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Patrones en urbanismo para transformar tensiones en ventajas

La tensión cotidiana en las ciudades más atrayentes ofrece pistas sobre los éxitos y fracasos de una época (y sus aciertos o errores al considerar el largo plazo). ¿Cómo superar la incapacidad para llegar a acuerdos en lo micro y planear con vistas al largo plazo en lo macro?

Si analizamos una sociedad como un sistema complejo con ámbitos que se mueven a distinta velocidad, observamos a las modas pasajeras y las tensiones coyunturales en la superficie, mientras la cultura normativa y las constricciones dictadas por la naturaleza (que cambian con mayor lentitud) se concentran en el núcleo. La dinámica y tensiones entre la superficie y el núcleo determinan la percepción de la realidad en cada época.

Por su tolerancia y concentración de recursos, las ciudades son el ámbito donde se ponen a prueba experimentos rápidos y superficiales que deben demostrar su valía, filtrándose entonces al cuerpo normativo de la sociedad.

Diagrama concebido por el arquitecto Frank Duffy, sobre el que se basa el concepto inicial del ensayo de Stewart Brand «How Buildings Learn» (1994)

Los orígenes del urbanismo (y la urbanidad) parten de la colaboración en sociedades agrarias; nuestra capacidad de abstracción y facilidad para observar patrones naturales y abstractos no sólo alimenta lo que llamamos «cultura», sino que los valores que la conforman nunca son estáticos y evolucionan a medida que lo hacen las personas, su percepción del mundo inmediato, el lenguaje que hablan, la técnica que usan…

Stanley Kubrick trató de mostrarnos, sirviéndose de la evocación del Zaratustra de Richard Strauss, mucho más que un inicio estrambótico en su apertura de 2001: Una odisea del espacio (1968). Los fenómenos que condicionan a cada sociedad se mueven a escalas temporales muy distintas, desde la premura de la expresión pasajera al perfeccionamiento de técnicas que se asimilan como cultura profundamente arraigada.

La fábula de la polilla que cambió su camuflaje

Ahondamos en la evidencia arqueológica que demuestra que no existe una evolución lineal de nuestra especie y de los pueblos que la conforman, sino la convivencia de grupos dispares intercambiando genes y cultura; somos incluso capaces de constatar científicamente que la hipótesis según la cual determinados organismos habrían dejado de evolucionar y presentarían una forma «acabada» es, simplemente, una falacia.

No todo es evolucionismo biológico, cuyo lento compás nos hace creer en la ilusión de un supuesto límite evolutivo de las especies: hay un tipo de evolución que obedece con consistencia a las mismas leyes observadas en biología que, sin embargo, avanza a mucha mayor velocidad y que podemos experimentar: el cultural.

¿Y si la capacidad de atracción y complejidad de una ciudad fuera una ventaja y no un inconveniente? ((detalle del patrón #94 de «A Pattern Language», p. 458)

Proporcionalmente, existen pocas reacciones evolutivas observadas en distintas especies durante transformaciones dramáticas de su hábitat, ocurridas en intervalos análogos —al menos, a escala de la naturaleza— a la metáfora del efecto de cámara rápida.

Un caso arquetípico acaeció a la polilla moteada en el norte de Inglaterra a inicios de la Revolución Industrial: cuerpo y alas cambiaron de un camuflaje blanco con motas negras —observado hasta la primera década del siglo XIX—, al color negro posterior para así mimetizarse con un ambiente rico en hollín procedente de la quema de carbón.

Fenotipo extendido y replicación de modas pasajeras

El tipo de evolucionismo más fácilmente observable por su aceleración, frecuencia y ubicuidad es el denominado «evolucionismo cultural», que obedecería a los mismos procesos observados en la vida, tal y como argumenta Richard Dawkins en sus hipótesis sobre el «egoísmo» de los genes (compiladores de información programados para replicarse); el «fenotipo extendido» (según el cual el carácter expansivo de las especies está relacionado con una estrategia de la vida a escala genética); o el «valor selectivo inclusivo» (estrategia inconsciente según la cual distintos organismos promoverían otros individuos con los que comparten un acervo genético similar).

