Enseñamos a los niños a usar el teclado QWERTY (que llamamos así por el orden aleatorio de las primeras letras de la fila superior, empezando por la izquierda) porque es ubicuo. ¿Por qué está el teclado QWERTY en todas partes? Sobre todo, porque enseñamos a los niños a interiorizarlo a una edad cada vez más temprana.
El teclado no es quizá la mejor interfaz para escribir texto en papel o en soporte electrónico, ni mucho menos la única; su éxito en el mundo se basa en decisiones culturales, técnicas y aleatorios tomadas por un olvidado editor periodístico de una pequeña localidad de Wisconsin en la década de 1870, y adaptado para facilitar la tarea de producción de las primeras máquinas de escribir.
Hoy, ni siquiera los avances en texto predictivo y reconocimiento de voz han logrado su declive. ¿Cuál es la razón? ¿Estamos condenados a viajar al futuro escribiendo al vuelo en un teclado QWERTY?
El peso de la costumbre
Hay convenciones que hemos heredado con tanto éxito y naturalidad que hemos olvidado que son eso: una costumbre que podemos transformar, mejorar, sustituir llegado el momento.
Las convenciones son propias de una cultura y están influidas por los valores de sus creadores y las necesidades de una época. Hay convenciones en permanente transformación que albergan un dinamismo propio de sistemas complejos, como el lenguaje hablado, mientras otras están constreñidas por el corsé normativo, como la lengua escrita.
El teclado tal y como hoy lo usamos en ordenadores y teléfonos, sirviéndonos de botones físicos dedicados o de una pantalla táctil que se adapta a la necesidad del momento, es una convención cultural más cercana a la naturaleza del lenguaje escrito que a la fluidez, apertura a modas y permanente transformación de un sistema abierto y “vivo”, como la lengua hablada.
El teclado QWERTY es un lenguaje de patrón, o método estructurado que evolucionó para cumplir tareas concretas.
Un remanente del auge de la burocracia y la intermediación
Con la popularización de la máquina de escribir y el oficio de mecanógrafo (que pronto asumió un género, el del subordinado eficiente, personificado en la mujer urbana, antes relegada a tareas de secretariado que a ver reconocido el derecho al voto), llegó el perfeccionamiento de un sistema que pretendía acelerar tareas administrativas de una sociedad que aceleraba su carácter urbano y su burocratización.
Como todos los lenguajes de patrón, el sistema QWERTY se impuso pronto en todo el mundo como fenómeno de la modernización del momento: la producción industrial de máquinas de escribir abarató el precio de los equipos gracias al efecto de las economías de escala, y con las máquinas surgieron las academias de aprendizaje, las tiendas para su venta y reparación, y la llegada de usuarios pioneros en otros campos profesionales.
El teclado es apenas uno más de los sistemas heredados del pasado, que observamos como herencia inmutable y que asumimos con el fatalismo de lo que consideramos eterno.
Infinidad de convenciones son tan antiguas y en apariencia tan inevitables que parecen partir del instinto y no de la cultura. En muchas ocasiones, nos explican antropólogos y filósofos, nos equivocamos y subestimamos el poder y naturalidad de la costumbre.
En busca de los patrones de la cultura
Estudios etnográficos comparativos conducidos en numerosas sociedades que tildamos de tradicionales –y que creemos, de manera equívoca, más próximos a un supuesto orden y moral del hombre primigenio, un bulo sobre el que influyó el ideal de bondad intrínseca del ser humano primitivo, visto por Rousseau y los enciclopedistas– demuestran la facilidad de nuestra especie para interiorizar usos culturales que parten de la costumbre, y no de valores morales o metafísicos universales como los teorizados por Immanuel Kant.
Los viajes a estas tierras supuestamente no expoliadas por la modernidad, algo más que discutible, constituyen la base de los estudios modernos de antropología, etnología y lingüística, partiendo de la idea de que las convenciones en grupos humanos que llamamos “cultura” parten de estructuras iniciales similares en todos los pueblos de la tierra.
Estos primeros viajes, a cargo de pioneros como Claude Lévi-Strauss, nos han legado mejores relatos literarios (Tristes trópicos, 1955) que teorías infalibles de algo tan mutable e irreductible a modelos infalibles como lo son las culturas humanas: si ya es complejo estudiar la evolución de una lengua viva y sus convenciones, constituye todo un reto dedicarse a la antropología lingüística.
Influido por el racionalismo radical de corte positivista de los pensadores del Círculo de Vieja, el filósofo austro-británico Karl Popper recordó a los estructuralistas y a los seguidores de la teoría de sistemas que, tras la extrema complejidad de culturas y convenciones, existe la necesidad humana de formular conjeturas y comprobar el resultado, para así consolidar, mejorar o refutar elementos previos de la cultura.
Lo que surge de la cultura: el nacimiento del sentido crítico
Pensando quizá en Kant, Popper se cuestionó si, en efecto, hay estructuras del pensamiento humano que son imperativas, innatas en cualquier sociedad con una mínima complejidad. Su respuesta fue negativa, al recordarnos que hemos otorgado el valor de universalidad a valores surgidos o recuperados en distintos momentos y culturas, tales como el empirismo, el número cero o conceptos como el de “sentido crítico”, “objetividad” u “opinión pública”.
