Confundir las libertades civiles con las medidas sanitarias imprescindibles para atajar una pandemia en pleno crecimiento exponencial de los contagios puede comportar consecuencias devastadoras.
A mediados de marzo, cuando Italia combatía el grave brote en Lombardía y los portavoces sanitarios de otros países europeos y del resto del mundo relativizaban el riesgo de que el momentáneo colapso sanitario en torno a Milán ocurriera en su territorio, el ex primer ministro del país Matteo Renzi establecía una diferencia que debía quedar clara a la población italiana y, por extensión, europea:
«Ir al teatro para demostrar resiliencia cuando estás afrontando una amenaza terrorista es lo que hay que hacer.
«Ir al teatro cuando estás frente a una pandemia es simplemente una idiotez».
Incompetencia colectiva a cámara lenta
Una semana después de estas declaraciones de Renzi, quedaba claro que la pandemia ya crecía exponencialmente en lugares como Madrid o el Grand Est francés; sin embargo, las autoridades sanitarias del Reino Unido y Estados Unidos minimizaban el riesgo de que lo que ocurría en Italia, España, Francia, Holanda o Bélgica pudiera replicarse en sus respectivos territorios.
Pandemic experiment
Italy – social distancing
Florida – social Darwinism pic.twitter.com/Xn52jBQX1Y— Decoherence (@DecoherenceWave) June 27, 2020
Excepcionalismo y relativización del riesgo del virus inspiraron a las administraciones del Reino Unido y Estados Unidos a especular con el verdadero riesgo al que se enfrentaban; la epidemia llevaba días de retraso en el Reino Unido y Estados Unidos, y la preocupación de los expertos fue puesta en barbecho: se especuló sobre estrategias de inmunidad de grupo, aislamiento de la población más vulnerable y modelos que combinaran la eficacia asiática con la laxitud sueca, con el objetivo de evitar medidas de cuarentena y sus consecuencias económicas y sociales.
Tres meses después, la reacción errática al riesgo inicial ha producido resultados muy distintos en los países más afectados de la Unión Europea y, sobre todo, Estados Unidos, cuyos titubeos a la hora de establecer medidas de distanciación social han producido un repunte exponencial de contagios en varios focos del Sur y Suroeste del país.
Penurias sin recompensa
Es algo así como si el coronavirus hubiera obligado a la sociedad contemporánea a pasar una versión universal de la célebre prueba psicológica del malvavisco (nube de caramelo), en la que se presenta a un grupo de niños el dilema de obtener un caramelo al instante o bien doblar la recompensa si esperan 15 minutos.
En esta prueba de psicología del comportamiento sobre el conflicto entre la gratificación instantánea y gratificación retrasada, se pretende mostrar los beneficios de la planificación a largo plazo. Al precipitarse en la reapertura, muchos Estados norteamericanos habrían fallado el experimento.
La evolución de los contagios en Estados Unidos no es casual: se ha reducido en los Estados que aplicaron medidas drásticas de distanciación, entre ellas el confinamiento y la prescripción de mascarillas en lugares públicos, mientras crece en aquellos lugares que opusieron una resistencia ideológica a cualquier prescripción informada sobre el riesgo sanitario de Covid-19.
Es por ello que los contagios en el Noreste y el Medio Oeste en torno a los Grandes Lagos se han reducido después de que una tormenta perfecta de inacción inicial, irresponsabilidad del público y mala suerte convirtieran a Nueva York y Nueva Jersey en foco mundial de contagios y muertes durante abril y mayo.
Extrañas carambolas
Hace apenas unas semanas, el gobernador de florida Ron DeSantis se alineaba con la caótica y fanfarrona gestión de la crisis a cargo del Gobierno federal y criticaba la evolución de los Estados que habían establecido las medidas más drásticas; según él, los Estados (la mayoría de ellos republicanos) que habían evitado la imposición de períodos de confinamiento drástico estaban capeando la pandemia con mayor eficacia.
A finales de junio, las tornas se han girado por completo y la relación simbiótica entre los dos Estados más poblados de la Costa Este ha pasado de la sospecha en Florida de viajeros procedentes de Nueva York a la posible restricción de pasajeros llegados de Florida y con intención de entrar en Nueva York, tal y como ha sugerido Andrew Cuomo.
En paralelo, la Unión Europea se prepara para recibir a pasajeros procedentes de otras regiones donde las medidas sanitarias contra la pandemia hayan logrado el control de contagios, lo que implicaría la bienvenida a pasajeros procedentes de Canadá o Australia, pero restringiría el acceso de la mayoría de los pasajeros procedentes de Estados Unidos.
Face shields lauded in the Wall Street Journal.
