Diversas empresas e instituciones buscan el modo más adecuado de medir el impacto ambiental (o huella ecológica) de los productos y servicios que consumimos a diario.
No existe una vara de medir única y reconocida universalmente. De hecho, organismos públicos y privados de todo el mundo todavía no se han puesto de acuerdo en cómo medir el impacto total de un producto.
El mercado de la sostenibilidad tiene un papel central en este siglo; de ahí que varias empresas privadas de distinto tamaño y naturaleza vean en la medición del impacto ecológico de lo que compramos y hacemos a diario (como personas, como familias, como empresas, como regiones o países) una oportunidad de negocio lista para eclosionar.
Poner puertas al campo: cómo medir el impacto de todos los productos y servicios
Google ha lanzado en fase de prueba Google PowerMeter, aplicación web cuyo objetivo es informar al usuario del impacto energético de su hogar u oficina, a través de la medición del consumo eléctrico de aparatos e instalaciones.
Trasladando su competencia más allá del desarrollo de sistemas operativos, software de ofimática, buscadores, publicidad en Internet o navegadores, Microsoft también compite con Google en este segmento, a través de la aplicación web Microsoft Hohm, similar a PowerMeter.
No sólo gigantes tecnológicos intentan poner puertas al campo, tratando de medir el impacto ambiental de todo tipo de aparatos durante su vida útil. Startups como Tendril o AMEE proponen conceptos igualmente ambiciosos.
Si Tendril se centra en la medición energética, de un modo similar a Google PowerMeter y Microsoft Hohm, AMEE se propone a ofrecer un servicio, si cabe, más ambicioso: medir la huella ecológica de todos los productos, servicios y objetos del mundo, a través de una plataforma tecnológica de naturaleza abierta que pudieran usar individuos, empresas e instituciones.
AMEE lo explica así en su sitio web: “para medir la ‘huella ecológica’ de todas las cosas en la Tierra, se requiere una plataforma para agregar datos neutral”.
Una idea tan atractiva y necesaria como quimérica. AMEE deberá luchar con intereses de empresas y sectores enteros de la economía mundial que no están interesados en ningún caso en que la información sobre el impacto ambiental de algunas actividades sea accesible y comprensible para la ciudadanía mundial.
Tras el acuerdo sobre CFC, ¿un acuerdo para medir el impacto de productos y servicios?
El mundo acordó retirar del mercado productos destinados al consumidor final que contuvieran clorofluorocarburos (o gases CFC, responsables de buena parte del daño realizado por el hombre a la capa de ozono durante el sigloXX), plomo u otros materiales reconocidamente peligrosos.
Desde 1995, la Unión Europea no permite la producción o uso de productos que incorporen clorofluorocarbonos.
No parece que la historia vaya a repetirse y no existe quórum mundial para hacer obligatoria la incorporación de una etiqueta medioambiental en todos los productos y servicios intercambiados en el mercado mundial.
Si, para combatir la obesidad, investigadores y gobiernos coinciden incluir el valor calórico, energético y totalidad de ingredientes en un alimento, el mismo razonamiento debería llevarse a cabo con el impacto energético de un producto, arguyen algunos investigadores.
Trazabilidad e “Internet de las cosas”
Con el uso de tecnologías en uso actualmente, el concepto de seguimiento de un producto o servicio desde su concepción hasta su procesado como desecho podría extenderse rápidamente.
La trazabilidad promete realizar este seguimiento, desde que el producto o servicio es concebido hasta más allá de su vida útil, una vez es desechado y, si no vuelve a la tierra de forma natural (concepto “de la tierra a la tierra”, o “Cradle to Cradle”), debe ser procesado como “basura”.
La Unión Europea aplica políticas activas para promover la trazabilidad, aunque la responsabilidad para realizar un seguimiento del producto ha recaído en manos de funcionarios y empresas, lejos del consumidor.
¿Consecuencia de esta decisión, aparentemente inocua? Al sentirse desligado del impacto ambiental real de un producto (esto es, los recursos que cuesta pensarlo, concebirlo, producirlo, distribuirlo y destruirlo, una vez es obsoleto), el ciudadano no valora la compra de un producto o servicio en función de su sostenibilidad.
Pese a los esfuerzos, todavía no se ha logrado establecer un
estándar para incorporar un sistema de trazabilidad de productos que
pudiera aplicarse globalmente.
