Nuestra relación con los desechos se ha transformado a medida que materiales más económicos transformaron productos artesanales o reutilizables en objetos efímeros.
Paradójicamente, el material usado ha seguido la evolución opuesta: viejos materiales reutilizables se integraban mejor en el medio ambiente al final de su vida útil, a diferencia de polímeros de plástico y aleaciones metálicas, entre otros materiales contemporáneos.
A inicios de la Revolución Industrial, los nuevos bienes producidos en serie ampliaron su clientela y los grandes arrabales urbanos se convirtieron en el hervidero descrito por la literatura realista y folletinesca de la época.
The Fatal Shore
En las interminables y siempre humeantes afueras de los barrios fabriles londinenses, los esfuerzos por afrontar la miseria de la población inspiraron las pseudo-ciencias de la época, desde el panoptismo carcelario de los filósofos utilitaristas a la lucha «científica» contra el crimen y la degeneración, a través de delirios pseudo-darwinistas como la frenología criminalista y las tesis eugenésicas de Francis Galton.
Más allá del límite de los barrios y callejas menos recomendables del East End, en los lodazales del Támesis, confluían los efluvios de la metrópolis que recibía materias primas de las colonias y las transformaba en manufacturas.
En el Támesis amarraban, desprovistos de mástiles y velamen e incapaces de navegar, las quillas imponentes de barcos reconvertidos en prisión. Los convictos de las lúgubres barcazas, cuya silueta se perfilaba entre el manto de neblina sobre el río y el hollín de los arrabales, a menudo habían cometido pequeños crímenes asociados a la miseria de una emergente subclase urbana.
Muchos de ellos aguardaban sin saberlo a realizar un largo y peligroso viaje a las antípodas, a las recién creadas colonias penales de Australia.
El crítico de arte, ensayista e historiador australiano Robert Hughes, autor de uno de los mejores ensayos contemporáneos sobre Barcelona (Barcelona, 1992), narró como nadie los inicios de esta colonia penal en las antípodas (The Fatal Shore); recibí este último ensayo de un pariente político australiano y lo leí poco después. El ensayo no puede leerse más que como la epopeya humana que encarna.
Los arrabales del Támesis y sus espectros
De vuelta al Támesis. En la segunda mitad del siglo XVIII, entre barcas de pesca y navíos-prisión escorados en el barro, siluetas espectrales avanzaban lentamente por el barro, en solitario o en pequeños grupos, los «mudlarks», o buscadores de desechos en el Támesis, oficio de supervivencia consistente en encontrar objetos o restos con alguna utilidad o valor percibido.
Entre estos merodeadores del lodo de las riberas del Támesis abundaban grupos de niños desharrapados, muchos de los cuales parecían tomar el testigo de los personajes de la picaresca española e inspirarían, a su vez, a los David Copperfield (y, en Estados Unidos, Huckleberry Finn) de una época caracterizada por la emigración del campo a la ciudad y las condiciones míseras de la nueva clase obrera.
Los «mudlarks» (expresión que mantenía una útil confusión semántica con un animal que se regodea entre el barro, el cerdo), nunca desaparecieron del todo. Con la mejoría de las condiciones educativas, sanitarias y sociales, los buscadores de «tesoros» olvidados en el lodo del Támesis pasaron de hacerlo por necesidad a acercarse a esta tierra de nadie por afición.
Merodeadores del lodo
Durante la época victoriana, estos traperos de los lodazales del Támesis acumulaban el saber hacer de un oficio en el que cualquier indicio podía conducir a objetos a menudo de poca valía, pero casi siempre llenos de simbolismo; en ocasiones, sin embargo, viejas monedas, figuras y objetos parciales o íntegros, evocaban los ecos de épocas pretéritas.
En las últimas décadas, los «mudlarks» del Támesis nutren asociaciones y atraen a aficionados con distinta preparación, desde urbanitas en busca de alguno de los objetos preciados que los londinenses arrojados al río durante los últimos dos milenios a jubilados, pasando por algún que otro historiador y arqueólogo.
Monedas romanas, amuletos celtas, objetos y piezas de porcelana medievales, restos de navíos y estructuras de distintas épocas… los buscadores de tesoros del Támesis se topan casi a diario con pedazos de la historia de una urbe en constante transformación.
Muchos de los asiduos de estos lodazales periurbanos son conscientes de perpetuar lo que en la época victoriana se había convertido en el oficio de los excluidos que se resignaban a una supervivencia que mantenía la puerta abierta a descubrimientos quiméricos capaces de transformar la fortuna.
«Mudlarks» contemporáneos
El 12 de febrero de 2020, cuando la información sobre una peligrosa dolencia contagiosa que hacía estragos en la provincia china de Wuhan apenas suscitaba el interés del público en el resto del mundo, el New York Times dedicaba un reportaje a los «mudlarks» londinenses, muchos de ellos activos en las redes sociales, donde han logrado un seguimiento multitudinario que contrasta con la —todavía solitaria— actividad.
En el pequeño reportaje, conocemos a Lara Maiklem, una de las habituales en los bancos ribereños del Támesis en el sureste de Londres. Maiklem explica en qué consiste una pesquisa que requiere paciencia y capacidad de observación:
«Lo que uno busca son líneas rectas y círculos perfectos. Es como su resaltaran entre formas más naturales».
En cuestión de minutos —explica Megan Specia—, Maiklem había reconocido fragmentos de jarras de los siglos XV o XVI: dos rostros barbudos de porcelana procedentes de botellas alemanas llamadas Bartmann. Los rostros representaban el Hombre Salvaje del folclore germánico y en la Inglaterra de la época se conocieron con el nombre de Bellarmines, en referencia al cardenal Bellarmine, un prelado católico de la época célebre por sus diatribas en contra de la bebida.
