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Por qué la tecnología sin humanismo es un riesgo para la Red

Para José Ortega y Gasset, la evolución del mundo tecnificado planteaba retos que, a la larga, serían muy difíciles de resolver. Las sociedades modernas, cada vez más dependientes de burocracias bien engrasadas, tendían a la especialización y, como consecuencia, la formación humanística retrocedía.

Pronto, se alarmó Ortega, las figuras más dinámicas de cada sociedad estarían integradas por jóvenes especializados en materias técnicas que carecían de brújula moral y desconocían cualquier marco ético y humanístico como el establecido en Europa por Immanuel Kant y su concepto de imperativo categórico.

Davos antes de Davos era, simplemente, el escenario de «La montaña mágica»

Sin moral, estas sociedades con vanguardias técnicas podrían caer en atrocidades meticulosamente ejecutadas gracias a la capacidad burocrática y administrativa descrita por el sociólogo alemán Max Weber (y, desde el punto de vista literario, por Franz Kafka).

Charlas entre un humanista y un integrista

La tensión entre técnica y humanismo centra la discusión en las alturas —literales y conceptuales— por Thomas Mann en La montaña mágica entre los mundos representados por el humanismo paneuropeo del sabio Ludovico Settembrini y otro de los moradores del sanatorio de Davos donde se desarrolla (en un microcosmos) el devenir trágico de las tensiones del continente, un hombre del dogma religioso y técnico que se apresura a anteponer el fin a los medios: Leo Naphta, místico jesuita para quien el totalitarismo puede ser un mal necesario en el esfuerzo por concebir una nueva sociedad.

El germen de este cisma conceptual en Occidente se remonta siglos atrás y no puede expresarse únicamente en la divisoria entre protestantismo y catolicismo (la exploración de Weber). En El nombre de la rosa, Umberto Eco crea su propio Settembrini medieval, un proto-humanista educado en la escolástica (Guillermo de Baskerville); su antagonista es un dogmático de la fe que antepone el fin a los medios y no duda en provocar la muerte de varios monjes del monasterio debido al riesgo percibido de un libro perdido de Aristóteles percibido como demasiado «peligroso». Eco elige a un celoso anciano ibérico, Jorge de Toledo, para dar credibilidad a semejante dogmático.

Settembrini, arquetipo del «buen europeo» según las reflexiones al respecto de Friedrich Nietzsche y Stefan Zweig (el primero escribiendo desde el siglo XIX; el segundo, víctima del colapso de la Europa Central cosmopolita de inicios del siglo XX), no sólo contará con el contrapunto de Naphta, cuyo idealismo dogmático se adapta a la sociedad técnica y especializada descrita por Ortega y Gasset.

Retorno colectivo al sanatorio de Davos

En torno a Hans Castorp, el joven protagonista de La montaña mágica, deambulan otros personajes con rasgos también presentes en la Europa de la época. Entre otros, la despreocupación dionisíaca de un interno de origen holandes, el romanticismo autodestructivo de Madame Clawdia Chauchat, representante de la alta sociedad rusa de la época y de inconfundibles «rasgos tártaros».

Como contrapunto al romanticismo exacerbado de la rusa, personaje con un pie a un lado y otro de los Urales, el seco y espartano provincianismo de una interna de origen latinoamericano representa el misticismo hispánico que Mann conocía en el seno de su propia familia (su madre era brasileña de ascendencia portuguesa y alemana).

Europa, para Mann, era víctima de las tiranteces entre polos opuestos, y el necesario equilibrio de fuerzas cultural, sensorial y educativo que podía mantener en vida la civilización cosmopolita de Europa Central no sobreviría si estas influencias dogmáticas (religiosas o totalitarias) ocupaban el espacio que asaltaban en ese momento en todo el continente.

José Ortega y Gasset

La tensión entre una visión reduccionista de la sociedad técnica, a la manera del futurismo italiano y ruso (y de las ideologías en las que influyeron, fascismo y marxismo leninista respectivamente), no cesaría tras la devastación provocada en las dos contiendas mundiales.

