La tendencia periodística a destacar lo peculiar (según la máxima de que no es noticia que un perro muerda a un hombre, sino el hombre mordiendo al perro) ha desatado todo su potencial sensacionalista con las redes sociales, posibles en un contexto de superación de la Guerra Fría y de la errática lectura (salta a la vista) del “fin de la historia“.
Las propias herramientas triunfantes de ese supuesto fin del mundo de las ideologías han contribuido al auge de lecturas sobre el mundo que vuelven al idealismo en cualquiera de las vertientes ya presentes en Hegel: nacionalismo, fundamentalismo religioso y retorno a la lucha de clases.
Conceptos como el de agitación propagandística tienen más vigencia que nunca, y el nativismo demuestra su popularidad en la dieta informativa personalizada y descentralizada: actualidad deformada a la carta.
Acostumbrados a entender el mundo que nos rodea en forma de relato coherente (un sesgo cognitivo que explicaría la propia evolución de nuestra especie), las teorías conspirativas y la polarización informativa han impuesto su atractivo -impacto, supuesta incorrección política, confirmación de creencias propias- en la agenda del suficiente número de votantes como para alimentar, por ejemplo, la oleada de nativismo en el mundo anglosajón.
Un viejo cuento con protagonistas que mutan
Las redes sociales no son el origen, sino la amplificación deformadora de filias y fobias, de aspiraciones y pesadillas de la población: pioneros en combinar nuevas herramientas -big data, personalización- con agitación propagandística de la vieja escuela han logrado desestabilizar la opinión pública de las sociedades abiertas más consolidadas, y uno de los valores compartidos en mayor retroceso es nuestra propia lectura del mundo: la globalización (o mundialización) son, en estos nuevos relatos, un fenómeno conspiratorio en contra de la supuesta superioridad (étnica, cultural, económica) de determinados países sobre otros.
Si nos entendemos a la mundialización como un proceso histórico de aceleración de intercambios (comerciales, culturales, económicos), debemos remontarnos varios siglos para comprender su origen, y seguir la pista a la evolución de préstamos lingüísticos, costumbres y tradiciones, o intercambios culturales y de bienes de consumo que han mantenido buena parte del mundo interconectado desde mucho antes de lo que pensamos.
Sin necesidad de remontarnos a realidades multiculturales en torno al Mediterráneo o el curso de los grandes ríos y valles (Nilo, Creciente Fértil, India, China), el Viejo Mundo (entendido como la zona de influencia en torno al “mundo conocido” de Eurasia y África desde la Antigüedad a la Alta Edad Media) ha vivido momentos de florecimiento en el intercambio entre pueblos y culturas.
De matices y metecos
Algunos de estos intercambios han permanecido en funcionamiento, de un modo u otro -a través de viejas rutas terrestres o nuevas rutas marítimas-, desde la consolidación de las sociedades del neolítico con cultura escrita (hecho, el del surgimiento de la información registrada, considerado por el mundo clásico como el propio inicio de la “historia”).
Como ejemplo de este intercambio entre gentes lejanas nunca del todo interrumpido, destaca el comercio de un producto imprescindible a inicios de nuestra era y en la actualidad: el comercio de especias y condimentos.
Es, quizá, más importante que nunca recordar el intercambio y permeabilidad de sociedades alejadas en África y Eurasia desde hace milenios, tanto a través de intercambios voluntarios como mediante procesos de invasión, conquista y subyugación, esclavitud, etc.
El desaparecido escritor español afincado en sus últimos años en Marrakech Juan Goytisolo, hermano de Luis -el pequeño- y José Agustín -el mayor-, explica en su biografía la incomodidad que ha producido a los europeos reivindicar el carácter meteco y mestizo del Mediterráneo, lugar de ida y vuelta de gentes e ideas, pero también epicentro de un monismo dogmático que aspira a borrar matices y ecos paganos de tradiciones también mediterráneas y mucho más tolerantes que la interpretación celosa de las doctrinas de Abraham.
Mediterráneo de ida y vuelta
Ni siquiera el celo de la religión y el derecho de sangre que se impuso en la Europa que empieza en las invasiones bárbaras acabó con realidades de ida y vuelta en el Mediterráneo, África y Oriente (donde Bizancio practicó un orientalismo precursor de los valores cosmopolitas que habrían firmado Nietzsche o Stefan Zweig).
En el norte de África e Iberia, pronto bajo dominio árabe, los lugares donde el dogma se impuso a la tolerancia de los antiguos, como la Alejandría de Hipatia, mantendrían hasta la actualidad realidades culturales mestizas que nunca se apagarían del todo: desde la comunidad griega de la Alejandría -con “metecos” ni europeos ni africanos, sino mediterráneos- de Moustaki a las comunidades de origen andalusí -sefardí, morisco- en Túnez, Argelia o Marruecos.
