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¿Puede el mundo post-pandemia crear modelos más resilientes?

Hemos necesitado una pandemia para que el Financial Times abogue en un editorial por la conveniencia del intervencionismo estatal en retos globales, y para que los gurús del management reconozcan que, al perseguir la eficiencia por encima de todo, las empresas han debilitado la resiliencia y la capacidad de respuesta del mundo «desarrollado».

El sector servicios, que concentra la mayor parte de la riqueza y los empleos, ha bajado la persiana o limitado su atención al público en medio mundo, y sólo una inyección masiva de liquidez sin precedentes (gracias a la coordinación entre la Reserva Federal de Estados Unidos, el Banco Central Europeo, el Banco de Inglaterra y el Banco de Japón) evitará el colapso de la economía mundial en los próximos meses.

Los trabajadores afectados por el parón sin precedentes en el sector servicios recibirán ayudas dispares en función del país. Queda claro, en cualquier caso, que estamos en el principio de una crisis que mutará de sanitaria a económica y social.

Su gestión determinará el futuro de los pequeños servicios, los trabajadores autónomos, la economía productiva y, en última instancia, la propia cohesión social.

Adam Tooze analiza en un artículo para The Guardian las consecuencias globales de una crisis que será instrumentalizada por el nacionalismo identitario.

El mapamundi desde Pekín

Los medios oficiales chinos se congratulan de la cautelosa vuelta a la normalidad en Wuhan, origen de la pandemia, mientras resaltan las dificultades de los países europeos y Estados Unidos para evitar el colapso sanitario allí hay focos de contagio, así como la dependencia de éstos para aprovisionarse, rápido y mal, de todo lo que olvidaron producir localmente en nombre de la eficiencia industrial y de las economías de escala.

En nombre de procesos de eficiencia, material sanitario esencial de «bajo valor añadido» («commodities», nos dirían en una escuela de negocio) como mascarillas, vestuario de protección, respiradores, medicamentos genéricos esenciales o incluso pruebas de diagnóstico, pasaron a producirse ante todo en China. Como consecuencia, emerge un nuevo mercantilismo y, en esta ocasión, el eslabón débil es el mundo desarrollado, que se despierta viendo cómo había confiado a terceros su producción estratégica.

La pandemia ha demostrado de manera cruda hasta qué punto el modelo de la eficiencia productiva en un mercado mundial interdependiente tiende a sacrificar la resiliencia de los países en tiempos revueltos y, a menudo, a reducir la calidad de los productos comercializados, en este caso sanitarios.

La búsqueda a ultranza de la eficiencia sacrificó el carácter estratégico de la economía productiva, que hasta la aceleración liberalizadora de los años 80 había ponderado otras consideraciones con efectos inmediatos sobre el territorio donde estaba implantada, como la aspiración a empleos directos e indirectos con salarios dignos que revirtieran sobre la economía local.

Pero esta transformación hacia la eficiencia y las economías de escala (a través de una logística de proveedores técnicamente integrada y virtualmente global) dejó de lado mucho más, tal y como pone de manifiesto la crisis causada por la pandemia, capaz de recluir a media humanidad, reducir la actividad económica hasta niveles desconocidos y reconciliar —momentáneamente— a las urbes del planeta con un ambiente sin polución.

Límites de la eficiencia y el capitalismo de plataformas

La resiliencia y la capacidad de respuesta de los países más avanzados ha sido dolorosamente mejorable y, si bien la reacción humana y organizacional ha estado a la altura para aplanar la curva inicial de contagio, la respuesta ha dependido de un aprovisionamiento de material esencial que Occidente no produce y compra —como la mayoría de bienes y mercancías— en el mercado asiático, con China como epicentro indiscutible.

Poco importa que lugares como el Véneto o Cataluña cuenten con industrias químicas capaces de competir a escala mundial, pues ninguna de las multinacionales implantadas en ambos territorios (próximos a los dos mayores focos de la crisis del coronavirus en Europa, Lombardía y Madrid, y ellos mismos gravemente afectados), producían mascarillas y otro material sanitario a gran escala.

