(hey, type here for great stuff)

access to tools for the beginning of infinity

Mentoría, año sabático, clase virtual… Universidad 2020-21

Érase una vez un sector viciado por viejos sistemas de poder, corporativismo y procesos para perpetuarse en el lugar estratégico que ocupaban en la sociedad del conocimiento, donde las «mejores» instituciones se aseguraban los primeros puestos gracias a baremos diseñados a medida.

El sector educativo, a veces un servicio público con escasos recursos y a veces un negocio, no entra en crisis con la pandemia de coronavirus, sino que Covid-19 simplemente acelera problemas profundos que afectan a teorías del conocimiento y la crisis de reproducibilidad en la investigación universitaria, así como a estructuras de financiación y docencia que auguran un curso 2020-2021 difícil cuyas repercusiones se extenderán varios años.

La primera mitad de 2020 nos ha recordado cruelmente que la sociedad del conocimiento está generando dos sistemas de aprendizaje paralelos que comparten rasgos y están relacionados entre sí, pero distan mucho de ser intercambiables: la enseñanza reglada, mayoritariamente presencial; y un aprendizaje más flexible y ecléctico que ha florecido con Internet, que ofrece una tutoría no institucional capaz de fomentar el autodidactismo, pero auspicia también el diletantismo y el conspiracionismo.

Cuando la educación no es presencial

El sistema educativo tradicional es todavía fuertemente presencial, depende de rígidos procesos administrativos, carece de flexibilidad o adaptación al ritmo y las aptitudes de cada alumno y afronta riesgos sistémicos como la endogamia y el corporativismo entre cuerpos docentes y administrativos.

Por el contrario, la educación no reglada en la Red no es considerada como tal, carece de sistemas de seguimiento y orientación lectiva equivalente a la tutoría escolar, la mentoría académica o la dirección de tesis. Su utilidad se mide en capacidades aprendidas y, de momento, carece del prestigio de la titulación oficial.

Los recursos de la Red, desde el acceso a una biblioteca inabarcable de libros y documentos multimedia a bases de datos con innumerables puntos de acceso a todo tipo de conocimiento (desde Khan Academy a Wikipedia, pasando por tutoriales y divulgación amateur en YouTube), democratizan el autodidactismo, antes ligado al nivel económico y educativo de la familia.

Lo tangible, lo intangible y lo percibido

Ha bastado un evento inesperado a escala global que requería practicar el distanciamiento social durante semanas y a menudo meses, para exponer los numerosos puntos que acumulan tensión de rotura en la enseñanza reglada contemporánea.

Como ocurre en empleos del conocimiento, repositorios de contenido y herramientas de comunicación (correo, mensajería, teleconferencia, suites de colaboración) facilitan la colaboración remota y asíncrona en cualquier proyecto, lo que concilia horarios y particularidades de los participantes y puede beneficiar a quienes cuentan con medios para conciliar vida educativa o laboral con vida personal lejos de las aulas o la oficina.

La realidad es, sin embargo, más compleja y el éxito en la enseñanza reglada es uno de los mecanismos que favorecen una ascensión social hipotéticamente meritocrática en entornos desfavorecidos.

De momento, y pese a los esfuerzos de instituciones privadas de educación electrónica como el fenómeno MOOC y puntas de lanza como Lambda School, únicamente quienes cuentan con un entorno socioeconómico, cultural y de relaciones favorable pueden permitirse el desdén hacia el recorrido educativo institucionalizado.

Desde el punto de vista pragmático de la industria tecnológica, la educación debería orientarse únicamente a ofrecer modelos utilitarios capaces de trasladar en el menor tiempo posible lo aprendido al mundo profesional, aunque ello suponga abandonar la aspiración humanista de la educación superior en un momento en que los servicios que ofrecen las principales compañías tecnológicas se enfrentan a dilemas éticos y filosóficos difíciles de eludir.

El dudoso negocio Ivy League

Las dificultades para iniciar el curso lectivo 2020-21 sitúan a las universidades más prestigiosas del mundo, la mayoría de las cuales están ubicadas en el mundo anglosajón, en la disyuntiva de decidir si la enseñanza remota con la que iniciarán el curso tiene el mismo valor para los alumnos y, por tanto, debe conservar su precio.