Las Bellarmines, importadas en gran cantidad a las islas británicas, se usaban como continente de cerveza, vino o agua.
Buscadores de objetos y redes sociales
Estas y otras historias aguardan a diario a los «mudlarks» más duchos en la materia, auténticos arqueólogos de realidades desvanecidas en el tiempo que esperan una nueva oportunidad para saltar de los libros al imaginario popular donde residieron en tiempos pretéritos.
Iniciada por la necesidad de los desheredados, la búsqueda es hoy un pasatiempo que hace las delicias de espectadores de redes sociales, menos interesados en la genealogía del oficio transformado en afición adaptada a la narrativa de Instagram.
Hace un siglo y medio, los huérfanos resabidos que deambulaban por los bancales reconocían el valor de los objetos con el ojo clínico de Lara Maiklem: como ocurre en las correrías de los protagonistas de la picaresca española, a los «mudlarks» les iba a menudo la comida del día en la capacidad para distinguir formas y texturas orgánicas de los trazos fríamente geométricos creados por el hombre.
Entonces, en el siglo XIX, fragmentos de cobre y otros metales, trozos de cuerda y tejidos en buen estado, mantenían un valor reconocible por todos, y no sólo por los traperos más afamados y prósperos de cada lugar.
En cierto modo, los buscadores de tesoros en el lodo del Támesis no distan tanto de las familias y bandas de niños que sobreviven hoy en torno a los grandes vertederos de las megaciudades del mundo en desarrollo; pero, por alguna razón, nuestro sesgo perceptivo nos impide empatizar con la miseria de los buscadores de basura actuales, cuya vida se aleja de la poética de las universidades y la estética de las entradas de Instagram.
Masificación de lo minoritario
Fiona Haughey, arqueóloga londinense y aficionada a buscar objetos en los lodazales del Támesis desde los años 90 —el fenómeno contemporáneo precede, faltaría más, las redes sociales—, establece dos tipos de actitud en torno a la actividad: quienes persisten con el objetivo de encontrar cosas de valor; y quienes se sienten atraídos por devolver a la vida fragmentos de un pasado popular que alimentó la cotidianidad de otros momentos, más allá de interpretaciones canónicas, las listas administrativas y la taquigrafía de la historia.
Desde 2016, la autoridad portuaria londinense, responsable de la gestión de la ribera del Támesis, obliga al número creciente de aficionados a deambular por los bancales a tramitar un permiso cuyo coste contribuye al mantenimiento del río antes de su desembocadura.
En febrero de este año ya se habían concedido 1.500 permisos, lo que ofrece pistas de las dimensiones que toma la afición. Para evitar que la afición de convierta en fenómeno masivo capaz de dañar los ya maltratados márgenes ribereños, la normativa permite únicamente remover la arena y el lodo hasta 3 pulgadas de profundidad, unos 7,5 centímetros (un permiso especial, concedido sólo por invitación a un reducido grupo de «mudlarks», permite cavar hasta 1,2 metros en lugares donde se sospecha la presencia de objetos antiguos).
Asimismo, la autoridad portuaria recomienda informar sobre los objetos que se presuman de interés arqueológico a la oficina de antigüedades del Museo Británico.
Tesoros vikingos
Como otros países, el Reino Unido obliga a cualquiera que encuentre un «tesoro» (piezas u objetos de plata u oro con más de 300 años de antigüedad, así como monedas antiguas y objetos metálicos prehistóricos) a informar a la Administración sobre el hallazgo, explica Megan Specia. En 2019, dos hombres fueron condenados en el Reino Unido por no declarar el hallazgo de un tesoro vikingo desenterrado en el oeste de Inglaterra.
Quienes se acercan a las orillas del Támesis se enfrentan a lo que cualquiera interesado en pasear por bancales de playas urbanas o estuarios ribereños junto a ciudades con un pasado mercante experimentarán en cualquier punto del planeta: fragmentos u objetos todavía íntegros de desechos producidos en las últimas décadas se acumulan con mayor rapidez que los objetos del pasado.
La necesaria lucha preventiva contra la pandemia de coronavirus implica usar polímeros de plástico con características concretas para producir material para los utensilios que previenen el contagio con mayor efectividad.
Como consecuencia, la campaña de concienciación contra el uso de objetos de plástico de usar y tirar (bolsas inclusive) desaparece necesariamente de las prioridades de muchas ciudades y regiones. De manera aún más preocupante, el incivismo es responsable de un fenómeno insólito y de alcance global: la proliferación de mascarillas de un solo en el medio.
Medusas de nuestra era
Cuando alcanzan los cursos de agua, las mascarillas se dejan llevar por la corriente como medusas sintéticas, e inicien quizá nuevas tragedias mudas, al acumularse en el estómago de aves y criaturas marinas.
Más que imitadores de los «mudlarks» londinenses, quizá necesitemos a valientes arqueólogos de la basura plástica que inunda bancales tan evocadores como los descritos en este artículo. Quizá la popularidad alcanzada en las redes sociales propulse un necesario sentimiento de corresponsabilidad.
The Economist dedica un artículo a la mutación pandémica de nuestros desechos más persistentes y peligrosos, una vez campan a sus anchas en los ecosistemas.
Lara Maiklem vuelve a ser citada. Su reflexión sirve para abrir el artículo. Sólo por la basura encontrada en la ribera del Támesis —dice Maiklem— el ojo atento puede conocer de qué época del año se trata.
Al parecer, las botellas de champán abundan durante la primera semana de enero; los balones de fútbol hacen su aparición en verano.
En 2020, sin embargo, la marea de coronavirus ha traído a los bancales del Támesis ingentes cantidades de guantes de látex y mascarillas.
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