El mundo no ha cambiado tanto desde inicios de la Gran Recesión en el verano de 2007; la llamada a regular los mercados del crédito, la especulación financiera o las agencias de calificación apenas se ha materializado en políticas y mecanismos que preparen al mundo para afrontar mejor una crisis similar.
La macroeconomía ha mejorado en los países más afectados por el choque de hace una década, pero esta mejoría apenas se ha notado en la calle, y países como Italia permanecen técnicamente estancados desde entonces. El auge del populismo guarda una relación con las escasas perspectivas de jóvenes y peor formados en las economías desarrolladas.
En 2010, en plena recesión, el intento del entonces presidente francés, Nicolas Sarkozy, de convencer al G20 para instaurar un impuesto a las transacciones financieras, fue rechazado y cayó en el olvido, y hoy su promotor tiene que hacer frente a la justicia por la supuesta financiación ilegal libia de su campaña presidencial de 2007. Ni Hollande, ni de momento Macron, parecen interesados en desenterrar un proyecto ambicioso que encontraría apoyos entre la población europea y mundial.
Nuevo auge del mercantilismo
Queda claro que ni el expansionismo de la economía de Estados Unidos bajo el segundo mandato de Obama, ni la austeridad promovida por Alemania en la Unión Europea lograron que la recuperación se notara al mismo nivel en la calle que en la macroeconomía, donde las cosas han ido mejor… hasta la irrupción de Donald Trump y su visión maniquea del mundo, según la cual cualquier acuerdo que beneficie a todas las partes implica que Estados Unidos no está “ganando” lo suficiente.
En este mundo de ganadores y perdedores, los acuerdos no entienden de teoría de juegos y no buscan un equilibrio bilateral o multilateral, sino que vuelven a épocas pretéritas y olvidan el auténtico origen de las dos guerras mundiales: la lucha de las potencias europeas por imponer su modelo económico al resto, aireando la tensión entre de distintas variaciones de economías controladas por el Estado (mercantilismo, estatismo, economía planificada soviética), y el modelo liberal capitalista, que se abría paso en Norteamérica y entre los tecnócratas del Imperio Británico.
El mercantilismo, o modelo económico en el que el Estado urde una estructura económica de monopolios con privilegios para prevenir la competencia, sustituyó a las economías feudales durante la Ilustración, siguiendo el modelo del Imperio Español: proteger el comercio con las propias colonias para, en teoría, favorecer a los sectores productivos propios.
La tensión entre capitalismo liberal y estatismo
Los modelos francés (Jean-Baptiste Colbert), británico u holandés crearon desajustes y crisis cíclicas en estas economías imperiales hasta ganarse enemigos poderosos: el liberalismo clásico de teóricos como Adam Smith surgió no con la intención de favorecer a unos pocos en detrimento del conjunto de la sociedad, sino por motivos opuestos.
Según el liberalismo clásico, sólo garantizando la libre competencia de cualquier interesado en producir y comerciar con bienes y servicios, los productores tendrían incentivos para mejorar sus técnicas y vender lo producido a un valor competitivo, en comparación con los rivales. El ciudadano, convertido en consumidor, obtenía así la ventaja de productos más atinados a precios más competitivos.
Pronto quedó claro que la “mano invisible” teorizada por Adam Smith, metáfora de los mercados no regulados, funcionaba mejor en modelos a pequeña escala y con productos y servicios que partían de un mundo tangible y familiar, para el cual existían convenciones establecidas: salvo guerras o catástrofes, los bienes y servicios mantenían un valor intrínseco reconocido por todos.
El industrialismo, las economías de escala y la deriva de los valores bursátiles hacia el comercio de intangibles (basados en “previsiones” o incluso corazonadas sobre el futuro de un producto, mercado, empresa, sector industrial, país), fenómenos que iniciarían el desapego entre economía real y economía financiera, crearon las condiciones para que ni capitalismo planificado (mercantilismo) o sus versiones extremas (economía planificada soviética, estatismo de regímenes totalitarios), ni capitalismo liberal se impusieran como modelos imperantes.
La influencia póstuma de Leo Strauss
Sólo dos guerras mundiales y décadas de expansión económica del bloque occidental durante la Guerra Fría ofrecieron la estabilidad internacional para comprobar los beneficios de un modelo económico a medio camino entre el capitalismo desregulado y el mercantilismo: el keynesianismo hizo olvidar el desempleo masivo y las grandes tensiones obreras a Norteamérica y Europa Occidental.