(Not paywalled when I followed the link, maybe because it’s a Covid piece.) https://t.co/1sonOxZSzE
— Stewart Brand (@stewartbrand) June 27, 2020
La restricción a la entrada de pasajeros europeos impuesta por Donald Trump a mediados de marzo tendría su equivalente fundamentado en el crecimiento de los contagios en Estados Unidos: mientras la UE ha aplanado la curva de transmisión —si bien el riesgo permanece latente—, la trayectoria en Estados Unidos se mantuvo durante semanas y ha empezado a subir dramáticamente a finales de junio, apenas 11 días después de que el vicepresidente (y responsable de la lucha contra Covid-19) Mike Pence escribiera un artículo de opinión en el Wall Street Journal afirmando que no había una «segunda oleada» de contagios.
Si la primera oleada no acaba, no puede haber una segunda
En menos de dos semanas, los argumentos de la Administración federal expresados por Pence pierden cualquier credibilidad al constituir una afrenta a cualquier escrutinio a partir del análisis de datos. El titular de su artículo «No hay una segunda oleada de Coronavirus», ha inspirado memes satíricos en los últimos días que sostienen que, técnicamente, Pence tiene razón: no puede haber una segunda oleada, pues la primera no acabó.
En su artículo de portada de la edición digital del 27 de junio, el New York Times asocia las dificultades de Estados Unidos para controlar los contagios a múltiples factores, desde la falta de coherencia y liderazgo de la Administración federal a la contradicción de órdenes y contraórdenes a distintos niveles gubernamentales, con alcaldes y gobernadores decidiendo en función de intereses ajenos al propio comportamiento de la transmisión del virus.
La Administración republicana no ha sido la única en contraprogramar varias de sus propias medidas por cálculo político. Del mismo modo, explica el New York Times, muchos expertos que habían demandado el confinamiento inicial para atajar la pandemia en el país (además de posicionarse en contra de la celebración de entierros, bodas o ceremonias religiosas), evitaron pronunciarse e incluso animaron al público a participar en las comprensibles protestas a raíz de la muerte de George Floyd.
Politizar la medida menos costosa y más eficaz contra la pandemia
Como consecuencia, prolifera en las redes sociales un sentimiento de frustración: el virus no entiende de política y es el riesgo que representa lo que obliga a tomar medidas (y no una oscura agenda progresista, como señalarían algunas teorías conspirativas).
El confinamiento de buena parte del país a finales de marzo causó un daño que no ha recibido siquiera la prometida compensación asociada al sacrificio, aplanar la curva de contagios, algo que sí han logrado otros países fuertemente afectados por la crisis sanitaria.
Los peores presagios de analistas reputados se cumplen: la pandemia no ha logrado aglutinar a una población estadounidense polarizada, sino que ha profundizado las profundas fallas económicas, políticas y raciales en el país, además de subrayar la debilidad administrativa de un país que sacrifica intereses colectivos en nombre de interpretaciones sesgadas e infantiloides de lo que constituye la libertad individual.
La politización del uso de mascarillas ha sido el último colofón de la fallida respuesta de Estados Unidos a la pandemia. Tanto el máximo responsable sanitario en la crisis, Anthony Fauci, como los principales expertos del país en virología y políticas sanitarias (autoridades mundiales en la materia), han sido incapaces de hacer creíble la necesidad de llevar mascarillas en lugares públicos para frenar la cadena de infecciones.
Como otros expertos sanitarios o la propia OMS, Fauci cometió la imprudencia de minimizar la importancia del uso de mascarillas para minimizar el riesgo de contagios.
Una dieta informativa que debilita el sistema inmunitario
Las múltiples razones que han influido en la indolencia o agresividad de una parte del público ante el porte de mascarillas convergen en torno a mensajes de desinformación y teorías conspirativas que han proliferado tanto en los medios controlados por Rupert Murdoch, la televisión local y las tertulias radiofónicas («talk shows») más populares en el interior del país como en las redes sociales.
Los medios afines a la actual Administración insisten en una teoría errática, según la cual los casos estarían aumentando en Estados Unidos con respecto a la UE y a otros lugares porque ha aumentado el número de pruebas, cuando la realidad es que los datos muestran es una aceleración de los contagios: los epidemiólogos insisten en que es la intensidad de la curva lo que cuenta, y no el debate sobre el número de pruebas por población (todavía inferior en Estados Unidos con respecto a muchos países europeos).
The US is the world’s only advanced democracy politicizing mask wearing in the middle of a pandemic. pic.twitter.com/acjhFMfgds
— ian bremmer (@ianbremmer) June 28, 2020
Varias personalidades públicas estadounidenses se esfuerzan por subrayar que un elemento tan poco costoso y con beneficios potenciales para frenar los contagios como el uso universal de mascarillas (en comparación con, por ejemplo, confinar periódicamente a toda la población), no debería constituir un símbolo político, ni mucho menos una muestra de desconfianza, miedo o debilidad.
