El filósofo analítico y pacifista inglés Bertrand Russell, profesor de Ludwig Wittgenstein, sintetizó así una idea que contaba con toda la intención:
“El problema con el mundo es que los estúpidos muestran una presuntuosa seguridad, mientras los más sabios están repletos de dudas.”
En un ensayo recién publicado, Us vs. Them: The Failure of Globalism el experto en geopolítica Ian Bremmer argumenta que la oleada de demagogia que condiciona la política no ha alcanzado todavía su cenit: no se trata sólo de Trump, Brexit, el nacionalismo mesiánico de Polonia y Hungría o fenómenos análogos descritos como un calentón coyuntural, sino de una auténtica polarización del debate público que no muestra síntomas de agotamiento.
Medio siglo después de Mayo del 68 y casi tres décadas de la caída del Muro de Berlín, el descontento por los efectos de la globalización crece entre las sociedades que interpretan las transformaciones en ocio y trabajo como un supuesto ataque a su modo de vida y visión del mundo.
Constataciones que podrían propulsar un cierto optimismo para asumir retos de futuro compartidos en un mundo más interdependiente que nunca, tales como el aumento generalizado de los indicadores de bienestar, se han ausentado del relato público y periodístico de buena parte del mundo desarrollado, instalándose en su lugar un discurso de confrontación, el “nosotros contra ellos” que tan buenos réditos da a los demagogos.
La peligrosa victoria en redes sociales del “ellos contra nosotros”
El apoyo a una visión del mundo inclusiva y a las instituciones que garantizan las sociedades abiertas está en entredicho, dice Ian Bremmer, y en un contexto donde prevalece la “mentalidad de asedio” entre un porcentaje suficiente de la población, los mecanismos para establecer debates sosegados donde primen la crítica constructiva y la voluntad de entente quedan sepultados por la necesidad de “reaccionar” ante la hostilidad del bando —o bandos— contrario.
Repletos de buenas intenciones y un sinfín de declaraciones de principios con el universalismo de las grandes causas, los servicios de Internet más populares invitaron a todos a compartir su experiencia y a opinar sobre todo: la transparencia aportaría beneficios para los integrantes y el conjunto de las sociedades abiertas.
Una década después de la eclosión de la Internet “social”, lo único que ha quedado patente es la disposición de la mayoría a ceder detalles biográficos a empresas que se han servido de los datos recopilados para captar mayor atención y dinero de mercados cada vez más cautivos, aunque para lograrlo fuera necesario ofrecer información a la carta que ha despertado viejos rencores y puesto a prueba la tensión de rotura de sociedades complejas de todo el mundo: nacionalismo, fundamentalismo religioso y un auge preocupante de un tribalismo político basado en identidades sociales que se construyen por oposición a otros supuestos grupos-estanco.
"You can get rid of Trump, but, I mean, all of the Trumpism in the United States is real and is coming for us," says political scientist @ianbremmer. https://t.co/eywHMKztob
— Marketplace (@Marketplace) April 25, 2018
Así, sin prestar importancia a la evolución demagógica de discursos políticos de unos y otros, el debate de las sociedades abiertas se traslada desde discusiones constructivas sobre problemas y retos compartidos a agravios etéreos y relatos conspirativos donde los Otros tratan de hacerse más fuertes, usurpar o humillar en detrimento del grupo identitario con el que uno se identifica.
La cultura maniquea del teléfono que ofrece “respuestas”
¿Cómo ser siquiera conscientes de que uno está dentro y participa sin sospecharlo en discursos de degradación y ataque a fenómenos tergiversados para convertirlos en ese monstruo deshumanizado que, de repente y sin que uno sepa por qué, se convierte en el enemigo a batir para garantizar poco menos que la propia supervivencia?
Los climas demagogos y populistas no pueden combatirse con respuestas antagonistas basados en discursos similares, y la confrontación emocional se alimenta de la atención y la indignación del enemigo caricaturizado.
La psicología del “nosotros contra ellos” prepara el terreno en las sociedades abiertas que pasan por dificultades para que una parte de la población deposite sospechas sobre otro grupo, lo que permite establecer una falsa oposición o correlación.