La devastación sirvió de tabla rasa para aplicar nuevos modelos que combinaran estatismo y libre mercado en un contexto que los economistas llamarían straussiano: su postulador, Leo Strauss, uno de los muchos académicos de origen judío emigrados a Estados Unidos por la persecución nazi, inspiraría el término “destrucción creativa”, acuñado por su alumno aventajado, Joseph Schumpeter.
Según este principio, grandes cambios o catástrofes pueden servir como mecanismo para impulsar nuevos métodos de producción y legislación que sustituyan a los anteriores, generando expansión económica y prosperidad mientras duran los ajustes y consolidación de la nueva economía productiva: Estados Unidos y Europa Occidental lo lograron con la sociedad de consumo, el Plan Marshall y un contexto energético favorable.
En Europa, la colaboración industrial entre varios países para evitar tensiones mercantilistas crearía la CECA para estabilizar precios y aprovisionamiento de dos productos esenciales para garantizar la reconstrucción e impulsar nuevas industrias: carbón (fuente imprescindible entonces, y todavía parte integrante del mix energético europeo pese a los esfuerzos por reducir su importancia, todavía crucial en países como Alemania) y acero.
Después del keynesianismo
Surgía el germen de la Unión Europea, a medida que un capitalismo socialdemócrata (de corte “bernsteiniano” (en alusión al postulador de la socialdemocracia, Eduard Bernstein): en vez de proletarizar la sociedad, había que aumentar el nivel de vida de todos y mantener la cohesión social reduciendo la diferencia entre el nivel de vida de los más ricos y aquel de los más pobres). En Estados Unidos, se imponían poco a poco las tesis del liberalismo clásico de la “escuela de Austria”, a las que llegaría su oportunidad después de la crisis del petróleo de 1973 y la victoria electoral de Margaret Thatcher en el Reino Unido, primero (1975), y Ronald Reagan (1981), después.
Eran años de división ideológica y filosófica entre el Occidente anglosajón y los países de la Comunidad Económica Europea, posteriormente Unión Europea. En el Reino Unido languidecían o cerraban las últimas industrias que se habían beneficiado del estatismo de la metrópolis colonial, al no existir Imperio con que armar un entramado de ventajas regulatorias y comerciales.
Mientras las peleas entre “mods” y “punks” alimentaban el imaginario de una juventud desencantada, el gobierno de Thatcher medía si era posible para el Reino Unido mantener su propia alternativa a la CEE o, por el contrario, la economía británica necesitaba entrar en el club de economías europeas que habían aprendido a crecer económicamente en un entorno de cooperación y libre competencia limitada a determinados mercados.
El Reino Unido reconoció al final que el precio a pagar por ir en solitario era demasiado elevado, dejando la Asociación Europea de Libre Comercio (EFTA en sus siglas en inglés), que había tratado de erigirse en alternativa de la Europa atlántica a la CEE, en 1973. Reino Unido, Dinamarca, Portugal, Suecia y Austria abandonarían esta organización para integrarse en la Unión Europea.
El (amago de) fin de la historia
Una organización supranacional que buscaba el equilibrio comercial en Europa y una economía que se recuperaba del impacto de la crisis petrolera y financiera de los años 70 y principios de los 80, auspiciaron la desregulación interna de cada economía, así como mayor laxitud en el comercio internacional. La caída del Muro de Berlín causó la euforia a los garantes del nuevo modelo liberal, que daban por concluido el keynesianismo y certificaban lo que Francis Fukuyama llamó “el fin de la historia”.
Cuatro décadas después, si una “historia” parece llegar a su fin es la visión de quienes, como Francis Fukuyama, creyeron que el mundo entraba en una fase de globalización y crecimiento mundial bajo el liderazgo de Estados Unidos: el gran fenómeno económico de las últimas décadas, el ascenso de China y, en menor medida, del resto de economías emergentes, nos devuelve a un mundo multipolar e inestable, en el que compiten con fiereza distintas concepciones geopolíticas, con sus respectivos modelos económico.
El estatismo de China, el neo-mercantilismo de Alemania y la indefinición de Estados Unidos y Reino Unido, dos potencias heridas en su imagen, antes garantes del liberalismo económico y ahora alérgicas a reconocer que fueron las impulsoras de la globalización, ponen en riesgo los complejos equilibrios en un mundo más próspero e interconectado que nunca.
