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Mosquito: rol histórico de un viejo enemigo de nuestra especie

Originario de los Grandes Lagos, el escritor de ciencia ficción Philip K. Dick pasó su adolescencia y juventud en Berkeley, décadas antes de que la bahía de San Francisco promoviera los productos, tecnología e idiosincrasia de muchas de las situaciones distópicas de sus novelas.

Cabe preguntarse si las novelas de Philip K. Dick preceden el escenario de Silicon Valley, al otro lado de la bahía desde Berkeley; o si, por el contrario, las historias de Dick son fruto del surgimiento del caldo de cultivo militar, estatal, educativo y empresarial que posibilitó el dominio actual de Silicon Valley.

Edición de bolsillo de «A Scanner Darkly» (Philip K. Dick, 1977)

El escritor murió en 1982 de un derrame cerebral. La apoplejía que acabó con su existencia llegó como una marea arterial destinada a destruir su cerebro desde el interior, como su sus constantes vitales hubieran conspirado para recordar al autor de «¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?» la sustantividad biológica de su existencia.

De la anatomía renacentista a Philip K. Dick

Leonardo da Vinci se interesó por la anatomía de animales y humanos con un escrupuloso escrutinio de los componentes de cada forma y gesto. Empezaba la carrera de la modernidad por desentrañar el funcionamiento de los organismos más complejos, con la intención de reproducirlos en una nueva pintura y, en última instancia, en máquinas capaces de imitar a personas, caballos, aves, enjambres de insectos…

Con la insistencia de la generación de Leonardo en la imitación de la naturaleza, las máquinas modernas se alejaron de técnicas más alejadas de las empleadas por la vida en, por ejemplo, el vuelo de aves y murciélagos. Paradójicamente, el mecanicismo de Leonardo da Vinci frenó el desarrollo de las primeras máquinas capaces de alzar el vuelo, que no estarían preparadas para soportar trayectos con pasajeros hasta cuatro siglos después, ya el siglo XX.

Huevo de mosquito observado con un microscopio electrónico

En Una mirada en la oscuridad (A Scanner Darkly, 1977), Philip K. Dick amplifica las obsesiones de la sociedad estadounidense en una California en la que han cristalizado los anhelos y fantasmas post-consumistas. El escenario: es 1994 en el conservador y arrasado por la cirugía estética condado de Orange, en Los Ángeles.

El abuso de narcóticos, la decadencia de la mentalidad New Age y el nihilismo convierten al escenario de Una mirada en la oscuridad en protagonista de la novela.

El ensayo del historiador Timothy C. Winegard

Dick nos presenta un engendro apocalíptico de psicoanalista, merecedor de situarse entre los retratos más lúcidos de las obsesiones de la sociedad contemporánea, un equivalente literario de las escenas urbanas de Edward Hopper.

Allí, en el cinemático y disparatado condado de Orange de un futuro próximo, se pasean espectros de las aspiraciones de la doctrina del destino manifiesto estadounidense: es fácil evocar los lugares comunes también presentes en el mejor género policíaco y pulp.

Encefalitis en el condado de Orange

En este condado de Orange de 1994 (descrito desde la mirada de un autor de ciencia ficción en 1977) tampoco desentonarían los desvaríos de Henry Chinaski, alter ego del angelino Charles Bukowski; la carrera —competitiva e individualista, faltaría más— por una fachada vital supuestamente perfecta al más puro estilo de la sociedad descrita por Huxley en Un mundo feliz; y las provocadoras aspiraciones milenaristas de un talentoso tarado literario que se considera víctima de los excesos de la contracultura, el escritor francés Michel Houellebecq.

Es también en A Scanner Darkly donde hallamos con claridad premonitoria los detalles en apariencia anodinos que se convierten en signos contemporáneos de las conspiraciones, teorías del fin del mundo y lecturas trasnochadas de los males que nos acechan.

