Contemplar un molino de viento neerlandés en pleno funcionamiento es imaginar al molinero estudiando por dónde llegará el fresco viento del mar del Norte en las próximas horas, mientras se ocupa de labores agrarias y emprende reparaciones y mejoras constantes en el gigantesco artilugio que también es su morada y la de su familia.
La mitad de los Países Bajos, un territorio llano y denso que aprendió a sobrevivir entre vecinos poderosos y un clima húmedo y hostil, es tierra ganada al mar que se encuentra bajo su nivel.
Antes de que los diques modernos fueran construidos, viejas barreras erigidas con fuerza humana y animal, un complejo sistema de canales y esclusas, así como bombas propulsadas con fuerza eólica e hídrica, aseguraban los campos ganados a las marismas, lagos, estuarios y llanuras aluviales que conformaban la enorme e intrincada bahía en el corazón de los Países Bajos.
La modernidad llegó antes a los Países Bajos y, con ella, la capacidad de la tecnología humana para transformar radicalmente el paisaje, hasta el punto de convertir una tierra pantanosa azotada en la Alta Edad Media por epidemias e inundaciones, en uno de los territorios más prósperos y avanzados de Europa en la Edad Moderna.
Puntos de fuga en un paisaje euclidiano
El visitante acostumbrado a las orografías accidentadas de la Europa mediterránea se percata rápidamente del paisaje rectilíneo neerlandés, diseñado por la racionalidad euclidiana de una población organizada para ganar al mar un territorio agrícola delineado con hileras de árboles; canales fluviales conectando el mar del Norte y el interior europeo a través del Rin; y pueblos con casas de ladrillo rojo donde apenas destaca el sobrio campanario de la iglesia.
Durante nuestro viaje primaveral por el Benelux, nos percatamos al instante de que no existirá barrera lingüística, pues nuestros interlocutores dominan el inglés y, en menor medida, el francés (más allá del sur belga, donde es lengua vehicular). Aprovechamos para centrarnos más en el mensaje y menos en el rito de las formas: la vocación utilitarista neerlandesa está presente tanto en su paisaje como en las relaciones humanas.
Viajando desde Francia, el hedonismo estético baja enteros, y las reflexiones de Max Weber se manifiestan en la regularidad y pragmatismo de campos, canales, casas, árboles podados hasta niveles cómicos (convirtiendo la intención caótica y fractal de la naturaleza en muñones vegetales y jardineras con guías).
La economía moderna nació por debajo del nivel del mar
Eso sí, la constatación de Weber de que la moral calvinista es la más adecuada al utilitarismo burgués pierde enteros cuando el amarillo intenso de las flores de soja rompe la regularidad de cielo gris, prados verdes y paisaje ordenado; o cuando el sol aparece de repente y la gente corre a disfrutar de él, dejando a los más trascendentales la labor de plasmar el momento con poética. Es entonces cuando la luz de Vermeer se comprende mejor, y uno viaja con la memoria al museo del Prado, lamentando no poder estar a la vez en la representación y lo representado.
Las hipótesis de Max Weber no se sostienen con el mero escrutinio de la población: el 42% se define como aconfesional, mientras el grupo religioso más numeroso es el católico (28%), seguido de lejos por protestantes (19%; entre los cuales, sólo el 3% son calvinistas practicantes).
En los buenos días de primavera, la voluntad de racionalidad se desborda quizá con momentos de cierta voluptuosidad, que se intuyen en momentos leídos como la tulipomanía (evoco la lectura del capítulo de The Botany of Desire dedicado a la inflación en el comercio de los bulbos de esta flor durante el siglo XVII, cuando la prosperidad se volcó en lo efímero y mundano), o la belleza de los azulejos de Delft -y la mayólica neerlandesa en general- que ilustran la guía que paseo de un sitio a otro.
Floreciendo en torno a potencias
Si el mercado europeo (y mundial) de las piedras preciosas sigue influido por la pujanza perenne de los joyeros y empresas de extracción de Amberes, la segunda ciudad belga, el comercio mundial de las flores pasa, como lo hacía en el siglo XVII -en pleno reinado del bulbo de tulipán más famoso, el rayado Semper Augustus, vendido en Haarlem por 6.000 florines-, por mercados como el de Ámsterdam.
Conducir en abril por el antiguo territorio anegado implica desplazarse por carreteras rectilíneas, modernas y bien mantenidas, donde el verde intenso se intercala por el amarillo de la soja, y el punto de fuga de unas estructuras verticales que ganan a los campanarios en altura y ambición (acaso una pista cultural): torres de agua y grano, y enormes molinos, estos últimos supervivientes de una época de alta tecnología preindustrial.