La contribución de Dawkins a la teoría evolucionista se centra en la importancia que concede a las unidades de replicación de cada organismo para asegurar el futuro de su linaje, una hipótesis que sirve tanto para describir el papel de los genes en biología como para subrayar el rol de las unidades mínimas de significado, o «memes», en una cultura, que batallan por replicarse y lograr el favor de un número suficiente de huéspedes (en este caso, la atención de una audiencia).

Procesos similares determinarían, asimismo, el florecimiento de expresiones culturales asociadas a un lenguaje estructurado, basado en patrones cuya popularidad se impone a otras alternativas o posibilidades: lo observamos en una lengua y su evolución histórica, así como su uso en distintos contextos, situaciones o geografías por interlocutores con distintos intereses, formación, etc.

Afrontar el simple ejercicio de interesarnos por el cambio en jergas técnicas o juveniles de una cohorte a otra, nos permite constatar que basta apenas una generación para que surjan palabras, expresiones, giros sintácticos y muletillas, mientras otras pierden el favor de la calle —si bien son protegidas por la acción «no evolucionista» de la norma, al entrar en ocasiones en la convención formal de una lengua—.

Funcionamiento de sistemas complejos

La compleja urdimbre, convivencia y bidireccionalidad —no asimétrica— entre lengua viva y lengua culta nos ayuda a comprender cambios más amplios e incluso a emprender auténticos proyectos de arqueología lingüística y cultural, observando influencias de otras lenguas, transformaciones procedentes de la convivencia con otras lenguas y contextos, o incluso lentas agonías —inducidas o no por factores externos al evolucionismo cultural, como el prestigio o la geopolítica—.

Cómo convertir lo que muchos consideran un inconveniente indeseable en una oportunidad para reforzar lazos en una comunidad, eludiendo el trato seco y clínicamente administrativo cuando sea posible (detalle del patrón #94 de «A Pattern Language», p. 459)

El éxito y replicación de patrones no se circunscribe únicamente a la vida o al lenguaje, sino que opera en otros ámbitos de cada civilización, a menudo organizados en capas o estratos que operan a distinta velocidad y que son, como los organismos o la lengua, sensibles a cambios en el entorno y a estímulos procedentes de otros «lenguajes de patrón».

En su ensayo How Buildings Learn, Stewart Brand, el divulgador y pionero de la contracultura californiana —en calidad de ex Merry Prankster y editor del fanzine Whole Earth Catalog o la red social electrónica pionera The Well, estudia los patrones de construcción que permiten a un edificio adaptarse o incluso mejorar con el tiempo, al proporcionar pistas para usos que evolucionan, estructuras que se reparan, aspecto y rendimiento en contacto con lo circundante, etc.

Para exponer su tesis, Brand evoca un concepto que toma prestado del arquitecto británico Frank Duffy: el de «corte por capas», concepto que describe un edificio como un conjunto de capas que operan en una escala temporal distinta. Cada capa, si es concebida a partir de una comprensión de los materiales, el contexto o el uso del edificio, obedecerá a unos objetivos concretos.

Las capas rápidas y lentas de una sociedad

Los estratos interiores evolucionarán con mayor lentitud, serán estructurales y obedecerán a usos estratégicos a largo plazo (resistencia a terremotos, aislamiento térmico, etc.), mientras que las exteriores operarán a mayor velocidad y sustituirán la operativa estructural de las capas interiores por beneficios menos esenciales a largo plazo, pero igualmente necesarios, como el aspecto estético, la protección contra los elementos o la relación con el contexto inmediato.

En evolucionismo cultural se extiende mucho más allá de las modas aceleradas de la memética, una capa superpuesta sobre esa red neuronal artificial que denominamos Internet y que erige sobre ella, como una maraña de micelios electrónicos, todo tipo de redes interconectadas. En The Clock Of The Long Now (1999) Stewart Brand expandía su tesis sobre las capas que operan a distinta escala temporal y responden a distintos estímulos, adaptando el diagrama de Frank Duffy al funcionamiento de una sociedad o civilización.