Especimen del mosquito atrapado en ámbar con presencia del virus de la malaria (el mosquito de la imagen está datado entre 15 y 20 millones de años)

El milenarismo obsesivo-compulsivo de nuestros días se concentra en escenas como las reflexiones en torno a uno de los animales que, al ser portador de enfermedades y miedos (fundados e infundados), ha influido sobre nuestra especie tanto como las ratas: los mosquitos.

«Al volante de su coche, conduciendo lentamente, Bob Arctor olvidó los asuntos teóricos y volvió a vivir un momento que les había impresionado mucho a los tres: la delicada y elegante chica honrada de suéter con cuello de cisne, pantalones acampanados y pechos bailarines que les llamó para matar un gran insecto inofensivo. Un bicho que en realidad era beneficioso, ya que se alimentaba de mosquitos y aquel año habían anunciado un brote de encefalitis en el condado de Orange. Cuando vieron que se trataba de una libélula y se lo explicaron, Thelma había pronunciado unas palabras que se convirtieron para ellos en algo que debía ser temido y despreciado, en un lema de parodia:

SÍ HUBIERA SABIDO QUE ERA INOFENSIVO,
LO HUBIERA MATADO YO MISMA.

La frase había sido un resumen (y todavía lo era) de los motivos que les llevaban a
desconfiar de sus enemigos honrados, suponiendo que tuvieran enemigos. De todos modos, Thelma Kornford, una persona bien-educada-y-de-buena-posición, se convirtió en enemiga en el mismo instante que pronunció aquellas palabras».

Taxonomía de los culícidos

Mosquitos, familia de los culícidos. El minúsculo instrumento de viento de uno solo de estos pequeños insectos voladores, con su característico sonido agudo sobrevolando nuestro oído, puede mantener en vela a cualquier ser humano (o esta es, al menos, la impresión de la mayoría de personas que cuestionemos sobre un tema tan banal y, a la vez, capaz de sentenciar el futuro de millones de personas con la certidumbre fatalista de un augurio en una tragedia clásica).

Los más de 39 géneros y 3.500 especies de mosquito conocidas han establecido una compleja relación de interdependencia con otras especies de insecto y con infinidad de vertebrados, desde anfibios y reptiles a nuestro propio grupo.

Especímenes adultos del mosquito causante de la fiebre amarilla, Aedes aegypti

Las culturas humanas han desprovisto al mosquito de cualquier atisbo de belleza o nobleza, y su desarrollo en cuatro fases (huevo, larva, pupa y adulto volador) contribuye a la inquietud que suscitan: en el agua, en forma de huevos, pupas y larvas, se alimentan y sirven de alimento de numerosos organismos. Los adultos prosiguen con la estrategia con clínica insistencia, que contrasta con la tabarra errática de las moscas: paralelismos, a escala comprimida, del contraste entre el carácter felino y los rasgos caninos de determinados animales.

Desde su estado embrionario a su rol en la transmisión de enfermedades —y su estatuto como alimento de varias aves y anfibios—, los mosquitos tienen un impacto incalculable sobre la vida «perceptible» del planeta, sobre todo si dejamos de lado el rol de reguladores planetarios que han representado los microorganismos, cuya «geoingeniería» es responsable del oxígeno en nuestra atmósfera.

Bestiario no reconocido

Los culícidos hembra han evolucionado para optimizar la estrategia de supervivencia y propagación de la especie. La boca, desproporcionadamente poderosa, conforma un potente instrumento percutor, el cual, pese a la aparente insignificancia del diminuto cuerpo delgado y las características patas alargadas, puede traspasar la dura y a menudo correosa piel de aves, reptiles, anfibios y mamíferos, fuente de su principal alimento: la sangre.

Las tendencias hematófagas del mosquito hembra posibilitan el éxito de la especie, pues el ciclo gonotrófico, o preparación de su metabolismo para la exigente puesta de huevos de larva, depende de las proteínas procedentes de la —a menudo dolorosa para la víctima— succión de sangre.

