Medio en broma, medio en serio, la finlandesa Nokia, ahora una subsidiaria marginal en un mercado dominado por compañías de Silicon Valley y Asia, recupera su teléfono móvil pre-smartphone más legendario, el 3310, explorando un nuevo nicho a medio camino entre la nostalgia y un pragmatismo de inspiración analógica.
Varios proyectos, surgidos tanto en empresas consolidadas como en nuevas firmas y proyectos de micromecenazgo, demuestran el interés por dispositivos simples, directos y robustos, que cumplen bien una o un puñado de funciones e invitan -con éxito relativo- a concentrarse en una tarea.
Otros prefieren autogestionar una relación más equilibrada con la tecnología que se ha integrado con tanto éxito en nuestro ocio y trabajo.
Cuando recordábamos números de teléfono
El interés por conceptos como la tecnología lenta o la tecnología simple, minoritario pero consolidado entre usuarios pioneros (“early adopters”), se inspira en el éxito de productos memorables anteriores a los servicios digitales actuales, diseñados para llamar nuestra atención con acciones:
- si no descargamos aplicaciones, no podemos “solucionar” problemas que no teníamos (una tendencia que Evgeny Morozov ha llamado “solucionismo”, según el cual querríamos solucionar nuestras miserias y los problemas del mundo descargando una app, apretando un botón o inspirando al universo tras compartir un selfie);
- un nuevo producto es apenas la versión 0.1 de una plataforma que es en realidad la puerta a un intangible al que accedemos por suscripción y que no nos dejará en paz: el software, la tienda, las aplicaciones y, finalmente, la compra (sencilla, a poder ser adictiva);
- en la carrera por trasladar viejos productos robustos y reparables a servicios en evolución permanente, surgen conceptos con una capacidad cada vez más sofisticada de demandar nuestra atención y, en última instancia, nuestra acción: la compra, la decisión política, etc.
Retorno marginal de glorias off-grid
Surgen productos que evocan la sencillez del Walkman, la dedicación incorrompible a una sola tarea de la máquina de escribir, la sencillez utilitaria de los primeros relojes digitales.
La otra vertiente de la carrera por la mejor lente fotográfica o el mejor software, que entablan Apple, Google, Samsung y sus competidores rezagados, teléfonos robustos que sirven para llamar y cuentan con una autonomía de varios días, como el Nokia 3310, toman un sentido nuevo.
En el ámbito de los procesadores de texto a medio camino entre la sencillez a prueba de apagones eléctricos de la máquina de escribir (Richard Polt habla de un “manifiesto de la máquina de escribir”) y la complejidad conceptual de un sistema operativo móvil o de escritorio modernos, surgen los procesadores con cómodo teclado y pantalla integrada: una evolución de la máquina eléctrica.
Compositores de melodías de móvil monofónico
Alphasmart Neo (2004-2013) y Freewrite (este último dispositivo, surgido a partir de una exitosa campaña de micromecenazgo) responden a una aspiración: escribir sin distracciones (escritores como Jonathan Franzen reconocen trabajar en entornos sin Internet).
Y la reivindicación de la era tecnológica anterior al empacho informativo de los dispositivos permanentemente conectados a Internet, va camino de convertirse en un negocio multimillonario.
Cualquier europeo de más de treinta años recuerda alguna historia que evoque el auge de la primera telefonía GSM, cuando lo más sofisticado que un adolescente podía hacer era instalar en su 3310 un rudimentario tono de llamada que emulara la melodía de Encuentros en la tercera fase.
Cambio de siglo
Ahí va mi pequeña recapitulación: durante el cambio de milenio, y mientras trabajaba en una editorial de publicaciones tecnológicas de Barcelona, nuestra oficina, con vistas al puerto y a Colón, estaba dominada por ordenadores de sobremesa.
Ya se hablaba de un mundo con Internet ubicua y dispositivos equiparables a un ordenador de bolsillo, aunque habría que esperar todavía unos años para el iPhone.