El acto nihilista de desobedecer ante un virus
Cuando en un país se asocia la virilidad al porte de mascarillas durante una pandemia, algo grave ocurre en la gestión pública de la emergencia sanitaria, así como en los actores que deberían transmitir la información con mayor consenso técnico en cada momento a la población, desde autoridades administrativas locales a medios de comunicación y miembros destacados de la sociedad civil.
Varios representantes políticos y administrativos que han prescrito el uso obligatorio de mascarillas a escala local han recibido amenazas más o menos veladas, y muchos de ellos han decidido optar por recomendaciones laxas de distanciamiento social y uso de mascarillas. Los resultados no serán los mismos.
Todavía se debate la incidencia de acontecimientos masivos al aire libre sobre la transmisión de Covid-19 —desde las manifestaciones a raíz de la muerte de George Floyd a las constantes aglomeraciones en piscinas del interior del país (con el célebre episodio de las piscinas de los montes Ozarks durante el puente festivo de Memorial Day —último lunes de mayo—) y en las playas de Florida, Luisiana o el sur de California.
Los estudios apuntan a una mayor transmisión en la interacción durante períodos prolongados y en interiores poco ventilados; los casos de contagio en entornos abiertos y con gestos barrera (distanciamiento, porte de mascarillas) son más raros, mientras los contagios a través de superficies contaminadas serían todavía más improbables.
Modelos en sistemas complejos
Una crisis multifacética que constituye varias crisis actuando de manera simultánea (donde las unas influyen sobre las otras) invita a realizar un análisis desde el punto de vista de la gestión de sistemas complejos, como señala Mike Loukides en Radar, la bitácora de la editorial informática californiana O’Reilly.
Hay varios factores que influyen sobre el devenir de la crisis:
- el uso de mascarillas,
- el distanciamiento social,
- el uso de sistemas de ventilación y aire acondicionado,
- la cohesión social,
- la efectividad de los sistemas sanitarios,
- la temperatura,
- la exposición a la luz solar,
- la polución del aire,
- la salud de la población (obesidad, diabetes, dolencias cardiovasculares) y su edad media,
- la calidad y difusión de la información periodística en torno a la crisis,
- el número y calidad de pruebas,
- factores genéticos,
- la virulencia de distintas cepas del virus,
- la densidad y convivencia multigeneracional en los hogares,
- la congestión en los sistemas de transporte público,
- la capacidad de la ciudadanía para organizarse,
- etc.
Sin embargo, no existe una ecuación que nos permita aplicar modelos inequívocos sobre la influencia precisa de cada condicionante en la transmisión efectiva del virus sobre una población determinada.
En algunos lugares donde se controló el virus desde el riesgo inicial, la autoorganización de la ciudadanía y no las medidas públicas lograron el mayor impacto (Hong Kong), mientras países con mayor población a priori de riesgo (ancianos) el éxito no se debió a las pruebas masivas y el seguimiento efectivo de los casos detectados, sino al civismo de los habitantes, dispuestos a llevar mascarillas y a aplicar las medidas más efectivas que sirven de barrera. Es el caso de Japón.
#Faceshieldsforall in the Wall Street Journal. https://t.co/XgQUL4DTd4
— Michael Edmond (@mike_edmond) June 17, 2020
Según Mike Loukides,
«La comprensión de la pandemia de Covid-19 tiene menos que ver con sistemas complejos que con comprender factores distribuidos al azar, incluso algunos que podrían sorprendernos. Cuando observamos que un grupo de factores conduce a un buen resultado, identificamos lo que podemos hacer: distribuir mascarillas, proporcionar atención médica, promover la idea de la corresponsabilidad entre la población, aprovechar medidas espontáneas, y (para mitigar la próxima pandemia) destetar a una sociedad de su dependencia del azúcar».
El arte de justificar malas acciones
El ensayista Nassim Nicholas Taleb se ha pronunciado en la misma línea que Loukides.
Acaba junio y algunos de los Estados que se apresuraron a reabrir su economía por completo sin esperar a controlar los contagios se ven ahora obligados a limitar aforos en bares y restaurantes, así como a recomendar el uso de mascarillas (que contrasta con la obligación instaurada por Gavin Newsom en California, donde también crecen los casos, a llevar mascarilla en establecimientos e interacciones públicas donde sea imposible guardar distancias).
En paralelo, el Wall Street Journal (publicado por News Corporation, bajo control de Rupert Murdoch), cabecera elegida por Mike Pence para escribir su reciente columna, publica un completo reportaje acerca de lo que sabemos hasta ahora sobre la transmisión de Covid-19, o sobre el uso de protectores faciales.
Las crisis superpuestas de 2020 quizá aclaren para una mayoría suficiente de la población en países como Estados Unidos la importancia de la cohesión social y el establecimiento de políticas públicas expeditivas y eficaces incluso en los temas con mayor riesgo electoral. Cuando se trata de gobernar, la telerrealidad se desinfla.