Los machos de la especie se conforman, como otros insectos del mismo género con rol biológico de comparsa, con ingerir alimentos ricos en azúcares vegetales: néctar de flores, néctar de frutas, savia, etc.

Como el resto de insectos que se alimentan de sangre, los mosquitos son vectores de enfermedades contagiosas. El control de culícidos en un mundo que aumenta sus temperaturas y población es esencial para aplacar futuros brotes de enfermedades que retroceden gracias al esfuerzo médico en las regiones tropicales: fiebre amarilla, dengue, malaria o virus del Zika, entre otras dolencias, se propagan sirviéndose de las hembras de culícidos.

Como las ratas, polizones fortuitos de la expansión de las rutas del comercio desde la Antigüedad, los mosquitos han contribuido más a la historia humana que el animalario que enriquece nuestra cultura y metafísica desde los orígenes: megafauna, reptiles y aves son apenas acompañantes en retroceso de nuestro ascenso como especie; en cambio, los mosquitos no han hecho más que incrementar su rol incluso en ámbitos inesperados.

La huella del mosquito en la historia humana

Como si hubiera tomado prestada la responsabilidad de reconocer el rol de los seres más diminutos en un mundo que percibimos como nuestro que el escritor británico Julian Barnes usa en Una historia del mundo en diez capítulos y medio (1989), donde asistimos al derribo de un suntuoso edificio desde el punto de vista de un ejército de carcoma, en el contexto de las guerras de religión francesas.

El historiador Timothy C. Winegard realiza el mismo ejercicio, pero, en este caso, no se trata de elocuencia narrativa, sino de iluminar una de las tantas perspectivas científicas que, en el mundo de lo que consideramos «importante» (memorable, espectacular, citado por sabios del pasado, etc.), han pasado desapercibidas: 52.000 millones de personas —cerca de la mitad de la población que, en términos acumulativos, ha vivido desde los orígenes de nuestra especie— ha muerto a causa de alguna enfermedad transmitida por mosquitos.

En su último ensaño, The Mosquito: A Human History of Our Deadliest Predator, Winegard establece el papel decisivo de esta especie en la existencia humana: tal y como explica Emily Toomey en su reseña del libro para Smithsonian Magazine,

«De la antigua Atenas a la II Guerra Mundial, Winegard subraya momentos decisivos en los que enfermedades transmitidas por mosquitos han destruido ejércitos, contagiado a grandes líderes y debilitado poblaciones hasta hacerlas vulnerables a la invasión».

El historiador expone que, si bien conocemos con cierto detalle el rol de los mosquitos como vectores de enfermedades contagiosas y su influencia sobre fenómenos como el tráfico de esclavos, todavía hay pocos estudios que evidencien su posible propósito biológico.

Larvas de mosquito en agua estancada; en el centro, una pupa de mosquito, con su característica forma arqueada

Hasta finales del siglo XIX, la ciencia desconocía la causa de dolencias transmitidas a través de la picadura de mosquito, si bien sus efectos condicionaron durante siglos fenómenos como el comercio a través de África y las Rutas de la Seda, o los sucesivos intentos europeos de establecer puestos coloniales en regiones próximas al Ecuador.

Mosquitos, dolencias tropicales y tráfico de esclavos

El tráfico de esclavos no se explica —según el ensayo de Winegard— sin los mosquitos, pese a que en la época se desconociera la razón. Las enfermedades transmitidas por estos insectos son originarias de África y, como consecuencia, un porcentaje superior de la población subsahariana desarrolló inmunidad contra dolencias infecciosas que provocaban la muerte de ejércitos, destacamentos y trabajadores europeos.

