El 20 de septiembre de 1519, partía de Sanlúcar de Barrameda la expedición marítima, financiada por Carlos I, que completaría la primera circunnavegación del planeta, capitaneada por Fernando de Magallanes y, tras su muerte, por su sustituto en el mando, Juan Sebastián Elcano.
Habían pasado 27 años desde la primera travesía moderna del Atlántico, precedida al menos por un viaje preliminar, a través del Atlántico Norte, a cargo de una expedición vikinga. La circunnavegación de Magallanes-Elcano empequeñecía las odiseas pretéritas de las sagas escandinavas y de la primera expedición de Colón, que aceleraría la transformación del mundo debido a los efectos humanos, materiales y ecológicos del fenómeno que hoy conocemos como intercambio colombino.
Quinientos años después, este viaje, fantástico para la época en que sucedió, se encuentra al alcance de un pequeño barco velero recreativo bien comandado y mantenido por una pequeña tripulación.
Más lejos, más alto
En la época de Magallanes, el periplo sin rumbo de Odiseo por el mediterráneo oriental, repleto de aventuras fantásticas que sólo acontecen en lugares que no han perdido un sustrato fantástico alimentado por el desconocimiento y la superstición, debía parecer un paseo parroquial: apenas un trayecto poco deseable por los dominios que caían en manos de la influencia otomana, uno de los motivos que habían llevado a las dos pequeñas monarquías periféricas de Iberia a encabezar expediciones hacia las Indias siguiendo rutas alternativas.
Este proceso de desencantamiento, que convierte a las antiguas epopeyas, increíbles para los coetáneos cuando ocurren, en un periplo superado generaciones después, se ha acelerado a medida que lo ha hecho la tecnología. Edmund Hillary y Tensing Norgay reclamaron la conquista del Everest el 7 de diciembre de 1953.
Apenas ocho años más tarde, el 12 de abril de 1961, el cosmonauta soviético Yuri Gagarin se convertía en el primer ser humano en expandir el relato —mitológico y real— de la exploración humana a la órbita terrestre. Durante sus 108 minutos en el espacio antes de que su cápsula reentrara en la atmósfera, Gagarin tendría tiempo para observar, desde la distancia, el carácter relativo de cualquier hazaña humana, incluso de aquellas más fántásticas y en apariencia más insuperables.
Antes de acabar la década, el 20 de julio de 1969, el propio Gagarin, héroe estratosférico de la causa soviética, experimentaría la repentina relativización de la importancia de su hazaña, cuando el astronauta Neil Armstrong descendía del módulo lunar Eagle para darse un paseo por la superficie de nuestro satélite natural. ¿Cómo volver a evocar la melancolía, la inmortalidad de los viajeros que alcanzan el estatuto de semidioses, los sueños infantiles y las neuras freudianas, si la luna —la mismísima luna— era un lugar por el que uno de nosotros podía darse un garbeo, y volver sano y salvo?
Últimos viajes alucinantes
Eso se habría preguntado el cineasta canadiense James Cameron desde el interior del Deepsea Challenger, el sumergible que lo llevó a posarse, el 26 de marzo de 2012, en el suelo marino más profundo conocido, el abismo Challenger de la fosa de las Marianas, a 11.000 metros bajo el nivel del mar. Si el paseo por la luna había espantado la imaginación humana del satélite terrestre, el paseo de Cameron nos privó de búsquedas existenciales para afrontar nuestro Leviatán particular: Moby Dick ya no tiene dónde esconderse de YouTube.
"It’s a Gibsonian apocalypse: the end of the world is already here; it’s just not very evenly distributed."
The @NewYorker profiles the singular William Gibson (@GreatDismal). https://t.co/XzPKGUQba6
— The Long Now Foundation (@longnow) December 11, 2019
Las grandes aventuras constituyen, según Christopher Booker, uno de los argumentos básicos más empleados, ya sea en su modalidad de búsqueda, o en forma de periplo biográfico sinuoso que otorga auténtico significado al retorno a casa.
En el siglo XIX, nuestro intento de otorgar un carácter comprensible al universo tomará la forma de una gran ballena blanca, pero también alimentará la primera literatura de ciencia ficción, para viajar en un submarino antes de que estos buques capaces de navegar totalmente sumergidos existieran (Veinte mil leguas de viaje submarino), o acudir a un mundo fantástico en el centro de la tierra.