El esfuerzo de la industria europea o estadounidense para adaptarse con rapidez a la nueva situación no oculta la fragilidad estratégica del actual modelo productivo mundial, que ha sacrificado las redes de producción locales por mercados mundiales que pasan a menudo por intermediarios electrónicos como Alibaba y análogos especializados (verticales o de sector).

El «capitalismo de plataformas» acrecienta la dependencia industrial, al prometer ajuste de costes y eficiencia productiva a través de transacciones opacas que sustituyen la vieja intermediación con algoritmos de funcionamiento opaco. Este modelo también ofrece la falsa impresión de seguridad, al equiparar el éxito de una transacción digital aprobada con la obtención asegurada de bienes de cualquier tipo.

Recortar redundancias hoy, aumentar la dependencia mañana

El modelo, que ha ofrecido resultados sorprendentes en época de estabilidad y bonanza, aceleró su agotamiento con el aumento de las tensiones comerciales entre China y Estados Unidos, así como entre Estados Unidos y la Unión Europea.

En el nuevo escenario, resulta demasiado arriesgado confiar en la buena fe de la diplomacia y los organismos de cooperación internacional para evitar refriegas en torno a recursos y bienes que se convierten en estratégicos debido a trifulcas geopolíticas o a una pandemia.

Esta es al menos la reflexión de Roger Martin en una columna de opinión en el Washington Post, dedicada a analizar este fenómeno.

Martin, antiguo decano de la Rotman School en Toronto y autor de un ensayo sobre el culto obsesivo a la eficiencia en management, circunscribe el análisis a Estados Unidos, si bien las tendencias que expone son extrapolables a todas las economías avanzadas:

«Un recorte indiscriminado de “redundancia” implica que ahora nos falte resiliencia. Tenemos una reserva estratégica de petróleo. ¿Por qué no una reserva estratégica de máscaras o respiradores?»

Los años dorados del «management» triunfante

El experto en gestión empresarial explica cómo en los años 80 empezó la era dorada de la eficiencia corporativa. Informática personal y comunicaciones permitieron reducir inventarios y descentralizar la producción. Como consecuencia, procesos que se habían realizado en torno a centros de producción se expandieron por todo el mundo; los riesgos sistémicos actuales, desde el auge del nacionalismo a los desastres medioambientales o humanitarios, obligan a empresas y países a percibir el mundo desde otro prisma para equilibrar eficiencia con resiliencia.

En nombre de la eficiencia, explica Martin, administraciones públicas y privadas deben deshacerse de todo lo que pueda considerarse duplicación o redundancia. El conocimiento generalista ha cedido terreno a la especialización y, como consecuencia, las organizaciones ya no saben cómo adaptarse a transformaciones inesperadas (más allá del ajuste de inventario).

Restos del navío Endurance en enero de 1915, una vez el movimiento de las placas de hielo del mar de Weddell, en la Antártida, lo había hecho pedazos; sus tripulantes, capitaneados por Ernest Shackleton, fueron rescatados tras demostrar una —bien documentada— lección de resiliencia

Al aplicar hasta sus últimas consecuencias un modelo que prioriza el ajuste de costes para lograr mayores dividendos, hemos comprobado cómo Estados Unidos era incapaz de proporcionar material sanitario a los trabajadores en primera línea de contención de la pandemia, pese a asistido durante semanas al inquietante desarrollo de los acontecimientos al otro lado del Atlántico.

Si acumular excedentes se ha considerado como poco menos que un error estratégico y un malgasto la especialización ha sido una de las tendencias más alabadas en las últimas décadas. La consecuencia real de esta deriva en tiempos revueltos, según Martin:

«La especialización implica que la producción de equipamiento médico depende de otros países, y que no hay suministro alternativo si el gobierno chino va en serio en cuanto a limitar las exportaciones de medicamentos y sus ingredientes, de los cuales Estados Unidos [en realidad, aquí puede leerse el mundo] depende en última instancia».

La dinámica de menos costes y más dividendos

Durante décadas, escuelas de negocios y gurús de la gestión empresarial alabaron un modelo para convertir a una empresa «buena» en una empresa «grande». Ensayos como Good to Great de Jim Collins parecían haber descubierto la piedra Rosetta del capitalismo autocomplaciente, posterior al colapso soviético.