Ya había quien se atrevía a llevar el portátil recién comprado a la oficina y a volver con él a casa, abandonando el hasta entonces método canónico de acceder a Internet a través de un rígido (y lento, muy lento) universo Wintel.
Los ordenadores portátiles eran todavía lentos y pesados, en eterna transición desde las primeras interfaces de conexión a puertos de uso “en caliente”, con mayor capacidad para transmitir datos y flexibilidad de uso. USB y FireWire eran palabras extrañas fuera de la jerga “techie”. Thunderbird, la interfaz de alta velocidad de Apple, llegaría mucho después.
WAP, Nokia Communicator y otros fósiles
En la oficina, dominaban los monitores CRT (para los que no recuerdan la época, sí, el tubo de rayos catódicos era omnipresente hace menos de veinte años), como mucho de 17 o 21 pulgadas. En España, quienes se dejaron las últimas dioptrías en los entornos de trabajo con monitores de tubo eran deudores, al fin y al cabo, de la Bruja Avería.
Los diseñadores gráficos (por entonces, más maquetadores de publicaciones de papel desdeñosos de Internet que expertos en UX) monopolizaban las impresoras láser, mientras el resto se conformaba con imprimir lo esencial.
Información, documentación y metáforas asociadas al contexto de trabajo con información de distintas fuentes, dependían todavía de las convenciones y metáforas del mundo físico. Skype no existía, el vídeo por Internet era escaso y lento, y el mercado del entretenimiento todavía no había padecido la brutal transición hacia el mundo digitalizado.
Pocos pensaban que Napster se quedaría en apenas una minúscula anécdota.
En un mundo con una Internet móvil casi inexistente (WAP + Nokia Communicator para quien se atreviera a gastar un dineral para llevar un ladrillo en el bolsillo; poco más), un cargador y un modelo de móvil monopolizaban aquella y el resto de oficinas europeas (porque, en ese momento, Europa -impulsora del estándar de comunicaciones GSM- dominaba la telefonía móvil de manera aplastante, en tecnología y usuarios).
Pantallas de error de Windows 98
El cargador pertenecía a un móvil omnipresente: el económico, robusto y paleolítico (pese a que hayan pasado apenas dos décadas desde entonces) Nokia 3310, con su exterior de plástico reforzado, pequeña pantalla de cristal líquido sin apenas resolución, interfaz ovalada y teclado bizantino, que todo el mundo se había esforzado por exprimir al máximo, en una carrera evolucionista que habría sorprendido, por su crudeza y resultados, al mismísimo Herbert Spencer.
Con el Nokia 3310, uno llamaba, recibía llamadas, enviaba SMS (decenas de mensajes a diario), o jugaba a Snake. Nada más. Llegó el protocolo WAP para conectarse a Internet (algo todavía menos desaconsejable por entonces que tratar de buscar información en un ordenador Wintel usando Internet Explorer 6 y sus infames secuelas), el MMS que nadie utilizó, los modelos más sofisticados de Nokia con sistema operativo Symbian y teclado Qwerty que ni siquiera ganaron un hueco comercial entre quienes se podían permitir el Nokia Communicator actualizado… y los PDA pudieron entonces evolucionar hasta algo parecido a un iPhone.
Los PDA Palm y sus sofisticados competidores, anunciados a principios de siglo, eran tan lentos y rígidos que tratar de convertir el Windows de bolsillo del HP iPaq en una herramienta útil requería nervios de acero. Se les llamó, sin intención de buscar un significado peyorativo, “Pocket PC”, u ordenadores Wintel de bolsillo. En retrospectiva, eran todavía peores de lo que prometían.
Antes de las redes sociales
Estaba todo por hacer. La rudimentaria rueda giratoria del primer iPod, el reproductor digital de Apple, era la gran novedad en interfaces de bolsillo. Era simple, la entendía cualquiera después de usarla 15 segundos… y funcionaba.
