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Proudhon vs Lamartine: Internet, empleo y derechos de autor

Miles de artículos sobre la “economía de bolos” —”gig economy“— después, los análisis optimistas y promesas de la economía colaborativa deben afrontar la realidad: apenas una selecta minoría de trabajadores independientes que desarrollan su labor en el nuevo nicho logra salir de la precariedad, mientras la mayoría gestiona una vida laboral incierta y sin la cobertura social de un contrato convencional.

En Estados Unidos, el Gobierno se refiere a este nuevo grupo de trabajadores liberales en precario como tomadores de “arreglos —¿apaños?— de empleo alternativos”.

El Gordo de Minnesota (Jackie Gleason) y Eddie Felson (Paul Newman), protagonistas del clásico del cine negro “The Hustler” (“El buscavidas”, 1961), del director Robert Rossen

Los trabajadores freelance no son un invento de la economía autodenominada, en un golpe maestro de relaciones públicas, “colaborativa”, pues el empleo liberal independiente, precario o no, ha sido acomodado en la legislación laboral de la mayoría de países en el régimen del autoempleo, con nomenclaturas como “autónomos” (España), “auto-emprendedores” (Francia), etc.

Lo que Internet ha normalizado es una estructura contractual encubierta, que ha permitido hasta ahora a compañías como Airbnb, Uber, TaskRabbit y sus competidores a ofrecer servicios sirviéndose de “profesionales” que cuentan con todas las obligaciones de un trabajador convencional, si bien carecen de un contrato convencional que obligue a la compañía a asumir parte del coste del empleado en la seguridad social.

Plataformas “colaborativas”: semántica del empleo inestable

El nuevo modelo de empleo independiente, automatizado y perfeccionado en perpetuidad por el sistema de gestión de prestación de servicios que ha garantizado hasta ahora la popularidad de las empresas de la economía “colaborativa”, se había popularizado en años precedentes en profesiones como el periodismo, la publicidad y relaciones públicas, el diseño gráfico, las profesiones artísticas, etc.

En el mundo periodístico, el epicentro de la transformación fue Nueva York, capital de la prensa, la televisión y la publicidad en Estados Unidos, con contrapunto en el corredor Los Ángeles-Silicon Valley de la Costa Oeste: compañías de edición y conglomerados como Viacom, así como empresas de cable, trataron de reducir el peso específico de los sindicatos periodísticos externalizando el trabajo de campo, así como la edición y la producción.

Freelances, trabajadores primerizos peor pagados y becarios nutrieron buena parte de los huecos de trabajo técnico (ENG, sonido, etc.) y de reporterismo que empezaron a crearse con despidos y reestructuraciones. Eventualmente, a inicios del nuevo siglo, los periodistas, fotógrafos, cámaras y pequeños productores y editores de la televisión por cable y la prensa local, carecían de un contrato con sus empleadores reales.

La “economía colaborativa” no ha hecho más que perfeccionar este proceso de descentralización y abaratamiento de costes, con consecuencias perniciosas en recaudación fiscal, en sueldos reales de los trabajadores y en conciliación entre vida y trabajo: los nuevos empleos en forma de “bolo” (en inglés, “gig”, “side hustle”, etc.), no sustituyen a viejos esquemas de becarios y trabajadores temporales (éstos contaban al menos con el incentivo de una contratación convencional), sino que perpetúan su relación precaria e inestable con sus empleadores reales.

Empleo remunerado y becarios en perpetuidad

Fenómenos mediáticos como el Huffington Post o, últimamente, Vice Media, se han erigido gracias a una legión de colaboradores dispuestos a trabajar sin retribución (o con una retribución escasa e irregular), apenas gestionados por los empleados de la compañía, explica Reeves Wiedeman en New York Magazine.

A los analistas más atentos no se les escapa que, a medida que abandonamos la era del dominio del “soft power” estadounidense en contenidos culturales e Internet debido a la beligerancia comercial de Trump, nos adentramos en un período de incertidumbre en que las empresas tecnológicas de Estados Unidos y China pondrán a prueba su modelo comercial en el resto del mundo.

“El buscavidas” pretende ganar al Gordo de Minnesota, leyenda del billar (“The Hustler”, 1961)

Mohamed A. El-Erian escribe en Bloomberg que, en la actualidad, los expertos en política regulatoria están tan demandados en Silicon Valley como los mejores ingenieros informáticos.

