(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Mare Nostrum: avenencias y malentendidos en el Mediterráneo

El filósofo griego Kostas Axelos imaginaba esta fábula, perenne como una ocurrencia veraniega junto a un mar que fue abierto y aventurero:

«Un padre y una madre centauros contemplan a su hijo, que juguetea en una playa mediterránea. El padre se vuelve hacia la madre y le pregunta: ¿piensas que debemos decirle que solamente es un mito?»

La etimología del Mediterráneo, el lago interior del mundo antiguo, ofrece pistas sobre su riqueza y eterna estratificación de culturas, civilizaciones e intereses.

Hasta la llegada del mundo moderno y el nacimiento de sistemas burocráticos para regular el creciente transporte de pasajeros, la permeabilidad en el Mediterráneo apenas contaba con las limitaciones de las tensiones religiosas entre otomanos y europeos.

«Playa de Valencia» (1908), de Joaquín Sorolla y Bastida

A finales del siglo XIX, la colonización de África, la expansión del ferrocarril y el transporte marítimo a vapor engendraron la nueva aspiración de viajar; ya no hacía falta disponer de una fortuna para desplazarse por Europa, el Magreb y el Próximo Oriente, tras los pasos de aventureros románticos del Grand Tour como el propio Lord Byron.

Del Grand Tour a la era de los pasaportes

A finales del siglo XIX y hasta el estallido de la Gran Guerra, nadie requería un «pasaporte» para atravesar Europa y abordo de servicios ferroviarios como el legendario Orient Express (línea París-Estambul) a lo largo del Danubio.

Después de la Gran Guerra, la inauguración del túnel Simplon a través de los Alpes suizos e italianos permitiría seguir por Lausana, Milán, Venecia, Trieste, Zagreb y Belgrado, donde el tren se unía a la vieja ruta hasta Estambul.

En los años 30, el servicio permitía a un londinense comprar un billete, salir de Victoria Station hasta Dover, tomar allí un ferry hasta Calais y seguir luego hasta París.

Si bien la Liga de Naciones impulsó en los años 20 del siglo XX las formalidades de transporte internacional que conducirían al uso generalizado de pasaportes, la estandarización de este documento tan venerado en el mundo contemporáneo no llegaría hasta 1980 con los primeros pasaportes legibles por máquina.

Lo que no había logrado la burocracia moderna se convirtió en realidad a mediados del siglo XX, cuando la demanda de mano de obra en Europa tras la II Guerra Mundial sirvió para regular a gran escala los flujos migratorios a ambas orillas del Mediterráneo.

Un lago interior compartido por viejos parientes

El mar compartido, siempre permeable («gran verde» para los antiguos egipcios, simplemente «el mar» para los griegos, el «gran mar» o «nuestro mar» para los romanos, el «mar romano» para los persas, el «mar sirio» para los cartagineses, el «mar blanco del medio» o «mar de los romanos» para los árabes, o «mar blanco» para los otomanos) dejaba de estar a expensas de marineros y corsarios, de intereses pesqueros y comerciales, e instauraba una frontera asimétrica que aún perdura, al garantizar a los residentes legales europeos mayor libertad de movimiento que a los residentes en la orilla sur de ese mar que es hoy una frontera económica y humanitaria.

Ni las perennes tensiones diplomáticas en el Egeo entre Grecia y Turquía, presentes también en la repartición de Chipre (una de muchas cicatrices en la multiplicidad de orillas del «ponto» compartido), ni el conflicto palestino-israelí, ni las tiranteces diplomáticas entre Marruecos y España, entre Argelia y Francia, o entre Túnez y Libia —al sur— e Italia y Malta, pueden destruir por completo una cultura común que comparte valores, dieta, estilo de vida y una sofisticada cultura de la hospitalidad.

El editor catalán Carlos Barral navegando a vela en el pequeño puerto pesquero de Calafell, Tarragona, justo cuando llegaba el turismo de masas que lo cambiaría todo

El Mediterráneo se enfrenta entre sí desde tiempos inmemoriales, sin perder nexos comunes que se manifiestan a menudo a través de viejas ruinas, cultivos tradicionales (olivo, vid, trigo), similaridades gastronómicas y sensibilidades similares en música o arquitectura.

La diferencia económica entre el Mediterráneo europeo, el norte de África y Oriente Próximo alimenta una nueva arma geopolítica en Turquía, Libia o Marruecos: el control de migrantes, a menudo procedentes de distintos puntos de Asia Central y el África subsahariana.