La batalla actual entre las principales economías exportadoras con un superávit en su balanza comercial (exportando mucho más de lo que importan), como China y Alemania, y las mayores economías con una balanza comercial especialmente negativa (importando mucho más de lo que exportan, al poder endeudarse fácilmente por su credibilidad), como Estados Unidos y el Reino Unido, está servida.
Diferentes versiones y objetivos del libre mercado
En paralelo, los países con economías poco diversificadas que exportan energía o materias primas, como el resto de economías emergentes, tratan de hacer valer sus bazas geopolíticas para, por ejemplo, provocar un aumento del precio del petróleo, el gas o las principales mercancías de los mercado de abastos.
En este contexto, los exabruptos proteccionistas de Donald Trump podrían propulsar una crisis de consecuencias imprevisibles: Donald Trump llega a la presidencia de Estados Unidos presumiendo de no entender demasiado y de leer menos, con economistas de cabecera como el profesor californiano Peter Navarro, cuya visión de la economía está anclada en una época pretérita a la sociedad del conocimiento, y acaso anterior a las dos guerras mundiales, cuando el estatismo y el mercantilismo decidían la política de cada potencia.
La economía del pasado, tangible y cuantificable recurriendo a la contabilidad clásica, respondía de un modo más previsible a las políticas y estímulos que pretenden instaurar “académicos” como el mencionado Navarro. El mundo actual, más interconectado y dependiente del comercio de ideas y servicios intangibles, responderá de un modo más impredecible (quizá recordándonos la tensión entre viejas ideas positivistas y la teoría del caos).
Protegiendo sectores que hace décadas que dejaron de ser estratégicos, como el acero y el aluminio, y haciendo guiños a su electorado con la desregulación medioambiental y el apoyo a la industria del carbón, Donald Trump podría meter a la economía estadounidense, que ha heredado de la anterior Administración en mejor estado de lo que reconoce, en un buen lío.
Riesgos del populismo económico
Un artículo del New York Times firmado por Neil Irwin argumenta que, buscando una guerra comercial con países que dependen del comercio exterior como China y Alemania, Estados Unidos se arriesga a una escalada de gestos proteccionistas que nos retrotrae a las guerras del mercantilismo. Estratégicamente, podría ser cómicamente contraproductivo:
- con décadas de desregulaciones y una industria productiva más dependiente que nunca de productos exteriores y de empresas extranjeras que producen en suelo estadounidense (casi siempre, con una cadena de suministro en países como México o Canadá, a los que Trump también amenaza), Estados Unidos tiene poco que recuperar con una política neomercantilista;
- y estos desaires simbólicos —con amenaza de ratificarse en políticas proteccionistas concretas— arriesgan el crédito de los productos y exportaciones del país, cuyo mercado potencial del futuro son las nuevas clases medias del mundo emergente.
Según Irwin, el rechazo a la globalización se ha materializado en el propio núcleo del mundo desarrollado, con un líder populista que se rodea de eclécticos personajes con ideas mercantilistas de la economía más acertadas para épocas pretéritas que para el mundo actual. Y este rechazo “llega en el peor momento“: demasiado tarde para parar procesos que décadas que empezaron a materializarse, como la desindustrialización, y demasiado pronto para que los productos y servicios de alto valor añadido en que se ha especializado el país se beneficien masivamente de las gigantescas clase media y clase pudiente de China.
Irwin:
“La economía mundial se volvió más interconectada en los años 1990 y 2000, lo que produjo un daño inmediato en los países ricos, así como beneficios que sólo ahora empiezan a ser más aparentes.”
Los desaires de Trump llegan, según Irwin,
“…una vez los mayores costes derivados de la globalización ya se han disipado. Y llega justo cuando miles de millones de personas que se han integrado en la economía global durante las últimas tres décadas empiezan a ser suficientemente ricos como para convertirse en valiosos consumidores.”
Sobre acero, aluminio y cobalto
Donald Trump protege a empresas obsoletas y, a cambio, endurece las condiciones en que los productos estratégicos de su país llegarán a los consumidores que más aumentan el gasto en el mundo: la clase media china y de otras economías del Pacífico; entre otras razones, porque Estados Unidos se ha autoexcluido del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP). En paralelo, la negativa estadounidense a liderar este acuerdo de liberalización comercial ha reavivado el interés chino por colaborar con los firmantes.