En 1966, en pleno dominio del cómic y la Serie B, Richard Fleischer dirigía una película de ciencia ficción con el regusto pulp de la época que cubría el último gran viaje físico… o, en este caso, anatómico. Basada en un relato de Otto Klement y Jerome Bixby, Fantastic Voyage (Viaje alucinante) relata una travesía emocionante por el interior del cuerpo humano en un submarino tripulado, que ha sido previamente miniaturizado con una nueva técnica en posesión de la Administración estadounidense.
La Frontera digital
Un año después de publicar Viaje al centro de la tierra (1864), aparecía el periplo imaginado a la luna del mismo autor, Jules Verne. Tres décadas después, el escritor británico H.G. Wells contestaba al autor francés con una versión algo distinta al encuentro de la sociedad científica con otros mundos. La guerra de los mundos imagina una invasión marciana y abre la puerta, de paso, a la literatura fantástica de serie B (a partir de un clásico literario con mayúsculas).
Pulverizada —por agotamiento— la posibilidad de reivindicar hazañas dignas de expandir la marca de la odisea humana en las inmediaciones de nuestro planeta, la búsqueda de las hazañas geográficas se ha expandido a representaciones artificiales de nuestro mundo, mencionadas primero en ensayos especulativos (como el de Vannevar Bush sobre Memex, una de las ideas precursoras de Internet) y novelas de ciencia ficción.
Case, el antihéroe de Neuromante, la novela de ciencia ficción con la que William Gibson asistió al imaginario colectivo a pensar en la cultura ciberpunk y un ciberespacio todavía inexistente, es un vaquero «digital» que marca este cambio de rumbo desde las odiseas y epopeyas geográficas a las virtuales.
El protagonista de Neuromante parece hablarnos también de los hikikomori (los jóvenes y no tan jóvenes asociales que proliferan en Japón en las últimas décadas), los pertenecientes a grupos extremistas —como los autodenominados incel— y los adictos a opioides que prefieren encerrarse en la habitación y hacer su vida en Internet, y escapar de la realidad del mundo físico.
Ciberespacio avant la lettre
Case es, después de todo, un hacker que trató de estafar a su jefe y, debido a este borrón en su biografía, éste destruyó química la capacidad del cibervaquero para conectarse a la Red.
Esta tara inducida de su sistema nervioso se lee como poco menos que una castración química en toda regla, y en Neuromante observamos esa idea primigenia de la Red libertaria, un espacio informático frecuentado por inadaptados y entusiastas celosos de su libertad y privacidad.
En la novela de Gibson, la Frontera geográfica, ya imposible (ya no hay un Oeste, y las urbes como Neotokio destruyen, en cualquier caso, cualquier posibilidad de pertenencia y arraigo), se ha trasladado al mundo virtual y la libertad se practica en el ciberespacio. El mapa ha sustituido al territorio, y este cambiazo todavía suena a liberación.
Leer la descripción de Gibson sobre el ciberespacio en una novela «hardboiled» de inicios de los años 80, antes de que este vocablo fuera asociado a Internet, no resultaba distópico, sino extrañamente excitante, lleno de posibilidades para experimentar incluso con nuevas utopías:
«Ciberespacio. Una alucinación colectiva experimentada a diario por miles de millones de operadores legítimos, de todos los países… Una representación gráfica de datos extraídos de los bancos de todos los ordenadores en el sistema humano. Complejidad impensable. Líneas de luz dispuestas en el vacío de la mente, grupos y constelaciones de datos. Como las luces de la ciudad cuando retroceden».
Territorio y representación
Pero la suplantación del territorio por su copia en el ciberespacio (la representación idealizada y libertaria del mundo físico, donde existe una Frontera por reclamar), dejará pronto de equivaler a una liberación. La misma metáfora ha finalmente dado un giro de 180 grados en The Matrix (1999); Neo indaga sobre las incongruencias del mundo donde le ha tocado vivir, sin darse cuenta de la auténtica extensión de sus intuiciones.