Los dilemas falsos son dicotomías maniqueas que pretenden resolver cuestiones complejas con la exclusión, implicando la supuesta incompatibilidad entre dos proposiciones lógicas: la única manera de sobrevivir como pueblo es la independencia de un territorio (“solución para todo”, maniqueísmo imperante entre los independentistas catalanes) o su salida de la Unión Europea (principal razonamiento, junto a la exhortación de una supuesta invasión de inmigrantes procedentes y refugiados impuestos por la Unión Europea, del sentimiento populista en Reino Unido, Polonia, Hungría, Italia, etc.).
El comodín de los demagogos: la mentalidad de asedio
Yuxtaposiciones visuales, memes, leyendas urbanas, noticias falsas y la opinión de personalidades mediáticas y políticas mantienen vivo el maniqueísmo del “nosotros contra ellos”, ya que la mentalidad de asedio, la sensación de ser atacados, justificarán a continuación el uso de “soluciones extraordinarias”: elección de candidatos demagogos, ataques a la libertad de prensa y judicial, denigración y ostracismo de opositores.
If you're bad at something, chances are you don't even realize it — it's science. But there are ways around that! https://t.co/mkHfhTX9fu
— Internet Person™⭐️ (@TimHerrera) April 23, 2018
Y así, sin que nadie hubiera imaginado que el auge del mayor repositorio de conocimiento y su acceso universal fomentarían el antagonismo maniqueo, el mundo observa de nuevo cómo los viejos trucos que atizaron el nacionalismo excluyente y allanaron el terreno de las mayores atrocidades de hace un siglo funcionan mejor que nunca, con la pátina de frescura, inmediatez y novedad de las nuevas tecnologías: si uno tiene la sensación de ser atacado, aceptará sin rechistar o incluso trabajará para que se extiendan la falta de confianza en las instituciones, pues “prepararse para lo peor” garantiza su supuesta “protección”, que se entiende sólo por oposición a los Otros.
Cuando los escenarios de polarización llegan a extremos que no pueden ser contrarrestados con los mecanismos de defensa que comparten las democracias liberales maduras (prensa libre, separación de poderes, cierta cohesión social que evite el agravio), surgen sociedades divididas en facciones aparentemente irreconciliables: Estados Unidos y sus minorías raciales, Venezuela y la justificación revolucionaria para todo que hace el chavismo, Israel y tanto su minoría palestina como su relación con los territorios ocupados, etc.
Retrocede el apoyo a la democracia (donde hay derechos y deberes)
La deshumanización del contrario garantiza la cohesión social y el apoyo a aberraciones presentadas a la población como medidas extraordinarias imprescindibles, donde saltarse la norma es condición supuestamente indispensable para salvaguardar al grupo.
En este escenario donde el fin justifica los medios, las reflexiones más ponderadas sobre la expansión del totalitarismo en épocas pretéritas (como la obra de Hannah Arendt —Los orígenes del totalitarismo— o Karl Popper —La sociedad abierta y sus enemigos—) ayudan a identificar y sondear la gravedad de fenómenos como la degradación generalizada de la calidad democrática en todas las regiones del mundo.
How globalism failed, according to a globalist: ‘@ianbremmer’s thesis is incredibly honest: Globalism has not benefited everyone, and its very success sows the seeds of its downfall’ https://t.co/Xtvr5NeTY5
— Robert Went (@went1955) April 24, 2018
Hace una década, el profesor de ciencias políticas de Stanford Larry Diamond mencionó por primera vez el concepto de “recesión democrática”; sus reflexiones ganan ahora todo el sentido: la edición de 2018 del Índice Democrático que elabora el semanario británico The Economist, midiendo 60 indicadores en 167 países, confirma tanto la pérdida de apoyo de la democracia representativa entre la población como la degradación del Estado de Derecho en todas las regiones.
Según este índice, menos del 5% de la población mundial vive en una “democracia completa” (gracias a la calidad del proceso electoral y su pluralismo, el funcionamiento de las instituciones, la participación política de la población, así como la calidad de la cultura política democrática y de las libertades civiles).
De los 167 países analizados, 89 de ellos lograron resultados más pobres en los 60 indicadores con respecto a la edición de 2017. La Unión Europea permanece como bastión de los valores universalistas sostenidos por los regímenes democráticos “completos” (la región alberga 14 de las 19 democracias consideradas “completas”), si bien la puntuación ha bajado ligeramente.