Las capas superficiales cambian con rapidez y producen transformaciones en ocasiones indeseables; las capas más profundas son más lentas y estables, pero menos populares, recibiendo algunos de los cambios superficiales que acaban filtrándose, impregnando la «cultura» y cosmogonía de un grupo

En este diagrama, las «partes rápidas» (moda, comercio, lengua viva) mutando con rapidez y proponiendo nuevos modelos o patrones «mínimamente viables» a las capas medias, más lentas y normativas (infraestructura, gobernanza, sistema educativo); las capas medias, a su vez, sirven de enlace con las estructuras más lentas, las cuales «recuerdan, integran, constriñen».

El físico y futurólogo británico afincado en Estados Unidos Freeman Dyson inspiró a Stewart Brand y a sus colaboradores —entre ellos, Brian Eno— en la Long Now Foundation, organización que promueve los supuestos beneficios para una sociedad derivados de integrar pensamiento a largo plazo en las decisiones cotidianas (grandes y pequeñas).

Las escalas de tiempo de Freeman Dyson

En su ensayo From Eros to Gaia (1992), Freeman Dyson explica a qué se asemejaría la tarea de aplicar las tesis de Richard Dawkins y otros sobre el evolucionismo cultural a una escala de civilización:

«El destino de nuestra especie está condicionado por los imperativos de nuestra supervivencia en seis escalas temporales distintas. Sobrevivir significa competir con éxito en las seis escalas de tiempo. Pero la unidad de supervivencia es distinta en cada una de ellas. En una escala de tiempo de años, la unidad es el individuo. En una escala de tiempo de décadas, la unidad es la familia. En una escala de siglos, la unidad es el grupo o nación. En una escala temporal de milenios, la unidad es la cultura. En una escala de decenas de milenios, la unidad es la especie. En una escala de tiempo de eones, la unidad es toda la red de la vida en nuestro planeta. Cada ser humano es el fruto de la adaptación a las demandas de las seis escalas temporales. Es por ello que las lealtades conflictivas son habituales en nuestra naturaleza. Para sobrevivir, necesitamos ser leales a nosotros mismos, a nuestras familias, a nuestro grupo, a nuestra cultura, a nuestra especie, a nuestro planeta. Si nuestros impulsos psicológicos son complicados, es porque fueron moldeados por demandas complejas y conflictivas.»

Los estratos superficiales de una sociedad no sólo se mueven de manera acelerada, irregular y a menudo a trompicones, con una volatilidad que evoca los vaivenes bursátiles o la variabilidad hormonal de un adolescente, sino que se comportan con la prisa irreverente de la juventud contestataria, ensayando y recuperando cosas, proponiendo, haciendo frente a fenómenos inesperados de un modo distinto (y, en ocasiones, fresco y original).

Detalle del «Patrón número 94» («A Pattern Language», 1977)

Pero las ideas atractivas y estridentes de la superficie son a menudo simples modas o, pese a constituir buenas ideas o propuestas nobles, sólo acceden a influir a las capas más lentas a través de un proceso de filtrado que también lo es de moderación, mejora, puesta a prueba práctica e intelectual. Lo contestatario acaba siendo aceptado y conformando el núcleo contra el cual había alzado su crítica.

La riqueza y serendipia de ecosistemas diversos

Aceptadas o no por la oficialidad, las convenciones sociales están en contacto con el contexto, acervo y acontecimientos de grupos y sociedades. Conceptos como «democracia», «contrato social», «opinión pública», «tolerancia» o «justicia» no se comprenden sin el contexto que los vio surgir y su reinterpretación posterior en contextos distintos: poco tiene que ver la democracia ateniense con las reflexiones de Immanuel Kant sobre la supuesta existencia de valores universales apriorísticos (que existirían con independencia de quienes los formulan y usan en todo momento, al ser —reflexionaba Kant— supuestamente inmanentes).

