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Por qué hay productos tan parecidos en la era de la variedad

La última hornada de emprendedores dirime si inventar algo nuevo o sacar partido de algo existente subrayando su potencial oculto en una economía donde preocupa cada vez más el acceso bajo demanda a los servicios que su propiedad.

Una paradoja de este momento histórico, exacerbada por la Internet ubicua, es la posibilidad de comprar cualquier producto o servicio imaginable, lo que según Stuart Jeffries en The Guardian nos estresaría, más que reconfortarnos: nuestro ánimo es a veces sepultado por una lista interminable de opciones.

La ansiedad de tenerlo todo a un clic de distancia: el arte de distinguir

La ansiedad potencial al elegir cualquier producto o servicio explica la existencia de personalidades que el economista estadounidense (y Nobel en 1978) Herbert A. Simon denominó “satisfactores”, o quienes se conforman con lo aceptable en lugar de enfrascarse en una interminable búsqueda de productos y servicios que se confunden con ideales platónicos (o acaso productos “perfectos” a precios asequibles).

Si los grandes establecimientos físicos se antojaban interminables para los compradores conformistas (o “satisfactores”) e idealistas hasta los años 90 del siglo pasado, Internet carece de barreras físicas y logísticas para su inventario y compañías como Amazon y sus filiales innovan sobre todo en métodos más efectivos de acceso, almacenaje y transporte de un interminable catálogo de opciones.

Los sistemas y algoritmos de recomendación y las redes sociales concretan la dialéctica entre apetito y necesidad de consumo, al observar lo que otros mencionan, usan, comparan, anhelan, etc.

La huella de nuestras decisiones y su -cuestionable- racionalidad

Pero no todo es una larga estela de productos variopintos “a un clic de distancia” poniendo las cosas difíciles a un consumidor que, racional o irracionalmente, compra o accede (alquilando bajo demanda, etc.) a ellos por necesidad, mimetismo o -más de lo reconocido- para no ser menos que el vecino, el conocido o el familiar (lo que Thorstein Veblen llamó consumo ostensible o conspicuo.

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He aquí un punto de vista sobre las consecuencias de contar con demasiadas opciones de compra o uso bajo demanda, desde productos básicos a productos electrónicos, cosmética, transporte o alojamiento: el comprador demuestra su frustración o capacidad para navegar entre opciones,

  • maximizando el valor de su inversión;
  • conformándose con lo recomendado por la tienda o persona de confianza, según la teoría de Herbert A. Simon;
  • copiando furtivamente a alguien conocido o a algún personaje admirado, según la hipótesis de Thorstein Veblen;
  • o comprando algo que no necesita por estatus o, según la hipótesis psicológica de la adaptación hedónica, por el afán de lograr un supuesto bienestar con el último modelo o versión de un producto o servicio (que no llega al adquirir el producto, pues el vacío producido por su posesión se llena con un nuevo objeto anhelado, siguiendo el mecanismo de cualquier adicción).

Por qué todos los vehículos nuevos se parecen tanto

La supuesta variedad inabarcable de productos no supera para muchos un análisis en profundidad, ya que muchos bienes comercializados bajo distintas marcas y modificaciones superficiales ocultan, en esencia, el mismo producto: ¿alguna vez has tenido la sensación de que los automóviles eran más distinguibles entre sí hace 3 o 4 décadas que en la actualidad?

No eres el único en planteártelo. El creador de Netscape y actual inversor de capital riesgo Marc Andreessen compartía hace unos días una imagen que contiene 23 vehículos del segmento SUV (todoterreno con prestaciones de carretera) de 21 marcas distintas. Andreessen la toma de un artículo en Medium, en realidad el capítulo 16 del ensayo Art of the Living Dead.

Todos los vehículos comparten algo más que su color (blanco) y su fabricación reciente: más allá de sus prestaciones y de detalles en decoración exterior e interior, se trata de prácticamente el mismo vehículo. 

He aquí la imagen:

Productos deshumanizados

Pero el común denominador hacia el que convergen no es un producto mejor o algo así como el modelo que destila previas impurezas, sino fruto de tecnologías y robótica similares y a menudo compartidas entre modelos y compañías (cuando no entre marcas que en realidad pertenecen a un mismo grupo).