Al reflexionar sobre el “sentido crítico”, Popper identificó su origen cultural, asociado a la cultura occidental e inexistente en otras culturas (si bien ha aparecido como préstamo durante la modernidad).
Al desarrollar él mismo sus tesis sobre el racionalismo crítico, Popper estableció el principio de abstracción necesario para convertir experimentos fortuitos en un sistema de “mejora del conocimiento”, alguien debía haber hallado un modo de introducir mecanismos para incluir el “ensayo y error” en la cultura.
Popper lo imaginó del modo siguiente: todo lo que creamos a través de la experimentación puede ser reemplazado cuando deja de servirnos. Sabemos poco de los filósofos presocráticos, pero sabemos que algunos de ellos, como Anaximandro, animaron a sus alumnos a refutarlos en tanto que maestros, siempre y cuando hallaran el modo de mejorar o refutar la vieja doctrina.
Lo aprendido vs. lo intuitivo
Los alumnos de Anaximandro, dice Popper, habrían convertido la actitud de uno o varios maestros en una tradición, esencial durante el surgimiento, mucho tiempo después, de los valores enciclopedistas.
A diferencia del regalo a Occidente de la generación presocrática de Anaximandro, que encendió la llama de un proceso de resolución de problemas basado en el racionalismo crítico, hay convenciones cuyo diseño es más aleatorio, y su resultado más mejorable.
Aprender a pensar según una convención no es equiparable a mejorar la técnica de registro de datos mediante un diseño aleatorio impuesto como convención: no existen, en la cultura humana del pasado, en referentes metafísicos o en diseños de la naturaleza, referentes que hicieran pensar en el diseño definitivo de un teclado QWERTY.
No importa lo conscientes que seamos sobre la arbitrariedad de algo que usamos a diario como un teclado, físico o táctil, el orden y diseño de cuyas letras no ha cambiado esencialmente desde su creación.
Tampoco sirve que sus propios creadores creyeran que la nueva convención a duras penas facilitaría las minucias del oficio del periodismo en una pequeña ciudad de un Estado del Medio Oeste estadounidense. Si tratáramos de usar métodos alternativos, diseñados teniendo en cuenta los últimos consensos sobre el diseño de sistemas intuitivos (usabilidad: experiencia de usuario, UX), nos toparíamos con una inconveniencia: hemos interiorizado el orden del teclado QWERTY hasta el punto de olvidar que su prevalencia procede de su aprendizaje acrítico a edad temprana, y afrontar cualquier mejora implicará el inicio de una enzarzada trifulca contra la costumbre.
Escribir moviendo los dedos en el aire
Rachel Metz nos explica su experimento al respecto en un artículo para Technology Review. Tap, dice Metz, es un dispositivo inalámbrico que se introduce en los 5 dedos de una mano hasta lograr el aspecto de 5 anillos interconectados. El aparato podría confundirse con una versión de puño americano adaptada a una época en que la agresividad física se traslada a nuestros avatares digitales; conectado al móvil, se transforma en una interfaz de escritura.
Se supone que Tap debería liberarnos de las limitaciones, arbitrariedad y concepción bidimensional del teclado convencional, permitiendo la interacción con letras y palabras a través del grácil movimiento de nuestros dedos en el aire. La idea, que nos aproxima a imágenes observadas en filmes de ciencia ficción.
En abstracto, procesamos la idea como fresca, liberadora y con el potencial de permitirnos, por ejemplo, escribir tapeando sobre el volante mientras seguimos sosteniéndolo con firmeza suficiente. Escribir algo creativo mientras conducimos… ¿Un anuncio de BMW en 2050, que acabe con el “te gusta conducir” que tanto agradó en su momento? No tan rápido, nos dice Rachel Metz:
“Parece una gran idea, ¿verdad? Pero cuando lo probé, la realidad de usar Tap no fue ni agradable ni divertida. A diferencia de un teclado QWERTY convencional, Tap me obligó a pensar mucho, porque tenía que percutir con mis dedos en combinaciones no muy intuitivas para crear letras: una A es tu dedo pulgar, una B es tus dedos índice y meñique, una C es todos los dedos excepto el índice.”
Lo que decimos, cómo lo decimos y con qué
El artículo de Technology Review nos sitúa ante el vértigo de sustituir una convención interiorizada por otra técnica que, aunque simplifique o mejore a priori, no dejará de ser otra convención que debe ser interiorizada. Rachel Metz memorizó las combinaciones entrenándose con una aplicación de elección de letras, pero la estrategia se convirtió en un engorro agotador.
Lo que Metz explica a continuación me recuerda mis primeras experiencias con el primitivo predictor de texto escrito con puntero de los primeros Palm en aquellos lejanos años 90, cuando tuve que escribir algún artículo al respecto para una editorial tecnológica Barcelonesa en la que trabajaba por entonces.