El artículo no menciona otro tipo de profesional en auge en el valle de Santa Clara: el experto en relaciones públicas. Es la creatividad de las campañas de RRPP tan corrientes en la prensa tecnológica, a medio camino entre el reporterismo y el publirreportaje, la que ha permitido hasta ahora eludir una semántica más realista (y, por tanto, controvertida, negativa) de la precariedad laboral que afecta tanto a los trabajadores “prescindibles” de las grandes compañías tecnológicas como a los “trabajadores independientes” que usan sus plataformas (parte no reconocida del éxito de empresas que garantizan su competitividad minimizando sus obligaciones laborales y fiscales, e invirtiendo en imagen).

Estadísticas fantasma de la economía colaborativa

Esta dicotomía entre realidad precaria y semántica positiva de la “economía de bolos” ha empezado a ceder ante la presión de la realidad: un artículo en Time ilustra cómo Jeff Bezos, de Amazon, ha añadido en lo que va de 2018 40.000 millones de dólares a su fortuna personal.

En el mismo período, un trabajador convencional de Amazon (operando, por ejemplo, en uno de los gigantescos centros logísticos de la compañía) ha ganado 12.000 dólares. Y, como ocurre con empleados precarios en empresas como Walmart, muchos empleados de Amazon piden ayudas sociales para completar un salario medio en la compañía de 28.446 dólares.

Ben Casselman resume la situación en el inicio de su artículo para el New York Times:

“Uno puede ver la ‘economía de bolos’ en todas partes menos en las estadísticas.”

La razón: la economía colaborativa ha sido diseñada para evitar tanto como sea posible que los reguladores de los países donde operan las empresas que prestan los servicios en calidad de intermediarias (Uber, Lyft, Airbnb, TaskRabbit, etc.) interpreten la relación entre la firma tecnológica y el trabajador por cuenta propia como empleo convencional encubierto (lo que demandaría contratación, mayores cargas fiscales y mayor presencia de la firma tecnológica sobre el territorio donde se presta el servicio).

Trabajadores autónomos a merced de centrales de trabajo teledirigido

Las empresas de la economía colaborativa prometían añadir mayor flexibilidad a los profesionales con mayor potencial creativo, así como ingresos adicionales a sus arcas privadas, eludiendo la polémica cuestión impositiva, pues las condiciones de uso obligan al prestador del servicio a asumir toda responsabilidad fiscal en la que éste pudiera incurrir.

Un estudio de la oficina de estadísticas laborales de Estados Unidos con datos que se remontan a 2005 concluye que el 10% de los trabajadores estadounidenses desarrollaban “arreglos de empleo alternativos”.

Fotograma de “El buscavidas” (Robert Rossen, 1961)

A diferencia de los contratos de obra y servicio popularizados por la industria creativa hollywoodiense (a los cuales Adam Davidson dedicaba un análisis, también en el New York Times, en 2015), los “apaños laborales” entre prestadores del servicio que permanecen como independientes y “plataformas” de Internet como Uber, no tienen una duración determinada y un objetivo concreto (por ejemplo, desempeñar una labor en una película), sino que permiten desempeñar una labor regular sin una relación contractual justa y digna para ambas partes.

No extraña, por tanto, que este tipo de “bolo” haya pasado de englobar al 11% de los trabajadores en 2005 a hacerlo en 2017 con el 10%, un punto porcentual menos. A tenor de los artículos y promesas de los últimos años, el impacto real de la “economía colaborativa” es menor del esperado en cuanto a actividad principal declarada.

La precarización de los trabajos “tecnológicos” menos apetecibles

¿Qué ocurre, no obstante, con el fenómeno del trabajo precario adicional, a modo de pluriempleo? La Reserva Federal estadounidense estima que al menos un tercio del total de los trabajadores activos en Estados Unidos ha completado sus ingresos principales con actividades complementarias de la “economía colaborativa”.

Ben Casselman especula con la posibilidad de que las estadísticas oficiales sean incapaces de registrar con detalle el fenómeno subyacente en la “economía de bolos”: muchas empresas han eliminado relaciones contractuales convencionales, sustituyéndolas con subcontratas que emplean a una legión de trabajadores temporales “freelance”, que cobran menos que los trabajadores sustituidos y carecen de una cobertura social equivalente.

Estos trabajadores tendrían más dificultades para mejorar sus perspectivas laborales.

Asistiríamos, apunta Neil Irwin en un artículo centrado en la evolución del empleo de conserje en Estados Unidos, a un proceso estructural de precarización que afectaría a los empleos menos especializados.

Plataformas que se nutren de “independientes” sustituibles

Ben Casselman cita a expertos que sospechan que la ausencia de estadísticas precisas sobre el fenómeno del empleo precario relacionado con las plataformas “colaborativas” de Internet impide conocer si éste asiste a individuos y familias con un montante que añadir a otro empleo, o si por el contrario contribuye a la precarización.