Enclaves mediterráneos como Beirut o Malta encarnan esta imposible y tolerada combinación babilónica; otros lugares, como las ciudades sirias o los balcanes, acumulan versiones más tristes para nuestra corta memoria descontextualizada: recordatorio contemporáneo de las consecuencias del resurgimiento de nacionalismos excluyentes en sociedades demasiado complejas para soportar procesos esencialistas.
Hijos de viejas batallas e historias que se bifurcan
Una cuarteta del olvidado cantautor español Chicho Sánchez Ferlosio (hermano del escritor Rafael Sánchez Ferlosio -a su vez amigo de Juan Goytisolo- e hijo del escritor falangista Rafael Sánchez Mazas, evocado en Soldados de Salamina de Javier Cercas), recordada por Jorge Drexler en su Milonga del moro judío, resume el sentimiento de quienes no se conformaron con vivir en su compartimento estanco a orillas del Mediterráneo, y decidieron recuperar los lazos nunca perdidos del todo:
“Yo soy un moro judío / que vive con los cristianos, / no sé qué Dios es el mío / ni cuáles son mis hermanos.”
El mismo “metequismo” aparece reivindicado en la canción más célebre de Georges Moustaki, en efecto, Le métèque. El cantautor de Alejandría se consideraba, en una posición sólo comprensible a orillas de un mar de superposición de realidades que deben aprender a convivir (o, en palabras de José Ortega y Gasset, “a conllevarse”), se consideraba a sí mismo “ciudadano de la lengua francesa”. Los ciudadanos de culturas y tradiciones suelen acumular tantas “nacionalidades” como contradicciones internas, al reconocerse a sí mismos, ante todo, como seres complejos.
La convivencia entre varios pueblos y sentimientos de pertenencia, con reconocimiento jurídico exclusivo o pertenecientes a entidades superiores o complementarias, nunca fue fácil, pero ni siquiera los peores conflictos religiosos y políticos han logrado cercenar del todo las largas travesías de productos desde los confines de África u Oriente hasta el corazón de Europa, pasando necesariamente por territorios “imposibles”: Persia, Arabia, Imperio Otomano, etc.
El peligroso juego de las esencias estanco
Juan Goytisolo explicaba en sus notas autobiográficas (recopiladas en una sola obra por Galaxia Gutenberg en 2017) memorias el silencioso padecimiento administrativo y social que sufren en las últimas décadas quienes no renuncian a vivir en un mundo de compartimentos estancos y etiquetas supuestamente puras e inequívocas:
“Castellano en Cataluña, afrancesado en España, español en Francia, latino en Norteamérica, nesrani [“nazareno”, apelación peyorativa de cristiano o europeo] en Marruecos y moro en todas partes, no tardaría en volverme a consecuencia de mi nomadeo y viajes en ese raro espécimen de escritor no reivindicado por nadie, ajeno y reacio a agrupaciones y categorías.”
Vamos, lo que hoy llamaríamos, con el anglicismo de turno, un “insider-outsider”. Un meteco o judío errante con regusto a canción sencilla y profunda raspada en la guitarra (quizá en la casa en una isla griega que Leonard Cohen, judío angloparlante oriundo de la ciudad francófona de Montreal, Quebec, compartió con la musa de una de sus mejores canciones).
Si los esencialismos de la actualidad prosperan sobre todo en el mundo virtual de las redes sociales, donde la relación con los otros se convierte en un documento de objetivos -siempre virtuales- acumulados y todavía por conseguir, las tensiones podrían desbordarse en el mundo real, el físico.
Las redes sociales, consideradas por algunos comentaristas como poco menos que “la comida rápida de la socialización”, evolucionan hacia la cultura identitaria excluyente y no hacia la celebración de realidades existentes: complejas, permeables, multiculturales, que los guardianes de las esencias pretenden destruir “por el bien común” para crear purezas que sólo existen sobre el plano bidimensional de su hipótesis grandiosa.