Con la consolidación de Internet como medio y herramienta de información, educativa y de trabajo para más de 1.600 millones de personas en todo el mundo (1 de cada 4 personas en el planeta), el concepto trazabilidad cede terreno a una idea más ambiciosa e inclusiva para medir el recorrido vital de un producto o servicio: la llamada “Internet de las cosas” (del concepto “Internet of things“).
La Internet de las cosas es una idea concebida ya en 1999 por el MIT, aunque toma importancia cuando la Internet inalámbrica es una realidad y se ha generalizado el uso de ordenadores portátiles y teléfonos inteligentes, capaces de conectarse entre sí, hacer fotos, registrar vídeo o leer un código de barras.
La idea es proporcionar a cada dispositivo, objeto, material, producto o servicio en el mundo un identificador electónico que lo mantenga conectado en red al resto de dispositivos y no sólo un individuo, sino la sociedad humana en su conjunto contabilice su “actividad”, “valor” e “impacto”, entre otros atributos.
Realizando una interpretación libre de la “Internet de las cosas”, que mi vecino compre un coche de gran cilindrada y nula eficiencia energética para realizar cortos desplazamientos periurbanos también me afecta, debido a la presión ambiental que realiza en una comunidad local, a su vez conectada a una comunidad global.
También se puede atrever uno a relacionar trazabilidad, Internet de las cosas y sentido común o responsabilidad institucional de un individuo, empresa u organismo: accountability.
Los productos alcanzarían un nuevo nivel de “responsabilidad”, de incorporar por defecto información estándar e inteligible por cualquier ciudadano sobre su auténtico impacto medioambiental, desde la cuna hasta la tumba.
Al menos, desde la cuna hasta la tumba siempre que no se generalicen conceptos como el de la eco-efectividad, formulado por el arquitecto William McDonough i el químico Michael Braungart.
Según la eco-efectividad (en contraposición a la mera “eco-eficiencia”, que significa según los autores “menos malo”, pero “malo” al fin y al cabo), los productos deberían compararse como un árbol frutal. El excedente o gasto equivale a comida para otros organismos, mientras la propia muerte del objeto es una oportunidad nutritiva para su entorno.
De este modo, los productos “de la cuna a la cuna” conseguirían o bien volver a la tierra sin que sea necesario emplear energía para este proceso, en forma de alimento; o bien ser un nutriente técnico, o material que puede ser regenerado de un modo casi infinito sin por ello destinar ingentes cantidades energéticas en este proceso.
La dimensión ecológica de nuestra cotidianeidad
Investigadores como Howard T. Odum y S.E. Tennenbaum han intentado introducir la variable ecológica en el estudio de sistemas complejos, tales como el mercado de bienes y servicios o la sociedad. Pese a sus esfuerzos y a los de otros autores, la ecología ha mantenido una posición marginal en las ciencias sociales.
Sea como fuere, no existe una penalización clara, cuando nos decantamos por una opción comercial más barata, aunque a la vez más “cara” para el mundo a largo plazo, si esta última es más contaminante y requiere el uso de más recursos para hacerla desaparecer de un modo seguro, una vez ha sido desechada.
Al no contabilizar claramente el impacto ecológico de productos y servicios, seguimos sin pagar su coste real. Su costo en el mercado de bienes y servicios está determinado por leyes clásicas de oferta y demanda, además de la aplicación de impuestos y otras desviaciones, tanto de ámbito local como internacional.
Es barato contaminar. En ocasiones, nos sale gratis. A individuos, empresas, instituciones y comunidades humanas (pueblos, ciudades, provincias, regiones, países, comunidades de países).
“Embodied energy”
La energía gris, energía incorporada o energía cautiva (el inglés “embodied energy“) intenta contar el auténtico coste de un producto o servicio, al centrarse en la contabilidad ambiental y no sólo en la física y transaccional.
La energía cautiva suma el total energético necesario en todas las fases del ciclo de un producto, material o servicio. El ciclo vital total de un producto, servicio o material incluye la extracción de la materia prima, su transporte, manufactura, montaje, instalación, desmontaje,deconstrucción y/o descomposición, según Howard T. Odum.
De nuevo, se han realizado varias interpretaciones sobre la energía cautiva, algunas de las cuales están interesadas no sólo en calcular el impacto ambiental de un producto, material o servicio, sino en calcular el equivalente en petróleo necesario para mantener un proceso productivo determinado.
El propio concepto de libre mercado, resumido en la expresión “laissez faire, laissez passer”, formulado en la Francia del XVIII por los fisiócratas, está relacionado con el potencial económico derivado del uso justo de la naturaleza, de acuerdo con las leyes de ésta.