El fenómeno de la precarización —explica Sarah Holder en Citylab— acaba afectando las perspectivas y salud de los afectados, sobre todo cuando los horarios son irregulares o variables (circunstancia que obliga a los afectados a mantener un nivel de alerta por el que no son debidamente reconocidos ni compensados).

Teoría y práctica de buscarse la vida con bolos inestables (fotograma de “El buscavidas”, Robert Rossen, 1961)

Para Eileen Appelbaum, codirectora del think-tank Center for Economic and Policy Research,

“esta externalización doméstica es el gran cambio sobre por qué los salarios no aumentan y por qué los trabajadores se sienten tan inseguros. Y sólo tenemos información imprecisa para mostrarlo.”

Katharine G. Abraham, economista de la Universidad de Maryland y con experiencia en la Administración estadounidense, ejemplifica la dificultad con que muchos trabajadores se perciben a sí mismos, dada la expansión del empleo precario y temporal: algunos conductores de Uber se presentan a sí mismos como empleados de la firma, cuando en realidad la plataforma los define expresamente como trabajadores por cuenta propia; trabajadores de las subcontratas usadas por Amazon en sus almacenes se declaran empleados del gigante de la distribución, cuando en realidad lo hacen en peores condiciones para otras empresas; etc.

El mundo como subcontrata de “call center”

El fenómeno no es nuevo y ha servido para nutrir los ámbitos menos prestigiosos y reconocidos del sector tecnológico, como las granjas de call centers que se ofrecen a terceras empresas para realizar campañas publicitaria, vender productos, realizar seguimientos a través de sistemas de relación con el cliente (CRM), o asumir labores administrativas y de servicio técnico.

Con el auge del contenido de usuarios a través de blogueo y redes sociales, el periodismo ha democratizado su acceso, a la vez que precarizaba la situación de reporteros que deben adaptarse a transformaciones técnicas constantes en situación de subempleo. Attosa Araxia Abrahamian escribe en Columbia Journalism Review sobre su propia experiencia y la de algunos colegas que colaboran con varios medios de prensa digital para ilustrar las ansiedades, pequeñas victorias e incentivos vocacionales del panorama periodístico actual.

Parte de la precariedad en el periodismo digital y otros empleos creativos en un entorno mediático dominado por el impacto y la inmediatez se debe a la incapacidad —tanto de medios tradicionales como de plataformas digitales que han surgido en Internet— para encontrar un modelo de negocio económicamente sostenible: la popularidad en torno a marcas como Buzzfeed o Vice Media no ha impedido despidos y preocupación sobre el nivel actual de pérdidas (los beneficios ingentes son, de momento, para quienes concentran el grueso de la inversión publicitaria e imponen condiciones: Alphabet y Facebook).

Vuelve la discusión entre Proudhon y Lamartine

Tras años de experimentos, promesas y apenas resultados, muchos creadores toman el relevo de profesionales creativos acostumbrados a vivir en la precariedad y la intermitencia, como artistas, escritores y reporteros vocacionales, descontentos con el modelo de distribución de contenidos culturales y de ocio que se ha impuesto en Internet:

  • grandes plataformas —que concentran la publicidad y la distribución— y usuarios presionan para que el contenido sea gratis, libre y modificable, olvidando la remuneración de los creadores;
  • distribuidores tradicionales de contenido y buena parte de los creadores abogan por modelos diversos de remuneración, sin haber dado con una fórmula satisfactoria para todas las partes.

Renace, una vez más, la tensión entre dos modelos de producción y distribución de bienes “artesanales”, discusión que enfrentó a dos modelos utópicos de los años 20… del siglo XIX:

  • el libertarismo incipiente de Pierre-Joseph Proudhon, cuyos ideales mutualistas están próximos a los que sostienen activistas del software libre y tecnologías como Blockchain, que abogaría por la supresión de los derechos de autor, pues —afirmaría el precursor del anarquismo político— “la propiedad es el robo”;
  • y el republicanismo fundado en los ideales de la Revolución Francesa defendidos por el liberal moderado Alphonse de Lamartine; Lamartine contestaba a Proudhon que era esencial proteger los derechos de autor como una de las libertades individuales inalienables, tan consecuente como la propiedad privada o la libertad de credo.

Lamartine creyó que la precariedad conduciría a los creadores a malvivir por su trabajo, circunstancia que repercutiría sobre la calidad de las obras y, por ende, ello empobrecería el debate público. Proudhon creía que las ideas pertenecían a todo el mundo y el genio del individuo consistía en ordenarlas a su manera, pero esta originalidad no debía equivaler a derecho de propiedad.

Doscientos años después, Proudhon y Lamartine siguen discutiendo. ¿Tenemos nosotros algo nuevo que aportar?