Sobre pescadores de ríos revueltos
Un dato que ayuda a situar en perspectiva los discursos catastrofistas sobre la crisis catalana: en el mencionado índice del Economist Intelligence Unit, España aparece todavía como “democracia completa” por delante de países como Estados Unidos o Francia. Otros indicadores, como la economía o la percepción del riesgo en este país con respecto a países análogos (por ejemplo, Italia o Reino Unido), debería aportar un poco de sosiego a debates centrífugos que deberán resolverse alcanzando consensos, y no recurriendo a maximalismos inspirados en la mentalidad de asedio y el “nosotros contra ellos” del que alerta Ian Bremmer.
En cambio, casi un tercio del mundo vive bajo regímenes autoritarios con o sin fachada democrática, que varían desde autarquías personalistas de partido único (Corea del Norte), a dictaduras de partido único con apertura económica y cerrazón democrática y cívica (China), pasando por democracias que han mutado en regímenes plutocráticos sin alternancia real en el poder (Rusia, Venezuela, Turquía).
Pero la “recesión democrática” avanza también en la Unión Europea (con el auge del nacionalismo excluyente y el ataque a la separación de poderes en Hungría y Polonia), en una oleada de populismo que ha transformado incluso el propio núcleo de las democracias liberales: la inestabilidad en Estados Unidos, Reino Unido o Italia, entre otros países, se alimenta de una tensión social hasta hace poco más patente en regímenes menos prósperos.
Techies que admiran Rusia y China… y viejos-nuevos nihilistas
El análisis de The Economist Intelligence Unit no explica la tendencia más inquietante en el retroceso de la confianza en los valores e instituciones democráticas: entre los descontentos de las sociedades avanzadas aumenta la admiración por el culto personalista y el dirigismo económico de países como Rusia o China; aunque esta fascinación por una imagen a menudo sesgada y poco informada con la realidad en estos países y las dificultades a las que hace frente su población no se circunscribe sólo a quienes se sienten agraviados, sino también a voces importantes de Silicon Valley y del gobierno estadounidense, que comparan la esclerosis de las infraestructuras del país con el dinamismo chino, olvidando el componente propagandístico de algunos de los anuncios que llegan de ese país.
¿Puede la identidad política abandonar la tendencia a una polarización agravada por servicios sociales que ofrecen la visión del mundo preferida por cada perfil? Ni siquiera el nihilismo contemporáneo se encuentra ajeno a la capacidad de Internet por conectar en oscuros foros a quienes se sienten rechazados por el sistema y conspiran contra él en forma de ataque a la desesperada.
En el último caso de atropello masivo deliberado, esta vez en Toronto, Canadá, conocemos detalles de otra subcultura del ocio capaz de atraer a seguidores en busca de un culto: se trata de los “incel”, acrónimo de “involuntary celibate”, o jóvenes misóginos incapaces de atraer al sexo opuesto por su aspecto o personalidad, que culpan de sus inseguridades a un supuesto complot femenino contra ellos. La relación entre estos “incel” y otros grupúsculos como la autoproclamada “derecha alternativa” merece, al menos, algo de investigación periodística y sociológica.
It’s nearly 10 years since I first reported from Beijing. Back then presumption was that the internet revolution imperilled Chinese state. Now, as @ianbremmer tells me, that’s much less clear. #UsVsThem https://t.co/P3Crk8n0F7 pic.twitter.com/RBySQR72V3
— Peter Foster (@pmdfoster) April 25, 2018
Y mientras seguimos asomándonos a las distintas facetas del nihilismo sociopático descrito ya en la literatura del siglo XIX a través de personajes como Rodión Raskólnikov, la Internet social ha debilitado nuestro sentido crítico hasta el punto de malcriar nuestra conciencia con informaciones y contenido destinados a un masaje condescendiente que reafirma nuestras creencias, sin importar cuán trasnochada sea nuestra visión de la condición humana y de la sociedad a la que pertenecemos.