Poco después, la compañía más atenta a las necesidades reales de un mundo de servicios e industria que digitalizaba sus procesos y comunicaciones, con sede en Canadá, lanzó un teléfono para enviar y recibir correo corporativo. La era Blackberry había empezado.
Empezaba la auténtica aceleración de nuestro mundo, ya que los primeros dispositivos móviles permanentemente conectados a datos normalizaron la Internet ubicua. Empresas de telecomunicaciones picaron el anzuelo y los nuevos protocolos móviles de conexión a datos se convirtieron en una mera mercancía, mientras las plataformas de software (con epicentro en Silicon Valley) empezaban a dictar ritmos y estándares de facto.
El experto e inversor tecnológico Chris Dixon los ha resumido con acierto esta transición desde el PC de los 80 a la Internet de sobremesa (Wintel; años 90) y el posterior dominio, una década después de la Internet ubicua de los dispositivos móviles.
Esos viejos ladrillos
Europa había aportado el estándar móvil sobre el que las empresas incipientes de Silicon Valley diseñaron el hardware (“smartphone”) y su software, dominado desde entonces por Apple y Google. Nokia, principal fabricante de móviles hasta la llegada del iPhone, lucha ahora por la supervivencia en la órbita de Microsoft.
La tecnología europea se convirtió en mercancía sin valor, mientras la economía digital erigida sobre la Internet ubicua, amplificada con un dispositivo de bolsillo que, ahora sí, funcionaba con las promesas de Steve Jobs: un reproductor multimedia, un teléfono, y un comunicador de Internet.
Los que recuerdan sistemas operativos como Symbian, los primeros PDA europeos y estadounidenses, así como los primeros intentos rudimentarios de crear un “ordenador de bolsillo” (¿alguien se acuerda de promesas a medio cocinar como “OQO”?), además de haber bregado con teclados físicos e interfaces de usuario más complejas y prestas al error que un dispositivo electrónico japonés de los años 80, pueden explicar lo que supuso la llegada del teléfono moderno.
Los ejecutivos de HP, con una mentalidad tributaria de inicios de la década anterior, cuando Internet era apenas un servicio de correo electrónico y noticias de texto, pensaron a inicios de siglo que el auténtico competidor de HP en computación de bolsillo procedería del mundo del hardware: los fabricantes de PDA consolidados, por un lado; y Nokia y sus clones, por el otro flanco.
Pintura clásica con pátina meme
Tras comprar Handspring y arrinconar a Palm, los complejos PDA de HP no lograron unificar computación, telefonía e Internet. HP logró dominar un mercado marginal. Los Blackberry de RIM aprovecharon su nicho, pero ni siquiera éstos aguantaron el auténtico embate: la llegada del iPhone y su clon, la plataforma Android.
Una década después, millones de personas no recuerdan un entorno social donde no esté presente el uso a menudo obsesivo de dispositivos móviles conectados a Internet y, mientras surgen mayordomos digitales que se activan por voz o gestos, aparecen asimismo los primeros servicios y centros de desintoxicación tecnológica.
Memes anónimas distribuidas por redes sociales, así como el trabajo de dibujantes de cómic y artistas, exponen la nueva dependencia tecnológica de acciones y usos sociales.
El artista Kim Dong-kyu, por ejemplo, reinterpreta las acciones simbólicas representadas en pinturas célebres de la historia del arte… incluyendo en la acción un iPhone, un iPad o un MacBook.
El lujo de desconectar
Una vez uno ha observado la versión actualizada con el dispositivo contemporáneo en las manos de los personajes de la acción retratada, permanecen dos versiones en la retina.
La historia del arte canónica, inocente y poco prestada a la reproducción ad infinitum (pues Andy Warhol, al fin y al cabo, producía copias físicas); y la historia del arte apócrifa, que sólo se entiende como un elemento más de nuestro torrente personalizado de información inabarcable. Carnaza de meme.