Desde la Edad Media, los pequeños territorios autónomos que conformarían los Países Bajos después de la dominación de los duques de Borgoña y los Austrias no sólo se las ingeniaron para mantener su autonomía cultural y religiosa con respecto a Reino Unido, Francia, España o los territorios alemanes, sino que aplicaron su concepción industriosa y disciplinada de lo cotidiano en el diseño de diques y bombas de agua que ganaron terreno al mar.
Tecnología para domeñar los elementos
La pujanza económica y comercial de la burguesía de las ciudades-estado del norte de Italia, o las ciudades imperiales libres alemanas, tuvo su contrapartida en las prósperas ciudades y provincias neerlandeses que, preocupadas por la Contrarreforma española y temerosas del poder francés y británico, instauraron una monarquía a medida en el siglo XVI: la Casa de Orange-Nassau reconocía los valores protestantes de las Provincias Unidas y fundaba sus propias colonias para comerciar con América y Oriente.
Con la monarquía burguesa de Orange (y con la República Neerlandesa después), las potencias locales de Brabante, Holanda, Zelanda, Geire y Friesland dejaban sus luchas y alianzas intermitentes, conformando el germen de un Estado común que debía protegerse por igual de las tormentas del mar del Norte y de la pujanza de las potencias circundantes.
El lema de las Provincias Unidas recordaba la necesidad de protegerse de España, Francia, Reino Unido y feudos alemanes por igual: “Eendracht maakt macht” (La unión hace la fuerza).
En casa, los Países Bajos florecieron comercialmente y se sirvieron de una compleja red de molinos para bombear agua y convertir estuarios y marismas en tierra arable. Antes de la era del vapor y las máquinas propulsadas con combustibles fósiles, los Países Bajos habrían hecho enloquecer a Don Quijote: de los 13.000 molinos con que contaba el territorio neerlandés a inicios de la Ilustración, la mayoría se usaban en sistemas escalonados que succionaban el agua y, gracias a canales y esclusas, la expulsaban al mar, más allá de los diques que aseguraban la tierra ganada.
Basta observar un mapa de las Provincias Unidas del siglo XVII para constatar hasta qué punto los neerlandeses han transformado el territorio: Zuiderzee, o lo que los comerciantes hanseáticos habían denominado la bahía del “mar del sur”, empequeñeciendo los Países Bajos, apenas existe en los mapas modernos, debido al bombeo de agua desde su poco profundo interior (entre 4 y 5 metros) hacia Frisia en el perímetro exterior con el mar del Norte.
La bahía salobre que volvió a ser lago de agua dulce
Lo que antes era una enorme bahía de escasa profundidad que, una vez superada la barrera natural de las islas frisonas, se extendía 100 kilómetros tierra adentro y contaba con una anchura de 50 kilómetros, empezó a ser drenada de manera laboriosa, asegurando superficies desecadas o pólderes que se encontraban por debajo del nivel del mar, con diques flanqueados por hileras de molinos de viento que Don Quijote habría llamado ejércitos de gigantes, sin exagerar un pelo en su descripción.
La bahía de Zuiderzee y llanuras colindantes son ahora indistinguibles en el horizonte rectilíneo neerlandés, donde los canales con barcazas siempre repletas y bandera a menudo alemana recuerdan que el puerto de Róterdam, ciudad moderna con panorama urbano más propio de Norteamérica que de Europa, es el primero de Europa por volumen de mercancías.
La antigua bahía impracticable de 5.000 kilómetros cuadrados está delimitada al norte por el lago del IJssel (IJseelmeer), cuyas aguas son de nuevo dulces después de que se construyera el dique de Afsluitdijk: antes de que las tormentas del siglo XIII acabaran con las dunas que separaban Frisia de la zona lacustre del interior, el estuario del río IJssel, afluente del Rin, había separado un antiguo lago de agua dulce del mar del Norte.
Las tormentas convirtieron el estuario frisio en varias islas, anegaron más territorio y transformaron su antigua fertilidad en un páramo lacustre. Siglos de trabajo y determinación no sólo devolvieron la riqueza a la tierra de Zuiderzee, sino que convierten a los Países Bajos en un caso de estudio para el futuro del territorio ribereño mundial cada vez más amenazado por eventos de clima extremo y el ascenso del nivel del mar.
Hoy, en el interior de Zuiderzee, junto al IJseelmeer, se erige el fértil Flevopolder, la isla artificial más grande del mundo (970 kilómetros cuadrados: casi el doble que Ibiza, 200 kilómetros cuadrados mayor que Lanzarote y apenas 500 kilómetros cuadrados menor que Mallorca).