El ensayista y filósofo Robert M. Pirsig sugiere este fenómeno homogeneizador y sus consecuencias:

  • escasa calidad (lo que deja entrever una polémica delgada línea entre el correcto mantenimiento de un dispositivo y su ciclo de vida útil, que habría disminuido en las últimas décadas debido al fenómeno de la obsolescencia programada);
  • poca o nula reparabilidad (las garantías de prácticamente cualquier producto alertan contra su apertura y manipulación y a menudo un producto que falla no es reparado, sino cambiado por un nuevo modelo);
  • mayor preocupación por lo superficial -la estética- que las entrañas de una tecnología, y aversión tanto de consumidores como de fabricantes a “poseer” un producto en toda su extensión: comprender su funcionamiento, mantenerlo y repararlo para sacarle el máximo rendimiento durante el máximo tiempo posible.

Robert Pirsig diserta en su ensayo más difundido sobre lo que según él sería el significado más rico y válido de “Calidad” (nótese la mayúscula), que según él incluiría tanto tecnología como estética y, dándole sentido al conjunto, el propio uso y conocimiento del producto por parte del usuario.

Combatir la separación entre sujeto y objeto

En su “metafísica de la Calidad”, Pirsig argumenta que un producto no es nunca algo “acabado” e impersonal que funciona con independencia, sino que adquiere su sentido cuando el propio usuario lo convierte, con su conocimiento y fusión física y cognitiva con él, en poco menos que una extensión de sí mismo.

Su visión de la “Calidad” de una acción cotidiana, obra artística o literaria, producto o servicio es el fino puente que según Pirsig aunaría a las tradiciones filosóficas occidental y oriental.

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El autor de Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta toma una expresión sánscrita “Tat Tvam Asi” (“Tú eres eso”), para exponer su idea de que un producto no es un fin en sí mismo sino que adquiere su utilidad en manos de quien lo usa, mantiene y repara con sabiduría: se produce una indivisibilidad entre persona y acción.

La “calidad” es algo esquivo pero nadie niega su existencia, resulta imposible de definir de manera inequívoca pero cualquiera reconoce sus rasgos en un caso práctico ante sí, ya se trate de evaluar la supuesta “calidad” de un discurso, un texto, un mendrugo de pan, una pieza de ropa o un automóvil. 

Y, pese a la supuesta subjetividad de este atributo al no poder objetivarse una definición inequívoca, la “calidad” se muestra de manera similar en la conciencia de las personas.

Viejos conceptos de “Calidad”

La aspiración a la excelencia a través de una fusión con lo que uno hace en cada momento, concepto importante en las religiones dhármicas tal y como explica Robert Pirsig, tuvo un equivalente occidental en la actualidad: el concepto griego de “areté” o aspiración a la excelencia en cuantas más disciplinas y acciones cotidianas mejor. 

“Tat Tvam Asi” y “areté” irían más allá que la perfecta compenetración entre herramienta y usuario hasta difuminar la frontera entre ambos, tal y como lo harían el cuerpo y la conciencia en un combate de artes marciales, o un rocín cabalgando hacia destino con su caballero, hasta prácticamente fundirse en una figura mitológica.

El rocín de que habla Robert Pirsig en su ensayo es, en efecto, un sistema de piezas inanimadas, una motocicleta que conoce, comprende y mantiene sobre la marcha el función del clima, la dureza del trayecto de la jornada, el tiempo, la velocidad y circunstancias cambiantes a cada instante como el viento, la calidad de la calzada o la peligrosidad de la ruta.

No extraña, tras leer el ensayo, conocer que uno de los oficios que el filósofo estadounidense realizó después de padecer una crisis como alumno y profesor de filosofía que produjeron su internamiento y tratamiento de choque contra su voluntad, fue la de escritor de manuales de producto.

Cuando los manuales técnicos podían leerse y usarse

Hubo una época en que los manuales explicaban con concienzudo afán tanto las especificaciones de un producto como consejos de mantenimiento y soluciones a los principales tipos de avería o percance; eran textos estructurados y realizados con conocimiento de causa. 