Así lo demuestra la competición de distinto signo entre Estados Unidos y la Unión Soviética, superpoderes en la Conferencia de Yalta, a la hora de atraer a su órbita a los tecnócratas e intelectuales de las potencias del Eje: los intelectuales (escritores, dramaturgos, músicos, etc.) bien podían elegir entre el modelo soviético y el occidental, que se disponían a amplificar su antagonismo. En cambio, científicos, profesores y tecnócratas que habían demostrado su capacidad en puestos estratégicos del Tercer Reich debían ser captados a toda costa.

El sacrificio de la ética ilustrada

La competición encarnizada entre Estados Unidos y la Unión Soviética por los individuos técnicos (y, por tanto, tal y como había advertido Ortega y Gasset, carentes de conocimientos humanistas y brújula moral en el sentido kantiano) contrastó con la relativa permisividad que se concedió a los intelectuales.

Este contraste entre el interés indisimulado de estadounidenses y soviéticos por los perfiles técnicos alemanes, austríacos e italianos, y el pasotismo en torno a los humanistas, no fue más que un síntoma del mundo que estaba a punto de emerger.

Hoy, con la perspectiva del tiempo, nos asomamos desde el modelo agotado de la Pax Americana a un siglo XX que erigió una sociedad técnica y cibernética que absorbería todos los riesgos de especialización denunciados por Ortega y Gasset y pocas oportunidades de regeneración humanística.

Quizá la Unión Europea, con todas sus imperfecciones, sea el mayor intento por recuperar el vigor conceptual de ese personaje del «buen europeo», un concepto que nunca existió con todo su potencial pese a los cantos de sirena de autores como Romain Rolland, Thomas Mann o Stefan Zweig añorado en la Europa Central que pasó del cosmopolitismo a los Estados étnicamente homogéneos diseñados por Wilson antes de que la gripe de 1918 lo incapacitara intelectualmente (como contraste, Trump venía incapacitado de serie).

El repliegue de Estados Unidos y la transformación soviética en potencia previsible que hereda un traje de roídas costuras idealistas, contrasta con la fulgurante emergencia de China y una cultura que celebra la sincronización colectiva (en Occidente, la distopía que aparecía en las peores pesadillas de George Orwell) como algo deseable.

Maquinaria deshumanizada: monstruosidades sin cabeza pensante

La sociedad técnica occidental, asociada a una idea de progreso surgida en la Ilustración en la que se ha sacrificado el humanismo en favor de la utilidad económica y la especialización técnica, se esfuerza por mantener una mínima cohesión, mientras China abandona su aislacionismo histórico y quiere representar la técnica en nuestro siglo.

Los riesgos actuales aumentarán o podrían reducirse según la evolución de la tecnología que ha pasado a dominar administraciones, empresas, grupos de interés, familias e individuos. La especialización técnica ya prevista por Ortega daría pie a sociedades de individuos intercambiables, que debían conocer lo suficiente de su especialidad para convertirse en meros engranajes de una maquinaria propulsada por la inercia y sin «maquinista», o sin más mente pensante que la aspiración a lograr el máximo beneficio: el utilitarismo vencía al humanismo.

Esta victoria de lo materialmente cuantificable sobre lo «justo» o lo «deseable» explicaría por qué Adolf Eichmann, al enfrentarse a los jueces en Jerusalén (adonde había sido trasladado desde Argentina), explicó que él se había limitado a seguir órdenes y a ser un buen funcionario.

Vista de Davos

Para Eichmann —o al menos así lo pretendió durante el juicio—, el imperativo categórico kantiano lo conminaba a hacer el trabajo asignado por la burocracia a la que pertenecía, y si ésta había sido diseñada sin principios humanistas, no podía ser su problema.

La filósofa Hannah Arendt, enviada por el New Yorker a cubrir el juicio para el público estadounidense (la experiencia se convertiría más tarde en un ensayo), explicaría más tarde que Eichmann había tergiversado a Kant, quien instiga al individuo a tener una brújula moral capaz de sublevarse ante injusticias. Eichmann, el funcionario mediocre, sería un representante de lo que Arendt definiría como «la banalidad del mal».

