Una pintada compuesta con tipografía apresurada llega a Twitter desde un rincón poco deseable de Manchester. En ella leemos (en inglés): «En el futuro, todo el mundo querrá ser anónimo durante quince minutos». La ocurrencia llega a nosotros usándonos como huésped para diseminar su reproducibilidad, siguiendo el evolucionismo del meme.
Reconocemos la valía de semejante información, así como su perfecta sincronización con nuestro estado de ánimo y con nuestro tiempo. En ella, observamos el espejo de la alienación sociocultural producida por la aceleración de la reproducción en serie, que al perder el carácter tangible de la época industrial y transformarse en bits, se cuela en nuestras pantallas con la astucia escurridiza de las melodías machaconas.
La reflexión de Andy Warhol sobre los 15 minutos de fama llegó en 1968, con motivo de la exhibición de su trabajo artístico-industrial en el Moderna Museet de Estocolmo. En aquel momento, la contestación tenía un regusto agridulce que combinaba el temor de una época entre la capacidad de la técnica y su riesgo distópico.
John y Yoko en una habitación de hotel, versión 2019
El futurismo de Marinetti (recordemos, pilar ideológico del primer fascismo) se había adelantado a la bomba atómica (que, a través de Fermi, también surgía de Italia); Andy Warhol se adelantó a las derivas hiperbólicas de la reproducibilidad del mensaje que llegan con Google, la memética y los mensajes que, como una misiva del Inspector Gadget, se autodestruyen una vez han llegado al destinatario (gracias a la nueva hornada de mensajería efímera hecha a la carta para millennials: Snap, Telegram, etc.).
Manchester morning graffiti… pic.twitter.com/JDZicfsBLB
— Jon Turner (@jjturner) December 28, 2018
Aparecen ante el espejo deformado (quizá se trate de los espejos del callejón del Gato en Madrid, a saber) las reflexiones de quienes las vieron venir hace tiempo, sobre todo los intérpretes sosegados y pragmáticos de las diatribas de Nietzsche, como el sociólogo Max Weber, el filósofo francés Michel Foucault y, desde la interpretación historicista de la Escuela de Fráncfort (y luego Chicago), Walter Benjamin.
Las sociedades cada vez más tecnificadas, argumentará Weber, aumentarán de manera irremediable su dependencia de la maquinaria burocrática (la «autoridad racional-legal»), ese contexto que limita nuestro supuesto libre albedrío sin mostrarse de manera personalizada, tal y como experimentan los personajes de Kafka; esta «autoridad» presente en el contexto y a la vez invisible se transforma, en la reflexión de Foucault, en el marco de la biopolítica: todo es el Estado, incluyendo el mercado y la contestación, las camisetas a saldo del Che y las pintadas popularizadas por los manifestantes parisinos de Mayo del 68, las canciones de John Lennon y las pintadas de su protesta junto a Yoko Ono en una suite de hotel.
Una hipotética versión actualizada de lo mismo: una encamada por la paz en un apartamento Airbnb protagonizado por un «influencer» que difunda su mensaje sirviéndose de una aplicación financiada por Arabia Saudí (a través de las participaciones de Softbank diseminadas por Silicon Valley) o promovidas por el Partido Único de Pekín (como la —ya popular en Occidente— aplicación TikTok). Caer en semejante incongruencia no supondría avanzar, sino seguir en el mismo marco agotado de pensamiento y agitación propagandística.
Obra, mensaje y digitalización
El control social e institucional, nos dice Foucault, son reforzados a través de una simulación social a gran escala asumida tácitamente por la mayoría de la población, que se desenvolverá dentro de los límites señalados socialmente con la sensación de que está siendo observado: el panoptismo de Jeremy Bentham se transforma en «gubernamentalidad» y «biopolítica», e incluso las manifestaciones de descontento siguen derroteros previstos por este acuerdo tácito de todos con «la realidad».
Protestar sobre la percepción personal del panoptismo se convierte en una celebración del estado de cosas que se denuncia, pues el mensaje logra reconocimiento memético (popularidad) a medida que se extiende en las recomendaciones de usuarios y se convierte en fenómeno masivo. Walter Benjamin escribía ya en 1936 (antes incluso de que George Orwell se desilusionara, en el contexto de la Guerra Civil Española, de las rencillas entre estalinistas y trotskistas, entre libertarios y comunistas), su ensayo sobre arte y reproducción a gran escala.
¿Puede el mensaje masivo conservar la unidad de significación, el misterio y la capacidad de sugestión de la obra artística minoritaria? La Escuela de Fráncfort se interesará por esta reflexión desde la perspectiva marxista, pensando en el acceso generalizado a medios de expresión que hasta finales del siglo XIX habían permanecido accesibles a una minoría (la aristocracia primero, la burguesía después, la pequeña burguesía y la sociedad urbana después).
