En 2016, muchos comentaristas se acordaron de una cita del intelectual italiano de inicios del siglo XX Antonio Gramsci, un teórico marxista heterodoxo encarcelado por el fascismo que ha acabado reivindicado por todos.
La debilidad de las viejas instituciones de cohesión social, desde los sindicatos a los medios de comunicación tradicionales, había permitido el ascenso de nuevos modelos informales de sociedad civil capaz de crear una opinión pública tan acelerada, contradictoria y reactiva como el contenido de las redes sociales.
La victoria del Brexit y Trump se enmarcaba en un contexto de ascenso de unas sensibilidades iliberales que intuían la oportunidad del ataque al mundo neoliberal. El objetivo era capitalizar el descontento con fórmulas de desinformación que se creían superadas.
Fue entonces cuando pudimos leer la cita manida de Gramsci, tan próximo a las reflexiones de Valle-Inclán sobre el esperpento:
«El viejo mundo se muere. El nuevo tarda en aparecer. Y en ese claroscuro surgen los monstruos».
¿A qué mundos viejo y nuevo se refería Gramsci? ¿Qué otras personalidades intuyeron esta traumática transformación y cuál fue su actitud?
Defender los matices en tiempos revueltos
Desde los márgenes, Antonio Gramsci y Fernando Pessoa catalogaron el dolor personal y colectivo de una época y sostuvieron actitudes muy distintas sobre éste. Ambos legaron dos obras mayores, tan abiertas e inconclusas como prestas a la reinterpretación.
Mientras el Libro del desasosiego es el cajón de sastre flemático de un flâneur lisboeta (fragmentos de diario, aforismos, divagaciones propias de los místicos, comentarios cotidianos y profundas reflexiones filosóficas), los Cuadernos de Gramsci (escritos desde la prisión) no son menos fragmentarios y incompletos.
En ambos casos, el estilo deshilachado y a menudo evolutivo, contradictorio, es el propio de una época que se enfrenta al choque entre identidades colectivas (de clase, nacionales) y el vértigo del individuo ante estos choques a gran escala: las fórmulas reduccionistas de los materialistas convencidos contrastarán con el pesimismo de los existencialistas, que intuyen que el nuevo mundo pretende anteponer el fin a los medios y tanto tradiciones como autonomía individual serán sacrificadas.
Nuestra fascinación por lo ocurrido hace un siglo y su influencia sobre el pensamiento actual no se limita sólo a la vigencia de obras fragmentarias e interpretables como las de Pessoa y Gramsci.
El filme 1917 (Sam Mendes, 2020) nos recuerda que el horror de la Primera Guerra Mundial marcó a una generación de jóvenes europeos, aunque lo haría de modos distintos.
Tierras baldías
La tierra baldía, el poema de fragmentos que da cuenta de lo que la guerra moderna es capaz de arrebatar a una generación, no habría tomado su forma final si T.S. Eliot, su autor, no hubiera contado con la asistencia de Ezra Pound. En los años siguientes, mientras Eliot se refugiaba en la poesía y la edición literaria, Pound combinaría su propio trabajo poético y académico en torno a la poesía medieval con un apoyo encarecido al fascismo italiano.
Un siglo atrás, las trincheras habían sido profundas y muchos autores brillantes, desde el mencionado Pound al autor noruego Knut Hamsun, apoyarían abiertamente el ascenso del nacionalismo excluyente (el primero, loando a Mussolini siempre que tuvo una oportunidad; el segundo, loando el nazismo).
En cierto modo, la película 1917 habla más de los miedos y fantasmas nuestro tiempo que de la traumática contienda, pues estilo, montaje y punto de vista de esta película son propios de una perspectiva actual y recuerdan los FPS (juegos de disparos en primera persona) bélicos.
En la batalla no se había decidido sólo el futuro de viejos imperios europeos y coloniales y la muerte de millones de jóvenes, sino que se habían puesto a prueba las fidelidades ideológicas de un momento histórico de transición.
Tal y como explica Stefan Zweig en El mundo de ayer, la Internacional marxista no había logrado imponer la conciencia de clase y, llegado el momento, el fervor nacionalista atraería a los jóvenes de cada país a la lucha entre pueblos.