El ideal americano del hombre hecho a sí mismo, industrioso y de moral protestante, simbolizado en escritos como los de Benjamin Franklin, cedió terreno en la época del supuesto «fin de la historia». Las leyes antimonopolio y los viejos industriales capitulaban ante los nuevos excesos corporativos y su dependencia con respecto a perfiles financieros que presumían de su ignorancia del viejo mundo de la fabricación industrial.

Las enseñanzas procedentes de momentos de transformación e incertidumbre volvían a los cuentos infantiles, los libros de texto y la autobiografía de Ben Franklin. Las historias de supervivencia de viejas civilizaciones gracias reservas estratégicas de alimentos y vituallas para épocas de hambruna, quedaban tan atrás como las pirámides egipcias, pese a sus ecos religiosos en el país avanzado más religioso.

En estos momentos, los mormones creyentes de Utah, que conservan un silo de 54 metros de altura lleno de grano en el centro de Salt Lake City, quizá puedan reivindicar por primera vez que su celo preparativo no sólo va asociado a la dureza del territorio desértico del Estado donde se asentaron los seguidores de Joseph Smith en su huida hacia el Oeste.

Efectos locales asociados al cambio climático, eventos de clima extremo y pandemias se suceden con una rapidez que, de momento, no se ha transformado en un cambio de paradigma empresarial. De repente, los viejos lunáticos parecen los nuevos pioneros.

Saqueadores corporativos y otras criaturas

La receta que había olvidado la cautela cultural de quienes han padecido catástrofes era simple, pero infalible. Consistía en anteponer la eficiencia a la excelencia, pues se podía ganar con el traslado de producciones para reducir costes laborales y regulatorios, y reducir costes gracias a la producción a gran escala.

Mientras eficiencia y economías de escala se imponían en escuelas de negocio y management, gracias al capitalismo de desmantelamiento practicado con éxito fulgurante por el venerado tándem de Warren Buffett y Charles Munger, la obsesión por la excelencia y la solidez de los primeros productos de masas era sustituida por el culto a renovar los productos con asiduidad.

Gracias a la nueva eficiencia, la obsolescencia programada espolearía la venta de productos y se desharía de la mentalidad reparadora de la primera generación de grandes industriales de renombre, tales como —en Europa— Peter Behrens de AEG, Adriano Olivetti, o Artur y Erwin Braun.

Lograr la máxima eficiencia se convirtió en el objetivo empresarial en un mundo con una única superpotencia y sin riesgos sistémicos aparentes. Reducir costes, abandonar ramas de negocio incapaces de crecer, despedir a quien no fuera imprescindible y maximizar los beneficios trimestrales fue la receta que las grandes empresas copiaron de pioneros como Buffett.

Los «saqueadores corporativos» de los 80 y los fondos activistas («activist hedge funds») sentaron las bases de una cultura corporativa que aspiraba una vez más a acaparar sectores con monopolios de facto y un mercado global gracias a la Red.

El capitalismo de desmantelamiento se abría paso con el viento a favor.

Vasos comunicantes entre fondos activistas y mundo del software

Los consejos de dirección de grandes empresas imponían a ejecutivos que no tenían que conocer los entresijos del producto que vendían como había ocurrido con los pioneros industriales o los primeros gigantes de la moda, y el culto a la eficiencia acabó por desmantelar factorías y dejar en manos de proveedores instalados en mercados emergentes la fabricación de cualquier mercancía que no fuera crítica.

Según este modelo, las decisiones y el desarrollo de los intangibles —desde la gestión al diseño y las relaciones públicas a al desarrollo y supervisión del software crítico— permanecerían en el mundo desarrollado y la producción pasaría a manos de intermediarios con grandes factorías caracterizadas por su secretismo y su régimen autónomo (algunas de ellas, como Foxconn, se convertirían en entidades autónomas y autorreguladas).

Las críticas a este modelo se limitarían a la estrategia de negocio. La informática personal e Internet acelerarían procesos ya en marcha como la desmaterialización y la softwarización de las cosas, y la destrucción creativa se convirtió en el argumento recurrente para explicar la disrupción producida por firmas de Silicon Valley que sustituían a lentos dinosaurios de la Costa Este como DEC o Xerox.