En su habitación (la de un hikikomori en toda regla), observamos junto a un ordenador, varios teclados y diversos soportes multimedia, una copia de la edición en inglés de Simulacres et simulation, el ensayo del filósofo francés Jean Baudrillard sobre la superposición postmoderna entre el territorio y su representación mediática, a través de una industria cultural que realiza copias y remezclas a partir de otras copias. Viviríamos, por tanto, en un germen de simulación a gran escala, aunque la tesis de Baudrillard sea en buena medida simbólica y no literal, como ocurre en The Matrix.
¿Cómo equiparar a Internet con la libertad, su ethos originario, cuando hoy hay empresas electrónicas que conocen más de un porcentaje creciente de la población mundial que los mismos interesados y los Estados a los que pertenecen?
Quienes celebran el buen olfato de Gibson para evocar el futuro inmediato (el último en unirse a la cortesía es Joshua Rothman en un artículo para el New Yorker), eluden la evidencia de que Case, que se juega el pellejo a cambio de una oportunidad para reconstruir su sistema nervioso, se tomaría en la realidad actual la misma molestia para borrar su rastro en la Red.
Perseguidos por centinelas
El riesgo actual de que la actividad que realizamos y la información que consultamos acabe usándose en actividades para las cuales nunca sospecharíamos haber dado nuestro consentimiento, es real. La Frontera libertaria cede terreno ante el empuje comercial de las empresas cuyos servicios acaparan el mercado, así como a comerciantes, lícitos o no, de la actividad de los usuarios.
reading the outrage here is a bit surreal, because i *only* knew avast as an adtech/ data company from my coverage
yet another example of the trade/consumer divide 😬😬😬😬😬 yeeeeesh https://t.co/sojRuW4Ddr
— shoshana wodinsky (@swodinsky) December 9, 2019
La simulación auspiciada por la «sociedad del espectáculo» es simbólica y no literal, y los centinelas que atacan nuestra integridad no tienen el aspecto tentacular de los cefalópodos electrónicos encargados de perseguir y eliminar humanos liberados en Matrix.
Hablamos, más bien, de un rastreo que parte de la indiferencia ciudadana y del consentimiento tácito de que los principales servicios actuarían de buena fe y usarían lo que saben de nosotros para «servirnos» mejor información.
El último gran periplo fantástico es real, si bien la neuromancia derivó en contenido de entretenimiento servido hasta la extenuación, al estilo del narcótico «soma» en «Un mundo feliz».
Bennet Cyphers y Gennie Gebhart diseccionan en un informe publicado por la Electronic Frontier Foundation (EFF) hasta qué punto el rastreo de datos es, en estos momentos, indisoluble de nuestra relación con la Red: proveedores de Internet, distribuidores de software y aplicaciones, propietarios de sitios visitados e infinidad de intermediarios dedicados a la analítica, la seguridad o la publicidad, son capaces de acceder al historial de páginas que hemos visitado (si no hemos tomado medidas expeditivas, como establecer un cortafuegos a través de una red privada virtual, VPN, algo que no está al alcance técnico de todos).
Basta un píxel
Existen servicios web, navegadores de Internet, aplicaciones de correo y mensajería o incluso redes sociales (es el caso de Mastodon, alternativa descentralizada y encriptada de Twitter), cuyo diseño tiene en cuenta el máximo nivel posible de privacidad. No obstante, ni siquiera estos servicios permitirían eludir totalmente el rastreo de información de terceros, tal y como nos recordaría Richard Stallman, el polémico hacker y activista del software libre.
La vigilancia corporativa ha alcanzado tales niveles que resulta prácticamente imposible personalizar nuestra navegación por la Red tomando las medidas de seguridad necesarias para que nadie se aproveche de nuestra información o actividad para comerciar o realizar negocios sobre los cuales sabemos poco o nada.
Realizar las tareas electrónicas cotidianas después de leer toda la documentación legal asociada (que se supone que leemos y estudiamos antes de aceptar en su totalidad —no hay otra—), implica un esfuerzo considerable, aunque se trataría meramente del principio.
