Blue acompañaba a Jasmine Li, una trabajadora sin cualificación de la provincia rural de Sichuan, en busca de su propia versión de prosperidad, recalando en una factoría de Shaxi (en Zhongshan, provincia de Cantón —Guandong—, a apenas dos horas de trayecto por vías congestionadas hasta Macao, al sur; o hasta Shenzen y Hong Kong, al este) confeccionando ropa tejana en condiciones deplorables incluso para estándares chinos actuales.
Muchas cosas han mejorado en la provincia de Guandong desde que el director israelí Micha X. Peled filmara China Blue: las manufacturas de escaso valor añadido han partido hacia países donde mantener las mismas condiciones de explotación, y prosperan empleos mejor remunerados en sectores de la electrónica de consumo como la manufactura de dispositivos informáticos periféricos o teléfonos inteligentes de gama alta.
El documental de Peled logró el extraño mérito de ganarse el desdén de la industria tecnológica estadounidense (que depende de la fabricación en Guandong) como del Gobierno chino.
Cuando los pulmones ya no saben respirar
Es más difícil acusar un nuevo documental, Behemoth (Zhao Liang, 2015), de producción sino-francesa, de desconocimiento de la realidad china o sensacionalismo: Behemoth planta al espectador con la impactante escala, crudeza y dantesca belleza de la extracción masiva de carbón por un hormiguero de empleados sin protección ni medios y la procesión de esta materia prima a un centro de producción siderúrgica que emerge como el mismo horno del infierno de la Divina Comedia.
El producto elaborado, armazones metálicos para acelerar la frenética construcción en el país, conduce al espectador hasta el «paraíso en la tierra»: las ciudades fantasma, donde no existen el dolor, ni el trabajo extenuante, ni el hollín, ni una epidemia de neumoconiosis (enfermedad pulmonar de la minería sin protección y a cielo abierto) negada por la Administración local… En esas ciudades-fantasma, aprendemos que tampoco hay habitantes, ni tráfico, ni demanda o expectativas reales de población.
Wrong. The China Dream is alive in China. The American Dream does not involve living in an authoritarian, state capitalist regime. https://t.co/Ec2RAdRJ25
— ian bremmer (@ianbremmer) November 18, 2018
Behemoth es la otra cara de lo que, desde una hoja de cálculo de una oficina de Shenzen, Hong Kong, San Francisco, Nueva York o Berlín, se manifiesta únicamente en crecimiento fulgurante y sostenido en el tiempo. Crecimiento, progreso. «Kinesis» elevada al cuadrado. Superación de la vieja «stasis» confucianista… Absurdismo a una escala difícil de comprender si no concedemos una oportunidad a este documento dirigido por Zhao Liang.
Luego, más relajados pero sin abandonar el punto de vista crítico e incisivo que la opinión pública ha olvidado entre las trincheras excavadas por tuits irreflexivos, podemos acercarnos a Shenzen con mayor proximidad que si tomáramos un avión y nos dejáramos caer allí como el monigote de Google Street View: a través de la mirada de un espíritu crítico y artístico que se ha tomado la molestia de acercarse al lugar con un punto de vista próximo al nuestro, pero listo para aprender con humildad y ajeno al tóxico y ubicuo síndrome del expatriado —y su pretensión de replicar el salón doméstico en cualquier rincón del mundo—.
Stasis vs. kinesis
Esta mirada es la del dibujante de cómics canadiense québécois Guy Delisle, cuyas historias, nos sitúan a pie de calle y nos presentan con las sutilezas de lo que se pierde en la traducción intercultural de costumbres y cosmogonías. En 2000 se publicó su obra Shenzen.
Quizá esta cruel realidad, la que nos acercan de China quienes no se han quedado impregnados del frío destelleo OLED que emana del país y que se expande en forma de inversiones por todo el mundo desarrollado y hasta las puertas de Europa y Norteamérica, nos ayude a tomar cierta perspectiva.
En ocasiones, esta frenética ensoñación tan del gusto de los inversores de capital riesgo de Silicon Valley (materializada para ellos en forma de consumo de materias primas, de ritmo de producción y de escala de ventas de cualquiera de los mercados domésticos), tiene más de pesadilla dantesca que de autorrealización postmoderna.
Taiwan may have transferred power to its people but China has already begun to yank it away from them https://t.co/68Ptq1EAm7
— The Economist (@TheEconomist) January 17, 2019
En testimonios como Behemoth, asistimos a un desarraigo sideral de cualquier cultura que juegue a la continuidad o el equilibrio, un brío que supera la «kinesis» y acelera las principales crisis a escala planetaria. El mundo necesita, por ejemplo, dejar de emplear carbón para producir la mayoría de energía en el mercado que más crece, el asiático, tal y como explica Somini Sengupta en el New York Times.
El carbón del mundo
En efecto, el impacto de China por habitante es muy inferior al del ciudadano medio de las economías más avanzadas, incluso aquellas más frugales; esta información no puede extrapolarse de su contexto y de poco sirve conceder esta perspectiva a la ciudadanía china, si el país —que actualmente concentra el 19% de la población mundial—, emite casi un tercio del CO2 del mundo (29%). En comparación, el segundo gran emisor, Estados Unidos, emite el 15 de gases con efecto invernadero concentrando únicamente el 4% de la población mundial.
Descendiendo por los círculos concéntricos del infierno de Dante, quizá se logre la perspectiva necesaria para analizar con prudencia y sentido crítico los «logros» de China en los últimos años. El bienestar real, la salud, la calidad de vida o el acceso a una sanidad universal están muy lejos de convertirse en realidad en la segunda economía y primer emisor de CO2 del mundo.
Cuando el New York Times titula un reportaje con un pretencioso y sonrojante El Sueño Americano está vivo. En China., el diario más prestigioso de Estados Unidos aprueba la lectura utilitarista de los valores estadounidenses, equiparando «Sueño Americano» a prosperidad material y desvistiendo el concepto de su supuesto carácter y transversalidad (los principios que se suponía manaban de la Constitución del país).
Tim Cook and Satya Nadella having dinner in Davos with Jair Bolsonaro, the far-right president of Brazil pic.twitter.com/wQgn9b7SuO
— Felix Salmon (@felixsalmon) January 23, 2019
La superficialidad de quienes loan un progreso irresponsable
El subtítulo usado por el New York Times para promover ese artículo es, si cabe, todavía más desafortunado:
«Imagina dos personas pobres de 18 años, una en Estados Unidos, y la otra en China. ¿Cuál de las dos tiene más opciones de triunfar? ¿Estás seguro?»
El analista Ian Bremmer recuerda al diario que se supone que dicho sueño no tiene nada que ver con residir en un régimen autoritario que practica un implacable y nada garantista capitalismo de Estado.
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