Anatomía de un mosquito

Con el práctico exterminio de la población nativa del Caribe apenas unas décadas después de la llegada de los primeros barcos procedentes del Viejo Continente (en parte, por las enfermedades importadas, sobre las que la población local carecía de resistencia inmunológica), las potencias europeas toleraron —con mayor o menor apertura— el comercio con esclavos de origen africano, reducidos a mera mercancía pese a los esfuerzos de teólogos y filósofos de la época por un principio de reconocimiento de los derechos humanos con independencia del origen (la tarea de Bartolomé de las Casas se centró en la población nativa americana encontrada —y subyugada— por los españoles, si bien se obvió durante tres siglos una perspectiva equivalente sobre la esclavitud en las explotaciones coloniales, fundadas como empresas estatales).

Aunque hoy resulte sorprendente, hasta finales del siglo XIX se consideraba que las dolencias en realidad transmitidas por mosquitos procedían de «miasmas», o sustancias y vapores en el agua estancada y las ciénagas. Este desconocimiento explicaría el porqué de la ausencia de ejemplos en la historia sobre el uso de insectos como arma biológica (si bien, tal y como Jared Diamond argumenta en Armas, gérmenes y acero, el éxito de la expansión europea en otros continentes va asociado a epidemias y a aliados poco reconocidos: microorganismos, ratas… y epidemias aceleradas por la transmisión de mosquitos y otros insectos.

Guerra biológica

Más recientemente, durante la II Guerra Mundial, el ejército del Tercer Reich decidió recrear —en esta ocasión, con conocimiento de causa, y no a raíz de la hipótesis refutada de los «miasmas»— las lagunas pontinas, marismas desecadas en los años 30 por un plan de actuación de Benito Mussolini y recuperadas por los nazis para acelerar la proliferación de mosquitos introducidos portadores de malaria.

Las etapas aéreas y acuáticas del mosquito

Las reflexiones del autor sobre los pequeños hematófagos nos evocan el trabajo del evolucionista Richard Dawkins y su hipótesis sobre la transmisión de las muestras más populares de material genético (el «gen egoísta») o —más allá de la biología—, de material cultural (memética):

«Los machos beben néctar y polinizan plantas, pero no lo hacen en el grado de otros insectos, como las abejas. No ingieren desechos, como hacen algunos insectos. Que sepamos, no son el alimento indispensable de otros animales. De modo que (…) mirando al impacto histórico del mosquito, quizá su rol es el de control malthusiano contra el crecimiento descontrolado de la población, y en el marco del equilibrio ecológico (…)».

La lucha contra la expansión de enfermedades transmitidas por mosquitos ocupa a instituciones públicas y organizaciones como la Fundación Bill y Melinda Gates, pero el aumento de las temperaturas, el comercio global y la movilidad de poblaciones no harán más que acrecentar posibles riesgos sistémicos (incluyendo, en opinión de Winegard, posibles ataques biológicos).

Una breve historia del mundo

En el contexto multigeneracional del tiempo que cuenta, el que considera la incidencia del largo plazo sobre el devenir del planeta en las próximas décadas, Julian Barnes especula sobre la tarea silenciosa y destructora de la carcoma:

«(…) Todos sabemos que una infestación de carcoma puede durar muchas generaciones humanas antes de ser causa de que la madera se rompa como sucedió bajo el peso de Hugo, Obispo de Besançon, reduciéndole a una condición de imbecilidad. De lo cual debemos concluir que las carcomas citadas ante este tribunal son únicamente las descendientes de muchas generaciones de carcomas que han hecho de la iglesia de San Miguel su morada.

Si se le puede atribuir una intención maligna a las ‘bestioles’, ello sería ciertamente atribuible sólo a la primera generación de bestioles y no a sus descendientes, que sin falta alguna por su parte se encuentran viviendo allí (…)».

El ensayo de Timothy Winegard sobre la hipótesis del mosquito (en tanto regulador biológico de especies cuyo éxito amenaza la propia capacidad regeneradora y estabilidad del planeta), también incide sobre la gigantesca obra colectiva de unos insectos cuya propagación estamos aprendiendo a controlar, para así evitar epidemias espontáneas o diseñadas en un laboratorio.