Persona
A la hora de la verdad, la teorizada camaradería entre obreros y campesinos de distintos países contra sus supuestos opresores no había impedido la emergencia de un fervor patriótico contra enemigos internos y externos.
Ciudades como Viena, en plena ebullición intelectual mientras el Imperio de los Habsburgo se venía abajo, perderían en poco tiempo su halo cosmopolita y multicultural.
En su lugar, emergerían de la guerra una Europa Central y del Este compuestas de países étnicamente uniformes (una identidad nacional por país), mientras crecía la intolerancia contra las minorías.
En este contexto, que alumbraría una literatura fragmentaria y un arte dominado por el cinismo y las inclinaciones nihilistas, dos pensadores retratarían, desde los márgenes, una época que llevaba un peso de cambio de era muy similar al que percibimos en la actualidad.
Estos dos pensadores iniciaban en los años de posguerra una obra fragmentaria y aproximativa, condenada a pasar desapercibida hasta mucho después de la muerte de ambos, y a aumentar su influencia internacional a medida que pasaran las décadas.
Pensadores de lo fragmentario y aproximativo, exploradores de la frontera de la intuición, estas dos figuras compartían, asimismo, una salud delicada y una estatura modesta.
El uno, Fernando Pessoa, huérfano de madre criado en el mundo flemático de una pequeña metrópolis colonial. El otro, Antonio Gramsci, un joven humilde de Cerdeña que había ganado una beca para estudiar en Turín, el centro industrial y obrero de la Italia que entraría poco después en la Primera Guerra Mundial.
Tolerar, convencer, cultivar el compromiso
La debilidad física de los jóvenes contrastaría con la ambición de su pensamiento, orientado, eso sí, de dos modos diametralmente opuestos. Ambos morirían jóvenes: Pessoa lo haría a los 47 años, en noviembre de 2005. Gramsci fallecería a los 46 años, en abril de 1937.
Pero, si el uno había tratado de desvanecerse del mundo mediante el uso de heterónimos y la intuición de una obra literaria total («Persona» es cualquiera y nadie al mismo tiempo), el otro pensaría desde su primera juventud que el mundo podía cambiarse mediante la acción.
El fatalista lisboeta en perpetua huida de un mundo que le había arrancado los anclajes esenciales durante la infancia (su padre, su hermano y su madre morirían siendo él niño); y el marxista que apenas había leído a Marx y que eludía el determinismo de la existencia y de la historia.
Así, mientras Pessoa se desdoblaba en heterónimos con una vida compleja y autónoma, los cuales sostenían a menudo opiniones impopulares con pasión quijotesca, Gramsci se interesaba el contacto con la sociedad de su época y construía una teoría obrera alejada del materialismo marxista.
Para Gramsci, tanto individuo como sociedad contaban con un impulso vital que, a la larga, podían decantar la marcha de una existencia o una sociedad, y los obreros de Turín podían aliarse con los campesinos italianos y con el mundo menestral y urbano más favorecido para crear una sociedad más justa.
Para ello, la sociedad civil debía prepararse para lograr una hegemonía cultural que decantara poco a poco los intereses y objetivos de la sociedad hacia modelos —en constante evolución y siempre perfectibles— que podían ser más justos. Eso sí, «hegemonía» no es en ningún caso «dominación» y la única conquista posible llegaría con la persuasión honesta y el fruto visible de un trabajo de campo prometedor.
Paseos de Bernardo Soares
Tanto Pessoa como Gramsci son pensadores de matices alineados con reflexiones como las de Bergson en torno al tiempo: la realidad es más que una sucesión de instantes inconexos, y la duración es una «experiencia», y no un tiempo científico. El historicismo de las grandes teorías idealistas se desmorona tanto en el Libro del desasosiego como en los Cuadernos de la cárcel.