Ocurre algo similar con otros conceptos y usos lingüísticos o culturales, que primero acceden a las sociedades entre el carácter efímero y promiscuo del intercambio de ideas, bienes o genes en ecosistemas (fenómeno más rico y complejo en entornos con mayor concentración de biodiversidad —tales como arrecifes de coral, bosques tropicales o ciudades, argumenta Steven Johnson en su ensayo Where Good Ideas Come From: The Natural History of Innovation, 2010—).

A continuación, estos fenómenos superficiales filtrarán su éxito o fracaso «reproductivo», siendo olvidados en las capas superficiales de una sociedad o civilización (en la plaza pública, diría Nietzsche) o, por el contrario, accediendo a estratos más troncales y lentos.

La convivencia y la tolerancia a la diferencia son pruebas de fuego a las que debe someterse un contexto, una sociedad, un momento histórico. El rechazo a lo percibido como diferente o amenazador, la confrontación, la polarización, el aislamiento, la mentalidad de rebaño, el gregarismo aglutinador atizado por la «mentalidad de asedio» y fenómenos análogos se propagan también según los procesos observados por el evolucionismo cultural.

El doble castigo de los perdedores supervivientes

Cuando el miedo, la desconfianza y la mentalidad de asedio se propagan en la plaza pública, su irrupción en las capas superficiales de la civilización (que, recordemos, se caracterizan por recibir toda la atención, pese a carecer del poder de las capas interiores o troncales con menos atención pero con mayor peso a largo plazo), existe el riesgo de que su intoxicación se filtre a estratos intermedios y ataque al propio núcleo.

En Estados Unidos, por ejemplo, asistimos a una racialización de las tensiones cotidianas o superficiales, que resuenan en viejas heridas que vuelven a reabrirse en el núcleo: en los años 30 del siglo XX, permanecía todavía viva una de las personas secuestradas en África, privadas de todo derecho y vendidas como mercancía, un nexo anecdótico suficientemente próximo a nosotros como para comprender hasta qué punto son estratégicos los mensajes que actuarían como antídoto para rebajar el odio, activando las defensas naturales del núcleo de una civilización y tratando de contrarrestar el avance de anticuerpos que se creían desaparecidos.

Cuando el odio obtiene más odio como respuesta, los estratos troncales de un pueblo han sido neutralizados, al menos en un momento histórico determinado.

«El lenguaje de patrones» (1977), clásico académico de la interdisciplinariedad y el pensamiento de sistemas; su incidencia ha sido sobre todo remarcable en el mundo arquitectónico

Stefan Zweig explica la evolución de este proceso en el contexto de la Europa Central de entreguerras en El mundo de ayer, testimonio imprescindible para comprender la delgada línea entre el discurso social legítimo —incluso en contextos de protesta— y la mentalidad de rebaño de los «grupos de acción y reacción» que tratan de abrir en canal los resortes de una sociedad abierta.

Martín Fierro y el Western

El uso del espacio público no ha sido ajeno a las transformaciones del contexto ni a la evolución normativa de las sociedades desde la Ilustración. La irrupción de la cuantificación positivista de tiempo, relaciones laborales y esferas pública y privada pesó rápidamente sobre los usos y relaciones del Antiguo Régimen, asociados a una relación más estrecha con el almanaque agrario, los productos de temporada y el devenir de las estaciones.

Las estaciones permitían también una vida orientada hacia el exterior de la vivienda, próxima a lugares de reunión informales en los que se la relación con el vecindario inmediato coincidía con las noticias venidas de otros lugares, a través de visitantes formales, vendedores ambulantes y visitas a mercados de abastos y de temporada en torno a una región.

La novela picaresca y la literatura de cordel son el testimonio de una relación distinta con el espacio público y entre las personas, incluyendo una mirada respetuosa de la mendicidad y su inabarcable escala de grises.