La nueva regulación europea para salvaguardar los derechos de los usuarios en la Red, GDPR, exige a los servicios electrónicos que recopilan data sobre sus visitantes establecer un mecanismo inteligible que permita negar el uso de los datos recopilados sobre nuestra visita a infinidad de empresas, que obtendrían la información mediante el uso de mecanismos como cookies o píxeles de seguimiento (archivos GIF invisibles).
Laberinto de espejos en una sola dirección
Nuestra aventura electrónica, que había influido sobre la semántica de las palabras usadas para describir la experiencia —desde «surfear» hasta la «World Wide Web», un enorme lienzo entretejido como la tela de una araña—, ha evolucionado hacia el uso contable y de entretenimiento; el espíritu de Frontera dio paso al pragmatismo y a modelos de negocio ajenos a cualquier consideración de responsabilidad social o con la salud a medio plazo de los usuarios. Según Bennett Cyphers y Gennie Gebhart,
«Las empresas tecnológicas, vendedores de datos y anunciantes tras esta vigilancia, y la tecnología que la propulsa, son en gran medida invisibles a ojos del usuario medio. Las corporaciones han creado un vestíbulo de espejos orientados en una sola dirección: desde el interior, pueden verse sólo aplicaciones, páginas web, anuncios, y uno mismo tal y como aparece en las redes sociales. Pero en la penumbra más allá del cristal, los rastreadores registran con tranquilidad prácticamente todo lo que haces».
De momento, estos rastreadores no son omniscientes, pero se han expandido hasta el punto de recopilar información sensible y susceptible de afectarnos, si es usada contra nosotros sin nuestro propio consentimiento. Será difícil impedir a empresas, organizaciones y grupos de contrainteligencia y desinformación de otros países usar la propaganda personalizada de manera indiscriminada.
De hecho, ya está ocurriendo aunque, parafraseando al mencionado autor de ciencia ficción William Gibson, el fenómeno está desigualmente distribuido.
Después de la edad de la inocencia
En la introducción del informe sobre rastreo de datos de usuarios en la Red, leemos:
«La página web media comparte información con decenas de empresas. La aplicación móvil media hace lo mismo, y muchas aplicaciones recopilan información especialmente sensible como localización y registros de llamadas incluso cuando éstas no están en uso.
«El rastreo también se expande al mundo físico. Los centros comerciales usan lectores de matrícula para registrar el tráfico en sus aparcamientos, y comparten esta información con agencias gubernamentales y policía.
«Negocios, organizadores de conciertos y campañas políticas usan balizas Bluetooth y WiFi para realizar un monitoreo masivo de la gente presente en el lugar. Las tiendas de distribución usan reconocimiento facial para identificar clientela, prevenir robos y enviar anuncios personalizados».
A estas alturas, muchos nos hemos familiarizado con los métodos más flagrantes con que intermediarios escudados en nombres oscuros recabar información sensible sobre nuestros hábitos, tanto en el mundo virtual como en el físico (gracias a la agregación y el análisis de macrodatos).
"Many former contractors say they’ve stopped using virtual assistants and unplugged their listening devices," @austincarr, @sarahfrier and @markgurman report in @technology https://t.co/KAS6CJeHyY
— Privacy Project (@PrivacyProject) December 11, 2019
Sin embargo, apenas observamos el fenómeno desde la superficie y desconocemos hasta qué punto identificadores web, telefónicos e instalados en distinto tipo de equipamiento, pueden estudiar el impacto que acciones o información concretas tienen sobre nosotros.
Un espía en el bolsillo
La cantidad de información es suficiente para elaborar a medio plazo perfiles psicográficos detallados de cualquier individuo o grupo demográfico que suscite interés. A estas alturas, ha dejado de sorprendernos el contexto descrito por el informe de EFF, si bien las herramientas que lo han propiciado han logrado su preeminencia en menos de dos décadas. El primer iPhone fue presentado por Steve Jobs el 29 de junio de 2007. El jurásico fue anteayer.
«Cualquier teléfono inteligente es un rastreador GPS de bolsillo, enviando constantemente su posicionamiento a lugares desconocidos a través de la Red. Los dispositivos con cámaras y micrófono conectados a Internet incorporan el riesgo inherente de la escucha telefónica discreta. Y los riesgos son reales: los datos de posicionamiento se han usado de manera fraudulenta en el pasado. Amazon y Google han permitido a sus empleados escuchar el audio registrado por sus respectivos asistentes domésticos, Alexa y Home. Y las escuelas han usado la cámara frontal de los ordenadores portátiles para espiar a los alumnos en sus hogares».
