¿Es el desencanto de los millennials recluidos algo nuevo, o la propensión al nihilismo forma parte de un proceso de décadas? ¿Son los personajes de Michel Houellebecq desencantados de la familia de los románticos, o estamos ante un fenómeno postmoderno?
El retroceso de los valores ilustrados y el vacío metafísico de sociedades sin referencias humanistas influyen sobre la reclusión de quienes temen fracasar en un mundo que interpretan como hostil. Un contexto que impone límites administrativos asfixiantes y no ofrece la seguridad de antaño.
Sin empleo asegurado ni posibilidad realista de emular a las celebridades del momento en función del nicho de interés, muchos jóvenes se retiran a una vida en la que el consumo compulsivo por alguna parcela de entretenimiento sustituye a cualquier intento de labrar su propio camino y afrontar las incertidumbres de la vida.
Respuesta somática a una incertidumbre también existencial
Incapaces de imponerse en un entorno percibido como hostil, los ermitaños digitales se atrincheran en el dormitorio de la vivienda de sus padres que no han abandonado (o a la que han vuelto). Moverse de su situación los enfrenta a la intemperie, por la que muestran todavía menos tolerancia que las generaciones anteriores.
El desarraigo de la reclusión y el sedentarismo físico contrasta con un consumo frenético de contenidos de entretenimiento, que conducen a una sobreexcitación mental permanente. Ya hay quien usa el término “infobesidad“.
Uno de los personajes de Houellebecq en Las partículas elementales, Michel como el autor, padece esta parálisis física y saturación mental:
“(…) pero, en realidad, ¿le motivaba a Michel alguna cosa? Un movimiento rectilíneo uniforme persiste indefinidamente en ausencia de fricción o de la aplicación de una fuerza externa. Organizado, racional, sociológicamente situado en la medianía de las categorías superiores, la vida de su hermanastro parecía desarrollarse hasta el presente sin fricción.”
Peter Pan en su habitación: hábitos de anacoretas “gamer”
La imposibilidad de lograr la satisfacción pese a seguirla compulsivamente desde los años de la contracultura conducen a una realidad actual donde la reclusión y el atracón de ocio digital tratan de llenar un vacío: en Japón, el fenómeno tiene un nombre, hikikomori.
The Raskolnikov of today is a hikikomori videogamer with huge karma in obscure forums. Nihilism has turned digital https://t.co/bXLcUDygUJ
— Nicolás Boullosa (@faircompanies) March 17, 2017
Quienes han crecido en plena Gran Recesión y no han gozado de estabilidad, afecto o acceso a adultos capaces de asumir el rol de mentores, mostrarían una alienación alimentada por mundos virtuales más ricos que nunca (con Internet y videojuegos como pilares).
Ryan Avent firma un artículo en la revista 1843 de The Economist sobre la reclusión voluntaria de cada vez más hombres adultos educados que, ante una perspectiva laboral desfavorable, prefieren reducir gastos y centrarse en una existencia más complaciente, cambiando el tiempo en la oficina por una dosis diaria de videojuegos (cada vez más sofisticados):
“Uno puede imaginar en la distancia un futuro sin apenas trabajo en los hábitos de los jóvenes gamers. Si las buenas cosas en la vida pueden tenerse por poco dinero, entonces trabajar duro para tener más que una cantidad limitada de dinero parece menos atractivo. La historia de la era industrial ha sido una en la cual la tecnología ha reducido la proporción de ingresos dedicados a primeras necesidades como la alimentación, proporcionando a la vez gran cantidad de nuevas posibilidades de consumo. A medida que esto ocurría, las horas trabajadas por el individuo medio descendían.”
Realidad y subjetividad à la George Berkeley
El relato de Avent apenas menciona otras consideraciones que explicarían la evolución hacia posiciones de reclusión: la presión por triunfar en una sociedad que venera el éxito, la imagen, el elogio (aunque sea condescendiente).
El nivel de aislamiento y degradación al que se exponen estos jóvenes adultos, con acceso a historias y estilos de vida que producen lo que el sociólogo René Girard definió como “deseo mimético” (hipótesis relacionada con el concepto de “consumo conspicuo” de Thorstein Veblen, puede recordar a pasajes de “La metamorfosis” de Kafka), habla también de la salud de una parte de la sociedad que ha renunciado a participar.
