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¿Periodismo empático para combatir bulos que cavan trincheras?

En ocasiones, hay imágenes que se elevan por encima de los acontecimientos menos afortunados de la ruidosa y mimético-memética actualidad global.

Estas imágenes alcanzan el estatuto de símbolos y se imponen a su contexto: los interesados en imponer su relato sobre la imagen pierden su sutil batalla. La imagen es de todos, y su contenido no permite matices.

Todos retenemos esas imágenes, que siempre humanizan lo que nos intentan hacer deshumanizar, personalizan lo que quieren que despersonalicemos, despiertan empatía allí donde muchos quieren que observemos un mundo ajeno, una realidad que merece estar al otro lado de una barrera.

En ocasiones, esas imágenes son tan poderosas que ponen en el mapa un lugar que no existe en el imaginario. Otras veces, su presencia es el recordatorio cruel de la hermandad de todos los hombres, la evocación de ese edificio de los derechos del hombre, siempre a medio acabar, siempre amenazando ruina.

Las imágenes de la conciencia pública

Es el lloro desesperado de una niña a la carrera, con la ropa en jirones y la piel a tiras, herida en una detonación de gas napalm del ejército estadounidense en Vietnam, que dará fin a una extraña y cruel guerra geopolítica. Es la mirada de una niña de ojos verdes en Afganistán. Es el gesto desesperado de una mujer india, cabeza gacha, arrodillada sobre la arena y con la palma de las manos mirando hacia el cielo, que llora de desesperación ante el cuerpo de un familiar fallecido en el tsunami que en diciembre 2004 se llevó a 230.000 personas en zonas costeras del Índico.

Es la imagen de un niño sirio ahogado en el estrecho del Bósforo, a escasa distancia de Estambul, la ciudad que un día unió a Europa y Asia Menor, y hoy gestiona la retaguardia de la política de refugiados de la UE, restrictiva por inquietud y presión de un porcentaje no deleznable de la opinión pública en países donde el populismo se alimentó del miedo al Otro. Es la secuencia originada en la misma imagen, cuando un guarda costero turco retira, emocionado, el cuerpo del pequeño.

Es la portada del 6 de abril de 2017 del diario francés Libération (fundado por Jean-Paul Sartre), en la que el titular Les enfants d’Assad acusa el sinsentido de la imagen: el cuerpo de varios niños muertos en un ataque químico en Siria, cuyo amontonamiento devuelve a los Europeos a sus momentos más oscuros. Las fosas comunes de la guerra Yugoslava; el Holocausto.

Esta semana, es la foto de un padre y un bebé todavía con pañales, la niña Valeria. Sus cuerpos han llegado a la orilla del río Bravo cabeza abajo, flotando inertes. Valeria se encuentra en el interior de la camiseta de su padre, que en un último momento desesperado habría querido asegurarse de que el cuerpo de su pequeña acabaría siendo encontrado junto al suyo. Preocuparse hasta de eso. Los padres que luchan por un mundo mejor para los suyos hacen eso y más.

Son imágenes que no pueden dejarnos indiferentes. Por eso, una vez han sido difundidas, permanecen para siempre en el imaginario. La personalización del horror para que no se convierta en una pesadilla, pues las pesadillas están dominadas por los monstruos, como el grabado de Goya.

Riesgos de jugar con la epistemología

La imagen de Óscar y Valeria nos interpela a todos. También interpela a la mayoría de los estadounidenses, que en Texas y otros puntos fronterizos tratan de comprar los productos de primera necesidad que la Administración de su país niega a los niños separados de sus padres y confinados en los centros de detención, esa tierra de nadie moral en la que Estados Unidos se empeña en enterrar su imagen.

Cuando un representante electo del Congreso estadounidense calificaba los abusos en centros de detención, donde se priva a los niños de productos de higiene básica —por no hablar del apoyo emocional requerido para que niños que apenas han aprendido a explorar el mundo puedan sobrevivir sin la referencia inmediata de sus padres—, de acciones propias de campos de concentración, numerosos políticos, organizaciones y líderes de opinión clamaron al cielo: cómo osaba un representante del Congreso a enturbiar la memoria de quienes han sufrido en «auténticos campos de concentración»…

Fue en ese momento cuando, con el sentido de la responsabilidad que sólo surge de un escrutinio serio de la propia conciencia, infinidad de miembros relevantes de distintas comunidades y orientaciones políticas, muchos de ellos víctimas o descendientes de víctimas de atrocidades cometidas en campos de concentración, dieron un paso adelante y opinaron sobre el tema, tan legítimamente como los críticos de las palabras que habían originado la polémica sobre la semántica de los «campos de concentración».

El uso de una terminología tan cargada de referencias a los episodios en los que la humanidad ha tocado fondo no ayuda a calmar ánimos, si bien semejantes provocaciones semánticas tienen la intención de despertar conciencias.