Las mentiras necesarias son verdades (según Jankélévitch)

La degradación del sentimiento de conciencia y libertad individual había conducido a supeditar conceptos como el de libre albedrío a una maquinaria deshumanizada, lo que había culminado en crímenes monstruosos y a gran escala que carecían de un monstruo detrás. La inercia burocrática había ejecutado órdenes.

Las sutilezas la interpretación de Immanuel Kant ya habían puesto en un aprieto a otros filósofos. Es el caso del pensador francés de origen judío ruso Vladímir Jankélévitch, quien expresó a lo largo de toda su carrera una animadversión declarada hacia el idealismo alemán (durante el régimen colaboracionista de Vichy, Jankélévitch será depuesto de sus funciones y desposeído de la nacionalidad francesa).

Por mucho que las tesis sobre el imperativo categórico indiquen que alinearse con la verdad en cada momento es el único camino posible para florecer como individuo en sociedad, decir la verdad según Kant no implica caer en la ingenuidad asesina de alinearse con represores o gente sin escrúpulos. En ocasiones, las mentiras blancas o necesarias son la «verdad» alta del momento, al salvar vidas o alinearse con las causas justas.

Jankélévitch explicaría en varias entrevistas, algunas de ellas para la radio pública francesa, el siguiente supuesto: durante la ocupación, una patrulla de la Gestapo acude al domicilio de una familia que oculta a judíos.

En esos momentos, los agentes de la Gestapo representan la autoridad, pero el ciudadano francés no responderá mejor al imperativo categórico de Kant mediante la entrega de la persona a quien protege, sino a través de una acción contraria a la Ley del momento. Lo justo y lo moral no coincidirán siempre con lo que demandan las autoridades de cada momento.

Anarquismo Arpanet, aristocracia WWW, pseudo-meritocracia web 2.0; ¿después?

¿Qué tienen que ver Ortega, Kant, Arendt y un dirigente nazi que reivindicaba su mediocridad de burócrata con el mundo tecnológico en que estamos inmersos? Las nuevas técnicas de poder se erigen sobre estructuras que contradicen las tendencias burocráticas que conducirían al fenómeno de la especialización sin humanismo de Ortega (o la «banalidad del mal» de Arendt, el concepto de «tecnicidad» de Heidegger, el de «gubernamentalidad» de Foucault, etc.).

El origen militar de Arpanet no debería hacernos olvidar que los protocolos de Internet tienen el diseño conceptual descentralizado propio del pensamiento anarquista; como contrapunto, la WWW erigida sobre Internet transformó el igualitarismo radical de los protocolos de Internet en una «aristocracia» de los sitios de Internet capaces de ofrecer los mejores servicios. Como consecuencia, la Web personal daría paso a la corporativa.

Una tercera evolución de la infraestructura digital de la sociedad de la información, la Web 2.0, aseguró suplantar la aristocracia pretérita con una «meritocracia» basada en la popularidad más fácil de explotar con publicidad contextual… Y ahora nos enfrentamos a los excesos de empresas privadas que controlan la distribución del contenido de los ciudadanos occidentales, enfrentadas tanto a los gobiernos que representan a estos ciudadanos como a las empresas antagonistas de una Internet paralela, la china.

Y, a diferencia de la Internet centrada en Silicon Valley, la china no muestra de momento conflictos de intereses aparentes entre la explotación privada del contenido y los servicios básicos de sus usuarios y la colaboración entre los gigantes chinos de la Web y el Partido Único del país. Servicios como WeChat centralizan todo tipo de actividades de la población china, incluidas las asociadas al perfil administrativo y sanitario de la población, algo impensable en Occidente.

Cuando la privacidad y el silencio son revolucionarios

El filósofo surcoreano formado en Alemania Byung-Chul Han se ha interesado por las nuevas técnicas de poder, que ofrecen al individuo el espejismo de una libertad a la que se llega a través del uso extensivo de la tecnología como fuente «solucionista».