La tendencia a anteponer las supuestas ventajas de la educación de élite anglosajona sobre otros modelos, evoca fenómenos equiparables en instituciones anejas, como el rancio oligopolio en la industria de la publicación científica.

Harvard, que ocupa a menudo la cabeza de las mejores universidades del mundo según diversas clasificaciones y se sitúa en su defecto entre los tres primeros de manera consistente, confirmaba el 6 de julio que el año académico 2020-21 sería eminentemente electrónico, si bien el precio de la matrícula y los gastos asociados que afronta cada alumno (49.653 dólares por año) permanecerá inmutable.

Princeton y Yale, contendientes habituales en los cinco primeros puestos, respondían con planes equivalentes.

Si lo virtual cuesta menos, ¿se evitan despidos?

Los comunicados de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos animaron una polémica que podría transformar la educación para siempre, pues los expertos coinciden en que la experiencia presencial ofrece un valor difícil de medir que un entorno a distancia será incapaz de reproducir.

La decisión de las principales universidades privadas de Estados Unidos demuestra hasta qué punto los estudiantes acuden a estas instituciones por, entre otros motivos, el prestigio y el acceso a influencias, intangibles que concentran con una intensidad que las convierte en monopolios de facto en el sector educativo secundario estadounidense.

El analista Ian Bremmer reflexionaba: si las universidades que ofrecerán una educación a distancia no están dispuestas a perder sus ingresos por estudiante, ¿ello implica que los trabajadores de la institución —desde el profesorado interino a los empleados de cafetería, seguridad, limpieza, etc.— mantendrán también su salario?

Bremmer conoce la respuesta. La pregunta es retórica y expone uno de los riesgos a los que se enfrenta Estados Unidos y la sociedad contemporánea en su conjunto: la crisis de los pequeños servicios que no pueden recuperarse mientras el riesgo de Covid-19 siga presente se une a la precarización paulatina de los empleos peor adaptados a las grandes transformaciones comerciales y tecnológicas de las últimas décadas.

Aulas privadas a medida para niños con recursos

Esta crisis, aunada a la crispación del discurso público, acelera una atomización de sociedades que pierden su cohesión al enfrentarse a grandes choques.

Y, ante riesgos sistémicos, Estados Unidos prefiere elegir el repliegue y un comunitarismo reacio a colaborar en grandes proyectos que fomenten una cohesión equiparable a lo que supuso el New Deal, mentalidad que explica por qué fenómenos como los disturbios raciales de los años 60 aceleraron la despoblación de las grandes ciudades en favor de suburbios con una estructura socioeconómica homogénea y endogámica.

En este contexto, no sorprende que los padres con niños en edad escolar hayan respondido a los planes de varios Estados de ofrecer clases remotas con una movilización sin precedentes de padres que forman pequeños grupos con otros padres en la misma situación (y con los mismos recursos) para formar pequeñas «aulas» informales con maestros contratados para realizar una «cuarentena educativa» con los pequeños.

En este modelo, la institución escolar pierde toda autoridad y razón de ser y es sustituida por un modelo en que los niños con menos recursos permanecen a expensas de los escasos recursos de la educación reglada para combatir Covid-19, mientras los niños con padres que pueden permitirse contratar un tutor para pequeños grupos crean sus propias estructuras de educación alternativa.

Mientras la educación infantil experimenta un aumento de la brecha socioeconómica entre quienes enrolan a sus hijos en escuelas privadas o crean aulas presenciales a medida con amigos en circunstancias similares, y quienes se resignan a ofrecer a sus hijos la enseñanza remota que las escuelas públicas sean capaces de ofrecer, la educación secundaria y universitaria mantienen el atractivo de la marca, y recuerdan que la educación presencial es mucho más que aprendizaje en las aulas (la porción que mejor se traslada al mundo virtual).