La fisiocracia, o “gobierno de la naturaleza”, consideraba que las leyes humanas debían actuar en armonía con las de la naturaleza. La fisiocracia fue considerada fallida por la teoría clásica del libre mercado, basada en el mercantilismo, que desligaba el valor intrínseco de un bien o servicio de su valor en el mercado.
Este “error” de los fisiócratas los aproxima a algunos ecologistas contemporáneos: como éstos últimos, los fisiócratas del XVIII están más interesados en la productividad física y no en la productividad del valor. Sus ideas dejaron impronta en Thomas Jefferson y su visión agraria (“democracia agraria”) de la sociedad de Estados Unidos que él apoyaba.
La “sustancia”, según los fisiócratas e intelectuales contemporáneos como el propio Jefferson, tenía un mayor impacto sobre el ser humano que una economía desligada del mercado productivo.
Más de 2 siglos después, la batalla intelectual entre mercantilistas y fisiócratas, entre Hamilton y Jefferson (Hamilton Vs Jefferson), aparece de nuevo, aunque esta vez la teoría económica dominante desde finales del XVIII, mercantil y desligada del mercado productivo, debe hacer frente a una crisis de valores sin precedentes.
Entre sus críticos, algunos ecologistas sustituyen afisiócratas y no hablan de “sustancia”, aunque sí de “emergy” (“emergía”) y “embodied energy” (“energía incorporada”).
Howard T. Odum, nacido en la sureña ciudad universitaria de Chapel Hill, fundamentó su profundo ecologismo con una sólida teórica que tomó ideas vigentes de Jefferson, Thoreau e incluso los fisiócratas, tras una seria labor de separación entre grano y paja.
Para Odum, los sistemas complejos que aprovecharan la integración ecológica de los elementos podrían contribuir decisivamente al proceso social.
Pese a la honda raigambre de ideas como las de Odum, cuando el diseño industrial y los productos para el consumo de masas alcanzaron su mayor apogeo, durante el siglo XX, “ecosistema”, “ecología”, “sustancia” o “Impacto ecológico” eran meros conceptos arrinconados por los imperantes “valor añadido”, “eficiencia”, “coste” o “logística”.
Hasta la toma de conciencia, a finales del XX y, sobre todo, en el XXI, sobre la situación medioambiental del planeta y los riesgos derivados del cambio climático, provocado por una sociedad mundial con una visión productiva que desoyó la visión del mundo como un ecosistema naturalinterdependiente (Gaia de James Lovelock, entre otras formulaciones).
Todavía hoy, el pesimista hasta el histrionismo Thomas R. Malthus es usado como arma arrojadiza por teóricos y personalidades de distintos ámbitos que reconocen la interdependencia (similar al concepto “Gaia”) de la economía mundial, pero tachan de pesimismo-maltusianismo el creer que el organismo planetario, interconectado de un modo que sólo ha sido explicado con plenitud por algún poeta iluminado y, quizá, Bill Bryson en “Una breve historia de casi todo“, se ve afectado de manera fundamental por la emisión de gasescontaminantes.
Diseño industrial
La definición tradicional de diseño industrial, a grandes rasgos, de la sintetización de conocimientos, técnicas y creatividad para la producción en serie. El diseño industrial atiende a las funciones, cualidades estructurales, formales y estéticas, así como a un conjunto determinado de valores.
El diseño industrial y la producción en masa trajeron las primeras vajillas, cubiertos y mantelerías producidas en masa para las clases medias de la potente Gran Bretaña victoriana. Más tarde, hicieron posible la fotografía de masas, gracias a Kodak, el coche popular (Ford T, Volkswagen Escarabajo… ¿Tata Nano ?), el teléfono, la radio, la televisión y tantos otros bienes de consumo que han contribuido de un modo u otro a forjar los cimientos de la sociedad actual (sociedad del conocimiento e Internet, todavía dependiente de la generación energética dependiente de combustibles fósiles). Todo con música de Enrique Caruso de fondo, escuchada a través de un gramófono.
Algunos estandartes más contemporáneos: walkman y su mejorado hijo (capaz de matar al padre, como mandan los cánones psiquiátricos) iPod, ordenador personal, teléfono móvil, teléfono-ordenador (iPhone).
La imperante cultura de la eficiencia (o su derivada: la “eco-eficiencia”, que no “eco-efectividad”), sintetizada en la Ley de Moore referida al aumento sostenido de la sofisticación del hardware de mayor precisión, el informático (“el número de transistores en un procesador puede duplicarse cada 2 años”), describe el dominio moral e ideológico de la producción en masa de productos cada vez más rápidos, más altos, más fuertes, sin tener en cuenta su impacto medioambiental.