El modelo de medios actual fomenta la descarga de aplicaciones para solventar problemas que tienen más que ver con la metafísica que con la salud o el bienestar per se.

El ciudadano, convertido en mero usuario, debe «confesar» sus aspiraciones para alimentar un «yo ideal» (el avatar en las redes sociales) al que hay que alimentar con exhibicionismo y un idealismo postizo asociado a las pulsiones platónicas de nuestra civilización.

En este nuevo contexto de evangelismo tecnológico y tecno-utopismo, la única subversión posible es el reconocimiento «activo» de nuestras raíces humanistas: reconociendo nuestra falibilidad, aceptando la tristeza y negatividad que la existencia conlleva (y que no hay que suprimir con contenido digital «all you can eat» ni adicciones institucionales —Prozac, etc.— o convencionales), practicando el silencio y reivindicando el espacio de la privacidad, los secretos y el «encantamiento».

Thomas Mann charla con Albert Einstein

Byung-Chul Han recuerda los sutiles paralelismos entre el mantra de los servicios más populares de la Red actual y la maquinaria de control social de las sociedades totalitarias, entre ellos la inexistencia de la autonomía personal real.

La capacidad para divagar, para permanecer en silencio cuando uno desee, el derecho a aburrirse sin tener necesidad de rellenar puntos muertos con un cóctel multimedia, el reconocimiento de la existencia de realidades que conforman la existencia (como la tristeza, la frustración, etc.) que no tienen por qué medicalizarse o suprimirse con narcóticos de origen cognitivo o químico.

Empacho de positividad postiza

Quizá, el próximo estadio de desarrollo de la sociedad de la información deba reconocer (y celebrar) la falibilidad humana, así como el derecho de cualquiera a encontrar su propia voz sin necesidad de convertirse en autómata y recipiente de un contenido optimizado por algoritmos.

Y, en esta sociedad fatigada por el empacho de estímulos, la esfera privada y el derecho a no expresar de manera compulsiva nuestras aspiraciones o efemérides deberían formar parte de cualquier aspiración a un nuevo equilibrio.

La elegancia del nuevo «totalitarismo opcional» contemporáneo, reflexiona Byung-Chul Han, es que el mundo tecnológico no tuvo que erigir una sociedad totalitaria a imagen y semejanza de «1984», sino una sociedad seductiva que incitara a los ciudadanos a confundir sus aspiraciones más inconfesables en la realidad postiza de los avatares de hoy.

En lugar de denegarnos los excesos, la sociedad de la información, debidamente privatizada y organizada en torno a repositorios privados que almacenan y distribuyen el contenido del mundo, ha creado el espejismo de la abundancia, un gran «sí» cibernético que ofrece lo que uno pide y otorga marcadores de estatus equivalentes a la fuerza, el reconocimiento, la libertad, la emancipación, la popularidad instantánea. Según reflexiona Han en Psicopolítica, este poder:

«Es más afirmativo que negador, más seductor que represor. Se esfuerza en generar emociones positivas y explotarlas. Seduce en vez de prohibir. No se enfrenta al individuo, le da facilidades».

La infraestructura del nuevo modelo comercial construido sobre nuestra actividad digital necesita estrechar la vigilancia de nuestra actividad para afinar cada vez con mayor precisión, un panoptismo que, a diferencia del teorizado por Michel Foucault, destaca por su amabilidad y su supuesto altruismo (para qué castigar, si se puede construir una micro-plaza pública a medida de cada uno para celebrar cualquier achaque, por muy trasnochado que sea).

Cuatro mitos sobre la tecnología

La «banalización del mal» se convierte en una todavía más inquietante banalización de la desobediencia civil, que combina un supuesto carácter contestatario con campañas colectivas y patrocinadores corporativos. Todo muy acorde con el modelo fragmentario y voluntarista de la deriva contemporánea de la «sociedad civil».