Debate público en cámaras de eco

La polémica no ha hecho más que enturbiarse, y muchos no ven injusticia alguna en la posición estadounidense con los niños separados de sus padres y retenidos en centros a lo largo de la frontera, pues «nadie se escapa» pese a permanecer la puerta abierta, puesto que «se come bien».

La «gestión» de la emergencia —Trump es consciente— es popular entre su base electoral, sobre todo aquélla más alejada de la frontera con México y de la propia realidad multicultural de los Estados fronterizos, los cuales muestran la tolerancia propia de la convivencia cotidiana, originada en el conocimiento del Otro, que se convierte en familiar, vecino, compañero de trabajo.

La convivencia es incompatible con la deshumanización, como saben instintivamente los «hombres fuertes» que alimentan su popularidad de posiciones intransigentes para «devolver el orden» en «situaciones límite».

Es entonces cuando la conciencia personal toma posiciones: a menudo, el partidismo y los intereses pesan más que la injusticia más próxima e insoportable, y se niega a las víctimas del drama en la frontera siquiera la propiedad de su propio sufrimiento y el apoyo de supervivencia de su propia familia y de unas vituallas de supervivencia esenciales que ni siquiera las organizaciones terroristas niegan a sus prisioneros.

Cuando un comentarista se apresuraba en Twitter a defender la dureza de la política de la Administración Trump con las familias retenidas, y declaraba que no era para tanto, un reportero estadounidense, prisionero de los talibanes en Afganistán, respondía con una cruel constatación para despertar conciencias: durante su cautiverio, él sí dispuso de pasta de dientes y jabón, a diferencia de los niños en la frontera.

La abstracción de «opinión pública» e «interés general»

En ocasiones, la opinión del público se transforma con una imagen cruda como la de Óscar y Valeria, pues este testimonio gráfico impone su interés intrínseco en un medio, Internet, que ha favorecido precisamente la opinión de trinchera y la erosión no ya del periodismo, sino de la propia epistemología (teoría del conocimiento) que constituye su base conceptual: ni siquiera las atrocidades o injusticias (aunque sean fortuitas) menos matizables, se salvan de la desinformación.

¿Cuáles son las características y fortaleza de una sociedad abierta? ¿Por qué las temáticas, problemas y retos que deberían ser transversales constituyen hoy la excusa estridente de los partidos escorados en los extremos para convertir el descontento —profundo y originado en múltiples factores— en votos?

El filósofo francés más influyente del cambio de siglo entre el XIX y el XX, Henri Bergson, fue el primero en definir la «sociedad abierta», definida a partir de la liberal clásica de la opinión pública y la democracia representativa —y, por tanto, ajena a al historicismo revolucionario de corrientes surgidas a mediados del XIX, en el contexto de crisis política, social y de clases de la Primavera de los pueblos, como el propio marxismo.

Para Bergson, los gobiernos que se limitan a asegurar el marco de convivencia donde se desarrolla una participación tolerante de la ciudadanía, garantizan el clima de confianza mutua que define a las sociedades más prósperas (como las repúblicas italianas ensalzadas por Maquiavelo en el pasado, o los territorios suizo y corso estudiados por Jean-Jacques Rousseau en sus tesis sobre el «interés general» en un contexto de libertades individuales).

Mercaderes de la mentalidad de asedio

La proto-democracia directa observada por Rousseau en localidades suizas como su Ginebra natal (ciudad-Estado con la que mantuvo una posición ambivalente y crítica durante toda su vida), o en Córcega —para él, la sociedad más cercana al «contrato social» por él teorizado—, surge de sistemas y usos asamblearios medievales que no han podido traducirse en un modelo capaz de competir con el sistema representativo que acabó imponiéndose en la Ilustración.

Bergson y otros pensadores que han añadido reflexiones posteriores a la teoría de la sociedad abierta, tales como Karl Popper y Hannah Arendt, creen que la flexibilidad y la transparencia surge, en las sociedades a gran escala, de un debate político y público que requiere intermediarios: representantes electos, medios de comunicación, comunidad artística e intelectual, organizaciones independientes de la sociedad civil, etc.

Internet ha acelerado la descomposición del viejo modelo de la sociedad abierta, y las teorías de la opinión pública ya no se citan con la misma seguridad argumentativa de otros tiempos. La cibernética ha acabado evolucionando hacia un modelo de supuesta evolución orgánica que ha aprovechado la falta de regulaciones para imponer una supuesta «imparcialidad» de algoritmos dominados por un puñado de empresas.

El resultado es preocupante y requiere un seguimiento y análisis crítico que parta de distintos puntos de vista. Zeynep Tufekci, la socióloga y ensayista turca afincada en Estados Unidos, cree que la Red ha convertido el debate público de las sociedades democráticas (el supuesto núcleo de la «sociedad abierta») en cínicos e inocentones: «ciudadanos» (¿o es «usuarios»?) fáciles de embaucar que se creen mejor informados y más participativos que en el pasado, al poder comentar y responder al instante sobre cualquier temática, y lograr que los primeros servicios alimenten con efectividad sus prejuicios hasta hace poco menos confesables.