En el pensamiento político de Gramsci, hegemonía cultural y subversivismo («sovversivismo») no equivalen a dominación cultural y a revolución; son más bien actitudes que se pueden promover y mejorar en un contexto abierto, pues el riesgo de instrumentalización de cualquier movimiento colectivo es demasiado elevado (Mussolini atrajo a muchos intelectuales contestatarios para enfrentarlos a la débil democracia liberal italiana entre 1919 y 1926).
El nihilismo de Pessoa, un autor cosmopolita encerrado en una vida de contable y una ciudad que se ha hecho provinciana, que para escribir debe desdoblarse en personajes con el empuje del que él (o Bernardo Soares, su heterónimo más próximo) asegura carecer, contrasta con el empuje voluntarista de Gramsci, afectado por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial en su país.
El italiano, atento al impulso vital que rige nuestra existencia según el filósofo francés Henri Bergson, está convencido de que el mundo no es un ente que se impone al ser humano, sino que son las personas quienes pueden cambiarlo.
Todos se acuerdan de Gramsci
Al final de la Gran Guerra, en medio de las represiones en el campo y la industria causadas por la penuria, Gramsci escribía:
«Queríamos hacer, hacer, hacer, nos sentíamos angustiados, sin una orientación, hastiados en la ardiente vida de aquellos meses después del armisticio, cuando parecía inmediato el cataclismo de la sociedad italiana».
Quizá, lo que más interese de Gramsci en la actualidad coincida también con el porqué de la vigencia de Pessoa: sus reflexiones sirven para un roto y un descosido.
El caso de Gramsci es especialmente ilustrativo. Hoy, mientras asistimos a una desconexión entre sociedad y política, entre personas desatendidas y acción, el pensamiento de Gramsci interesa a todos, pero por distintos motivos:
- la socialdemocracia toma sus reflexiones sobre el hegemonismo para revitalizar su influencia en la sociedad civil;
- la derecha moderada lo cita para tratar de ganar la batalla de las ideas en la sociedad civil (durante sus años al frente del entonces centroderecha francés, UMP, Sarkozy recurrió asiduamente a citas de Gramsci, temeroso de que lo hiciera el Frente Nacional);
- la extrema derecha ha citado a Gramsci para convertir la idea de hegemonía de la acción y las ideas del autor italiano sobre la construcción de mayorías en un manual de conquista del poder;
- mientras la extrema izquierda se sirve de su figura para vestir una utopía escalonada y posibilista, construida desde la base y sin necesidad de transformar inmediatamente modos de producción y de organización social.
¿De dónde viene el pensamiento de Gramsci, un marxista que reconocía no haber leído demasiado a Marx y que, por el contrario, habría creado un pensamiento humanista más próximo a Pascal o a Spinoza?
Un marxista alérgico a las fórmulas reduccionistas
Si bien se consideraba un pensador marxista, Gramsci mantuvo una actitud abierta con la tradición anarquista y libertaria. Su idea de «sovversivismo» pretendía aunar distintas corrientes ideológicas contra la intolerancia dictatorial (él pensaba en el fascismo, si bien su reflexión sirve para las dictaduras proletarias que alcanzarán su metástasis durante las persecuciones de Stalin).
Las ideas libertarias de Gramsci parten de su lectura del mutualismo de Pierre-Joseph Proudhon, pero también de las reflexiones sobre educación de un pensador ilustrado, Rousseau. Ambas influencias, junto a las del teórico del relato colectivo y la acción (Georges Sorel), darán consistencia a su concepto de hegemonía cultural, hoy tergiversado por todas las tendencias políticas para adaptarlo a cada credo.
Durante sus años de estudio en Turín, Gramsci colaboró con revistas del movimiento obrero y visitó los comités fabriles que, durante el biennio rosso, habían ocupado las fábricas turinesas.
Gramsci era consciente de que la revuelta era débil y efectista; sin embargo, le interesaron tanto la capacidad de autoorganización de los consejos fabriles de Turín como el interés que estos consejos de fábrica habían suscitado entre los campesinos.