Es el caso del artículo de Colin Nissan para el New Yorker sobre un teletrabajador que ha perdido la noción de la realidad y decide llamar a emergencias para pedir ayuda psicológica. Un caso extremo al que se exponen individuos especialmente vulnerables: aquellos que carecen de lazos sociales y afectivos capaces de mantenerlos en los rigores de la cotidianidad.
Lovecraft, Creepypasta y “niños perdidos”
Algunos jóvenes, imaginándose en la piel de Neo al inicio de The Matrix, apenas abandonan su único dominio físico que no ofrece incertidumbre, su dormitorio en la casa paterna, sustituyendo ejercicio y relaciones humanas con una ventana al mundo a través del filtro de su perfil digital.
Es entonces cuando la viscosidad de un exterior hostil digno de una narrativa a medio camino entre las historias de H.P. Lovecraft, los argumentos deshilachados que crecen en foros como Creepypasta y el radicalismo de ideas que prometen sustituir un nihilismo sin referencias claras con un mesiánico código de valores, alimentan fenómenos radicales, desde la llamada eufemísticamente “derecha alternativa” al supremacismo o el extremismo religioso (sobre todo el salafismo, pero también milenarismo “prepper” y su caza de brujas en Estados Unidos).
El académico estadounidense Tom Nichols sostiene que existe un vínculo entre el fenómeno de reclusión voluntaria de jóvenes varones incapaces de integrarse en la sociedad, cuyo nihilismo los conduce al extremismo de distinto signo, desde el inocuo troleo por Internet a acciones contra la sociedad a la que pertenecen, y el fenómeno de la violencia.
Un fanatismo difícil de distinguir de los valores narcisistas preponderantes en servicios de Internet que premian la ocurrencia polémica y extrema. Son, según Tom Nichols, “niños perdidos” con el potencial de convertirse en “lobos solitarios”.
El gran producto “otaku”: los hikikomori
Buena parte de la abulia existencial de los jóvenes que se encierran en la habitación, convirtiéndose en hikikomoris digitales, está ya presente en generaciones precedentes, y hunde sus raíces en procesos como la crisis de los valores ilustrados y la búsqueda de una alternativa a un secularismo que da vértigo y supone una responsabilidad intolerable para quienes no se atreven a seguir el consejo de Jean-Paul Sartre y asumir la responsabilidad de decidir por sí mismos.
En las novelas de Michel Houellebecq e Irvine Welsh, las compulsiones del hedonismo postmoderno son una consciente huida hacia adelante que agranda el vacío de los personajes con lo que los rodea. El sueño de sustituir la realidad con una versión digital de ésta tiene ecos en el idealismo subjetivo de Berkeley.
Pero, a diferencia de la doctrina de Berkeley, según la cual el mundo físico es una proyección de lo mental, los hikikomori que se retiran a una existencia digital son conscientes de la falsedad de su avatar, lo que conduce a contradicciones que rozan el solipsismo (convicción de que todo ocurre dentro de la mente de uno mismo), y explica de paso el éxito de autores que muestran esta dicotomía entre compulsión y solipsismo, como David Foster Wallace.
Reflexiones de Carlos Fuentes sobre Las Meninas
Las Meninas de Velázquez son el inicio del perspectivismo. En Las Meninas -recordaba el novelista mexicano Carlos Fuentes en su ya olvidada entrevista de 1977 con Joaquín Soler Serrano- el foco de interés se traslada desde lo simbólico e inanimado hacia la subjetividad del creador y el espectador. Fuentes intentó involucrar al espectador en sus obras del mismo modo.
El sueño de la razón produce monstruos, aguafuerte número 43 de los Caprichos. El grabado de Goya que debía servir como frontispicio de su serie de 80 estampas satíricas de la sociedad española de finales del XVIII, sintetiza el vértigo al que se enfrentaba un mundo que nacía en esos momentos: el positivismo deshumanizado es tan arriesgado como el sueño sin las luces de la razón (superstición e ignorancia equivalían a “maldad” para Sócrates).
Las Meninas y el Sueño de la razón. Subjetividad y positivismo deshumanizado de absolutos científicos, el perfeccionamiento humano y el culto a las máquinas.
Ambas imágenes hablan sobre las fuerzas intensas que desataría la Ilustración, que la derrota de Napoleón frenaría en España, pero que se aceleraría en el resto de Europa Occidental, creando realismo y romanticismo, liberalismo clásico y socialismo a partir del trabajo del conde de Saint-Simon y de su alumno Auguste Comte, precursor de la sociología como disciplina de aspiración científica, desgajada por primera vez de la filosofía.