Como consecuencia, se han instalado en las sociedades democráticas las mismas polarización y mentalidad de asedio imperantes en Estados fallidos.

Cuando nadie confía en nadie

Con el auge de fenómenos como el consumo de información a través de recomendaciones en redes sociales y la participación de los propios usuarios en la conversación pública, la «sociedad abierta» no se circunscribe a los ámbitos analizados por Rousseau, Bergson, Popper o Arendt: hoy, la «aldea global» está conformada por el debate en paralelo de estructuras mediáticas de distinta legitimidad, real y percibida: los viejos medios locales y de masas supervivientes al modelo digital llegan a la audiencia a través de repositorios que priorizan la popularidad y el rendimiento económico.

Como consecuencia, las distintas «opiniones públicas», superpuestas y en mutación permanente, alimentan una cacofonía que Zeynep Tufecki identifica con la expresión «sociedad de baja confianza».

Los sociólogos distinguen a las sociedades de baja confianza de aquellas sociedades más prósperas, vertebradas y a menudo igualitarias, en las que existe una elevada convivencia y confianza entre los ciudadanos, y de los ciudadanos hacia las propias instituciones (y a la inversa).

Entre las numerosas ventajas de habitar una sociedad en que prima la convivencia, destaca la aparente sencillez, naturalidad y flexibilidad con que se desarrollan la mayoría de las interacciones entre ciudadanos, así como entre estos y los representantes de instituciones públicas y privadas implantadas en el territorio.

Por el contrario, Internet habría fomentado en los últimos tiempos una mentalidad de asedio, una cultura de Frontera en donde prevalece el evolucionismo social, que crea descontentos contra los que los ciudadanos «aptos» deben protegerse (en comunidades vigiladas, en infraestructuras educativas y de transporte que favorecen la segregación de facto, en servicios electrónicos en los que se puede elegir el mundo que uno quiere ver y con el cual uno quiere interactuar, etc.).

Ausencia de cohesión social y último hombre

Los servicios de mayor éxito en la Red, más que contrarrestar las fuerzas disgregadoras y evolucionistas de la Red, acrecientan esta realidad de compartimentos personalizados, en la cual muchos usuarios pretenden materializar el eugenismo social que contradice los principios básicos de la propia sociedad abierta.

En las sociedades de escasa confianza, el descontento se afianza y los síntomas de atrofia se convierten en la nueva norma:

«En las sociedades de escasa confianza, nunca se sabe. Uno espera ser engañado, incluso sin oportunidad de enmienda. Uno espera que las cosas no sean lo que parecen y que las promesas se rompan, y no se da por sentado un proceso razonable y transparente de restitución. En las sociedades de baja confianza, es más difícil que los mercados funcionen y las economías puedan desarrollarse. Es más duro encontrar o ampliar créditos, y es arriesgado pagar por adelantado».

(…)

«La población en las sociedades de escasa confianza puede dar la bienvenida a un gobernante de corte autoritaria, alguien que [ellos confían] imponga orden… desde lo alto. Y claro, el tirano es también corrupto y cruel; pero la alternativa [percibida por la población descontenta] es la agotadora, flagrante ausencia de seguridad y protección».

Autorregulación e intereses económicos de empresas privadas

De repente, las humanidades se convierten en el punto estratégico de un mundo académico que había priorizado el utilitarismo de las disciplinas técnicas y científicas: ciencias políticas, ciencias sociales y filosofía deberán analizar el papel de Internet en el auge de fenómenos como el extremismo y la polarización política.

¿Cómo combatir el fenómeno? Hasta ahora, los principales repositorios de contenido en la Red habían abogado de manera agresiva —a través de sus grupos de presión en Estados Unidos y la Unión Europea— por la autorregulación, pero normativas como la nueva ley europea de protección de datos, GDPR, y su equivalente en California, dan carpetazo a una era ingenua en que los gobiernos confiaban —al menos, por omisión— en la buena fe de los principales distribuidores de contenido en Internet.

El modelo de negocio sobre el que los repositorios de Silicon Valley han erigido sus servicios requiere mecanismos de supervisión que no pueden estar en manos de quienes tienen incentivos económicos para captar más valor y eluden la responsabilidad de asumir las peores consecuencias de fenómenos extendidos como la desinformación, las cámaras de eco, la polarización y el extremismo.

Zeynep Tufecki sugiere, en la conclusión de su artículo, un retorno a los mecanismos más efectivos que las sociedades complejas han erigido para evitar abusos similares en el mundo físico: instituciones y prácticas para garantizar el derecho a la privacidad, evitar el fraude y reducir el riesgo de que campañas orquestadas debiliten el debate público con polémicas y bulos que alientan el extremismo.