Se trata de un «te ayudaré para que tú me ayudes sin saberlo» que ha funcionado de manera cada vez más precisa y que, debido a sus efectos polarizadores, empieza a ser percibido como amenaza sistémica, sobre todo, entre los gobiernos de países que padecen las consecuencias del uso extensivo de estas herramientas sin contar con los beneficios impositivos correspondientes a la cifra de negocios generada en el territorio.

Amanda Lenhart y Kellie Owens, investigadoras del centro de investigación estadounidense Data & Society (que cuenta, entre sus donantes, con las fundaciones más prestigiosas de este país), publican un informe sobre una de las falacias más extendidas: la asunción de que la tecnología parte de un contexto justo e infalible.

La filósofa francesa Simone Weil, autora de «L’enracinement», ensayo póstumo editado por Gallimard gracias a la insistencia de Albert Camus

La realidad es mucho más compleja y los algoritmos adquieren los sesgos de sus creadores (que eligen un marco de representación concreto, que depende de su formación, sus valores y los valores y prejuicios de la sociedad de su tiempo). Lenhart y Owens diseccionan en un escueto informe los que consideran 4 mitos representativos de una «tecnología saludable».

El primer mito puesto en entredicho es la creencia de que, dado su poder de fidelización, los medios sociales serían adictivos y seríamos incapaces de resistir a esta atracción. Según las investigadoras, el concepto de adicción no se ajusta del todo al abanico de relaciones que los usuarios crean con las herramientas tecnológicas que usan a diario:

«Personas diferentes muestran reacciones distintas ante la tecnología, incluso en la misma plataforma. Los investigadores llaman a este fenómeno “susceptibilidad diferencial” (…)».

No toda la tecnología mejora ni se puede (o debe) «arreglar»

El segundo mito que diseccionan las investigadoras de Data Society es el que establecería que las empresas tecnológicas pueden solventar los problemas que ellas mismas crean con una tecnología mejor (es el «muévete rápido y rompe cosas» de Mark Zuckerberg). En realidad, advierten:

«Hay tecnología que no se puede arreglar con más diseño, y hay tecnología que ni siquiera debería crearse».

El tercer mito mencionado sostendría que el estudio de los datos (como el crecimiento o las estadísticas de fidelización) son los mejores baremos para tomar decisiones en las empresas tecnológicas. Esta visión reduccionista evoca la animadversión de Ortega por la sociedad de personas técnicas y especializadas, incapaces de comprender la trascendencia humanística de sus acciones:

«Varias de las partes más importantes del bienestar digital no pueden capturarse con métricas cuantitativas».

Los valores (tener una «brújula moral») requieren la integración de las humanidades en el mundo-espejo (una versión digital de nuestra existencia analógica) que, lo queramos o no, estamos contribuyendo a erigir.

Finalmente, el informe de Amanda Lenhart y Kellie Owens para Data Society trataría de desenmascarar una supuesta cuarta falacia según la cual nuestra salud y bienestar dependería de emplear menos tiempo con el uso de pantallas y redes sociales. En medio de una pandemia que ha requerido desde marzo medidas que han aumentado el tiempo de niños y adultos en sus hogares, afirmar que el uso excesivo de pantallas no tiene nada que ver con fenómenos como el aumento de las llamadas dolencias de la civilización (trastornos de comportamiento como la ansiedad) es, como mínimo, polémico.

Tiempo de pantalla como medida reduccionista

Los autores no tratan de refutar la posible correlación entre el uso intensivo de tecnología y fenómenos complejos como la salud y el bienestar, sino que se limitan a constatar que no existe una correlación inequívoca y reduccionista entre, por ejemplo, bienestar y tiempo empleado en una pantalla.

Los padres exigen a estas nuevas tecnologías reglas inequívocas que especifiquen cuánto tiempo pueden usarse determinadas aplicaciones y funcionalidades ante una pantalla, cuando en realidad estas prerrogativas dependen de un contexto social, familiar o educativo:

«No todo el tiempo en una pantalla es idéntico. Puede ser conectivo, asistencial, emocionalmente enriquecedor, potenciador y educativo, así como en ocasiones dañino. Los medios sociales pueden usarse como “válvula de escape” de los más jóvenes, al permitirles gestionar las presiones y limitaciones existenciales».