Peregrinos eternos incapaces de plantarse en alguno de los hitos de la Cristiandad (y en eso consistía su periplo), estudiantes a expensas de la sopa boba, buscavidas cuya relación ambigua con la Ley y veneración a cargo de los más débiles habían transformado la novela de caballerías en los pliegues de cordel dedicados a historias de bandoleros… fenómenos de literatura popular de ida y vuelta entre Europa y las Américas, como mostrarán, en un extremo y otro del Nuevo Mundo, Martín Fierro y el género Western.

En América del Norte, la vida de Frontera creará una cultura picaresca y de búsqueda romántica de oportunidades replicada en los otros territorios de asentamiento y explotación de recursos en América del Sur u Oceanía, desde el interior de Brasil al outback australiano. Buhoneros y buscafortunas habitarán el territorio y el imaginario del país que atraerá a los desposeídos europeos: Estados Unidos.

Orígenes míticos del «hobo»

Johnny Appleseed, Walt Whitman o Mark Twain (y sus personajes) mostrarán, cada uno en su generación, la estrecha distancia en el nuevo mundo entre el vagabundeo y la gloria, entre dormir a cielo descubierto y lograr la gloria, simbólica o material (o ambas).

Ya a finales del siglo XIX, en el noroeste y la zona de los Grandes Lagos de Estados Unidos, más urbanizados, industrializados y normativizado de acuerdo con el positivismo de la sociedad industrial, se empezará a usar el término «hobo» para referirse a trabajadores ambulantes y tramperos itinerantes que viajarán a pie o en ferrocarriles de carga, sin un objetivo concreto ni vocación de mantener empleos industriales por demasiado tiempo.

Usado en términos despectivos, el término hobo acabará siendo usado por inconformistas y buscavidas de compleja procedencia y circunstancias.

Afrontando el rechazo por una parte de la sociedad industrializada, estos peripatéticos de Norteamérica que huyen de patrones normativos acabarán creando sus propios patrones de libre uso, desde códigos éticos compartidos a un rico empleo de signos para comunicar todo tipo de información: viviendas y barrios con personas benevolentes, peligros procedentes de personas o autoridades, oportunidades para trabajar, comer o pernoctar, acontecimientos traumáticos…

Quizá, los ideogramas hobo no se distingan tanto, ni en la forma ni en el significado, de los pictogramas e ideogramas que aparecen en las primeras representaciones humanas conservadas; acaso las oportunidades y peligros que anuncian a otros miembros de la comunidad capaz de identificarse ese lenguaje de patrones, tampoco son tan dispares. Se refieren a un código de supervivencia en un entorno sin un contexto suficientemente próspero y estable que les permita desoír cualquier señal de amenaza.

Exigencias normativas de la sociedad contemporánea

El ensayo A Pattern Language, publicado en 1977 a raíz del trabajo del Centro para la Estructura Medioambiental de la Universidad de Berkeley, dedica en su sección de consejos aplicables a tiendas y lugares de reunión —auténticas instituciones de la vida en la calle y de esa urbanidad y urbanismo que desaparecen—, al fenómeno de «dormir en público».

Dormir en la calle, vamos. Resulta refrescante hacerse con una copia de este libro y leer el mencionado apartado, número 94 de este delicioso cajón de sastre repleto de consejos arquitectónicos y de un sentido común propio de artilugios fuera de uso, como los almanaques y las escuetas pero implacables definiciones enciclopédicas.

Hoy, acostumbrados a la retórica deshumanizadora de los sin techo, ese «cuarto mundo» que se hace invisible y que simboliza los supuestos «errores que corregir» en una sociedad que quiere higienizar sus calles con una mentalidad más cercana a viejas tesis eugenistas que al humanismo de lugares que, hace no tanto tiempo, compartían la siesta veraniega en la mejor sombra de cada barrio.

Es por la actitud contemporánea hacia el «problema de los sin techo», sobre el que preocupan ante todo la mala imagen o la degradación higiénica del espacio público, pero se evitan reflexiones profundas sobre orígenes, motivos, complejidades, propuestas honestas que a veces estarían a nuestro alcance: humanizar, comprender.

