Un mes puede ser tiempo suficiente para descubrir de qué pie calza el gobierno de un país. Cuatro semanas viviendo en El Salvador me han bastado para entender que lo que los mandatarios de esta nación entienden por democracia poco tiene que ver con el respeto a las libertades y derechos fundamentales de sus ciudadanos. No se trata de un juicio de valor hecho a la ligera, si bien mi conocimiento sobre este país es, obviamente, limitado. Para argumentar mi tesis, me centraré en el acoso que sufren los movimientos sociales y las organizaciones civiles de este pequeño país centroamericano.
Como casi todos los países que basan sus políticas en el neoliberalismo económico más agresivo, El Salvador es objeto de una agresiva campaña de privatización de sus servicios básicos. Ahora, le ha tocado el turno al agua. Su presidente, Elías Antonio Saca, del partido derechista ARENA, prefiere utilizar el eufemismo de “política de descentralización del agua” que, por lo visto, suena mucho mejor.
El pasado 2 de julio, Saca pretendía presentar su proyecto en el municipio salvadoreño de Suchitoto, una emblemática localidad de gran interés turístico y que, por cierto, está gobernado por el partido opositor de izquierdas, el FMLN (Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional).
Naturalmente, los movimientos sociales y varias ONGs prepararon un acto de bienvenida al presidente. A modo de alfombra roja, cortaron la vía de acceso principal con piedras y se concentraron frente al ayuntamiento para mostrar su rechazo a los planes gubernamentales. A simple vista, nada que salga de lo normal en un acto de estas características.
Pues bien, así es como reaccionó la policía salvadoreña: lanzaron balas de goma y gases lacrimógenos contra la gente, asediaron a los manifestantes entrando incluso en varios domicilios y fueron perseguidos con helicópteros durante más de 4 horas. Se han emitido vídeos en los que se observan vehículos artillados que se dirigen hacia la manifestación.
Sin duda, uno de los “momentos estelares” es la detención de cuatro miembros de la organización CRIPDES, una entidad que destacó por su trabajo en las repoblaciones de civiles cuando acabó el conflicto armado salvadoreño (1980-1992). Lo surrealista del caso es que los cuatro detenidos fueron interceptados por la policía cuando se dirigían a la concentración, es decir, que ni siquiera habían llegado al municipio.
Al final, el número de detenidos llegó a los 14, todos ellos ciudadanos que se manifestaban pacíficamente, tal y como demuestran los vídeos emitidos por algunos medios de comunicación. Además, se ha podido comprobar que los detenidos fueron maltratados física y psicológicamente por parte de la policía. De hecho, los miembros de CRIPDES –entre los que se encuentran su presidenta, vicepresidenta y la periodista de la entidad- que fueron trasladados en helicóptero a dependencias policiales, escucharon como miembros de la policía que los custodiaban se burlaban de ellos y amenazaban con lanzarlos al suelo desde el aire.
En este punto, podríamos acordar que la reacción de los cuerpos de seguridad fue desproporcionada. Lo que resulta surrealista es que a todos los detenidos se les ha aplicado la Ley Antiterrorista y se les ha acusado de delitos de asociaciones ilícitas, desórdenes públicos y actos de terrorismo. Ahí es nada. Se enfrentan a penas superiores a los 20 años. A la espera de que se inicie su proceso judicial, los detenidos ya han sido trasladados a diferentes penales del país donde las condiciones no son, precisamente, muy agradables.
La aplicación arbitraria de la Ley Antiterrorista es posible porque esta norma obvia algo fundamental: no define qué se entiende por terrorismo. De este modo, lanzar una piedra se puede equiparar al uso de armas químicas, y la toma de una calle adquiere la misma gravedad que el secuestro de un avión o la voladura de un puente.
Queda claro que el Gobierno salvadoreño ha hecho servir la Ley Antiterrorista como un instrumento de censura y criminalización de los movimientos sociales. Pero, en ocasiones, el efecto que consiguen las políticas de control y sometimiento es justamente el contrario.
Frente a la presión gubernamental, las diferentes organizaciones sociales salvadoreñas han unido esfuerzos para denunciar y presionar al gobierno, no sólo para lograr la libertad de los detenidos, sino para denunciar a nivel internacional las prácticas antidemocráticas del Ejecutivo salvadoreño.
Los defensores de los detenidos no han dudado en calificarlos como presos políticos. Al fin y al cabo, se trata de una estrategia política diseñada para mutilar la libertad de expresión de los opositores a la gestión gubernamental. El concepto de presos políticos recuerda a otros tiempos, a épocas pasadas de represión y censura… ¿o quizás no tan pasadas?