¿Pueden los adolescentes de hoy armarse de una brújula moral acorde con los cánones de la Ilustración —por ejemplo, compatibles con el mencionado concepto de derechos y deberes, o imperativo categórico, de Immanuel Kant— a partir de un consumo mediático que ocurre exclusivamente en el entorno fragmentado de las redes sociales?

Filósofos como Byung-Chul Han constatan que la tendencia hacia el uso narcotizante de las pantallas (al estilo del «soma» de Un mundo feliz) tiene un incentivo difícil de contrarrestar: los repositorios privados que almacenan y distribuyen contenido a través de los algoritmos que también controlan, se benefician del tiempo empleado por los usuarios y de la actividad «reactiva» en torno a temáticas a menudo sensacionalistas o de escasa calidad formativa.

Información, entropía e individualismo

Desde Silicon Valley, la perspectiva es menos crítica y está desprovista del marco humanístico en que se centra la denominada «filosofía continental» (por oposición a la teoría analítica preponderante en el mundo anglosajón).

Si, por ejemplo, Byung-Chul Han abre su ensayo Psicopolítica insistiendo que el concepto de individualidad es indisociable de la existencia de un grupo («la libertad es “relación”. Uno sólo se siente auténticamente libre en el seno de una relación fructífera, en la dicha de encontrarse con otros»), la investigación estadounidense está más interesada en una lectura capaz de definir la «individualidad» en base a la información que es capaz de retener y transmitir.

En esta teoría de la información, la biología no está demasiado alejada de las máquinas. Por ejemplo, un artículo científico de investigadores de la Universidad de Wisconsin y el Santa Fe Institute, en Estados Unidos, y el Instituto Max Planck de Alemania, trata de construir una «teoría de la información de la individualidad», donde el individualismo se basa en la capacidad de un organismo para propagar información del pasado al futuro con la menor entropía posible (o pérdida de información).

Esta definición reduccionista de la individualidad definiría, según los autores del documento, la clara distinción entre los individuos compuestos por un solo organismo y los «individuos-colonia» como los insectos sociales. Semejante aproximación puede ser útil para, por ejemplo, reconocer vida extraterrestre que no responda a los patrones de la biología de la tierra e incluso a estudiar misterios de la vida en nuestro planeta.

No obstante, insistir en una definición objetiva de las unidades esenciales de la vida (el «individuo») no implica que deba renunciarse a conquistas culturales como el humanismo, asentado sobre reflexiones como las de Aristóteles (según el cual el hombre es un «animal político» o de la polis: social, y su especificidad es la interdependencia).

Derechos y obligaciones

La libertad individual no puede comprenderse sin la presencia de una sociedad que reconozca al individuo. O, tal y como reflexionaba la filósofa libertaria Simone Weil en su obra póstuma L’enracinement (ensayo editado por Albert Camus en Gallimard en 1949):

«Un hombre que estuviera solo en el universo no tendría ningún derecho, pero sí tendría obligaciones».

La preexistencia de las obligaciones según Weil es un concepto similar a la noción de los grandes valores universales «a priori» defendidos desde la Ilustración (gracias, sobre todo, al trabajo de la crítica de Kant un racionalismo reduccionista que, debido al interés contemporáneo por la inteligencia artifical o incluso el creacionismo, parece renacer en determinados círculos académicos).

Weil insistía en que la libertad individual sólo podía construirse a partir del compromiso recíproco de los individuos libres que conforman una sociedad para «satisfacer las necesidades terrestres del alma y el cuerpo de cada ser humano tanto como sea posible».

Este universalismo es compatible con la tirria de pensadores como Weber, Ortega o Heidegger al hombre técnico y especializado del mundo contemporáneo, cuyo ensalzamiento conllevaría la marginación de los viejos ritmos de las sociedades tradicionales y de la propia moral reivindicada desde Kant.

¿Cómo enraizarnos, cuando las herramientas que hemos construido en la actualidad están propulsadas por incentivos como la polarización, el exhibicionismo y la superficialidad?