El niño que taponó un dique con su dedo
Acudir a Róterdam es preguntarse si los intensos bombardeos que destruyeron la ciudad ocupada por los alemanes durante la II Guerra Mundial han creado lo que los propios neerlandeses consideran una pequeña Nueva York, donde la mayoría de sus habitantes desconoce dónde se encuentra su puerto de contenedores y se resigna a la injusta comparación del despistado visitante foráneo que se ha acercado pensando en Ámsterdam o Utrecht y se encuentra con algo más parecido a Nueva Ámsterdam (la Nueva York del XVII).
La relación entre los neerlandeses y el mundo anglosajón, tras innumerables guerras y batallas marinas contra el Reino Unido y la relación con Norteamérica iniciada ya durante la época de las Trece Colonias (cuando Nueva Inglaterra acogió a las sectas protestantes perseguidas, como los anabaptistas), no pasa quizá por su mejor momento.
Del mismo modo que la canción griega más más universal, el Sirtaki de Zorba el griego (1964), no es una melodía tradicional, sino la interpretación de ésta por Míkis Theodorakis para Hollywood, la leyenda más popular sobre el carácter neerlandés no parte de este país, sino de la literatura por entregas estadounidense, equivalente cultural en el siglo XIX al papel del cine en el siglo XX: en 1865 se publicaba Hans Brinker, or The Silver Skates, donde un niño holandés salva a su país de una inundación al detectar una fuga en un dique de contención e introducir su dedo en él.
Quizá, a partir de ahora las historias sobre Europa deban partir de la misma Europa continental, dada la situación política de Reino Unido y Estados Unidos. Trump y May parecen dispuestos a perder su capital de soft power, mientras los neerlandeses pasan la página de sus últimas elecciones y de la crisis económica, de efectos mucho menos profundos que en otros países de la zona euro.
Viaje por los Países Bajos
Durante nuestro viaje por los Países Bajos, queríamos ir más allá de la permeabilidad del país con el mundo anglosajón, de un pragmatismo y utilitarismo tan parecido a la cultura del Medio Oeste (Minnesota viene a la mente), e investigar sobre un tipo de resiliencia que parte de la relación entre neerlandeses y un entorno hostil: la historia de gestión de diques, bombeo de agua y recuperación de tierras al mar se remonta 740 años atrás, una lucha colectiva para lograr mantener los pies secos y transformar marismas salobres en tierras de pasto para ganado y cosechas.
Un futuro con paisaje holandés es menos distópico y parece menos presto a conducirnos al milenarismo “prepper” de las comunidades de origen holandés y alemán en el interior estadounidense, o al pesimismo bíblico de Cormac McCarthy: por de pronto, uno conduce por una retícula verde y amable, donde el diseño del paisaje, las vías y canales, las viviendas o los molinos se adaptado a la orientación y rachas de viento, y ha aprendido a mantener el agua más allá de las viejas dunas olvidadas en historias que los sajones, emparentados con los frisones, explicarían en sus leyendas durante la invasión de Britania.
Nuestro vitalismo nos conduce no sólo a visitar proyectos de negocio y arquitectura interesantes de Ámsterdam, o muestras de arquitectura militar que habrían hecho las delicias de W.G. Sebald, sino a contemplar y visitar tantos molinos como nos fue posible en apenas tres días.
Como un paisaje del eterno retorno nietzscheano, los molinos de viento que, situados en hilera estratégica junto a drenajes, permitían captar y expulsar agua en zonas de marismas haciéndola remontar por canales hacia el mar. Los pólderes, tierras ganadas al mar en Flandes y Países Bajos desde el siglo XIII, originaron un paisaje geométrico, cuya racionalidad se emparenta más con las explotaciones agrícolas del Medio Oeste norteamericano que con las lindes más irregulares de potencias agrícolas europeas como Francia.
El molinero de Abcoude
Los molinos de pólder se empezaron a usar en el siglo XIII y empezaron a generalizarse a medida que las mejoras técnicas permitían drenar agua de manera más efectiva. El país dependió del bombeo eólico para impedir la inundación del territorio situado por debajo del nivel del mar; sobreviven 1.000 molinos históricos, muchos de los cuales se encuentran en funcionamiento, tal y como nos explicó Maarten van Dijk, un pequeño empresario que gestiona un molino de bombeo erigido a finales del siglo XIX sobre el armazón de un molino dañado anterior.
Van Dijk, un hombre alto y de mediana edad que vino a nuestro encuentro calzando zuecos, tejanos y una chaqueta de leñador, iba acompañado de su hija pequeña, que invitó a nuestros hijos a acompañarla con pan a alimentar las ovejas y sus corderos oscuros recién nacidos. “Caminan desde el primer momento sin problemas”, explicó Maarten van Dijk a los niños.
El molino estaba en pleno funcionamiento cuando llegamos a la pequeña localidad de Abcoude, con sus aspas imponentes moviéndose en sentido contrario a las agujas del reloj, planta octogonal de ladrillo y armazón de madera con cubierta vegetal en perfecta conservación.