El concepto de autenticidad empieza a diluirse con la producción masiva y es ya marginal en la época de Warhol. Internet agotará al fin cualquier relación física directa entre creador y creación, y el concepto de copia se confundirá con el propio mensaje, como muestra la memética.
El crítico de arte ante una copia numerada de Bansky
De repente, el carácter desmañado de la pintada, carente de cualquier aspiración estética o gráfica más allá de la voluntad de facilitar su reproducibilidad, nos sitúa ante un mensaje que ha nacido ya sin aliarse con su contexto; qué más da si se trata de Manchester o de cualquier otro muro suburbano, si lo que se pretende es difundir una unidad mínima de significado que, gracias a su desarraigo, se adaptará a la perfección al lenguaje frenético, superficial y fragmentado de Twitter y equivalentes.
A diferencia de las representaciones artísticas à la Bansky o la tipografía personalizada de las firmas personales («tags»), las pintadas raudas realizadas en un contexto de AgitProp proliferan en momentos de efervescencia callejera y son el equivalente a la producción industrializada de las pintadas, algo así como la tipografía Helvética de la desinformación (para conocer el alcance y significado contemporáneo de la conquista estética realizada por Helvética desde su creación en 1957, el documentalista Gary Huswit dirigió y produjo un documental estrenado en el 50 aniversario de la familia tipográfica de Basilea).
Dar la batalla contestataria marcando una pintada que proliferará como un virus por las redes sociales es, paradójicamente, una celebración del mundo contemporáneo, el colmo del regusto nihilista posterior a lo que creíamos que era ya «lo posterior»: el postmodernismo. Se trata de usar el mecanismo AgitProp de los movimientos sociales y revolucionarios de inicios del siglo XX, debidamente triturados por la contracultura de Mayo del 68, que se convertirá posteriormente en poco menos que el oficialismo cultural.
Sabemos que la contestación estilo Mayo del 68, hoy adaptada a la máquina memética de Internet, es el nuevo oficialismo cuando los autores que juegan a llevar la contraria tomando la delantera o jugando a los contrarios, como el francés Michel Houellebecq, se mofa de la vanguardia contracultural del Instituto Esalen y su deriva cibernética, mientras reivindica a la vez el romanticismo reaccionario de Joris-Karl Huysmans y Charles Péguy (el primero representa el catolicismo mesiánico contra los valores republicanos y universalistas; y el segundo intentó la alquimia de combinar socialismo y nacionalismo).
Demos, etnos y sociedad líquida
Cuando los «enfants terribles» se dedican a decir que ya no son ateos y que la única contestación que les queda es alabar la mueca inconsistente del nacionalismo low-cost de nuestra época, quizá hayamos llegado al momento postmoderno en que lo que conocemos como cultura popular (hoy dominada por el evolucionismo cultural de la memética impuesta por los algoritmos que guían nuestros pasos ante la pantalla) está expuesta a cualquier mensaje que, diseñado como un virus, capte la atención del huésped.
Los movimientos contestatarios de hoy siguen usando herramientas del pasado, a falta de inventar herramientas nuevas, y la voz del descontento a menudo se eleva al unísono con los intereses de desinformación de sociedades totalitarias; los que juegan al movimiento revolucionario en sociedades abiertas caen una y otra vez en el riesgo de contribuir al empeoramiento de las situaciones contra las que protestan, tal y como describe un George Orwell repugnado en Homenaje a Cataluña.
De nuevo, como ocurriera en la primera mitad del siglo XX, asistimos al ensalzamiento de las soluciones simplonas para atajar problemas complejos y ansiedades más o menos sujetas a una percepción inducida de la realidad y el porvenir. Y una vez más, los nacionalistas se apropian del concepto de patriotismo y reivindican un derecho exclusivista de las esencias de lo que, según ellos, debe constituir la sociedad ideal: la idea de «pueblo», ese concepto etéreo erigido con un «demos» (el voto), un «etnos» (una raigambre cultural) y una realidad social más dinámica y cambiante, tiene dificultades para mantener valores universalistas e inclusivos basados en un «contrato» tácito, y no en un esencialismo que se construye a partir de la oposición y el cierre en sí mismo.
Patriotismo low-cost
El nacionalismo excluyente se propaga hoy con el éxito de las pintadas ocurrentes de AgitProp, y comprobamos la simpatía mutua entre el comportamiento pseudo-revolucionario de los (no)votantes de extrema derecha y el de los (no)votantes de extrema izquierda.