Modelo pos-industrial: ¿recuperar el equilibrio?
La industria informática y electrónica constituye un buen ejemplo de las numerosas virtudes y defectos del sistema (¿puedo decir “ecosistema” sin que me llamen maltusiano?) de valores que ha contribuido a que el modelo industrial se base en la producción de dispositivos con un coste cada vez más bajo en su manufactura y una vida útil, en la mayoría de ocasiones, más reducida que la de sus predecesores.
Simplemente hay que pararse a pensar cuántos teléfonos móviles hemos tenido nosotros mismos y las personas de nuestro entorno en los últimos 10 años, y los motivos que nos mueven a su renovación, predominantemente relacionados con ofertas y otros mecanismos relacionados con la compra impulsiva.
Un iPhone es más atractivo que un Nokia Communicator. Un iPhone 3G es más atractivo que un iPhone. Un iPhone 3GS es más atractivo que un iPhone 3G. El desenladrillador que lo desenladrille…
Hablar del consumismo desaforado es confundido por muchos defensores de la economía de libre mercado como un síntoma inequívoco de maltusianismo (o de ser torcido, o comunista, o hippie , o cualquier otra acepción de “maltusiano”, con menor tronío). El libre mercado no impide, no obstante, la producción de bienes de consumo avanzados, sofisticados y atractivos. Sí suele penar, de un modo u otro, la comercialización de aparatos deficientes, con mala calidad, o que incluyan materiales peligrosos.
Decir que un ecosistema de valores distinto puede generar un diseño industrial distinto (“eco-efectivo”, respetuoso con el usuario, la sociedad y el medio ambiente, durable, capaz de transformarse en otro aparato al final de su vida útil, o de volver a la tierra en forma de alimento, etc.) no equivale a términos como “proteccionista”, “tremendista”, “maltusiano”, “ludita” o “neoludita“.
La tecnología en general e Internet en particular, contribuyen a la difusión de corrientes críticas con la “eco-eficiencia” y más cercanas a la “eco-efectividad”, o que tienen en cuenta el auténtico impacto medioambiental de un producto, material o servicio. Partidarios de contar también la “sustancia” en términos ecológicos, y no sólo mercantiles.
Varios pensadores, corrientes de pensamiento y ciudadanos espontáneos se proponen crear proyectos y empresas con retos como:
- Diseñar productos que se comporten como un árbol.
- Diseñar para perdurar.
- Diseñar saludable.
Extra: 10 productos sublimes cambiados para peor
Pura apreciación personal, sólo evocadora y sin más fundamento: productos que han evolucionado para peor en las sociedades industriales y post-industriales. Antes de que se me acuse de pre-industrial, decir que sigo aguardando a que Tesla Motors o algún fabricante similar tenga las agallas (y el conocimiento, y el dinero) para desarrollar un coche eléctrico compacto con una autonomía de 500 kilómetros en una sola carga, capaz de competir de tú a tú con el Volkswagen Golf. Dicho esto, acabo diciendo que no poseo coche y he evitado una crisis de identidad debido a este motivo.
- Navaja de afeitar / Maquinillas desechables.
- Jabón para el afeitado / Espuma de afeitar.
- Bolsa del pan / Bolsa de plástico.
- Cesto de mimbre para la compra / Bolsa de plástico.
- Boina / Gorra americana.
- Trajes cortados a mano y remendados con el tiempo / Fast fashion.
- Jabón de Castilla / Jabones químicos.
- Bota de vino / Tetrapack.
- Porrón de vino-aceite / Botella de plástico.
- Pasta hecha a mano en casa / Pasta comprada.
- Pan con levadura natural / Panadería industrial.
- Zapatos concebidos localmente, con productos locales. (Camper intenta evocar este concepto) / Zapatos de usar y tirar.
- Dominó, baraja española, damas, ajedrez / Videojuegos, televisión.
- Paseo al aire libre / Nintendo Wii.
- Termo para café-taza / Contenedor desechable.
- Vajilla de barro / Vajilla de plástico o polímeros químicos.
- Ánfora-botijo-cazuela / Productos de vajilla con el polímero Teflon.
Me quedo con la primera columna. Aunque prefiero el portátil a la libreta Moleskine y un libro electrónico con 100 libros en memoria que el mismo volumen de libros para llevar de viaje.