Inicios de la prisión burocrática
Augusto Comte, positivista a ultranza, otorgaría un valor matemático a los nuevos valores universales: la libertad individual y el encumbramiento de la razón y la ciencia. Comte creía en la bondad intrínseca del individuo, el orden y el progreso (su tríada, de la cual sale, por ejemplo, el lema que se lee en la bandera brasileña).
Su confianza en el progreso influyó sobre el materialismo dialéctico y el concepto de lucha de clases, ya que para él no había duda del historicismo de la humanidad (que lo relaciona con el pensador italiano Giambattista Vico, de quien la historia se ha olvidado: ya sabemos todos que, si el pensador no es hombre y anglosajón, francés o alemán, no ha existido en la tradición canónica).
Así que Comte, tan discípulo real de Saint-Simon como deudor de Vico, estaba convencido de su ley de los tres estados. Las sociedades occidentales, según Comte, pasaban por tres momentos de desarrollo: estado teológico, estado metafísico y estado científico (o “positivo”).
La entrada en el estado positivo debía dejar muchos cadáveres por el camino, como se apresuraron a demostrar Robespierre y Danton durante El Terror (un festín macabro que avanzaba un riesgo nuevo: ausente la moral de Dios, uno podía anteponer el fin a los medios).
Cadáveres del historicismo
Tras los excesos casi dionisíacos del Terror, la violencia institucional revestida de positivismo se extendería en el campo de batalla con las guerras napoleónicas. Y sobre ello pintó nuestro Francisco de Goya, trayendo las vanguardias del siglo XX a inicios del siglo XIX, tanto en Burdeos como en su madrileña Quinta del Sordo.
La ignorancia producía monstruos, pero los nuevos monstruos, los del positivismo que justificaba cualquier avance de la civilización que aspiraba a la exactitud administrativa y al progreso científico, se armarían ideológicamente en el siglo XIX (idealismo hegeliano, Comuna de París, materialismo dialéctico, totalitarismo positivista) para, ya en el siglo XX, aspirar a sociedades nuevas que “superaran” la democracia liberal:
- en la Gran Guerra, los pueblos se aniquilaron escudados en el nacionalismo (idea tan hegeliana como el materialismo dialéctico);
- Revolución Rusa, período de entreguerras, ascenso del fascismo y II Guerra Mundial doblarían la apuesta de los excesos de una idea positivista defendida como justa por Comte un siglo antes: el supuesto derecho de las vanguardias de una sociedad a justificar cualquier medio que logre el fin revolucionario que se persigue.
En el páramo humeante creado por semejante intento de gobernar con una visión historicista y científica de la realidad, la bandera del nacionalismo y los cálculos quinquenales del materialismo dialéctico perdieron lustre ante la más moderada -y respetuosa con una lectura humanista de los clásicos que separaba la moral religiosa del Estado, pero no negaba su papel en la sociedad- visión burguesa de la Ilustración: la democracia liberal.
Mentalidad del individuo y sociedad
El intento por la vía revolucionaria de crear sociedades más justas y pueblos más cercanos a su supuesto destino ancestral había sido tan desastroso que el arte y la filosofía de los artistas marginales (románticos y bohemia en el París del siglo XIX, diletantes vanguardistas de Viena, París, etc.) sólo pudo ser existencialista.
Demasiada sinrazón colectiva, demasiados monstruos amparados en las ideas supuestamente nobles del progreso revolucionario, que partían (como lo había hecho el liberalismo democrático) del idealismo alemán y el positivismo francés.
Esta pequeña historia apócrifa de las sociedades occidentales y su periferia desde la Ilustración justifica que los escritores más lúcidos de la actualidad, conscientes de que la aceleración tecnológica de las últimas décadas lleva la previa preocupación de Max Weber y los existencialistas, que temían que la burocratización y deshumanización acabaran de desarraigar al ser humano de la naturaleza (jaula de hierro de Weber, tecnicidad de Heidegger, gubernamentalidad de Foucault), recurran al altruismo positivista de pensadores como Comte para subrayar cómo ha acabado todo.
Eligiendo la trayectoria de dos personajes (varones nacidos a finales de los años 50; Bruno Clément y Michel Djerzinski, hermanos de madre, con suerte profesional dispar pero con la angustia de haber crecido en familias desestructuradas y crecido sin más referencia que el hedonismo nihilista de la sociedad post—ilustrada), Michel Houellebecq narra su versión -fría y cruda, distópica- la deshumanización y esterilización de sociedad y relaciones humanas en su novela Las partículas elementales.