De la Primavera Árabe al polvorín migratorio y la pandemia

Como zonas de tránsito hacia enclaves como Canarias, Ceuta y Melilla, Malta, Italia o Grecia, estos países han comprendido el interés europeo por extender Frontex más allá del suelo europeo, tal y como quedó claro en las crisis libia y siria y, en menor escala, en las tiranteces entre Marruecos y España, que vuelven a la agenda política tras el aluvión de inmigrantes nadando a Ceuta, tanto ciudadanos marroquíes como subsaharianos.

El conflicto sirio, la deriva caótica libia, las tensiones en Túnez y Argelia o el conflicto palestino-israelí —con su compleja idiosincrasia—, no son eventos extraordinarios, sino fruto de unas tensiones que la falta de perspectivas e inestabilidad social, la crisis sanitaria, o la promesa de llegar a Europa, convierten al Mediterráneo en una región que actúa a contra natura de su papel histórico de encuentro cultural y comercial entre pueblos.

Como ocurre en la frontera entre Centroamérica y México, así como entre el propio México y Estados Unidos, el Mediterráneo es un escenario de primer orden de todas las crisis, las históricas y aquellas propias de nuestro siglo (desde el aumento de la desigualdad económica entre ambas orillas a la presión adicional del extremismo en el Sahel, el cambio climático o las aspiraciones legítimas de una juventud que idealiza lo que ocurre en la orilla norte.

El sur europeo, el Magreb, Anatolia o los países levantinos tienen mucho que compartir y celebrar simbólicamente, y este acervo común quizá sea, junto al deporte y la colaboración en proyectos de obra civil y desarrollo local, uno de los pocos caminos capaces de destensar la situación en un mar donde se escenifica de manera dantesca esta asimetría.

Lazos deliberadamente olvidados

Los nexos históricos entre el sur de la Península Ibérica y Marruecos, presentes en la arquitectura y en el acervo cultural a ambas orillas, tienen su equivalente al este del Mediterráneo, donde las islas del Egeo han mantenido vivo el nexo helenístico entre Grecia, el sur de Italia, Egipto, Jordania y Líbano.

En agosto de 1972, un químico de Roma aficionado al buceo, Stefano Mariottini, encontraba en Riace (Calabria) dos estatuas de bronce a escala real y en perfecto estado de dos guerreros (uno joven y otro maduro), originales griegos del siglo V a.C., a una profundidad de 8 metros y a una distancia de la orilla de 8 metros

La propia Turquía, con un pie geográfico y cultural en los Balcanes, se considera a la vez heredera del Imperio otomano, de la vocación europeísta de sus élites desde Mustafá Kemal Atatürk, así como de Bizancio. La antigua basílica ortodoxa de Santa Sofía (catedral del rito oriental de Constantinopla, luego mezquita, museo y de nuevo mezquita) es el símbolo arquitectónico de este sincretismo en el este del Mediterráneo.

En el Mediterráneo occidental, los paralelismos entre la torre de la Giralda de Sevilla y la de la mezquita Kutubía de Marrakech, o la convivencia arquitectónica que representa el mudéjar, así como las aportaciones renacentistas en la mezquita de Córdoba (basílica cruciforme) y la Alhambra de Granada (palacio de Carlos V), sirven de nexo de una historia a menudo conflictiva, si bien que compartida y de ida y vuelta, como trata de expresar de manera provocadora Luis Goytisolo en su novela Reivindicación del Conde Don Julián.

León Felipe condensa en unos versos la amnesia voluntaria española sobre una parte de su pasado:

¡España! Sobre tu vida el sueño,
sobre tu Historia el mito,
sobre el mito el silencio…
¡Silencio!

Algo más que una dieta y algún que otro cliché

Obras como L’architecture maure en andalousie, publicado por Marianne Barrucand y Achim Bednorz en Taschen (1992), muestran hasta qué punto la población española ha vivido de espaldas a una herencia cultural con nexos comunes entre la población de a pie y una élite cultural repartida entre ambas orillas del Estrecho durante siete siglos.

¿Si existiera una cultura común en el Mediterráneo, cómo la definiríamos? Las distintas sociedades que la conformarían guardan distinciones vernaculares entre sí (Portugal y España, Italia, los Balcanes —con su tradición italiana, austríaca, eslava y otomana—, Grecia y Turquía —Tracia Oriental está en suelo europeo—), si bien los paralelismos arquitectónicos, paisajísticos o culinarios entre ellos y los enclaves de Levante y el norte de África (fuertemente romanizados antes del avance islámico), se traduce en costumbres como la sobremesa generosa, pero también ciertos mitos y tradiciones.