El patriotismo low-cost no es universalista ni tolera conceptos como el de sociedad abierta o democracia representativa, sino que demanda el cierre de fronteras a personas y mercancías mientras, a la vez, demanda que siga la fiesta de desinformación a través de un medio que sólo se entiende en el contexto actual de interdependencia: Internet. Que continúen los memes de Twitter y Facebook, las quedadas y pogromos de Whatsapp, aunque sólo sea —parecen decir— para garantizar nuestro aislacionismo y construir un relato retrógrado de esencias prefabricadas.
Con «paisanos» de supuesta «buena fe» ocupando rotondas en Francia y cerrando autopistas en lugares como Cataluña —para construir una frontera mental que obre el milagro de la transubstanciación en la realidad física de la que la evolución técnica y la reproducibilidad han privado al arte y la información—, nunca ha sido tan cierta como hoy la tesis de Ortega y Gasset acerca de nuestra relación con el contexto en que se desarrolla nuestra existencia. En efecto, «yo soy yo y mis circunstancias».
Y estas circunstancias son el tiempo que nos ha tocado vivir, donde priman más el rendimiento económico y la popularidad intrínseca de un mensaje que su calidad intrínseca, valor a largo plazo y beneficio para individuo y sociedad.
Siempre nos quedará bucear en la literatura y conversar con quienes ocuparon su tiempo en traernos situaciones, contextos y personajes cuyas cualidades intrínsecas parecen más realistas y ricas en matices que el comportamiento de suplantación de la realidad por avatares idealizados en que hemos entrado gracias a la Internet ubicua y a ese apéndice llamado teléfono móvil.
Aprendiendo de Lord Jim
En Lord Jim, Joseph Conrad nos presenta al personaje anónimo, víctima de las rigideces de la sociedad victoriana que le ha tocado. Siguiendo la tesis de Ortega, las «circunstancias» que le han tocado vivir a Jim son las de la intransigencia de una sociedad de varones «ganadores» que deben representar los valores intachables del Imperio, destilados en If, el poema de Kipling.
Pero, sorpresa sorpresa, Jim es humano y tiene las aristas contradictorias que la literatura rusa ha sabido describir mejor que cualquier otra representación artística de nuestras grandezas y miserias. El personaje, un prometedor marino llamado para la gloria, mostrará una debilidad imperdonable durante un naufragio. Su supuesta flaqueza será una vergüenza que, en su mente, alcanzará la estatura deshonrosa de una doncella mancillada.
Jim trata entonces de borrarse de la faz de la tierra: no es un samurái y no podrá solventar la afrenta matándose; sólo su retiro en lo más próximo al fin del mundo, una sociedad primitiva del sureste asiático ajena al exterior y a los valores de la civilización en la que pueda empezar de nuevo y, quizá, demostrarse a sí mismo que es capaz de mantener su integridad.
El final es trágico (de lo contrario, no hablaríamos de Conrad) y humano. En el contexto de la memética, no hay lugar donde esconderse y la realidad panóptica en donde nos adentramos nos hará soñar (nos recuerda el mensaje memético que ha originado el artículo) con el espejo de la reflexión de Warhol: ya no querremos nuestros 15 minutos de popularidad, sino nuestros 15 minutos de anonimato.
Memética y sentineleses
Quizá merezca la pena acabar, ya que hemos citado indirectamente a Valle-Inclán, mentando su callejón del Gato, con una mueca esperpéntica de nuestros días: más de 5 siglos después de que Occidente iniciara su supuesta «misión divina» de evangelizar a los pueblos colonizados, un misionero estadounidense de 26 años, John Chau, decidió que la idea todavía procede y que había que acercarse a los sentineleses, una tribu que permanece voluntariamente aislada del mundo en las Islas Andamán (India), en el golfo de Bengala, con el fin de evangelizarlos (sic).
La tribu, que ha padecido epidemias que han puesto en riesgo su supervivencia (recordemos el impacto del contacto entre europeos y amerindios, expuesto en ensayos como 1491 —Charles Mann— y Armas, gérmenes y acero —Jared Diamond—) durante contactos pretéritos con foráneos, acabó con el misionero sin miramientos.
El gobierno indio, en un raro achaque contemporáneo de sensatez, ha rechazado cualquier aparatoso dispositivo de rescate del cuerpo del ciudadano estadounidense, alegando la necesidad de salvaguardar la supervivencia de la tribu ante posibles epidemias víricas procedentes del exterior.
De momento, los sentineleses deciden sobre sus propias «circunstancias», recurriendo de nuevo a Ortega, ajenos a los intereses de Roma, del César y del exhibicionismo obligatorio de nuestro tiempo. Eso sí: su reflejo motivado por la supervivencia no ha escapado a las leyes del evolucionismo cultural y alimentó durante unos días la memesfera.