Incluyendo a los excluídos

Reconocer como conciudadano a quien se ha depositado en ese multiverso cuántico llamado «cuarto mundo», que podemos ver pero sobre el cual no nos sentimos responsables. Nuestro modo de crear un Otro artificial y con características deshumanizantes constituye también un patrón, y corremos el riesgo de que comportamientos superficiales de una época acaben incidiendo sobre los estratos más lentos de nuestra sociedad, esos que cambian con mayor lentitud pero que concentran el poder real: las normas, la cultura, la naturaleza.

Es por ello que hay que retomar A Pattern Language y leer el patrón número 94 del ensayo, Dormir en público. Sus dos primeras líneas:

«Es un signo de éxito en un parque, plaza pública o porche, cuando la gente puede acudir allí y echar una cabezada.»

Esta mañana, estas dos líneas me devolvieron por un instante el «modo Proust», y recordé esas tertulias a voz baja que combinaban el juego de naipes o el dominó de algunos y la siesta de otros, hombres y mujeres, a la sombra de un árbol centenario en el caserío de una pequeña parroquia rural. Ese duermevela colectivo que sólo se puede apreciar cuando existe la certeza de que la modernidad se lo ha llevado para siempre.

Patrón número 94 de «El lenguaje de patrones»

El mencionado lenguaje de patrón número 94 del libro de Alexander empieza así su primer párrafo:

«En una sociedad que orienta a la gente y promueve la confianza mutua, el hecho de que la gente quiera en ocasiones dormir en público es la cosa más natural del mundo. Si alguien se echa sobre la acera o se reclina sobre un banco y se queda dormido, es posible tratar el hecho seriamente como una necesidad. Si alguien no tiene adónde ir —entonces nosotros, la gente de la localidad, podemos enorgullecernos de que esta persona pueda al fin dormir en vías y bancos públicos; y, por supuesto, también puede tratarse de alguien que tiene un lugar adonde ir, sino alguien a quien agrada echar una cabezada en la calle.»

El ensayo, escrito en la Bahía de San Francisco en 1977, no peca de ingenuidad, aclarando en el párrafo siguiente que los autores son conscientes de la inconveniencia que puede causar una actitud inclusiva, comprensiva y capaz de comprender y empatizar con quienes se encuentran en la disyuntiva de usar el espacio público. Nuestro punto de vista, nos recuerda el libro, convierten el evento en un fracaso o en un éxito de la capacidad de nuestra comunidad para afrontar los buenos y malos momentos.

Sociedades capaces de afrontar situaciones a las duras y a las maduras quizá puedan demostrar momentos de humanidad en momentos críticos y cuando sea más necesario.

Convertir el riesgo en ventaja

Por eso, unos párrafos más adelante, el patrón número 94 de «A Pattern Language» aconseja:

«Mantened el espacio público bien surtido de amplios bancos, lugares confortables, rincones en los que sentarse en el suelo, o extenderse confortablemente sobre la arena. Cread esos lugares relativamente sombríos, protegidos de corrientes, quizá elevados en una tarima, con asientos y césped donde repantigarse, leer el diario y dormirse.»

O leer el diario hasta que uno de esos sueños ligeros atrapen nuestra mente, haciéndonos presentir una pequeña buenaventura y devolviéndonos acto seguido al mismo sitio. Un lugar público, para compartir entre todos y con todos, sin exclusiones. Preparados para gratas sorpresas y pequeños inconvenientes.

Stewart Brand reflexiona sobre los estratos de civilización:

«La división de poderes entre las capas de cada civilización nos permite relajarnos a propósito de algunas de nuestras preocupaciones. No deberíamos lamentar que la tecnología y los negocios cambien con rapidez, mientras gobernanza, cultura y el dominio del saber cambian lentamente; esa es su tarea… El efecto conjunto de las capas de una civilización consiste en ofrecer correctivos a varios niveles, estabilizando la retroalimentación negativa en todo el sistema. Es precisamente en las aparentes contradicciones de cada ritmo que una civilización refuerza su salud.»

Una hipótesis cuanto menos interesante, puesta hoy más a prueba que en ningún otro momento desde el final de la II Guerra Mundial.