Los juncos secos que, comprimidos en manojos y, una vez dispuestos sobre el armazón, fueron rebajados hasta lograr la práctica verticalidad de la techumbre del molino, dan a la estructura la imagen de una figura vestida, lo que aumenta nuestra empatía con Alonso Quijano.
Los últimos grandes molinos de bombeo de agua
El molinero, que ha debido estudiar de un “maestro” (se sigue la relación entre maestro y aprendiz propio de los gremios europeos preindustriales) materiales, arquitectura, mecánica, manutención, meteorología y todas las sutilezas derivadas de operar y mantener un sistema tan complejo como un edificio con partes móviles (y el centro de su interior atravesado por un enorme tronco con las dimensiones de un enorme mástil que gira sobre su base cuando las aspas se encuentran en funcionamiento), explica que las aspas giran en ángulo obtuso para aprovechar mejor el viento.
Hablamos sobre molinos españoles, sobre la incapacidad de restaurarlos o accionarlos como sí lo han logrado las asociaciones de voluntarios que en Holanda mantienen en funcionamiento una parte considerable del millar de molinos históricos que han sobrevivido. El resto cedió terreno a la especulación de sus propietarios con pólizas de seguro de la época, a los temporales y al desarrollo industrial y urbanístico del país.
Bajo la cabeza rotora superior que corona la parte superior del molino que Van Dijk mantiene con la pasión que, reconoce, no tiene para su empleo remunerado, aparece el año de construcción: 1874. Casi tres siglos después de que el matemático e ingeniero hidráulico Simón de Brujas patentara un sistema de engranajes que triplicaba la capacidad de bombeo de bombas eólicas anteriores.
Sobre un paisaje tan planeado como Minecraft
En 1874, todavía tenía sentido edificar o mantener estos molinos de bombeo, explica nuestro anfitrión. Le preguntamos por qué. El viento sopla constantemente y, si bien los molinos requerían que el maestro molinero los accionara y controlara en cualquier momento (si el viento soplaba a mitad de la noche, había que trabajar a esa hora), las primeras máquinas de bombeo de la era industrial también requerían operarios para alimentar la caldera con carbón, así como la compra, el transporte y el almacenamiento del combustible.
Holanda (nomenclatura reduccionista, nos explican nuestros amigos, al designar sólo una de las regiones históricas de los Países Bajos, la más occidental, tomada por el todo) es un país denso que, como Bélgica, obliga a los habituados a espacios menos delimitados y modificados por la acción humana a redefinir conceptos como el de la gestión eficiente del territorio disponible y la convivencia de ruralidad con urbanismo, comercio e industria puntera.
La ausencia de colinas, accidentes o vegetación espontánea impide al visitante encontrar puntos de fuga que rompan la monotonía euclidiana, si bien al cruzar las explotaciones agrícolas y florales uno se pregunta dónde viven los más de 16 millones de habitantes del país. Lo averiguamos al conducir por la región de Randstad, un perímetro densamente poblado que comprende de manera prácticamente ininterrumpida las zonas urbanas de Ámsterdam, Róterdam, La Haya y Utrecht.
Sublime espectáculo quijotesco en el pólder de Kinderdijk
Cuando nos despedimos de Maarten van Dijk y de su amigo, un experto de los molinos de bombeo de agua holandeses que muestra su conocimiento de técnicas ancestrales en otras zonas europeas y del resto del mundo, tengo la impresión de haber conocido a un capitán de velero, en este caso un navío de un solo mástil dedicado a expulsar el agua de un país que había estado anegado.
Las quijotadas bien planeadas ofrecen resultados que antes habían sido considerados como imposibles, o dependientes de técnicas improbables.
Qué puede haber más imponente que un enorme molino con techo de paja moviendo sus aspas con fuerza, mientras el interior es usado como vivienda por el molinero y su familia.
Al llegar al pólder de Kinderdijk, la vista inigualable de 19 molinos de bombeo de agua moviendo sus aspas ante el horizonte gris en la provincia de Holanda Meridional, ilustra cómo se ganó al mar el terreno circundante.
Futuro
Pero los 19 molinos de Kinderdijk (hoy protegidos por la Unesco), evocan el futuro, invitándonos a refrescar nuestra mirada con la ingenuidad que comparten niños e inventores.
Tecnologías que aprovechan la fuerza de los elementos para protegerse de los efectos de su acción continuada.
Paseando entre los 19 molinos, imagino a sus molineros y sus familias, luchando contra tempestades olvidadas. Viviendo plácidamente en su interior mientras el mástil de su centro gira sin interrupción.
Imagino viviendas del futuro con un diseño similar.
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