Los perdedores del positivismo: entre el nihilismo y Nietzsche
Al retirarse los valores humanistas, queda la ciencia al servicio de proyectos individuales y colectivos más o menos trasnochados: agotados los maximalismos de la Ilustración y sus manidas ideas, proceso que concuerda con el descubrimiento de una física de lo grande (relatividad) y lo pequeño (física cuántica), que desmienten el mundo comprensible de los ilustrados: geometría euclídea, tiempo y espacio absolutos (Newton), bondad intrínseca del ser humano, historicismo, perfectibilidad de sociedades y personas gracias al progreso.
Desmentido el idealismo, escritores como Houellebecq desempolvan la crudeza animal de Schopenhauer (lucha por la supervivencia), Herbert Spencer (ley del más fuerte, evolucionismo) y Nietzsche.
Las partículas elementales narra con la crueldad punzante de quien se siente víctima los excesos de la contracultura californiana y su aspiración a la ampliación humana: al tratar de crear un individuo “aumentado” que se liberara del positivismo y de los residuos morales del humanismo, los hippies occidentales dejaron también un reguero de niños desamparados, que crecían en solitario sin más modelos identificables que la estabilidad de algún último pilar afectivo (una abuela, un hermanastro, una amiga) y la cultura pop: ídolos paganos sustituyendo el vacío del humanismo (estructura familiar sólida, instituciones milenarias) ausente.
Padres separados que rinden culto a la juventud y el hedonismo inconsciente, hijos sustituyen el vacío afectivo y la fragilidad freudiana por la compulsividad: consumismo, culto a la eterna juventud, sexo frío y deshumanizado (influido por la industria porno y servicios de sexo bajo demanda).
Las generaciones sacrificadas
Entre los rescoldos de este páramo sin valores ni afecto auténtico, una nueva legión de nihilistas se disputa los trofeos de lo que ven como versión higienizada de lo que ha quedado en pie después del intento infructuoso de recomponer el humanismo en Occidente después de los horrores de la primera mitad del siglo XX.
Si La tierra baldía de T.S. Eliot sólo puede ser un poema de retales que llora el trauma de la Gran Guerra y las novelas de autores W.G. Sebald tratan de reconstruir las pequeñas realidades cotidianas arrasadas por la II Guerra Mundial, la obra de escritores como Michel Houellebecq o Irvine Welsh se conforma con narrar los atracones y contradicciones hedonísticas de personajes sin más objetivo que evadirse de la realidad con el comportamiento compulsivo más próximo a sus ídolos pop.
Houellebecq, que conoce a fondo el miedo viscoso de los monstruos de la razón (en este caso, no tanto los del frontispicio de los Caprichos de Goya como los cuentos de H.P. Lovecraft, cuyo nihilismo tiene ecos contemporáneos), empieza algún que otro capítulo de Las partículas elementales con una cita de Auguste Comte aplicable a nuestra época:
“Cuando hace falta modificar o renovar la doctrina fundamental, las generaciones sacrificadas en el medio de las cuales se opera la transformación permanecen ajenas, y a menudo se convierten directamente en hostiles.”
Paisajes estériles e individuación
Rodeados de obligaciones institucionales cada vez más incomprensibles, los niños de Las partículas elementales pasan por la adolescencia sintiendo una perplejidad ya presente en Kafka:
“Él [Michel Djerzinski] se sentía separado del mundo por unos centímetros de vacío, formando a su alrededor como un caparazón o una armadura.”
O también:
“En esos mismos años en los que él [Bruno Clément] intentaba sin éxito acceder a la vida, las sociedades occidentales basculaban hacia una cosa sombría. En ese verano de 1976, ya era evidente de que todo eso acabaría muy mal. La violencia física, la manifestación más perfecta de la individuación, reaparecería en Occidente como resultado de la búsqueda del deseo.”
El nihilismo ermitaño alcanza niveles preocupantes en una sociedad cuyos códigos y rigideces obligan a los adolescentes a elegir su orientación académica: Japón.
Identikit hikikomori
El profesor italiano de literatura comparada Flavio Rizzo firma un punzante artículo sobre la reclusión voluntaria de jóvenes varones en Japón, que explora con elocuencia tanto las hipótesis causantes del fenómeno como sus consecuencias en una sociedad desarrollada incapaz de atajar una deflación que empezó en los 90, así como el envejecimiento de la población y la desigualdad socioeconómica estructural entre hombres y mujeres.