Desde la revista L’Ordine Nuovo, crucial durante el biennio rosso (1919-1920), Gramsci escribía a una audiencia que quería conocer, con una vida, una idiosincrasia y una esperanza propias. Poco pintaba el frío materialismo histórico en esa realidad:
«los artículos no eran frías arquitecturas intelectuales, sino que desobstruían nuestra discusión con los mejores obreros, creaban sentimientos, voluntad, pasiones reales de la clase obrera turinesa […] eran casi una toma de conciencia de sucesos reales».
Un tísico de metro y medio contra el «squadrismo»
Las revueltas servirían al ex-socialista Benito Mussolini para encontrar apoyos entre los industriales y propietarios italianos para fundar el «squadrismo» (fascios de combate), una acción callejera organizada y contundente que acallara cualquier reivindicación popular. Los camisas negras y su acción paramilitar servirían de modelo para los movimientos de extrema derecha del resto del continente.
Desde la prisión, Gramsci (1,52 de estatura, hombre aniñado y de salud delicada —padecía tuberculosis osteoarticular—) llegó a la determinación de que escribir un compendio de su pensamiento era el único modo a su alcance de librarse a la acción a la que se sentía predestinado.
La experiencia, la organización concreta, la adaptación a las circunstancias, podían transformar la sociedad a la larga, y no las sesudas teorías del materialismo dialéctico, tan inhumanas como ajenas a la realidad concreta de la Italia del momento.
Sin perder su visión marxista, Gramsci había apoyado, por ejemplo, una asamblea constituyente con el resto de sensibilidades democráticas de la Italia del momento (desde los libertarios a la derecha liberal) contra el fascismo y el control de las calles que había asumido el «squadrismo». Consciente del riesgo que representaban las ideas de Gramsci, Mussolini había decidido encarcelarlo en 1926 (sólo saldría de prisión una década después, ya gravemente enfermo).
Como contraste, Pessoa, ciudadano de un pequeño país sin peso ni acción en Europa, adoptaba una actitud ambivalente ante la experiencia fallida de la Primera República portuguesa, cuya inestabilidad le habían conducido a apoyar un golpe militar del mismo año, pues creía en que un golpe de efecto podía restaurar una democracia viable.
En 1933, cuando Salazar instauró el Estado Novo, una dictadura corporativista, Pessoa atacó el oligopolio, el anacronismo cultural de las clases dominantes del país, así como el iliberalismo y la censura a la prensa.
Confesión a Piero Sraffa
En octubre de 1926, Mussolini sufría un atentado, usado como pretexto para acabar con la democracia italiana, con decretos para disolver los partidos de la oposición y eliminar la libertad de prensa. Gramsci era arrestado poco más tarde pese a su inmunidad parlamentaria (Gramsci había sido elegido diputado en 1924).
Un íntimo de Stefan Zweig, el hoy olvidado escritor francés Romain Rolland (reivindicado por el autor austríaco en El mundo de ayer), había constituido en París un comité a inicios de los años 30 para obtener su liberación. Ésta llegaría cuando su debilidad física era irreversible.
El viejo mundo se moría y el nuevo tardaba en aparecer. Los monstruos habían acaparado la acción en Europa y el mundo avanzaba hacia la segunda contienda mundial. Gramsci fallecía a dos años del inicio del conflicto en Europa, que en realidad había empezado en el otro extremo de Eurasia pocos meses después de su muerte, cuando Japón invadía China en julio de 1937.
Encuentro con un economista
Como los de Pessoa, los últimos días de Gramsci fueron poco gloriosos. Poco antes de su fallecimiento, Piero Sraffa, un profesor italiano que impartía clases en la London School of Economics en calidad de autoridad mundial del pensamiento del economista liberal clásico David Ricardo, acudía a visitarlo.
Sraffa, miembro destacado de los comunistas italianos, había entablado una amistad con Gramsci durante los años de cárcel. Durante la visita, y pese a la debilidad de este último, la conversación giró en torno al futuro político italiano y europeo.
Gramsci confesó a Sraffa su convicción de que la mejor manera de lograr una sociedad próspera era logrando el compromiso de todas las sensibilidades democráticas en torno a una asamblea constituyente.
El autor de los Cuadernos de la cárcel intuía lo que se avecinaba en la segunda mitad de los años 30.
El nuevo mundo tardaba en aparecer.