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Basta con abrir cualquier manual actual para percatarse que se dedican exclusivamente a lo superficial: funciones y uso común del aparato o servicio, sin tiempo ni afán para compartir trucos de mantenimiento más allá de las principales advertencias a las que están legalmente obligados de advertir, y qué decir de la ausencia premeditada de cualquier alusión a “reparar” algo que sobrepase el “reinicio de fábrica” o la sustitución del cable de alimentación.

La evolución hacia una mayor superficialidad y secretismo de los mecanismos que hacen que una máquina o un texto logren una cierta “calidad” no se observa sólo en obras, productos y servicios, sino en la propia relación de -supuestos- profesionales y usuarios con la tecnología en cuestión:

  • los usuarios de hoy serían incapaces de reparar sus productos, o de otorgar una voz propia a su “arte”; por el contrario, hace unas décadas todo el mundo reparaba su casa y vehículo, hacía muebles a medida, etc.;
  • los profesionales y mecánicos de hoy apenas siguen órdenes canónicas para mantener o reparar un dispositivo, o simplemente optan por cambiar piezas o dispositivos mal calibrados o que demuestran deficiencias ajenas a los casos “de manual”; por el contrario, los mecánicos y profesionales de hace unas décadas conocían su oficio y eran capaces de realizar diagnósticos correctos, así como de buscar soluciones ingeniosas.

Románticos y clásicos

Robert Pirsig pone un ejemplo paradigmático en su ensayo, publicado en 1974, en un momento en que empezaba a apreciarse con claridad la diferencia entre “románticos” (quienes están interesados en lo superficial pero tratan la mecánica con una aversión casi supersticiosa) y “clásicos” (quienes ponen todo su empeño en los entresijos y funcionamiento de un aparato, dejando de lado consideraciones estéticas).

Durante su viaje hacia la Costa Oeste, Pirsig viaja en motocicleta con su hijo, acompañados por una pareja de amigos que viajan en una flamante BMW. En un momento determinado, el autor recomienda al conductor de la BMW que intercambie unas piezas gastadas de su manillar por dos arandelas metálicas que eviten su deterioro.

Su amigo le recuerda que él carece de esas piezas y se encuentran en una ruta aislada donde será difícil encontrar piezas tan concretas para una motocicleta importada. Pirsig le explica que él mismo puede hacerle las arandelas del mejor material posible para evitar la corrosión: una lata de soda.

Su amigo le mira como si estuviera loco y, cambiando de tema, le deja claro que la propuesta es poco menos que un insulto. Mientras la motocicleta del amigo de Pirsig está impoluta, la del autor del ensayo es mantenida a diario concienzudamente (aceite, grasa, piezas, control de indicadores, calibración de tornillos), pero su dueño no concede la misma importancia a la limpieza superficial.

Diferenciarse en la superficie o hacerlo en continente y contenido

He aquí la moto de un “romántico” vs. la moto de un “clásico” que cree que el “sistema” motocicleta es “bello” y tiene “calidad” cuando se desliza con suavidad por la carretera.

Hay razones de peso que explican por qué Zen y el arte del mantenimiento de la motocicleta es uno de los libros de cabecera de las personalidades más influyentes del epicentro tecnológico actual, Silicon Valley.

El ensayo sugeriría la conexión metafísica entre individuo y producto, tanto en el ámbito de los creadores del producto como en el de los usuarios. Las empresas más influyentes del valle de Santa Clara no son corporaciones impersonales dirigidas por ejecutivos con perfil de escuela de negocios y capacidad de gestión “intercambiable”, sino que dependen de ejecutar la visión de una persona o un grupo reducido, con una implicación en el negocio que trasciende la cuenta de resultados trimestrales.

En un especial sobre la empresa del futuro, el semanario The Economist explica la supuesta crisis que afrontan las grandes empresas públicas (multinacionales que cotizan en bolsa, dominadas por ejecutivos poco involucrados en cuestiones ajenas a la gestión).

Sistemas engrasados y sistemas escleróticos

Entre las causas de esta crisis de valores de las grandes empresas cotizadas, que se traduce en parálisis y falta de ideas a largo plazo para mantenerse relevantes, reinventarse o crecer en el siglo XXI, se encuentran:

  • la ausencia de una implicación en el producto o servicio que dan sentido al negocio;
  • o ejecutivos que no son usuarios, consejeros delegados más preocupados por los dividendos y los resultados trimestrales que por la sostenibilidad a largo plazo (este supuesto explica la veneración que Steve Jobs -echado de la empresa que había cofundado por un ex directivo de Pepsi que él mismo había contratado-, por el ensayo de Clayton Christensen El dilema del innovador).