Las especias aliñan, nunca aíslan
Juan Goytisolo se refiere a estos grandes idealismos donde el fin justifica los medios (esencialismos de nación o de clase: nacionalismo excluyente o dictadura del proletariado) con una reflexión que sirve para explicar por qué la sociedad actual, heredera del mundo más globalizado, se siente atraído por un retorno a las supuestas esencias, al haber perdido la memoria de las consecuencias terribles a las que pueden conducir semejantes derroteros en lugares tan complejos como Europa o Norteamérica:
“Los jíbaros de la ideología única y oficial, al prescindir en sus previsiones y análisis de los ingredientes irracionales del hombre, contagian sin saberlo de una irracionalidad delirante al conjunto de sus esquemas: lo expulsado por la puerta se les cuela al punto por la ventana y les infecta hasta la médula de los huesos; apenas edificada la muralla protectora y aséptica de la ciudad ideal en la que se albergará el hombre nuevo, verán surgir dentro de ella las crueldades, miserias, locuras, extravagancias del bárbaro viejo contra las que inicialmente se alzaron.”
Vestigios arqueológicos de la Edad de Piedra sugieren que hemos usado especias y condimentos desde antes del neolítico, recolectando plantas, granos y semillas silvestres para rituales, alimentos y remedios.
En Europa, el uso de especias se remonta al menos 6.000 años según las pruebas arqueológicas, pero esta fecha podría ser muy anterior y preceder los primeros asentamientos neolíticos del Creciente Fértil, observando el uso de especias y condimentos silvestres en culturas ancestrales de zonas como el interior montañoso de Nueva Guinea.
El Tánger de ayer y hoy
Antes de que la geopolítica girara en torno al control de energías fósiles (y, últimamente, de metales raros para baterías y aparatos electrónicos), la geopolítica era heredera del mundo de la Era de los descubrimientos: gracias al intercambio colombino, productos como el maíz, la patata, el tomate, el tabaco o el chocolate cambiaron la vida de europeos y, a través de su dominio colonial, del resto del mundo.
Antes de que plata del Potosí o la exportación de cosechas originadas en Mesoamérica, los Andes o el Misisipí iniciaran la globalización, con el real de a ocho español (peso “duro”) convirtiéndose en la primera moneda global -presente en China, el Nuevo Mundo, Europa y el Imperio Otomano como referente transaccional de facto-, el comercio mundial giraba en torno a la producción, control y comercio de especias y condimentos.
Desde la Antigüedad los puertos del Mediterráneo habían distribuido especias y condimentos para boticas, alimentación, pigmentos textiles o tinta: en la Alta Edad Media, las caravanas de especias de India -a través de rutas que pasaban por Asia Menor, Arabia o el cuerno africano-; o las no menos espectaculares caravanas de la sal -desde los confines del Sahara-, cayeron en manos árabes y otomanas, que se convirtieron en intermediarios esenciales de los intercambios entre los dos extremos de Eurasia.
La permeabilidad cultural y comercial del Mediterráneo permitió los intercambios de especias y conocimientos descritos con halo fantástico por pioneros como Ibn Battuta o Marco Polo, pero ni siquiera los reinos mediterráneos más cultivados y cosmopolitas lograron superar el eventual bloqueo otomano a las viejas rutas que habían mantenido el comercio entre las grandes civilizaciones del Extremo Oriente -más pobladas, unificadas y prósperas- y la Europa del Alto Medievo.
La mundialización no es cosa de ayer
Si bien los resultados del intercambio colombino crearon un mundo que superaba las constricciones de la Ruta de la Seda, en la que persas, árabes y otomanos -batallando entre sí por la hegemonía- se situaban como intermediarios, los esfuerzos de Portugal para bordear África para lograr una ruta franca a las Indias, y el intento a la desesperada de España por abrir su propia ruta navegando hacia el poniente con el mismo objetivo, pretendían lograr una posición más ventajosa para Europa en el comercio de especias y condimentos.
En cierto modo, la carrera por el control del comercio de especias aceleró la modernización del mundo y dio pie a la mundialización, empezando por las consecuencias del intercambio colombino: en vida de Colón, América fue Las Indias, y sus habitantes, si bien no eran miembros de esos reinos prósperos de que habían dado cuenta leyendas, productos y viajeros desde Alejandro Magno, eran parientes de los “Indios”. Y el equívoco, convertido en broma peyorativa de la historia, jamás se ha enmendado del todo.
Al llegar a los puertos mediterráneos y, desde allí, a los mercados del resto de Europa, la sal y las especias alcanzaban un precio con una rentabilidad sólo comparable a la de los metales preciosos: productos prestigiosos, preciados como condimento alimentario y medicinal, fácilmente almacenables durante largos períodos sin riesgo de pérdida, con un valor de transacción estable incluso en momentos de incertidumbre bélica o epidemias (frecuentes), etc.