Representación pictórica de la batalla de Lepanto (1571)

Sociabilidad, permeabilidad interclasista, afabilidad, simpatía, fuerte sentido del humor, y un celoso culto a la hospitalidad son rasgos que superan viejos estereotipos y exploran los antropólogos en los foros de Research Gate.

En estas tribunas, la cuestión formulada no es tanto si una cultura mediterránea común existe (se da por sentado), sino cuál es su profundidad y como podría definirse.

Ni siquiera la dieta mediterránea encuentra un común denominador uniforme en la Europa Mediterránea, si bien el uso de especias aumenta hacia el este, mientras el tabú religioso reduce en el Levante y el norte de África y el consumo de vino o cerdo a familias seculares y a minorías judías y cristianas implantadas en la región desde época romana (y, en el caso judío y morisco, renovadas tras la expulsión de estas poblaciones de la península Ibérica).

De Cádiz a Tiro

El consumo de frutos secos, café o aceite de oliva se manifiesta en toda la región, aunque con modalidades muy distintas. En el Imperio Otomano, las minorías cristiana del rito ortodoxo, armenia o judía, entre otras, mantuvieron el consumo de vino —originario del Cáucaso—, si bien durante el siglo XIX se extendió el uso de raki, un licor de sobremesa parecido al ouzo griego o al anís del Mediterráneo occidental europeo.

La confluencia de culturas del Mediterráneo no puede reducirse a paralelismos en dieta o socialización a partir de la gastronomía, la sobremesa o festividades que a menudo se remontan a ritos de épocas pretéritas, tal y como tratan de exponer desde las Universidades de la Sorbona (París IV) y de Almería en un ensayo conjunto.

Los intercambios a lo largo del Mediterráneo a través de pueblos comerciantes del Levante, Grecia y el norte de África explican lazos remotos entre Cádiz (a un extremo) y Tiro (de donde procedían sus fundadores), entre Cartago y el Levante español, entre las polis griegas y enclaves occidentales en Magna Grecia (sur de Italia), Marsella o Emporion (Empúries, en la costa gerundense).

Este pasado supura a lo largo de toda la región en forma de acueductos, calzadas, villas y mosaicos romanos, así como anfiteatros griegos y romanos, testigos mudos de los vaivenes y los malentendidos entre ambas orillas, que parecen haber olvidado la centralidad de Siria o Egipto en el mundo antiguo, sin lo cual es mucho más complejo comprender con profundidad los conflictos presentes (fruto también del choque entre católicos y otomanos durante la Era de los descubrimientos, dinámica que cambió el mundo para siempre).

Unos versos de León Felipe

En cierto modo, la presencia europea en las Américas, en la costa africana, en la India y el sureste asiático no habría discurrido del mismo modo sin las tensiones entre los otomanos, y las potencias cristianas de la región (ciudades-Estado italianas, Francia y reinos ibéricos tras la Reconquista).

El Mediterráneo es, en cierto modo, un escenario de recelos y malentendidos con 4.000 años de historia compartida desde Gadir y los pilares de Hércules a los confines del mar Negro. Afirmar la existencia de una idiosincrasia pan-mediterránea no niega una realidad europea evidente en la orilla norte del Mediterráneo, pero sí contribuye a situar al sur europeo en su contexto histórico completo.

Quizá no sea demasiado reivindicar un cierto carácter, una tendencia a compartir con extraños y una celebración de la hospitalidad y la sobremesa, pero la dieta mediterránea representa un inicio tan válido y rico como la herencia vertebradora común de los mundos griego y romano, sin olvidar la aportación árabe al conocimiento europeo de los clásicos.

Mapa del Mediterráneo en la Era de los descubrimientos

El mundo clásico se asentó de nuevo en Europa a través de aportaciones como los comentarios de Aristóteles a cargo de Averroes o el poliglotismo (tan corriente entre los sabios de la Iberia medieval) de pensadores como el mallorquín Ramon Llull. No todo llegó desde el Renacimiento italiano, sino a partir de escolares judíos y árabes españoles.

Sus descendientes acabarían diseminados luego por distintos puntos del norte africano y el Imperio Otomano y, desde allí, pasarían a transformar para siempre el mundo moderno al emigrar desde los territorios otomanos de los Balcanes a los Países Bajos e Inglaterra.

El mundo moderno no se entiende sin Baruch Spinoza o David Ricardo, tan ajenos y a la vez tan próximos al Mediterráneo.