La Administración de Donald Trump —si es que el presidente estadounidense ha logrado urdir un equipo que pueda ser tildado de tal— actúa sin considerar las consecuencias del endurecimiento de mercados estratégicos sobre los que China o la Unión Europea tienen más que decir. Por ejemplo, China controla casi la totalidad del mercado mundial del cobalto, ingrediente esencial de las baterías para coches eléctricos (cada una de las cuales necesita hasta 10 kilogramos de la sustancia).
El país asiático podría responder imponiendo políticas restrictivas a las empresas estadounidenses que manufacturan sus productos en China (incluyendo Apple), y acaparar todo el cobalto mundial, lo que obligaría a empresas surcoreanas, japonesas, europeas y estadounidenses (Tesla inclusive, con o sin factoría en el desierto de Nevada), a pasar por caja.
En semejante escenario, los fabricantes de baterías podrían optar por alternativas como el níquel, mucho más inflamable e inestable que el cobalto.
Trump y los antiglobalización
Entre las numerosas paradojas de los últimos tiempos, destacan los gestos proteccionistas y/o aislacionistas de quienes fueran los campeones de la mundialización, Estados Unidos y Reino Unido, que aceleraron el proceso de interconexión económica, comercial y digital de la actualidad. Ambos países se alejan con estos gestos de las necesidades de sus industrias estratégicas, desde la tecnología y el entretenimiento en Estados Unidos a los servicios financieros y de gestión en el Reino Unido (la city de Londres dejará de ser el centro financiero de la UE por elección propia).
Los aliados de ambos gobiernos de derechas —y, en el caso de Estados Unidos, con un corte populista cercano a los perfiles latinoamericanos de más triste recuerdo— no son el mundo neoconservador, sino los líderes partidos populistas de extrema izquierda y extrema derecha, tanto en Estados Unidos (recordemos la retórica económica de Jill Stein y Bernie Sanders), como en Europa: Steve Bannon, el ex colaborador de Trump que no esconde sus simpatías fascistas y su idea racializante de su país, se mostraba exultante con los resultados electorales de Italia. Quizá Bannon se pregunte por qué las cosas no han ido en la UE como en Estados Unidos.
La frustración de analistas como Neil Irwin estriba en la poca respuesta que los “entendidos” han logrado ofrecer, una vez el populismo ha hecho mella en el núcleo del sistema:
“En resumen, la ola antiglobalización que se extiende a lo largo del mundo occidental podría estar llegando exactamente en el momento menos acertado: demasiado tarde como para recuperar los empleos industriales perdidos, pero lo suficientemente pronto como para hacer mella en la habilidad de los países ricos para vender bienes y servicios avanzados a la clase media global, en rápida expansión.”
Irwin expone en su artículo que el mundo ha entrado en una nueva fase, con el comercio de bienes y servicios entre países entrando en una fase de estabilización o estancamiento, mientras los flujos de información (signos de la “economía dematerializada”, como los servicios digitales ofrecidos por Hollywood y Silicon Valley) se aceleran.
Compradores y vendedores
El flujo de bienes y servicios entre países como porcentaje de toda la actividad económica pasó de representar el 16% de las economías en los 80 e inicios de los 90, al 31%, coincidiendo con la expansión de Internet. En 2008, este flujo permanece estancado en ese porcentaje.
Los flujos financieros entre países han experimentado un proceso de repliegue todavía más dramático: pasó de representar el 22% del PIB mundial en 2007, al 6% del PIB mundial en 2016… el mismo nivel que en 1996.
El populismo económico y el neomercantilismo auguran momentos de incertidumbre y una vuelta a un mundo multipolar más imprevisible y agresivo, donde los gigantes convertidos en exportadores netos (China, Alemania) batallarán con las economías que han amasado déficits gigantescos para no perder nivel de vida y financiar las importaciones, con Estados Unidos en cabeza.
Quizá los panfleteros que se han dedicado lustros a criticar a los “neocon” pronto echen de menos políticas económicas coherentes diseñadas para garantizar la competencia, proteger a los consumidores, lograr fondos para financiar políticas de bienestar y evitar, dentro de lo posible, enfrentamientos del siglo XIX en una era de peligrosa volatilidad.
Cualquier contrapeso neoconservador al limitado e impredecible Donald Trump y sus acólitos jugaría a favor del mundo, mal que le pese a los pancarteros más movilizados a ambos extremos del espectro político. A estas alturas, el liberalismo clásico lleva camino de convertirse en la ideología contestataria —y perseguida— del momento.