En 1997, Steve Jobs volvía a Apple y Clayton Christensen publicaba un ensayo, El dilema del innovador, que el empresario que marcaría la década siguiente tildaría de imprescindible.

El libro actualizaba la receta de la eficiencia para adaptarla a un momento histórico en que, en palabras del programador y posterior inversor Marc Andreessen, el software engullía al mundo.

La hora seria del teletrabajo

Reducir costes, despidos masivos, deslocalización y economías de escala podían lograr el retorno deseado a corto y medio plazo (en forma de resultados trimestrales y dividendos), pero en ocasiones había que optar por una estrategia a largo plazo si lo que se pretendía era crear nuevos sectores o acaparar mercados enteros, como demostrarían las grandes empresas del sector.

Las empresas de Internet demuestran mayor resiliencia durante un bloqueo físico efectivo de los servicios tradicionales y la actividad productiva durante una pandemia, gracias a un diseño de tolerancia a situaciones extraordinarias basado en la descentralización y el acceso remoto a sistemas.

El bloqueo de la actividad productiva mundial en la primavera de 2020 debido a la pandemia de coronavirus ha puesto de manifiesto el carácter estratégico del teletrabajo, la colaboración a distancia y la educación, además de recordar la desigualdad digital entre quienes tienen formación y medios para trabajar a distancia y adaptarse a la educación desde casa, y quienes necesitan volver a trabajos presenciales cuanto antes debido a la incertidumbre económica y carecen de la formación y las herramientas para improvisar oficinas y aulas domésticas.

Reducir la dependencia

El ascenso de China ha ido de la mano de la especialización de las empresas occidentales en partes de la cadena de suministro ajenas a la «producción», con Internet como centro de abastos virtual donde la comparación de precios ha obligado a las firmas menos especializadas y con costes más elevados a cerrar o adaptarse.

El artículo de Roger Martin es el sonido de una alarma que debería haber sonado hace décadas.

En la actualidad, una vez el software ha engullido todo el valor digno de considerarse como tal en los bienes físicos, la ausencia de redundancia y alternativas locales a sistemas de producción centralizados en torno a factorías chinas y mercados como Alibaba, imposibilita la capacidad de respuesta y la autosuficiencia de las economías más avanzadas, y podría provocar un desastre humanitario sin precedentes en países con menor peso geopolítico para influir sobre el acaparamiento de material esencial en eventos como la pandemia actual.

Hay modos de corregir una deriva de décadas a favor de la eficiencia, para que autosuficiencia, resiliencia y mantenimiento mejoren la respuesta ante retos como los actuales: automatización y eventos asociados a nuestro impacto, a escala local y global.

Recuperar la resiliencia

Se puede empezar, como indica Martin, por el acopio de elementos que consideremos estratégicos (en el caso actual, inventario y capacidad local para producir material para combatir pandemias y catástrofes).

También hay que lograr que la investigación pública y farmacéutica dediquen un esfuerzo persistente al desarrollo de vacunas, pues las principales firmas han seguido la deriva del resto de la industria y centrado sus objetivos en los productos más rentables, alejados de todo lo que pueda percibirse como mercancía con escaso margen de beneficio.

Y sí, también ha llegado el momento de replantearse el impacto de los viajes aéreos no imprescindibles. Obsesionados en la seguridad antiterrorista después de septiembre de 2001, los responsables de la seguridad aérea han olvidado que el mayor riesgo se encuentra en las emisiones y la potencial carga vírica de pasajeros y mercancías que conectan a diario los extremos del planeta, y no en sus intenciones.

Quizá haya llegado el momento de comprobar las tesis de economistas como Thomas Piketty, que en el prefacio de su Capital en el siglo XXI argumenta por qué los grandes avances de prosperidad transversal y reajustes de la desigualdad (derivados de la diferencia entre beneficios de rentistas y asalariados) se producen cuando llega la necesaria reconstrucción tras una catástrofe.

Quizá no hayamos necesitado una guerra mundial. Quizá los estragos de una pandemia obliguen a impulsar una civilización más alineada con los retos actuales, y no contra ellos. Jugar a la defensiva en perpetuidad acaba fomentando el cínico fatalismo de quienes han dejado de creer en sistemas alternativos.