Rizzo escribe:
“Un kit de identidad del hikikomori medio: más bien alguien que ha dejado los estudios, con o sin habilidades específicas, probablemente sin trabajo a menos que no le salga algún bolo online, viviendo en su dormitorio de casa de sus padres, lugar que apenas abandona, dedicando el día a dormitar, leer, deambular por Internet, cambiar de canal televisivo, flotando en su habitación.
“Y una imagen típica: una comida dejada junto a la puerta por sus padres. Otra: la ventana de la habitación cubierta de todo tipo de trapos y papeles para evitar que se filtre el más mínimo rayo de luz. Este nido de auto-reclusión se completa con pocas posesiones: libros, videojuegos, instrumentos musicales, botellas de plástico, algún elemento aleatorio como un acuario, un televisor, una caja bentō [ración de comida tradicional japonesa] abierta.”
El artículo relaciona el fenómeno hikikomori con la cultura otaku (animé, manga y sus innumerables ramificaciones).
Abulia barojiana
Describiendo algunos de sus rasgos y esbozando un retrato generalizado del joven japonés que ha decidido recluirse, simplificamos la realidad. Un tema recurrente se manifiesta en la expresión extrema de quienes, ante las rigideces de sociedades cada vez más burocratizadas, donde obligaciones y precariedad se imponen a concesiones, deciden abandonar antes de empezar.
Una frase resuena en Las partículas elementales. Sin saber cómo ni haber dilucidado todavía qué pintan deambulando por existencias solitarias y deshumanizadas, los ya cuarentones Michel y su amiga de la infancia Annabelle, que nunca se ha casado, conversan sobre el futuro.
Es la última oportunidad para Annabelle, a quien llama la biología y propone a Michel un embarazo. Él no tendrá que ocuparse del niño. Michel enciende un cigarro:
“Es una idea divertida… -dice él entre dientes-. Una idea divertida la de reproducirse, cuando ni siquiera se ama la vida.”
Rodión Románovich Raskólnikov, vecino del quinto
Los personajes de novelas de escritores contemporáneos más nihilistas que nietzscheanos, como Houellebecq, quieren parecerse más al Raskólnikov de Crimen y castigo que a los personajes de novela existencialista que, enfrentados al vértigo de la realidad, deciden cultivar su autenticidad, arriesgándose y equivocándose las veces que haga falta.
Hay vida más allá del mundo hikikomori, aunque las biografías a veces dejan marcas imborrables. Los videojuegos no pueden sustituir a la vida, por mucho que en el mundo del entretenimiento digital expliquen lo contrario. Las alternativas más creíbles al nihilismo más destructivo no están en una app o en Internet, sino en el abandono de la zona de confort.
Tampoco hay que olvidar que no todos los jóvenes solitarios o teletrabajadores carecen de brújula vital y comparten rasgos con el fenómeno hikikomori, ni todos los adultos amantes de los videojuegos han renunciado a todo para explorar el escenario virtual de algún episodio multijugador, MMORPG.
Literatura carcelaria
La mejor literatura carcelaria nos recuerda que, en ocasiones, la reclusión forzosa sirve como revulsivo a quienes, creando, se encuentran más vivos y libres que quienes se apiadan de su vida en el exterior.
La reclusión nihilista implica una derrota interior, y está en manos del propio individuo emerger de la narcosis de la complacencia y reivindicar su potencial.
Puestos a elegir entre nihilismos, mejor optar por el vitalismo solar y humanista de un Camus que recurrir a la facilona narrativa de la lucha instintiva por sobrevivir de Schopenhauer.
La existencia tiene propósito, dice Nietzsche, que transforma la tosca voluntad de vivir de Schopenhauer en la necesidad humana de explorar el propio potencial. Nietzsche identificó la alternativa a esta búsqueda con un arquetipo peligrosamente parecido a la experiencia hikikomori: el último hombre.
El propósito vital nos invita a crear, a arriesgarnos. El nihilismo de Houellebecq en Las partículas elementales debe ser leído como versión postmoderna de Dostoyevski: un toque de atención mostrando tendencias y excesos de la sociedad del momento.
Así, al asomarnos al tao de los miedos de una generación, podemos explorar alternativas plausibles con mejores herramientas.
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