En un mundo conectado permanentemente, donde servicios y contenido compiten por atención con un instinto que evoca la “voluntad de vivir” de Schopenhauer o el evolucionismo cultural o memética de Richard Dawkins, la acción de desconectar se erige como un nuevo servicio, un lujo al alcance de unos pocos en las sociedades más conectadas.
En una sociedad donde todo es susceptible de ser copiado menos las experiencias (tal y como reflexiona el cofundador de Wired Kevin Kelly en su ensayo The Inevitable), desconectar del torrente de información y entretenimiento digital se convierte poco a poco en un símbolo de autonomía y estado (del mismo modo que tener más de dos hijos en el entorno competitivo y profesional de las ciudades más dinámicos está al alcance de unos pocos).
Francia ha garantizado por derecho la desconexión de los trabajadores de comunicaciones relacionadas con el trabajo: correo electrónico, constelación de redes sociales, etc. Corea del Sur estudia una legislación similar.
Síndrome de abstinencia
A falta de una regulación que se adapte a los usos y riesgos de tecnologías usadas por, literalmente, la mayoría de la humanidad, decir no a la conexión permanente demostrará voluntad individual, autonomía en la conducta.
A continuación, llegará el estatus, con profesionales de recursos humanos y parejas potenciales valorando la capacidad de una persona para no caer en la dependencia tecnológica.
Con un hardware cada vez más pequeño, potente y ubicuo que incluye ya relojes, auriculares y gafas que se comportan como asistentes y “cuantificadores” de nuestra actividad, el software se cuela como la luz por cualquier resquicio abierto de nuestra existencia, sin pedir permiso por la intromisión, ni mucho menos por la interrupción: a falta de un contrapeso ético, el objetivo económico condiciona el diseño de los algoritmos controlados por las tiendas de aplicaciones con sede en Silicon Valley, que dictan las normas de qué consumir y cómo hacerlo.
Las todavía tímidas llamadas a diseñar una tecnología ubicua más ética y respetuosa con los usuarios a quienes debería servir en calidad de herramienta -y no de parásito con el apetito de una criatura imaginada por H.P. Lovecraft-, chocan con una realidad: la lucha encarnizada por nuestra atención y el recordatorio de notificaciones automáticas para que hagamos esto o lo otro.
Después de Memex
No hace falta aguardar a un artículo de The Economist para haber comprendido el potencial adictivo de un teléfono inteligente.
Conocida la utilidad de esta ventana de información, auténtica versión mejorada de la herramienta de conocimiento universal Memex soñada por Vannevar Bush en su célebre ensayo As We May Think (1945), ha llegado el momento de reconocer los riesgos de una exposición excesiva a mensajes repetitivos que aumentan la ansiedad sin aportar conocimiento relevante alguno.
Reducir el potencial negativo de la consulta excesiva de pantallas con acceso a Internet a nuestro alcance sin renunciar a sus beneficios constituye, en estos momentos, una odisea personal, al no existir apenas límites regulatorios para que algoritmos, desconocidos y ese grupo que llamamos amigos, conocidos y saludados, aparezcan de un modo u otro en la pantalla.
Arte de desconectar lo necesario
Sumergidos en el juego de tratar de seguir la rueda de nuestro trepidante torrente de información digital, olvidamos nuestra presencia biológica en el mundo.
Y, quizá, sustituimos la oportunidad de introspección, lectura sosegada, charla o juego con nuestros hijos por una versión sucedánea que absorberá nuestra atención, llevándose por delante nuestra tranquilidad.
Desconectar cuesta, pero es necesario, reflexiona Evgeny Morozov en The Guardian.
Philip Reed, profesor de filosofía en Buffalo, Nueva York, va más allá en un artículo para Aeon: prescindir de un teléfono inteligente (aunque sea de vez en cuando) equivale recuperar un mundo perdido.
A estas alturas, una década después de la irrupción del teléfono inteligente, un universo tan fantástico que nos devolverá parte de la autenticidad perdida.
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