Cosmógrafos de Núremberg y reyes ibéricos
Las clases mercantes y burguesía incipiente de las ciudades-Estado europeas, espoleadas por la riqueza material y el acceso a ideas gracias a la imprenta y el comercio, espolearon nuevas técnicas marítimas, incluyendo mapas más realistas. El historiador británico Felipe Fernández-Armesto explica este momento en su ensayo 1492: The Year Our World Began, la actividad frenética de ciudades como Núremberg, cuyos comerciantes querían “poner el mundo en un mapa” (¿qué pensarían, de plantarse en una actualidad con un mundo mapeado al alcance de cualquiera en un aparato que llevamos en el bolsillo, mientras a la vez -y quizá asustados por el nivel de interconexión de nuestros días- nos replegamos en el tribalismo?).
Los comerciantes más prósperos del norte de Italia, Alemania o Países Bajos empezaron a demandar mapas realistas, pues los seres fantásticos descritos por Marco Polo, o los supuestos dominios de los confines de la tierra, desde la Atlántida a Antillia (las siete ciudades de San Brandán que supuestamente habían fundado los moros en medio del Atlántico), presentes en los mapas hasta bien entrado el siglo XV.
La demanda de comerciantes y casas reales (como la portuguesa) de mapas más fidedignos respondía a una necesidad que fundaría el mundo que conocemos: el acceso directo y con el menor número posible de intermediarios a especias, condimentos y esclavos: mientras las civilizaciones de Oriente creaban complejos y prósperos mundos prácticamente autosuficientes, los países periféricos de Europa se lanzaron a buscar rutas que acercaran a sus comerciantes, nobleza y casas reales a la parte más transportable y transaccional de esa riqueza, de la que daban cuenta no sólo historias, sino los mismos productos, llegados a los mercados europeos a precios astronómicos.
El mapa de las especias
Los mapas europeos surgieron también con la intención de anular el auténtico poder de los intermediarios en Arabia y el Imperio Otomano, cuyos comerciantes controlaban el comercio y ocultaban tanto el origen como el detalle de las transacciones en origen: al llegar a Europa, especias de Asia y sal de África habían multiplicado su precio.
Felipe Fernández-Armesto nos describe el comercio de las especias en el siglo XV, tan ligado a la necesidad de observar al mundo con objetividad científica. En Núremberg, mercaderes y patricios eran conscientes de la utilidad de inversiones a largo plazo.
Fernández-Armesto menciona al cosmógrafo más célebre en la ciudad en el siglo XV, Johannes Müller Regiomantanus, que achacaba la “gran facilidad en todo tipo de comunicaciones con personas sabidas de cualquier lugar” puesto que “este lugar es tenido como el centro de Europa porque las rutas de mercaderes conducen a él.”
Este contexto explica que Martin Behaim (Martín de Bohemia), comerciante, astrónomo y geógrafo a sueldo de Portugal, financiara sus primeros mapas en Núremberg, su ciudad natal, y decidiera acudir a la corte Portuguesa para avanzar en su carrera de navegante con la monarquía que perseguía nuevas rutas hacia oriente de manera más agresiva.
Su globo terráqueo, el más antiguo que se conserva, incluía todavía islas imaginarias y prodigios aparecidos en mapas medievales anteriores, así como en descripciones de las fronteras del mundo conocido que se remontaban a la Antigüedad. En el globo aparecían, sin embargo, nuevos conocimientos sobre rutas y territorios donde encontrar los productos más preciados de la época: en el trabajo de Behaim brillaba la intención: incluía a las Indias y describía los lugares donde encontrar las principales especias.
Real de a ocho
En los pequeños reinos y ciudades-estado del corazón de Europa, dependientes de alianzas con el Sacro Imperio Romano y alguna de las monarquías emergentes en el continente, no andaban desencaminadas, como demostrarían las exploraciones de portugueses, españoles, holandeses, ingleses y otros europeos: la pimienta dominaba el mercado de las especias, y la mayoría de la producción procedía de la costa suroeste de India, donde se concentraba el 70% de la producción mundial, explica Fernández-Armesto.
Sin embargo, otros productos de menor volumen pero valor más elevado, como la canela de Sri Lanka, o la nuez moscada y el clavo de las islas de Banda y resto de Molucas, junto a Java, lograban precios astronómicos hasta que, tras infinidad de aventuras de reconocimiento darían finalmente con el origen de la producción, fundando las compañías de Indias Orientales (apelativo que se dio a Asia para distinguir los territorios del sudeste asiático (Indostán, Indochina, Indonesia) de las Indias Occidentales (Américas).
Hasta entonces, los europeos tuvieron que competir con China en el mercado de las especias, pues la riqueza de la civilización milenaria, gobernada desde el siglo XIV por la dinastía Ming, permitía a sus mercaderes absorber buena parte de la producción de estos condimentos culinarios y medicinales, entre los primeros bienes comerciales (junto a la seda y otras especialidades de estatus con producción localizada) globales, antes de que el intercambio colombino inundara el mundo con productos y cosechas procedentes de Mesoamérica y los Andes… Y con reales de a ocho acuñados en Potosí.