¿Una exageración? No tenemos más que interesarnos por alguno de los numerosos casos de abusos de empresas con el rastreo y tratamiento de datos sin el consentimiento explícito de la clientela. Ring, una empresa de seguridad residencial estadounidense, fue adquirida en 2018 por Amazon, que pagó 1.000 millones de dólares por la firma.
Sonríe a la cámara
Hoy, las cámaras de seguridad de Ring comparten su información sensible con la mayor empresa de distribución digital y mayor comercializador de espacio de computación en la nube… Y Amazon ha decidido compartir las imágenes registradas por las cámaras de los usuarios del servicio, que se suponía que servía para «recibir alertas en tiempo real sobre delitos y seguridad», con la propia policía.
holy shit https://t.co/mhxrUry0IM
— shoshana wodinsky (@swodinsky) December 9, 2019
La policía puede acceder a mapas detallados con cámaras Ring disponibles en 15 ciudades estadounidenses, y elegir qué imágenes estudiar, tal y como han destapado Dell Cameron y Dhruv Mehrotra en un artículo de investigación para Gizmodo.
Dada la evidencia, ¿cómo reivindicar la libertad en Internet? ¿Cómo protegerse del abuso de nuestra información al que nos ha conducido una combinación de conveniencia comercial y una sorprendente laxitud regulatoria con los abusos que se acumulan?
Quizá hagamos bien en leer a William Gibson, en su esfuerzo artesanal por traernos versiones plausibles de un futuro próximo. Así, en lugar de leer textos como el que sigue una vez la realidad los haya atrapado, podremos hacerlo con algo de antelación, aunque fuera para especular sobre los mundos posibles y las colinas en las que merecerá la pena dar la batalla.
Lo imaginado y lo real
El viaje a la última Frontera se cierra ante nosotros, y los sueños de utopía y libertad retroceden ante herramientas de rastreo concebidas para priorizar la utilidad económica en detrimento de cualquier responsabilidad o compromiso de equilibrio.
En su reciente perfil de William Gibson para el New Yorker, Joshua Rothman trata de dar con los rasgos que permiten al autor «mantener su ciencia ficción real».
Tomemos la descripción de las novelas del autor en los noventa, tras su serie de libros de los ochenta, que habían descrito un mundo tecnológico alucinatorio y abierto todavía a posibilidades que no tenían por qué derivar en un catastrofismo high-tech. En su prosa durante los noventa, este ciberespacio narcotizante se ha trasladado al mundo real, y la representación se confunde con el territorio:
«[Las novelas de Gibson de los noventa] Tienen lugar en California y Tokio en los años 2000. El Gran Terremoto ha hecho trizas el Bay Bridge de San Francisco, y el gobierno de California del Norte —el Estado se ha dividido en dos— no puede costear su reparación. Okupas y sintecho afectados por una crisis de la vivienda anterior al terremoto, se sirven de materiales de alta y baja tecnología —lonas, contrachapado, cable de la industria aeronáutica— para convertir sus cobertizos y torres en un barrio de chabolas suspendidas. La saturación mediática ha sumido incluso el pasado reciente en una neblina; los noticiarios televisivos practican «periodismo de contra-investigación», y señalan a las redacciones a las que se oponen ideológicamente. La cultura se ha globalizado y emite en alta definición. Las celebridades virtuales reemplazan a las reales, y los clientes de un bar llamado Cognitive Dissidents bailan al ritmo de una banda islámico-evangélica, Chrome Koran.
«La moda combina retales y tendencias: Chevette, una ciclista mensajera, usa una chupa de motero con códigos de barras en la solapa. El tatuaje en el cuero cabelludo de una mujer combina cruces celtas con dibujos de truenos. Un adolescente levanta su pie y revela «pequeñas luces rojas alrededor del perímetro de sus zapatillas deportivas… revelando la letra de alguna canción».
Cualquier parecido con la realidad no es, en ningún caso, una coincidencia. Sería un insulto al trabajo del autor.
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