Si los PDA y teléfonos con puntero como el Nokia Communicator demandaban cierto reaprendizaje de cada letra y símbolo para lograr la presión, orden y proporciones que cada dispositivo podía reconocer (anihilando el principio de naturalidad de algo tan personal como nuestra caligrafía), parece que la interfaz “liberadora” Tap afronta los mismos retos, ya que mover los dedos en el aire con cierta pericia es algo que sólo estamos acostumbrados a ver en pianistas evocando sus partituras en silencio en alguna sala de espera o transporte público.
También me viene a la memoria una experiencia similar más reciente: el reloj que uso para correr permite responder mensajes entrantes con texto escrito, y usar el índice como puntero en la superficie de un reloj demanda mucho más que paciencia con la curva de aprendizaje inicial: por muy diestros que seamos moviendo el dedo índice sobre la pantalla de un reloj de pulsera, las aplicaciones de texto predictivo no han logrado todavía leernos el pensamiento… y escribir una frase con este tipo de técnicas carece de sentido.
Primeros escritos
En cambio, el reconocimiento de voz ha logrado ya cierta viabilidad en los asistentes digitales instalados en ordenadores, móviles, altavoces y relojes. Nuestro lenguaje hablado ha evolucionado en un contexto de actividad psicomotriz, desprovisto de la necesidad de ritos culturales en torno a su uso: no tenemos que hablar sentados, ni hacerlo concentrando nuestra mirada sobre una superficie con unas características determinadas, ni mantener el equilibrio, ni cualquier otra rutina que se nos ocurra.
No pasa lo mismo con la escritura, una conquista muy posterior al habla, surgida de las representaciones figurativas de la Edad de Piedra en el seno de distintas civilizaciones: una “segunda memoria” para almacenar información y hacerla perdurar más allá de la muerte de los sabios más ancianos y de la habilidad para transmitir oralmente mitos, usos y costumbres.
Estas primeras representaciones mostraron ya su complejidad y necesidad de patrones en los primeros signos esquemáticos (rayas ordenadas, pictogramas, grafismos) junto a pinturas rupestres más o menos figurativas.
Milenios después, seguimos necesitando métodos culturales con normas estrictas para plasmar la lengua escrita, una tarea que solemos realizar en solitario y bajo unas condiciones específicas que permitan una cierta concentración.
Cuando la escritura intuitiva se convierte en suplicio
El pensamiento abstracto plasmado en lengua escrita, emparentado con el habla, habría demandado, por tanto, sus estrictos ritos desde los inicios.
Rachel Metz sigue su odisea particular con Tap, la aplicación que describe, en el artículo para Technology Review:
“Me fue casi imposible escribir sobre mi muslo, o en cualquier otra superficie que no fuera plana y sólida. Mis tuits más prolijos tuvieron una extensión de un puñado de palabras y requirieron varios minutos de composición. Incluso escribir ‘Duh!’ se reveló engorroso e incómodo. Tras menos de una semana, admití la derrota y me retiré a mi grande y anticuado QWERTY con su agradable respuesta táctil.”
Si bien la autora reconoce la derrota personal y se declara parte integrante de una cultura de la que observamos sus limitaciones y, a la vez, perpetuamos mediante la transmisión acrítica, la experiencia se convierte en oportunidad para analizar la evolución de la tecnología:
“Tenemos tantas maneras de introducir información –por voz, pantalla táctil, bolígrafo, etc.– y aún así dependemos en gran medida de algo que se parece mucho a las primeras máquinas de escribir comercialmente exitosas, lanzadas hace casi 150 años.”
Primeros pasos hacia otros sistemas
Hace 150 años, se extendió el ferrocarril por el mundo. Hace mucho tiempo que las locomotoras han sustituido la propulsión a vapor, pero el teclado QWERTY permanece inmutable. En un momento histórico en que llevamos potentes ordenadores en la muñeca y en el bolsillo, seguimos unidos al apresurado diseño de teclado de la segunda mitad del siglo XIX. Pequeñas mejoras, como el intento de empresas como Apple de incorporar en su teclado una barra táctil LED con contenido dinámico que varía en función del contexto, han logrado de momento resultados marginales.
Incluso en los inicios de la informática personal (cuando Doug Engelbart mostró los primeros diseños de interfaz intuitiva entre usuario y ordenador en la “madre de todas las demos” (1968), los estudiantes y curiosos del emergente mundo informático pudieron observar los primeros ratones de ordenador, aplicaciones para videoconferencias, hipertexto, software de procesamiento de textos, software de control de revisiones), el teclado usado para introducir órdenes en la Unidad Central de Proceso mantuvo el diseño QWERTY.
La primera máquina de escribir para las masas, la Sholes & Glidden, contaba ya con un formato casi idéntico a la disposición QWERTY en el teclado de lengua inglesa, y su éxito no fue debido a la elección del orden de las teclas, sino más bien a la combinación entre precio, conveniencia y acceso.
En 1878, el periodista e inventor Christopher Latham Sholes patentaba el orden de las teclas en su aparatosa máquina de escribir, el mismo diseño que, con unas mínimas modificaciones, uso para acabar este artículo.