Cuando el teléfono asiste en las respuestas
No importa que carezcamos de conocimientos sociológicos, económicos, políticos, médicos, históricos; qué más da si no nos hemos planteado siquiera en qué marco de debate legítimo y respeto por unas reglas básicas florecieron conceptos que no son innatos —mal que nos pese— como el pensamiento crítico: la sensación de tener una respuesta infalible a un clic de distancia en la pantalla del teléfono nos reafirma de manera ilusoria en posiciones preconcebidas y maniqueísmos que no serán refutados si rechazamos incluso el principio básico de que toda hipótesis puede ser, por definición, refutada o perfeccionada, matizada.
Tim Herrera recuerda en el New York Times uno de los sesgos cognitivos que campan a sus anchas debido a la sensación de acceso a cualquier respuesta que nos otorga un teléfono con Internet: la incapacidad para reconocer los propios límites y desconocimiento, que llevarían a la conclusión ilusoria de la propia superioridad intelectual.
David Dunning y Justin Kruger, psicólogos de la Universidad de Cornell, publicaron un artículo científico (Journal of Personality and Social Psychology, diciembre de 1999) que da nombre a este sesgo cognitivo: efecto Dunning-Kruger. Si el teléfono inteligente y la sensación de poder buscar respuestas exactas a cualquier cuestión nos conmina a sobreestimar nuestra propia habilidad, en casos severos este sesgo produce la incapacidad para reconocer la habilidad y la valía de los argumentos de otros, mientras al mismo tiempo somos incapaces de reconocer nuestras carencias.
Autocrítica y conocimiento
Kruger y Dunning anotaron en sus estudios resultados esperanzadores que asistirían como posible solución a la epidemia de polarización y populismo a la que asistimos: cuando se asiste a personas que sobrevaloran su propia habilidad para que mejoren sus conocimientos (razonamiento lógico, los ejemplos, abandono de posiciones de intransigencia y de falsas afirmaciones totémicas —el “tener razón”—), los mismos individuos pueden reconocer al fin sus limitaciones previas, fundadas sobre la incapacidad de reconocer las lagunas educativas y éticas cuando es uno mismo quien las padece.
Un estudio posterior refrenda la hipótesis de Kruger y Dunning: los estudiantes con mayores lagunas mejoran tanto su rendimiento como la capacidad para la autocrítica cuando adquieren los conocimientos de que carecían.
La falta de información de calidad, así como una educación deficiente, contribuyen a la polarización, pues los mayores desconocedores de la complejidad de fenómenos sociales, políticos, geopolíticos o históricos sobreestiman su propio conocimiento y opinión, defendiendo sus posiciones con intransigencia y sin capacidad intelectual para reconocer las virtudes de procesos y diálogos conciliadores que ofrezcan beneficios a todos, y no al propio grupo.
La política de suma cero de Donald Trump es un caso paradigmático del efecto Dunning-Kruger. El fenómeno es más generalizado de lo que cualquiera con un teléfono en el bolsillo admitirá. Al fin y al cabo, él se cree encontrar a una búsqueda de Google de distancia de la supuesta “verdad” incontrovertible en cualquier materia o fenómeno.
El arte de admitir las propias limitaciones
Más que ridiculizar a los incompetentes, quizá sea más constructivo empezar por reconocer que todos somos susceptibles de caer en la trampa de subestimar lo que no sabemos.
Cuanto más ignorantes somos sobre una materia, más incapaces somos de reconocer nuestra propia incompetencia. Existe, sin embargo, una salida, la misma ya descrita por Henri Bergson, Hannah Arendt, Karl Popper y tantos otros: fomentar el sentido crítico, ofrecer información de calidad, garantizar el acceso a una educación de calidad y a herramientas de formación continua.
Porque, a medida que mejoramos en algo, más preparados estamos para estimar cuánto nos queda todavía por mejorar. La paradoja de esta dinámica (que ilustra que la capacidad de Sócrates para reconocer su propia ignorancia no es un acto de falsa modestia, sino el valiente ejercicio de atestar las propias limitaciones) es el llamado “síndrome del impostor”: cuanto más competentes somos en una materia, más proclives somos a subestimar nuestra habilidad, lo que nos lleva en determinadas situaciones a creer que el acervo propio es poco menos que un fraude.
Blaise Pascal quizá describió esta paradoja de la personalidad humana de la manera más bella: nuestro conocimiento se comporta como una circunferencia, pues a medida que crece lo que sabemos, aumenta también la superficie de la circunferencia en contacto con lo desconocido.
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