El ecosistema de Silicon Valley se nutre de empresas-persona con ayuda de inversores y una intención predefinida de antemano: anteponer la puesta en práctica de una idea a los procesos lentos y burocráticos que rodean las políticas de las grandes empresas.

Algo más que unicornios y gacelas

Pero “reinventar la compañía”, expone The Economist, es más complejo que copiar la idiosincrasia personalista y libertaria de Silicon Valley, en un momento en que las publicaciones serias y económicas se llenan de alusiones a supuestas prácticas empresariales anheladas en el nuevo siglo:

  • de “unicornios” (nuevas empresas que crean o dan sentido a sectores enteros, logrando un valor e influencia descomunal en poco tiempo)…
  • …a “gacelas” (empresas que, si bien no surgen de la nada para acaparar un sector entero, crecen a un ritmo sostenido).

La batalla entre los mágicos unicornios de Silicon Valley y los anhelados negocios-gacela de la economía tradicional se producirá en los próximos años, con un debate subyacente mucho más decisivo: la propia “calidad” de los productos.

El entorno ayuda o molesta

En otro artículo del mismo número (24 e octubre de 2015), The Economist analiza cómo las empresas más exitosas de Silicon Valley obligan a sus competidoras del resto del mundo a renovarse y ni siquiera está clara la definición de “compañía”.

Muchas “startups” de la nueva hornada superan la estrategia clásica de devolver el valor invertido a inversores y accionistas con un negocio estable a largo plazo, a menudo reduciendo costes de fabricación (externalización, economía de escala, deslocalización), pero esta estrategia conducía a menudo a conflictos entre inversores y fundadores en los primeros pasos de una compañía.

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Las últimas empresas tecnológicas tratan de alinear los intereses de los fundadores (y a menudo propietarios) con el de los inversores. Silicon Valley trata de equilibrar la “vigilancia” de los inversores con la libertad de los creadores para perseguir su propia visión, una estrategia con la que la región pretende mantener su hegemonía en las próximas décadas.

Centauros: productos que funden sujeto y objeto

Una diferencia fundamental entre empresas tecnológicas de nueva creación como Tesla o Uber y compañías que siguen modelos tradicionales es el nivel de compromiso e implicación de directivos y primeros empleados: en el caso de las startups, se define por contrato la estrecha relación entre el empleado y el hipotético éxito de la empresa para que resulte más atractivo trabajar en el potencial que permanecer cobrando un sueldo en una actitud menos arriesgada.

Las mejores nuevas empresas, sugeriría el artículo de The Economist, tendrían la habilidad para atraer a personas interesadas no sólo por lo superficial, sino por comprender que el potencial de un “sistema” depende tanto de la persona como del producto creado.

A menudo, un inversor busca -legítimamente- sólo el retorno de su inversión; un propietario o trabajador con acciones (a menudo, también inversor) “siente” la finalidad del producto o servicio que desarrolla en toda su extensión.

El problema de la tecnología

De ahí el interés de Silicon Valley por invertir en ideas con “calidad” potencial sirviéndose de pistas iniciales como la responsabilidad o frugalidad de un fundador o grupo de fundadores, o su atención por el producto o servicio en lugar de por el salario o la próxima ronda de inversiones.

Tanto la tradición como las regulaciones protegen los intereses de los métodos tradicionales de gestionar una compañía, pero en Silicon Valley tratan de ingeniárselas para que normativas y burocracia no frenen los mecanismos que conducen, con la ayuda de creadores y usuarios, a la excelencia (a veces tan próxima a la mentalidad del artesano).

En palabras de Pirsig durante una entrevista concedida a NPR en 1974, “Crear… un arte a partir de tu vida tecnológica es la manera de resolver el problema de la tecnología”.

Quizá el secreto se encuentre en comprender que la separación de sujeto y objeto es una ilusión de nuestra conciencia, tal y como asegura la tradición oriental. 

O de acordarse de que, si uno olvida de los buenos productos cuando los está usando es por la capacidad de éstos para cumplir con su cometido como una extensión más de nosotros mismos.