Primeros productos de estatus de la mundialización
Felipe Fernández-Armesto aclara el origen de la importancia estratégica y carácter cosmopolita de las especias:
“La idea de que la demanda de especias resultara de la necesidad de adecentar carne y pescado en mal estado es uno de los grandes mitos de la historia de la alimentación. La comida fresca en la Europa medieval era más fresca que en la actualidad, porque era producida localmente. Los alimentos se conservaban en un estado similar gracias al uso de sal, conservas, deshidratación o conservación en grasa y azúcar a lo logrado mediante el enlatado, la refrigeración, la deshidrocongelación o el envasado al vacío en la actualidad”.
En la Europa de inicios de la Era de los descubrimientos, la cocina rica en especias era un símbolo de estatus, tan importante para la vieja nobleza (pilar del Antiguo Régimen) como para la burguesía aspirante (que influiría en la Reforma protestante y, posteriormente, la Revolución Francesa y la independencia estadounidense).
Libros de recetas del siglo XV de las casas reales inglesa y napolitana, o de la casa ducal de Baviera, incluyen especias en la mayoría de platos, como símbolo del poder económico y la sofisticación. Desde la época romana, explica Fernández-Armesto, los europeos habían tenido que competir con los chinos por unos productos que sólo podían canjear con oro y plata, pues Europa (pobre y atrasada en comparación con la India y China) no producía nada que los mercados asiáticos demandaran.
Entre China y el Potosí
En el siglo XV, la conexión entre las monarquías ibéricas y los cosmógrafos, mercaderes y banqueros de ciudades como Núremberg y Florencia acelerarían la transformación del mundo. Poco más de un siglo más tarde, los españoles en Manila empezarían un intercambio que situaría a los chinos en inferioridad con respecto a los europeos: España aportaría plata americana a cambio de los preciados productos asiáticos, inundando las Indias Orientales con la brutal explotación del yacimiento del Potosí.
El mundo apenas había empezado su recorrido hacia las ideas humanistas y del Renacimiento tardío que impulsarían la Ilustración. Entre declaraciones grandilocuentes de los derechos del “hombre” (una definición que, hasta finales del siglo XIX, se refirió a varones propietarios de origen europeo) y declaraciones de principios que todavía resuenan, los habitantes del resto del mundo empezaron su periplo particular -a menudo, identificándose con los valores europeos- hacia su particular visión de la emancipación. Dejemos el tenebroso descenso en el idealismo hegeliano y sus consecuencias décadas después, en forma de totalitarismos y dos guerras mundiales, para otro momento.
Este pequeño recorrido por los orígenes del mundo en que vivimos debería alimentar nuestro escepticismo ante cualquier construcción ideológica contemporánea que, mediante simplificaciones y tergiversaciones, trate de convencernos de que la globalización es un proceso iniciado por el neoliberalismo hace algunas décadas o algún cuento similar.
Segunda flota de Zeng He
Antes de la carrera moderna por el control de fuentes energéticas fósiles, un proceso geopolítico acelerado a finales del siglo XIX, el mundo surgido de invasiones, intercambio de ideas y mercancías empezó un sincretismo con ecos desde polvorientos caminos pisados por Alejandro Magno en el subcontinente indio a la tienda de proximidad regentada por un inmigrante junto a nuestra residencia.
El esencialismo actual debería interesarse en la correlación entre la resiliencia cultural de una civilización y su permeabilidad al sincretismo con otras ideas y tradiciones. El mundo surgido del intercambio colombino fue, desde la mentalidad confucionista de la China Ming (entonces, la civilización más poblada y próspera con diferencia), el inicio del dominio imparable de Europa -y de su trasplante en el Hemisferio Occidental- en el mundo.
Este dominio se explica tanto por los aciertos europeos como por la mentalidad aislacionista de la potencia de la época, China, con una cosmogonía que rechazó la expansión a otros lugares después de los viajes de Zeng He.
Sólo la incidencia de la patata en el mundo cambió el centro de gravedad del poder europeo desde el Mediterráneo hacia el norte, y su introducción en la dieta de los más desfavorecidos redujo -literalmente, según un estudio– el número de guerras civiles en el mundo. Un impacto nada desdeñable para un tubérculo domesticado en las tierras áridas del altiplano andino.
Quizá, sin habérnoslo planteado, seamos el resultado de decisiones azarosas tomadas hace mucho tiempo en los confines del mundo.