Efecto de red de la interacción en universidades

Sin la posibilidad de acudir a las aulas, ¿pueden las instituciones de enseñanza secundaria y universitaria mantener un prestigio eminentemente subjetivo? La combinación entre marca, equipamientos, prestigio y educación objetiva (que tiene sus equivalentes en otras instituciones o incluso en línea), había mantenido hasta ahora o incluso aumentado el prestigio de las universidades que mejor puntúan.

Sin presencialidad, el principal factor de competición sería la educación, y tanto la marca como el prestigio de la tradición y el «acceso» podrían perder su lustre subjetivo. El «efecto de red» de la presencialidad tendrá que reinventarse si las universidades más prestigiosas pretenden mantener su relevancia.

El periodista Alec MacGillis decía el mismo 6 de julio, coincidiendo con el comunicado de Harvard, que el curso entrante sea quizá una oportunidad ideal para «hacer de un barco ballenero tu Harvard», en alusión al inicio de Moby-Dick.

Los sistemas de clasificación de la excelencia universitaria han favorecido hasta ahora el modelo estadounidense, que ofrece los mejores equipamientos, recluta a los docentes que publican más artículos científicos y concentra intangibles cuyo valor relativo está basado en algo tan vago como la percepción: el prestigio de la marca, que se traduce en más y mejores oportunidades en el mundo laboral.

Estadísticas, rankings y Mark Twain

Las clasificaciones parten del análisis de información y son percibidos como objetivos; no obstante, la metodología elegida no arroja luz sobre los mejores, sino sobre los que más se aproximan al modelo de medición diseñado. Como otros estudios con ánimo de objetividad ajena al sesgo humano que contienen, los rankings evocan la célebre reflexión de Mark Twain sobre los tres tipos de falacia: hay mentiras, malditas mentiras y estadísticas.

En 2019, la universidad Johns Hopkins, cuyo seguimiento de la pandemia se ha convertido en poco menos que en el patrón oro de la evolución de contagios y muertes en todo el mundo, publicaba en colaboración con The Economist Intelligence Unit (EIU) y la Nuclear Threat Initiative (NTI) el Índice GHS (índice sobre seguridad sanitaria mundial), que debía indicar qué países estaban más preparados para hacer frente a una epidemia a gran escala.

Más que prevenir la evolución de la pandemia de coronavirus menos de un año después, el índice refleja el sesgo de los creadores del modelo, al destacar a Estados Unidos, el Reino Unido y Holanda como los tres países más preparados para afrontar un riesgo sanitario sistémico, mientras Alemania aparecía en un mediocre puesto 14 y China en el 51.

Los algoritmos adolecen de las mismas limitaciones que cualquier estudio o clasificación con ánimo de comparar la calidad o el valor de la educación universitaria o de cualquier otra institución presente en todo el mundo, pues su propio diseño parte del sesgo de los creadores, que otorgarán más valor e interés a unas consideraciones y eludirán otros aspectos.

Profundo Leviatán

La pandemia obliga a repensar la vertiente administrativa y social de la educación infantil, la enseñanza media y la educación universitaria que han evolucionado orientadas a demostrar su utilidad, esa intención tan contemporánea de traducir lo aprendido en réditos económicos en el futuro, olvidando la etimología de «educación» en el proceso.

Víctimas de baremos y sistemas de clasificación de habilidades que ofrecían una pretendida objetividad de la calidad educativa en instituciones, regiones y países, los alumnos se enfrentan en el curso 2020-21 a un experimento global que permitirá poner a prueba las herramientas digitales y la flexibilidad de instituciones y burocracias que se habían perpetuado en un mundo dominado por las clases magistrales, la presencialidad y la interacción social en tiempo real.

Se agota el tiempo para que los alumnos universitarios valoren si merece la pena enrolarse en alguna aventura ajena a los cánones académicos, o si la utilidad socioeconómica de permanecer enrolado en clases virtuales por el valor del título gana la partida.

Muchos tratarán de compaginar ambas trayectorias: la enseñanza a distancia y las enriquecedoras experiencias de campo.

Muchos quizá rememoren la epopeya de Ishmael en la novela de Herman Melville y se enfrenten a una ballena blanca en medio de los dilemas contemporáneos situados entre la acción de la primera edad adulta y la moralidad que surge de las primeras decisiones.